lunes, 28 de febrero de 2011

CITA ABIERTA AL ENIGMA (2) / Un cuento de José Ignacio Restrepo

LOS OTROS NOMBRES DEL MUERTO (2)
por
José Ignacio Restrepo
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En el interior, el frío tiene color claro, seguramente este frío color claro tenga nombre armónico, con un número adecuado de letras cuya inicial suene fuerte, quizá como un grito en el callejón vacío, en la noche, o como un estornudo seguido de otro, en el pasillo angosto, de cerradas puertas, vaya, la piel seguro lo ha recitado lentamente, porque el nombre de este frío fue escrito en lengua eslava, perdida ya entre los senderos nevados que ni siquiera el verano visita, sobre una lápida ancha lleno de huellas congeladas, parecidas a dedos marcados, que no tiene, sin embargo, la edad suficiente para hablar de los hielos del norte, o del sur… O del alma, ese lugar profundo, de oquedades vertiginosas y precipicios de incierto fondo, donde los vientos tristes, angustiosos, lamentan estar vivos sin que nada o nadie manifieste un perdón exiguo, un rayo de luz que caliente este frío lugar de gélidas voces, gritándose las unas a las otras, la misma muerte, la esperanza encinta de cadáver, el vacío…
Ese frío con su nombre camina ante y sobre, y a los lados, de un pasillo a otro, por este lugar de silencios sombríos, con flecos hechos de murmullos escondidos tras las manos, y el aire sin calor solo pretende conservar noticias mortecinas, que han claudicado sin pena en renglones azarosamente dispuestos en idénticas columnas, miles ejemplares de prensa que al no circular se ha hecho clandestina, envueltos en esta calma de invierno seco para evitar que se resquebrajen de envejecimiento. Como él, pesados, a la espera, densos, de tanta idea, de tanta entramada noticia, que se busca a sí misma y no se halla. El fuerte olor a moho rememora en sus tejidos, en cada poro cerrado, en sus sienes basálticas, la esencial humedad exudada de los rincones vegetales de la celda, en la que se hacían ocultas a la respiración y al aliento de las cosas corrientes, como los zapatos recurrentemente mojados y expuestos al sol, o la ropa que nos echamos tantas veces, y una más sin hacerle la bendición de una lavada.
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Aquí, solo el frío, nada semejante a aquellas pasadas competencias… Acaso se contraen una docena de gripas, a diario, en este lugar, pero es aquí en el archivo de la Biblioteca Nacional que debo comenzar a buscar una orden naciendo del día siguiente a esa muerte, ese evento con la cabeza en brega de añadir al zócalo de la gallera un rasgo propio que no llegó a quedar, día, más, día menos, una noticia roja perdida en los anales de 1989. Oculto, la ancha mesa en penumbra, la lectura incisiva y a igual tiempo rápida, de cada línea, de cada nombre o fecha, con cada respiración el deseo de un golpe de suerte, porque en el fondo uno sabe que los diarios informan sobre los hechos de la capital y las ciudades mayores, pero más bien poco sobre lo que sucede en la provincia, aun siendo excepcionales situaciones. Si hallara algo, sería simplemente increíble. Así pensando sus expectativas disminuían con cada página que revisaba, pero los dedos iban de la húmeda esponja de cajero bancario a la puntas de las páginas amarillentas por el encierro y después de varias horas sus yemas estaban arrugadas como las de un viejo, la lengua le sabía a periódico viejo, a tinta y a moho, por las veces que olvidaba que tenía la espuma y humedecía los dedos, llevándoselos luego a la boca. Años de inutilidad suntuosa, estas solas mesas y sus sillas, como mucho de lo que allí escrito dormía.
Samuel recorrió las notas judiciales, los obituarios y las crónicas rojas de aquellos viejos diarios, pasando los ojos por cientos de situaciones con fechas y nombres que no hacían ninguna referencia a su angustioso recuerdo. A las 7 de la noche, afuera de aquel lugar tuvo la certidumbre, la fe afligida de que aquel suceso no se había elevado hasta hacerse público. Al pasar frente a una cervecería, después de alejarse a pie de la Biblioteca más o menos sin rumbo, decidió entrar y olvidarse un poco de todo, convencerse de lo infructuoso y quizá estúpido de su búsqueda. Una vez dentro solo descansó de sus pensamientos hasta sentir bajar por su garganta el frío y amargo líquido. Entonces poco a poco con la cerveza en la mano, el ambiente corriente del lugar lo fue capturando sin esfuerzo, de la penumbra a la opacidad y desde ahí a lo oscuro, el iris de sus ojos deriva, se vuelve un indagador de cada uno de los rostros, los trajes, los cuerpos que comparten con él aquel ausentismo voluntario de la noche exterior que a nadie allí interesa. Desde la cárcel se había convertido en un experto observador de las personas, que pese a estar sujetas a su exhaustivo interés no podrían asegurar que realmente lo eran, es más ni siquiera lo advertían, y al ir sus ojos vagando sin modular en su mente ningún reflejo excepto un ánimo crítico o de afán estético, por el modo de caminar, el talle o los pechos turgentes, levantados, o más allá ese rostro sin serenidad, que intermitentemente perfecciona un tic, un pensamiento automático en su disfraz facial, días y noches, desde la infancia azuzando una señal para los otros que tormentosamente ya se escapa al control de la conciencia, como si fuera el nido permanente de algún bicho indeseable, que a veces está, a veces no…A un poco, a unos metros, otro observador enarca la ceja derecha al atender otro punto, dos que discuten en voz baja con las manos como apagando el incendio del sentido de sus voces, mientras el humo de sendos cigarrillos revolotea frente a ellos, se miran, entre tanto uno habla el otro hace de su rostro un rictus total, a la espera de afirmar o negar, de continuar discutiendo o prodigar un solemne armisticio de mirada y silencio. O acaso darle una despedida inesperada, sin una tierna mirada, que diga que existe una siguiente parada en el mutuo camino…
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Samuel paladea otro largo sorbo. Ya no hay agitación, sólo está el que mira desde la puerta de la abierta jaula, como tantas veces a los animales que están presos, pero que no lo saben: la dama de la barra, con una pierna dormida sobre la otra, el vestido abierto que no atiende al frío, su belleza crepuscular acicalada hace horas para algún cualquiera que se aproxime y pregunte por su brillo de instrumento abandonado, o su música sin auditorio hace años, si,ésa con parecido a una hermosa vista esperando ser escanciada, gota a gota, al pulsar la piel de sus cuerdas, en espera de alguien que traiga la partitura correcta, uno que la quiera tocar y pague, ese otro de allí, o el mesero que hace rato la mira, que la debe mirar así siempre que viene, quizá solo es su impotencia, con su dejo de genuina pereza porque él sabe que no puede irse con ella, su paga apenas es la mitad de la de ella. La pareja que sueña, a su derecha, no sienten la presencia o la ausencia de nada de lo que hay allí, tan cerca están que no pueden ver nada si no al otro, él la senda de lunares de su rostro, ella donde no crece la barba de él, nada más, pueden dejar el análisis de los defectos al futuro, y entonces los gritos por venir, porque hoy son los besos inquietos los que pagan las copas. Y cinco o seis metros más allá, hay uno que en la escasa luz cuadra, intenta, cifras en números pequeños que no le dan, no cuadran, no tiene cara de padre de familia, no son las cuentas de los hijos, debe ser un negocio malo, un mal negocio. Alguien está perdiendo, puede ser él, u otro, son ya minutos mordisqueando el lápiz hasta dañarlo y en esa poca luz, con tanto esfuerzo en los ojos y en su un tanto ya marchito rostro, puede verse incluso que ha robado, quizá a otro ladrón, y el que lo hace así, no va a saber Samuel esos detalles, esas historias de deshecho de las celdas, solo se roba a sí mismo como idiota, quitándose la paz, poniendo en su lugar angustia y tedio y vigor en las arrugas, y los cansados ojos…Si, las manos azarosas del que hurta dicen igual que las de este sin decir él nada…
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De repente Samuel extrae su esfero del bolsillo, junto a una hoja que desdobla en el gemelo acto, tan rápidamente que no luce como el estático hombre de hace un instante. Traza enérgica, compulsivamente, mientras de forma alterna observa el rostro del individuo que está a unos metros de él, haciendo cuentas sobre la mesa casi en la penumbra. Bebe un trago y unas cuantas gotas escapan por una de sus comisuras las cuales seca con la manga de su camisa. No borra ninguna de sus rayas, corrige unas con otras más perfectas, más atinadas, aprisa, como esos que se ganan la vida retratando parroquianos en la ferias, algunos inseguros detalles son asegurados por líneas más certeras, y ya no mira, ya no alza los ojos para mirar al ejemplar que le ha servido de modelo, de estímulo, ni prueba el líquido que claro y sin burbujas, reposa en el vaso transparente, que tiene en frente.
Una por una, las líneas han dado forma a un rostro plano y frontal, producto del afán inusitado no usual para esta hora ni escenario, vestidas en una inquietud que aún no tiene nombre, como todo lo que realmente transita lento aunque veloz se vea desde el frente. Al detenerse, Samuel observa su creación, a la vez sobrecogido y tranquilo. Sin un motivo claro para él siente un cansancio inusitado. Alza la mano llamando al camarero y éste llega de inmediato. Cancela mecánicamente. Como en sus noches de pesadilla, pobladas de argumentos diversos, luego difusos en su tránsito y al final iguales dolorosamente, ha logrado dar forma a ese rostro desventurado, el rostro del hombre que dejó sin existencia, esa cara sin origen que tuvo gestos y vida hasta toparse con él, que alguien debe recordar, que debe colgar de alguna pared en forma de retrato, donde… Al salir, el neón y la bruma le abrazan, y ve sin ver, el frío de la noche bogotana, por debajo de un grado, un frío que congela las lágrimas de su rostro que nadie ve…
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Sobre el suelo mojado, que la lluvia pertinaz no ha dejado secar en todo el día, las últimas palomas de la tarde comen apresuradamente unos granos de maíz, arrojados por algunos entre los escasos transeúntes. No dejan de comer, sin inmutarse por las gotas que crecen en tamaño y se hacen más frecuentes, mientras ya se anuncia la noche. Han pasado ya varios días desde la noche en que hizo el dibujo del rostro, y una apatía sin nombre ni apellido lo ha estado dominando desde entonces. Entiende ahora que había soñado hallar algo sobre él sin hacer apenas esfuerzo, y al no encontrar el camino se había minado su resistencia. Sintió lo difícil de este camino elegido, el no saber que instrumento usar le dejaba impaciente y sintiéndose inútil, sin pistas, sin norte, sin una fe apoyada en dios juicioso que atendiera a la súplica, nada.
El cielo estaba plomizo, con ese color abrillantado y a la vez opaco, similar al de las perlas que reciben luz de una llama algo alejada, y nadie podría considerar que parecía un firmamento triste, si a su vez no lo apresara alguna angustia silenciosa en mitad del alma. Samuel observó con total deferencia la torre de la Catedral Primada, faltaban diez minutos para las seis de la tarde. Habían transcurrido tres horas y sus pensamientos habían ido y venido, agotándole al no consentir en algo concreto. Su ropa estaba algo húmeda, lo que naturalmente empezaba a causarle un frio que seguramente iría creciendo con el paso de los minutos, en la piel de la espalda, en el rostro, tomando por asalto cada una de sus coyunturas.
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- Es una mala tarde para mirarlas…No llegan muchas con este clima, estas deben haber estado partidas del hambre…
Le lució muy extraño, al voltear su rostro, que una mujer de buen aspecto le hablara tan directamente, pues en una ciudad los desconocidos no inician diálogos, sino existe un motivo común y forzoso que los impulse a ello. Acaso este lo era. La observó, directamente, solo un instante y luego posó nuevamente los ojos en las palomas, que eran cada vez más pocas…
- Es probable que traten de conservar a quien les trae el maíz. Solo los animales pueden expresar tan claramente el agradecimiento…
Samuel volteó. Ella estaba sentada a menos de dos metros de él, miró de nuevo su rostro y le sorprendió ver en ella las señales de su propia confianza.
- Vengo mucho aquí, no lo había visto antes…
Considerando que se abría ante él al ocasión de una charla, le contestó que era la primera vez en su vida que se hacía allí, en la Plaza de Bolívar, a mirar a las palomas, ¿34? ¿38 años? La observó sin ser inquisitivo, con mesura y respeto, tal vez era separada, lucía como empleada de almacén, quizá cajera de algún banco, un tanto desaliñada por el largo horario y sin ganas de llegar a casa. El rostro circunspecto, el buen modo al hablar, académica, si. O maestra…Una belleza salina, gris, amable…La lluvia comenzó a caer fuerte, rítmicamente y las palomas volaron con decisión al campanario. En un gesto involuntario la mujer le cogió la mano, y alzando la voz, le dijo:
- Venga, no nos mojemos sin conocernos, ¿quiere?
Samuel la dejó hacer. Sin siquiera sospecharlo, asistía a su tercer nacimiento, en menos tiempo en el que un camino muestra que se parte en dos, y quien lo transita decide cuál de ellos tomar, ya corría junto a ella, viendo su cabello volar en bucles color avellana, y sus ojos mirándolo, hacia atrás, mientras le hacían la primera sonrisa con nombre de dama, en mucho, mucho tiempo…    ( Continuará )
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viernes, 25 de febrero de 2011

CITA ABIERTA AL ENIGMA ( 1 ) / Un cuento de José Ignacio Restrepo

LOS OTROS NOMBRES DEL MUERTO (1)
por 
José Ignacio Restrepo



1
El ronroneo del gato daba un efecto sedante, casi mágico, que ascendía por su mano izquierda, adueñándose de todos sus nervios cual si fuera un gas, hasta  que lo sentía como el mismo minino en todo su ser. La visión del peludo animal desgonzado sobre sus piernas desde hace unos minutos, hipnotizado bajo el influjo de sus tranquilas caricias justificaba la extraña placidez que lo llenaba, tan similar a la producida por un suave enervante. Nunca había llamado al animal por nombre alguno, era el gato quien le había elegido para dispensarle el favor preferencial de que lo sobara, de que le cantara en baja voz aquellas letanías de dos o tres sílabas, de tres o cuatro acordes, que parecían gustarle más que cualquier divertimento, de los que otros como él pudieran ofrecerle para intercambiar por compañía.
Se acercaba cuando le placía. Lo observaba tanto y con tanta atención que aprendí a intuir cuando su presencia tendería a la aproximación. Mas, eran solo dos las condiciones para que surgiera de inmediato, por donde uno menos lo esperaba: la comida y el juego de la ramita con las  hebras deslucidas de la colcha, práctica deportiva durante la cual sus habilidades de contorsionismo se hacían evidentes. Alguna vez pensé que un gato bien entrenado se convertiría por si solo en un espectáculo entretenidísimo, divertido, inigualable. Al menos aquí lo sería, de seguro.
El minino me prefería. Elegía comer de mi mano aunque los otros como yo consumían iguales alimentos. Algunos de mis vecinos habían compuesto rimas y chistes del más pésimo gusto, era que el bello gato macho entraba por mi ventana a altas horas, se acariciaba las costillas contra los barrotes, saltando luego a mi cama, nunca dejó de hacerlo, ni cuando estuve enfermo, ni después convaleciente. Se metía bajo la manta, ronroneaba un tanto y luego tras acompasarse con mi respiración, se dormía. Si sus aventuras lo llevaban al penal, que de seguro no era su único hogar, lo cierto es que aquel gato sólo dormía conmigo y del primer día de eso ya habían corrido más de tres años. Y aunque yo no lo llamaba en forma alguna allí si le apodaban, burlándose de su género, le decían Samanta o Hechizada, aludiendo a la bruja de la telecomedia gringa de los años 60, que recuerdo era protagonizada por una rubia agradable, Elizabeth Montgomery. A mí me decían Suertudo, por mis noches con el gato. Pero el sarcasmo fue en los inicios dramático, cuando comprendía las circunstancias que habían ocasionado mi condena y también las acaecidas posteriormente, mientras la cumplía.



Aquel accidente nunca debió ocurrir. Nunca pude entender como concurrieron todas aquellas circunstancias, de qué modo mi vida que era simple y corriente se volvió una tragedia irreversible. Una vulgar riña, un desconocido que te agrede porque le ganaste 10 grandes en los gallos, la riposta, que es un acto de justicia, instinto solo. Yo nunca atacaba ni haciendo deporte, pero me había defendido bien otras veces y aquel tipo tenía la cabeza blanda, quedó en el suelo tendido, al primer puñetazo. Conmigo alzaron, y a los dos días casi, el tipo se murió, con su cabeza traumada, llena de sangre, por el golpe que el suelo le dio tras mi puño de goma. Me cambió la vida. Me programaron los siguientes diez años, uno por cada mil que me gané, cambió todo para mi esposa y mi hijo, mi hijo de apenas cinco años. Ella no resistió, simplemente se fue con otro hombre, hace casi cuatro están casados. El muchacho se fue para donde los papás de ella. Desde el día de su primera comunión, cuando me envió una postal con una notica atrás, no sé nada de él. Ya debe pasarme en estatura.
Suertudo…He escuchado el tonto remoquete demasiado tiempo, ya no me suena a nada. Va siendo hora que practique voltear el rostro, al escuchar mi nombre, Samuel, Samuel Carvajal, 36 años entrando a 37, casado y separado, con un hijo, a dos días de abandonar este barco atascado, entre la cordillera y la selva, en ninguna parte…
Con un movimiento lento, confiado, el minino volteó su cuerpo dejando el peludo vientre expuesto a los rayos del sol, mientras miraba a aquel hombre directo a los ojos, como si siguiera el curso de sus pensamientos. De improviso puso sus patas contra el suelo y echó a andar, deambulando en  zigzag por el patio, dando la impresión de buscar desde ya un sustituto, el siguiente dueño y señor de sus “favores nocturnos”



El eco de unos pasos se multiplica por aquel largo pasillo, que comunica las oficinas con los patios, dando la impresión de que un buen grupo de personas lo está atravesando.
Gómez caminaba sin notarlo siquiera, tras casi cuatro años yendo de aquí para allá, solo sabía que el pasillo terminaba a los 91 pasos de sus botas, sobre las cuales el brillo dijérase permanente, reflejaba entre destellos las líneas opacas de puertas y paredes. Su uniforme, de un azul desteñido por el uso, estaba limpio, como diciendo quien me lleva puesto, quien me porta. Acaso  cuando ascendiera a sargento, pronto, estrenaría uno nuevo. Llevaba un papel en la mano derecha, la orden de libertad para un hombre, uno que no debió estar aquí y que estaba seguro no volvería. En el tercer patio, una sosa calima llenaba el ambiente después de almuerzo, que a diferencia de otros penales era copioso y nutritivo. Samuel Carvajal estaba de tendido bajo  la sombra que le muro proyectaba y literalmente dormía bocabajo. El guardián llegó sin él apenas notarlo, toma el papel de su mano y camina hasta la puerta.
- Enhorabuena. El papel ya está firmado. Te deseo suerte para que compongas las cosas.
El hombre volteó su cuerpo, miró al guardián, y luego se sentó, mirándolo con los ojos entre cerrados. Parecía meditar a fondo las palabras pronunciadas, y daba la sensación de no comprender muy bien lo dicho por Gómez. Luego, lentamente musitó:
- Te agradezco mucho, Gómez, todo lo que has hecho por mí. No hay mucho que componer. Toca empezar de ceros. Espero que nos veamos afuera, alguna vez…
El interpelado lo miró durante unos segundos, por un instante casi esbozó una sonrisa. Conocía las condiciones con las que el llamado Samuel, recibía la libertad.
- Yo también te agradezco tu amistad, Carvajal. Que haya suerte.
Una sonrisa extraña, algo maltrecha, iluminó el semblante de Samuel. Al ponerse en pie y encaminar sus pasos por última vez hacia el pequeño cuarto, que había sido suyo por tanto tiempo. Buscó con los ojos al minino pero no lo vio por parte alguna. De regreso, se despidió de algunos, no eran sus amigos, pero a estas alturas uno no tiene nada contra nadie y si algo que agradecer a quien le atiende la charla alguna noche, o le brinda cualquier día un cigarrillo. Su maleta casi no pesaba nada, lo que tenía en este mundo no alcanzaba a llenar la capacidad y las escasas pertenencias sonaban allí dentro. El color marrón seguía intacto, valía más la maleta que lo que llevaba, en todo caso. Mientras transitaba el pasillo en penumbra, no pensaba en nada en particular. Sin embargo, los fantasmas inquilinos de su cabeza durante tanto tiempo se habían despertado y ahora armaban tremenda algarabía, como esas fiestas de barco, un martes, para celebrar la llegada de un amigo que hace tiempo estaba lejos, que ya no recordaba. Unas palabras, algún apretón de manos, la orden sellada, su documento en la mano. La puerta se cierra tras de su espalda y Samuel Carvajal ve el exterior, vagamente, a través de las lágrimas.


Los fantasmas poco a poco van tomando forma. Tras caminar cincuenta pasos y lograr la sombra de  la caseta solitaria, donde un aviso destartalado reza PARADERO DE AUTOBUS, se sienta pesadamente sobre el banco de cemento, que es exactamente igual a los que existen por decenas en el penal. Sin explicárselo, su cara da forma a una extraña sonrisa. Siente que no había un motivo claro para volver a estar fuera, no es miedo de enfrentar la realidad, sino más bien el reconocimiento de que después de tanto tiempo uno no conserva esperanza de encontrar nada de lo que tuvo y entiende que se halla en ese momento de la vida en el cual todo da lo mismo.
En la memoria de Samuel se dibujó con lujo de detalle el rostro de una mujer, y él se recreó complacido en cada uno de sus rasgos , omitiendo recordar voluntariamente el hecho de que ella se había divorciado de él 8 años antes, mostrando sentido y consecuencialidad ante un juez, cosas que él no quiso controvertir ni reprochar. Había sido feliz con ella, como seguramente lo sería ahora con quien se había ligado. Mientras se sacaba unas piedritas del zapato izquierdo, empezó a imaginarse la cara de su hijo adolecente, que ya pronto tendría 16 años, “en medio de la primera gran tormenta”, pensó. De la ajada billetera extrajo una foto bien conservada, Fabián Carvajal, primera comunión, 5 de Junio de 1992.  La sonrisa del niño lucía idéntica a la suya cuando tuvo esa edad. Se  preguntó, como otras veces, porqué el niño no había colocado el apellido de su madre al marcar la foto por detrás de su puño y letra. Como otras veces no encontró la respuesta. Mirándola una vez más antes de volverla a su sitio, deseó con toda el alma que el muchacho estuviera bien.
El autobús irrumpió en aquel escenario, sorprendiéndolo, y volcó en su arrugado traje uno o dos kilos de finísimo polvo, gracias a la inercia combinada con el viento, que chocaron contra el lugar donde estaba esperándolo. Subió, sin dar importancia a los diez o doce pasajeros, mientras estos por motivos diversos, calculaban sus años para suponer cuanto había pagado, y acto seguido, derivar al motivo de su estadía en el lugar de castigo, donde nadie sale como ha llegado, al igual que de cualquier sitio, así sea corta la cita. Para algunos sería un peligroso criminal, para otros solo un ser humano más, cuya foto acaso alguna vez apareció en algún diario, ese día desafortunado. Se sentó. Supo que acaecía su segundo nacimiento, deseó con vehemencia tomarse a solas una botella de ron y después dormir, dormir sin que ningún sueño lograra despertarlo.
Al llegar a Garzón, ya sin sol, su cuerpo tendió por si solo hacia lugares conocidos en el pasado. Cuando se detuvo completamente exhausto, el hotel donde pensaba hospedarse se había convertido en un absurdo parqueadero. Caminó, y en el primero que encontró se registró con su documento, sabiendo que era libre de hacerlo pues la consulta del empleado no arrojaría ningún débito.


Había dormido doce horas sin siquiera quitarse la ropa, solo los zapatos. Eran las once de la mañana en el reloj de la mesilla, donde la botella de ron que había pretendido beberse la noche anterior, lucía casi intacta. Se duchó, alisó la ropa sobre la cama tendida y bajó al comedor, pues el vientre le agobiaba por el deseo de comer algo. Mientras almorzaba leyó el diario y ciertamente haciéndolo parecía un parroquiano más de aquel lugar. Encendió un cigarrillo rubio, como era su costumbre, mientras realizaba algunas operaciones sobre el borde del periódico, restando lo consumido de lo que había ahorrado en el penal: tenía doscientos once mil en el bolsillo, una cuenta bancaria con algo más de ocho millones, ya no tenía casa, la había vendido y con su parte pagó la disolución del vínculo y dejó un fideicomiso para el niño, que esperaba hubiera sido útil. Evocó cuando Cecilia, ya embarazada, y él compraron la casa, en 1984, entonces el destino les sonreía. Controló aquellos recuerdos. Quería cambiar aquel dinero de banco, iniciar otra cuenta y sacar una tarjeta de crédito.
Samuel gastó aquella tarde en esos asuntos. Además compró algo de ropa, pues la que tenía realmente lo hacía ver más viejo, y no quería llamar la atención de nadie. Su capital había sumado algunos intereses y era de casi nueve millones. Se sentó en una cafetería de un parque a paladear un jugo de tamarindo, a pensar tranquilamente en el futuro cercano. No sentía la necesidad de buscar a Fabián, ni de buscar rápidamente un trabajo, ¿qué era lo que realmente necesitaba? ¿Había algo que le  apremiara, un elemento urgente, que debiera esclarecer antes de realmente poder comenzar a rehacer su vida?


Intermitente, un viento cálido y fresco al tiempo, se paseaba por su rostro moviéndole un poco el cabello. Samuel juntó el importe y lo colocó sobre la mesa, agregando unas monedas de propina. Había contestado aquel interrogante, casi sin palabras, y la pregunta que hace un momento llenara su cabeza simplemente se despejo, dejando lugar en su mente a una especie de plan, un esbozo que había nacido en las noches largas del penal cuando el sueño, fiera nunca domesticada, se negaba a llegar. Sus manos acariciaron por un momento, la sedosa cabeza de un gato inexistente, y en sus ojos las imágenes del presente se evadieron, y el hoy y el ayer se trenzaron dolorosamente, sin lograr ordenarse en su cerebro. Eran las cinco de la tarde, y el 17 de Agosto, de 1997, se quedaba paulatinamente sin sol. Aquel lugar intermedio en su itinerario, era realmente ya un lugar sin importancia del pasado.
Tres días después, el hombre llamado Samuel Carvajal se movía por la ciudad de Bogotá, como si toda la vida la hubiera pasado allí. Llegó sin el convencimiento, pero poco a poco este simplemente se apoderó de él, se aposentó en un sitio intermedio entre el  viejo sentimiento y los ideales aún sin definir. Lo que llamaba la atención de sus ojos, lo que le entretuvo de aquí para allá por 48 horas, realmente no coincidía en modo alguno con guía turística de la capital que fuera conocida. Sin embargo, también fue a la Biblioteca Nacional, a la Registraduría y a las instalaciones de un importante diario. Debía visitar otros sitios, pues pretendía una empresa tal que solo el empeño podía sostenerla para llegar al final. Ahora, solo tenía esa claridad difusa pero irremediablemente persistente que acompaña las mañanas de cualquier fin y que le dice al que está en la ruta que aquel es el camino correcto, antes incluso de dar los primeros pasos, sin saber de la envergadura de los obstáculos que te esperan. Durante los últimos dos años de su condena fue un interrogante recurrente, todos los que pasan por circunstancias similares lo viven, cuando piensan sobre el futuro, ¿qué haré cuando salga? Muchas veces la contestación no fue clara, su mente divagaba construyendo mapas sobre profundas inquietudes, ninguna de las cuales llegaba luego a desvanecerse por completo. Apenas una semana antes de salir una idea tomó forma, se hizo de un cuerpo completo, sano, pleno de salud y de razones. El futuro dejó de ser ese lugar de preocupaciones y sus pensamientos sobre el porvenir ganaron simpleza en la reflexión. Él había matado a un hombre en un tonto accidente, su identidad se sumió en el misterio, nadie logró darle una noticia cierta sobre ese desgraciado, pues no portaba documento alguno, maldito vicio de ir por ahí sin un papel que diga que fulano es uno, desde cuándo y en donde arrancó su condenada película, aunque solo sea para cobra los pesos del premio de un chance, comprado alguna noche en mitad de una rasca. Le dijeron que quedó sin identificar, y él no dejó nunca de pensar en la familia de aquel hombre, en su mujer, en sus hijos.


Samuel ya no sentía remordimiento y ningún rescoldo antigua nacía de ese nuevo propósito. Tenía una sensación de profunda similitud, acaso de hermandad, con la vida de aquel infortunado y también entre esa muerte y todo lo que él había perdido, por todo ello se había impelido a averiguar quién era ese que se había cruzado fatalmente en su camino. Con ese final, se transformó por completo el destino de sus días y ahora no dejaba de pensar que lo único que deseaba era y por lo que había conseguido terminar el castigo, era por encontrar aquella familia, poderles decir que todo había sido un trágico accidente, un tonto y aciago momento en el que ambos,  habían perdido, de distinta manera, pero lo habían perdido todo.
No sabía cómo, ni porqué medio conseguiría su propósito. Creía que en algún momento hallaría una huella de aquel desconocido, un dato sobre una esposa que buscaba a un hombre, que le expresaba en la distancia lo mucho que hacía falta, cómo lo querían sus hijos. Cuando la hallara, esa huella sería como lámpara, le permitiría ver la manera de reparar ese daño, que en mala hora su mano firmara sin hacerlo como propia…            (Continuará)

lunes, 14 de febrero de 2011

POR LOS PRINCIPIOS Y LAS BÚSQUEDAS, BRINDO / UN CUENTO DE J. I. RESTREPO

EL DÍA EN QUE MURIÓ PABLO ARMENDÁRIZ
por
José Ignacio Restrepo

Estoy viéndola bajar por otro nuevo sendero de mi torso desnudo, como bajaron otras por senderos contiguos, como lo harán otras nuevas luego, más tarde. Este tiempo solo invita a sudar. Aquí viéndome podría extender los estudios sobre la gravedad, con solo estar observando estas gotas de sudor descendiendo, buscando la nave inferior de mi vientre, moviéndose ignorante del resto de mi, como ola que ignora que sin el mar realmente no tiene algo de vida…Algunas ya dan a mi ombligo el aspecto de un lago, enclavado en el centro de un valle de aspecto desértico, de cuya cóncava forma no se tiene precedente alguno, por la forma como lo adornan unos negros vellos que más hacia el sur ya se hacen incontables.
Si. Esta tarde podría medir toda esta sudada laxitud, de contar con instrumentos apropiados. Sería una de las grandes, estoy seguro, comparada con aquella que antecede, la decisión postrera del suicida, esa última, que está versada en la suma de los sentidos del silencio que lo han dejada allí, varado, sin testigo alguno, ni esperanza. En mi pulso, el claro vestigio de mi ausente Rolex, hace que observe el suelo: El sol, intercalado con la silueta de los barrotes en la claraboya del alto techo me explican que son algo más de las cuatro de la tarde.
Créanme, amo uno a uno los átomos que forman la estructura de estos barrotes, las seis o siete claves que hacen los cerrojos de esta puerta de acero y de las otras que me separa del afuera, y este cubo, esta pieza que me esconde, que me oculta el día,!porque todo esto hizo que pudiera ver el futuro! Sólo aquí, lejos de mi vida, he podido encontrarme, comprender que lo que pensaba como algo brillante, es  realmente opaco, que a lo que imaginaba de valor carece de él, es tan falso como una moneda de cuero de buey…Ahora descorro la cortina que me separa del futuro, pero debo contarles algo importante antes de completar tal movimiento.
Mi nombre es Pablo Armendáriz y soy Ingeniero Geólogo. Llevo algo así como un mes encerrado en este cuarto, preso, desde que unos hombres me sacaron de mi oficina en la Petrolera, poco después de los violentos disturbios entre los empleados de la terminal de Carburos y los patrones gringos, quienes representan los intereses foráneos de la trasnacional aquí en nuestro país. Presumo que ese fue el origen y aunque desconozco si la motivación es política o económica, creo que mi retención tiene como objeto presionar a los de arriba para obtener mejores prebendas y consideraciones, lo que en primera instancia me hace soportar  esta situación, pues me considero un medio ideológicamente intermedio, si alguien sabe que quiere decir eso además de mi. Me sentía honrado de poder colaborar, y me decía que todo esto era conveniente siempre que pudiera recuperar mi estatus anterior, en algún momento más cercano que tardío. Así veía yo, mis forzosas vacaciones, dentro de una perspectiva loable, pero ahora he vuelto los ojos hacia mis propias consideraciones, y que estos problemas continúen  o se detengan, ya considero algo secundario: si se solucionan estos conflictos, los más grandes persisten, pero esto se ha vuelto con la suma de los días irrelevante.
Sin embargo, no es ello el motivo de estas notas, es por su efecto, más que por su causa, que ahora recostado en este exiguo camastro escribo. Porque este tiempo, este mes largo en que todo lo he desaprendido, en silencio, ha hecho que conozca de mi mismo lo que llevaba desde siempre oculto.
Si, oculto. Como se ocultan las cosas que se volvieron estorbo, en un rincón de la oscura buhardilla, a la espera de un día que tampoco llega, para deshacerse para siempre de todas ellas. Si, oculto de los ojos de todos, de la propia visión, como se deja tirado en cualquier lugar al que no vamos hace tiempo lo que nos causa vergüenza, porque nos remite quizá a un recuerdo bastardo, a una cruda ignominia de que fuimos orientadores y creadores, y después sin advertirlo, también victimas. Mi otro yo, sofocado desde siempre, lejos, como hijo que no admitimos en su nacimiento como propio, descubierto ya adolecente tendido en la acera de una calleja, ebrio, baldado, uno más de los tantos que su hogar es la calle.
Quien lo creyera…Pablo Armendáriz, treinta y cuatro años, profesional, casado, tres hijos, un hombre realizado en la vida, es realmente un indigente, o más pobre acaso, porque cualquiera anda libremente por la calle y él esta preso sin apenas tener culpa del hecho que lo mantiene aquí. Se ha pasado toda su vida obteniendo metas, planeando jugadas para escalar posiciones, para llenarse de cosas que le den comodidad, que le dejen hacer de los momentos futuros recuerdos virtuosos, pero también escogidos recuerdos oscuros, fugas que ocupen el lugar reservado exclusivamente, para aquello que nos ha de remorder…Y ahora que la vida le da un momento para gratificarse por lo ya hecho y para planificar en buena forma lo que debe hacerse para conseguir lo que viene, solo tiene en su boca el sabor que tienen aquellos que han caminado mucho y advierten que erraron el camino, esa extraña y pesada certidumbre del robo continuo de si mismo, un asunto sin corrección probable, un negocio del todo perdido.
He conseguido las cosas que pensé que anhelaba, las cosas que alguna vez pretendí me eran necesarias, y mientras he dejado de lado a aquel ser que alguna vez me causo más simpatía, ese que me movía a unir planes y acciones, y tras conseguir el último peldaño ya pensaba en la próxima escalera…yo mismo. Pero acaso no es tarde aun. El que firma mis cheques, para comerciar con mi sueldo, el que silba tranquilo mientras baña mi cuerpo, el que se acuesta noche a noche con mi mujer y le encarga cuide de nuestros hijos, ese que ocupa con sus prisas la cabeza y demanda de los otros atención a lo que precisa de ellos, desde siempre, ese que ayer entre mis manos simplemente agonizaba, tullido de encontrar el sentido de las cosas en el peor evento de su vida, ese benévolo pero inservible ser humano ha sido sepultado en este asqueroso cuartucho, donde uno naciente paga presidio por problemas que ya realmente no entiende.
Soy como un niño, nuevo, con la mente limpia, a igual tiempo cedazo y grabadora, y de lo único que tengo real conciencia es que debo tener gran cuidado, si, como nunca lo tuvo el desaparecido Pablo, el difunto. ¿Les ha sucedido alguna vez, luego de tomar un libro entre las manos, comenzar a leerlo y ya no poderse detener, no desear, más que dar con la última página, concretar el total de la historia, poseerla, quedarse con ella para siempre? Bueno, algo así me está ocurriendo ahora, ya no puedo soltarme, por más que alguna inercia conciba otro sendero e intente marchar en contra de este aval, de esta perentoria decisión de correr tras ignota prueba, por camino ni paso sugerido, realmente ni lo quiero, ni aunque la fuerza pudiera devolverme ante prueba clara de peligro, no deseo volver amigos.
Cuando comprendí que mi vida era la suma de las trasgresiones  contra mi integridad, contra mi independencia, el único sentimiento que superó mi tristeza fue el asombro, porque advertí que el día que mis captores me raptaron se había convertido en uno de los días más importantes de mi vida…Cuando comprendí esto, ya no pude apartarlo de mi cerebro…
Estoy seguro que muchos pensarán que  todo esto me ha hecho perder la razón. Siento algo extraño, al pensar por un momento que ustedes solo podrán leer estas breves notas, sin epílogo alguno, y se quedarán preguntándose para siempre, que pasaría con aquel sujeto…si, Armendáriz…que nadie pudo encontrar, después de estar secuestrado por un grupo de izquierdistas. Y también, me pregunto cuántos al leer y al suponer realmente lo que pasó se dirán para sus adentros, que bueno, cómo pudo salirse con la suya, hasta con plata se iría, que envidia, a bueno poder hacer la misma…
Las gotas de sudor continúan bajando, hasta mojar el cinto de mis vaqueros sucios y raídos, que ya ostentan ese color indefinido que las fábricas de hoy logran tras someterlos a diversos procesos de desgaste, artificialmente obtenidos. Mi pecho desguarnecido, luce tan brillante que pareciera estar cubierto de aceite. La barba que ha crecido en mi rostro, por si sola evitaría que cualquier conocido del pasado me reconociera ahora, incluido yo mismo, si me mirara al espejo. ¿Qué pasará con el Proyecto que iniciaba en la Petrolera? ¿Qué harán con mis cosas, mis títulos colgados en la pared, mis plantas, los libros que mostraban el recorrido y las preocupaciones profesionales? ¿Qué será de mi esposa? ¿Logrará reponerse del golpe? Tardaría demasiado en poder explicar el origen de este cisma, es decir, serían días de auscultar recuerdos, de enumerar fechas, cuándo no escuche las voces apropiadas porque pensé inconvenientes. Se ha recorrido tanto  trecho, y los otros caminos ya no son ni siquiera visibles desde aquí.
Miro de hito en hito el reloj, formado por la luz del suelo, que ya se extingue…Dentro de muy poco vendrá  el de siempre, el bajito y fornido, con cara de buena gente, que tres veces por día le trae de comer, le va a parecer muy extraño que le hable porque en todo este tiempo no lo he hecho. Y aun más extraño le lucirá, cuando vea estrellitas dentro del cuarto, tan temprano, al recibir el golpe en la nuca, - el golpe que le asestaré con la pata que hace un rato terminé de quitarle a la cama – Y no va a poder explicar los detalles de mi fuga, porque yo siempre estuve tan obediente, ni siquiera hablaba, solo esperaba que las cosas terminaran normalmente.
Y luego por ahí habrá un sin hogar, un desconocido con facha de no bañarse en meses, encubierto, ocultándose mientras cierra la noche, y con cada paso que de, estará a un paso menos de llegar al muelle. Se va a embarcar hacia un lugar que se llama EL NUEVO Y YA NO NOMBRADO ASI, PABLO ARMENDÁRIZ…..


JOSÉ IGNACIO RESTREPO Copyright ©
• Reservados todos los derechos de autor

BAJO PESADA PUERTA Y ALDABA DE LUJO / Misiva de una Maestra y favorita

Cuento azul
por
Marguerite Yourcenar


Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.
Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.
Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.
Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.
Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.
Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.
Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.
El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.
Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.
La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.
En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.
Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.
En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.
Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.
Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.
El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.
Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul

viernes, 4 de febrero de 2011

REPUJADA ENTRE HERENCIAS DE LUJO / NOS VISITA PATRICIA HIGHSMITH

LA COARTADA PERFECTA

por
Patricia Highsmith



La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable.
Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio. Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer, empujando ligeramente al hombre.
Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la pistola disparó.
Una mujer chilló.
Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo.
La multitud había retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.
-¡Le han disparado! -gritó alguien.
-¿Quién?
-¿Dónde?
La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido George.
-¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina.
Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj. Exactamente las 5:54.

Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora, mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que tenía delante.
Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección.
Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de George- sí lo harían. George tenía tan pocos amigos.
Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger algo para envolverlo antes de poder tirarlo.
Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.
Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de Mary.
Respondió al tercer timbrazo.
-Hola, Mary -dijo-. Hola. Ya está hecho.
Un segundo de vacilación.
-¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás...
No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono.
-Te quiero. Cuídate, querida -dijo con voz ausente.
-¡Oh, Howard! -Se echó a llorar.
-Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos. -Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No me menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que no-. ¿Has entendido, Mary?
-Sí -dijo ella, con un hilo de voz.
-No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía!
-Está bien.
-¡Prométemelo!
-De acuerdo.
Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla.
Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había pensado en encender el fuego.
Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía.

Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida.
Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus citas..., pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.
Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»
George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del horno.
Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo.
-Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño.
-¡Quiero casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle comprender que haría cualquier cosa por ella.
-Yo también te quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva. Howard había decidido seguirla...
Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto.
Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y más ardiente.
Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación.
El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho.
Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar en ella.
Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos...

Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él. De pronto empezó a temblar.
-¿Quién es? -preguntó.
-La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno A?
Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo:
-Yo soy Howard Quinn.
Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación.
-Supongo que sabe usted por qué estamos aquí -dijo el agente más alto-. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que venga con nosotros-. Miró fijamente a Howard. No era una mirada amistosa.
Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.
-Está bien -dijo.
El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.
-¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela?
-Sólo un viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard.
Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.
Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.
Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!
El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un alto escritorio, como un juez.
-Howard Quinn -anunció uno de los policías.
El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con interés.
-Howard Quinn. El joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica-. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?
-Sí.
-¿Y a George Frizell?
-Sí -murmuró Howard.
-Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?
Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación.
-¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil.
-Sí -Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano.
-Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde fuera?
Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.


-Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard.
-¿Oh? -dijo el capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa?
Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía.
-¿Qué ropa estaba quemando? -preguntó el capitán.
Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.
-Señor Quinn -dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?
Howard alzó la vista hacia él, sin comprender.
-¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con voz más fuerte aún.
Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo!
-Yo... no...
-Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño fruncido-. Creo que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo hubiéramos atrapado nunca.
Howard comprendió de pronto.
La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la vista al furioso rostro del capitán.
-Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita.
-Llévenlo al hospital -dijo el capitán a los dos policías-. Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?
El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard.
-¿Puedo hacer una llamada telefónica?
El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared.
Howard buscó el número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther.
-Hola, señor Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero?
-Traeré el cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.
Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado aguardando.
Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor.
El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que parecían extremadamente cansados.
-Señor Rosasco -dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló.
El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.
-Lo siento mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de su coche se ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las arreglaría con algunos préstamos.
El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes.
El agente que los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro.
-¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco?
El señor Rosasco negó con la cabeza.
-No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba sobre mí -dijo lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna...
Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente grande.
-Era un coche verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo-. Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.
-No, era un coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco.
-No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn?
Howard asintió una sola vez, rígido.
-A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo alegremente el policía al señor Rosasco.
Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un poco.
-Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más bajo-. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.
Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados.

El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada...
Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.
-¿Qué es todo esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga?
Howard asintió, con rostro avergonzado.
-No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme... pero no lo hice.
El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal, pensó Howard.
-Bien, ya les he dado el cheque de su fianza -dijo.
-Gracias, señor.
Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un rostro delgado.
-Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?
-Sí.
-¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte?
-Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.
-¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?
-Lo hice -admitió Howard.
El detective asintió con la cabeza.
-¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos dieciocho minutos?
El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas.
-No -dijo.
-Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted.
El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective.
-Eso simplemente no es cierto.
El detective se encogió de hombros.
-Está muy histérica. Pero también está muy segura.
-¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las cinco. Tomé el coche... -Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba hundiendo... Mary.
-Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective.
-Sí -respondió Howard-. No puedo..., ella tiene que estar...
-¿Quería usted apartar a Frizell del camino?
-Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto! -balbuceó.
-Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro?
-No. Por supuesto que no.
-¿No estaba usted celoso de George Frizell?
-En absoluto.
Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación.
-¿No? -preguntó, sarcástico.
-Escuche, Shaw -dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie detrás de su escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él.
-¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective.
-No, no lo sé.
-El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un sobretodo?
Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento.
-Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario.
El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard.
-Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?
-No -dijo Howard.
-¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara de él?
-No -Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró.
-¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el camino?
-Shaw, eso es imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas! ¡Enfréntate a ello!
El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.
-¿Trabaja usted para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia el señor Luther.
-Sí.
-¿A qué se dedica?
-Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. -Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se mantenía..., como un muro de piedra.
-Muy bien -dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán-. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. -Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.
Howard lo miró con el ceño fruncido.
-No, nunca lo había visto antes.
El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.
-Puede que deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa.
Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.
-¿Quién es George Frizell? -preguntó el señor Luther.
Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido.
-Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.
-¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella?
Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.
-¿Es la que lo ha acusado?
-Sí -dijo Howard.

La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su brazo.
-Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos?
Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta.
-Ella estará probablemente muy trastornada -dijo el señor Luther-. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto?
Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible.
-Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre.
-Tengo que llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina telefónica. Estallaría.
-¿Diga? -Era la voz de Mary, apagada y carente de vida.
-Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía?
-Se lo conté todo -dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo.
-¡Mary!
-Te odio.
-¡Mary, no lo dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía.
-Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio.
Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran en su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó.
Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras Howard telefoneaba.
-La gente tiene que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La gente tiene que pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló con la señorita Purvis?
-No pude comunicarme con ella -dijo Howard.
Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco desde allá hasta coger su coche.
Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.
Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.
Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento.
Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también.
Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía...
Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.
Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.
El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz.
Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció.
La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.

FIN