jueves, 11 de noviembre de 2010

PARA QUIENES CREEN Y PARA QUIENES VAMOS MAS ALLA / SERIE DOCUMENTOS

SEBASTIAN FAURE
DOCE PRUEBAS DE LA INEXISTENCIA DE DIOS
INTRODUCCIÓN Dentro de los teóricos del anarquismo, Sebastián Faure (1852-1942) destaca más como difusor de las ideas anarquistas que como un pensador original. Se pueden recordar como obras famosas suyas La Doleur universelle, Philosophie libertarire (“El dolor universal”, “Filosofía libertaria”), de 1895; Mon communisme (“Mi comunismo”), de 1922, y La Syntesèse anarchiste (“La síntesis anarquista”), de 1928.
Presentemos ahora, sin embargo, algunos textos de Faure en los que, defendiendo la postura atea, entra en polémica con el pensamiento creyente o teísta. Las Doce pruebas de la inexistencia de Dios han quedado completadas por algunos artículos de su famosa Enciclopedia anarquista, comenzada en 1926, que pueden situar su ateismo dentro de una critica más amplia a la sociedad capitalista, a la religión y a toda autoridad.
La originalidad y el acierto de Faure en el planteamiento de las Doce pruebas es que no identifica el ateismo con la postura científica, reconociendo desde el principio la limitación de las ciencias para resolver, al menos de momento, los grandes enigmas que han provocado la postura religiosa. Tampoco es al Dios puramente filosófico (una especie de Motor inmóvil de Aristóteles, o de la trascendencia de Jaspers) al que se dispone a combatir Faure, sino al Dios vivo de las religiones, al Dios al que adoran y rezan los creyentes.
También es original, dentro de la literatura atea del XIX y XX, que se ataque no solo al origen y función social de la religión (como hace el marxismo, el anarquismo en general y, hasta cierto punto, también la corriente freudiana), sino la misma base racional, sobre la que intentan apoyar sus creencias las religiones.
Comentemos ahora brevemente los diversos argumentos que nos ofrece Faure para negar la existencia de Dios.

Tal vez puedan parecer débiles las razones contra el Dios creador: el mismo término es incomprensible, que nadie (ningún hombre) es capaz de crear algo, que de la nada no puede salir nada... Pero hay que convenir en que la misma tradición del lenguaje nos ha acostumbrado a atribuir una realidad a unos términos, meramente por su uso repetido durante siglos. Así ocurría en la Edad Media con las brujas y los demonios, y así ocurre en la actualidad con los extraterrestres y sus excursiones por nuestro planeta. Lo mismo pasa, según Faure, con el término “crear”; a la fuerza de tanto repetirlo, hemos llegado a considerar que tiene algún cometido. Es curioso observar que los filósofos griegos, incluso los que admitían una cierta divinidad, como Platón, Aristóteles o Plotino, consideraron siempre como absurda la posibilidad misma de creación.
Faure pretende sacudir esa creencia en la creación sin invocarlas leyes físicas (como la conservación de la energía), pues su propósito declarado es el de no extrapolar la ciencia. Tal vez si hubiera vivido hasta 1948 (cuando los astrónomos Bondi, Gold, y Hoyle lanzan la teoría de “la creación continua”), hubiera podido formular su primer argumento de otro modo: Se puede incluso admitir la creación sin ningún Dios que cree. El poder creador es una facultad de la materia misma.
En cuanto al segundo argumento (la materia sólo puede salir de la materia. Dios tendría que ser espíritu y materia, pero nunca espíritu puro) tiene tanto peso que más de una religión (como el hinduismo) y más de un pensador eminentemente religioso (como Giordano Bruno, Böhme, Spinoza, Schelling, la última etapa de Max Séller) han concluido que Dios no era otra cosa que el espíritu y la materia del universo.
Y el tercer argumento (que lo perfecto sólo puede producir lo perfecto) ha motivado el que un filosofo como Leibnz considerara que no había razón suficiente para la existencia de este mundo, a no ser que fuera el mejor de todos los mundos posibles –una expresión esotérica para hablar de un mundo perfecto. Con lo que, según Faure, la ironía de Voltaire en su Cándido ridiculizaría no solo a los partidarios de Leibniz, sino a todos los creyentes que fueran consecuentes con sus principios.
El argumento cuarto de la inactividad de Dios antes de la creación apunta más contra la representación judaica y musulmana de la divinidad que contra la cristiana. No hay que olvidar que el cristianismo coloca en la trinidad una enigmática permanente relación y actividad entre las personas. Sin embargo, este argumento tiene una segunda parte (imposibilidad del concepto religioso de Dios a partir de la necesidad) que se encuentra en la base de la negación de la divinidad de las religiones por parte de Spinoza y de Hegel.
La refutación de la existencia de Dios (quinto argumento) que más quebraderos de cabeza ha causado a los pensadores creyentes ha sido la paradoja de ser inmutable que crea, que causa, que interviene, que actúa, que se mueve. No en vano el motor inmóvil de Aristóteles ni conoce el mundo, ni lo ha hecho surgir, ni interviene para nada en él, no es su causa eficiente, sino tan sólo su causa final. Faure no se detiene a examinar las sutiles distinciones de los escolásticos para explicar (?) la inexplicable contradicción de lo inmóvil en movimiento. Con toda certeza la consideraría como otros tantos juegos de palabras.
También la manifiesta ausencia de motivo en la producción del mundo actual ha preocupado a los filósofos creyentes, ya que, con la creación, Dios no se hacía ni más perfecto ni más bueno ni más feliz, ni tampoco ampliaba su gloria. Aunque una vez más, mediante distinciones y subdistinciones (curiosas e inverosímiles clases de gloria y jerarquías complejas de fines externos e internos), se repetían los mismos juegos de palabras escolásticos, forma intelectual de escamotear un problema.
A estos seis argumentos Faure añade una rápida critica a la utilización religiosa del principio de causalidad. Desde luego podría haber aprovechado el desmantelamiento que llevaron acabo los filósofos empiristas, sobre todo Hume, del concepto metafísico de causa, la defensa kantiana de la exclusiva aplicación empírica de la categoría de causa, o los limites filosóficos y lingüísticos del lenguaje subrayados por el neopositivismo moderno. “Aun suponiendo que el principio causal sea un enunciado empírico... –dice Hospers en su Introducción al análisis filosófico–, la experiencia no dice nada acerca de la causalidad en un ámbito no empírico.”

Dentro de los argumentos contra el Dios providente (VII al X), el tema del mal sigue siendo el arma más fuerte del pensamiento ateo. Como dice Edward H. Madden en su libro Evil and the concept of God (“El mal y el concepto de Dios”), son vanos todos los intentos de los pensadores católicos para proporcionar explicaciones plausibles al problema del mal. La única respuesta aparentemente coherente es la de refugiarse en el misterio. Pero, ¿con qué derecho se le atribuye el atributo de bueno a un ser cuya conducta, juzgándola con las categorías humanas que son las únicas que posee el hombre, no alcanza ni de lejos los requisitos mínimos de la bondad?. Más aun, ¿acaso pueden determinar hipotéticamente los creyentes qué condiciones tendrían que darse para que se le pudiera denominar a Dios “malo”? Pero, para que un enunciado tenga sentido, “ha de tener una forma tal que sea lógicamente posible tanto verificarlo como falsearlo” (Karl R. Popper: La lógica de la investigación científica). No tiene sentido afirmar que Dios es Bueno, a no ser que se sepa describir lo que tendría que pasar en el mundo para que pudiéramos afirmar que Dios es malo.
También tienen su fuerza los últimos argumentos de Faure (XI y XII), que ponen en cuestión la pretendida justicia divina. Es cierto que más de un creyente ha solucionado (?) radicalmente el problema silenciándolo o arrancándolo de los textos sagrados de su religión las referencias a un Dios caprichoso, sanguinario o vengativo, a castigos indiscriminados propios de un sádico, o a un infierno eterno. Sin embargo, Faure no discute el Dios de las religiones tal como ha quedado endulzado y maquillado en la actualidad, sino, por poner algún caso, el Yahvé que ordena: “Cíñase cada uno su espada sobre su muslo, pasad y repasad el campamento de una a la otra parte y mate cada uno a su hermano, a su amigo, a su deudo” (Éxodo 32,27), o el Dios de los Evangelios que dice: “Alejaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el demonio y sus ángeles” (Mt. 25,41).
Cada vez se conoce mejor ese estadio primitivo de la humanidad en el que su conciencia apenas despertaba del letargo animal. ¿Y puede considerarse justo un Dios que sigue castigando con terremotos, inundaciones o sequías a los hombres de hoy por la desobediencia de algo apenas distinguible de un australopiteco? ¿Levantaríamos una estatua a la justicia del hombre que actuara de ese mismo modo? ¿O consideraríamos un deber de la humanidad cazarlo a tiros como a una alimaña vengativa?
Aquí terminan los argumentos de Faure. Los artículos que siguen amplían los temas ya expuestos (como el dedicado a la creación), o enmarcan el ateísmo de Faure en su cosmovisión anarquista.
Después de la lectura de esta obra, tal vez alguno llegue a la misma conclusión que saca Hume de sus Diálogos sobre la religión natural: “Seria pues juicioso, por nuestra parte, limitar nuestras investigaciones a este mundo sin mirar más allá. Jamás podrá obtenerse ninguna satisfacción por estas especulaciones que tan ampliamente sobrepasan los estrechos límites del entendimiento humano.”
Sin embargo, Faure no se contenta con una mera tranquilidad agnóstica. Su conclusión atea esta condensada en el desafío que lanza a todos los que afirman la existencia de Dios escudándose en el misterio:
“Cesad de afirmar vosotros y yo cesaré de negar.”
Gabriel GUIJARRO

DOCE PRUEBAS DE LA INEXISTENCIA DE DIOS 
 
Hay dos medios de estudiar y procurar resolver el problema de la inexistencia de Dios.
El primero consiste en eliminar la hipótesis Dios, del campo de las conjeturas plausibles o necesarias, por una explicación clara y precisa de un sistema positivo del Universo, de su origen, de sus desenvolvimientos sucesivos, de sus fines.
Esta exposición inutilizaría la idea de Dios y destruiría inmediatamente la base metafísica de los teólogos y filósofos espiritualistas.
En el estado actual de los conocimientos humanos, en todo lo que ha sido demostrado o pueda demostraste verificable, reconocemos que un conocimiento preciso del Cosmos no existe. Existen, es cierto, varias hipótesis ingeniosas que no chocan con la razón: sistemas más o menos aceptables, que se apoyan en una serie de experiencias basadas en la multiplicidad de observaciones, sobre las que se han modelado un carácter de probabilidad impresionante. También puede sostenerse que esos sistemas, esas suposiciones, soportan ventajosamente la confrontación con las afirmaciones
teístas; mas, a decir verdad, consideramos que no existen en este punto sino tesis que no poseen el valor de la certeza científica, quedando cada uno en libertad de conceder su preferencia a tal o cual sistema que le sea expuesto, pudiendo decir que la solución del problema así planteado aparece, actualmente al menos, bastante relevada.
Los adeptos de todas las religiones aprovechan las ventajas que les concede un estudio tan arduo y complejo, no para resolverlo en afirmaciones concretas o en razonamientos acabados, sino para perpetuar la duda en el espíritu de sus correligionarios, lo que resulta para ellos el punto capital.
En esta lucha esforzada entre el materialismo y el teísmo, cada doctrina se defiende con tesón, pero los creyentes, a pesar de haber sido puestos en actitud de vencidos, tienen la impudicia de declararse, ante la multitud ignara, dignos cantores de la victoria, y buena prueba de ello es la manera de expresarse de los periódicos de su devoción, con cuya comedia pretenden mantener bajo el cayado del pastor a la inmensa mayoría del rebaño. Esto es, en síntesis, lo que desean estos falsos redentores.
El problema planteado en términos precisos
Sin embargo, hay una segunda manera de intentar la resolución del problema, y consiste en examinar la existencia de Dios que las religiones proponen a nuestra adoración.
Podrá encontrarse un hombre sensato y reflexivo que admita la existencia de Dios como si no estuviera rodeada de ningún misterio, como si nada con ella relacionado se ignorara, como si hubiera podido descifrarse todo el pensamiento divino en sus propias confidencias.
Esto ha hecho; aquello ha dejado de hacer; esto ha dicho; lo otro ha dejado de decir; se ha movido; ha hablado con tal fin, por tal razón; quiere tal cosa; prohíbe tal otra; compensara una acción mientras castigara otra diferente. ÉL ha hecho lo presente y quiere que se haga lo futuro, porque es infinitamente justo, sabio, bueno, etc.
¡Ah que dicha! He aquí un Dios que se hace conocer. Baja del imperio de lo inaccesible, disipa las nubes que le rodean, desciende de las alturas, habla con los mortales confiándoles su pensamiento, les revela su voluntad y encarga a un grupo de privilegiados la misión de extender su “doctrina”, de propagar su ley, revertiéndoles de plenos poderes tanto en la tierra como en el cielo.
Este Dios, sin embargo, no es el Dios-fuerza, Inteligencia, Voluntad, Energía, que, como tal, podría, según las circunstancias e indiferentemente, ser bueno o malo, útil o inútil, justo o injusto, misericordioso o cruel; este Dios, dotado de todas las perfecciones, no puede ser compartible más que con un estado de cosas del cual fuera él creador, y por el que se afirmaría su Poder, su Justicia, su Bondad y su Misericordia infinitas.
Este Dios es el que nos enseñan en el catecismo cuando somos niños; es el Dios viviente y personal en cuyo honor se elevan los templos, hacia el que se ascienden las plegarias, por el que se realizan los sacrificios y al que pretenden representar en la tierra todos los clérigos de las castas sacerdotales.
No es ese algo desconocido; esa fuerza enigmática; ese poder impenetrable; esa inteligencia incomprensible; esa energía incognoscible; ese principio misericordioso; hipótesis, en fin, que, en medio de la impotencia humana de hoy para explicar el cómo y el porqué de las cosas, el espíritu acepta complaciente. No es tampoco el Dios especulativo de los metafísicos; es el Dios que sus representantes nos han descrito y detallado tan amplia y luminosamente. Es el Dios de las religiones, el de la historia religiosa de cada pueblo, el que yo niego y voy a discutir; el que conviene a estudiar si queremos obtener de esta exposición filosófica un provecho positivo, un resultado práctico.
¿Quién es Dios?
Puesto que sus representantes en la tierra han tenido la amabilidad de describírnoslo con todo lijo de detalles, aprovechemos estos, examinemos de cerca y detenidamente, pues para discutirlo bien es preciso conocerlo bien.
A fin de reconocer su valor, examinemos las tres proposiciones que lo componen.
Ese Dios, con un gesto potente y fecundo ha hecho todas las cosas de la nada; el ser del no ser, y por su sola voluntad ha sustituido con el movimiento, la inercia, con la vida universal, la muerte universal: es el Creador, que lejos de volver a su inactividad secular y continuar indiferente a la cosa creada, se preocupa de su obra, se interesa, interviene, cuando lo cree necesario, la administra, la dirige, la gobierna. Es la Providencia que, convertida en Tribunal Supremo, hace comparecer ante él a cada uno después de la muerte; le juzga según los actos de su vida, pesa en la balanza sus buenas y sus malas obras, y pronuncia en último extremo, sin recurso posible, la sentencia que hará del juzgado, por todos los siglos de los siglos, el más dichoso o el más desgraciado de los seres. Es la Justicia Suprema.
Luego Dios, que posee todos los atributos, no excepcional sino infinitamente, no admite grados de comparación: es la Justicia, la Bondad, la Misericordia, la Potencia, la Sabiduría infinitas.
Contra la existencia de este Dios, yo presento doce pruebas, aunque con una sola bastaría para negarla.
División de la cuestión
He aquí el orden en que presentare mis argumentos, que formaran tres grupos: el primero tratara particularmente del Dios creador, y se compondrá de seis argumentos; el segundo se ocupara especialmente del Dios gobernador o
Providencia, formado por cuatro argumentos; y, en fin, el tercero y último presentara al Dios Justiciero o Magistrado en dos argumentos. En total formaran las doce pruebas de la inexistencia de Dios.

Contra El Dios Creador
I. La acción de crear es inadmisible
¿Qué es crear? ¿Es valerse de materiales diferentes y utilizando ciertos principios experimentales, aplicando ciertas reglas conocidas, aproximar, agrupar, asociar, ajustar esos materiales, a fin de hacer cualquier cosa?
¡No! Eso no es crear. Ejemplos: ¿Puede decirse de una casa que ha sido creada? ¡No! Ha sido construida. ¿Puede decirse de un mueble que ha sido creado? ¡No! Ha sido fabricado. ¿Puede decirse de un libro que ha sido creado? ¡No! Ha sido compuesto y luego impreso.
Así, tomar materiales existentes y hacer con ellos cosa alguna no es crear... ¿Qué es, pues, crear?
Crear... la verdad que me encuentro indeciso para poder explicar lo inexplicable, definir lo indefinible. Procuraré, sin embargo, hacerme comprender. Crear es obtener algo de la nada; es formar lo existente de lo inexistente. Por tanto, yo imagino que no encontrará ni una sola persona dotada de mediana razón que conciba cómo con nada puede hacerse alguna cosa.
Supongamos un matemático. Buscad al calculador de más mérito: ponedle delante una pizarra; solicitad de él que trace ceros y más ceros, y una vez la operación terminada, ya puede multiplicar cuanto quiera, dividir hasta que se canse, realizar toda clase de operaciones matemáticas, y no llegará jamás a extraer de esa acumulación de ceros una sola unidad. Con nada, nada puede hacerse; de nada, no puede obtenerse nada, y el famoso aforismo de Lucrecio “ex nihilo nihil”, resulta de una certeza y una evidencia manifiestas. El gesto creador es un gesto imposible de admitir, es un absurdo. Crear es, pues, una expresión místico-religiosa y que puede ser de algún valor a los ojos de las personas a quienes place creer lo que no comprenden y a quienes la fe se impone tanto más cuanto menos la comprenden. Es, en cambio, un contrasentido para todo individuo culto y sensato, para quien las palabras no tienen más valor que el que adquieren al contacto con la realidad o una posibilidad.
En consecuencia, la hipótesis de un Ser verdaderamente creador es una hipótesis que la razón rechaza. El Ser creador no existe, no puede existir.

II. El Espíritu puro no pudo determinar el Universo
A los creyentes que, a despecho de toda razón, se obstinan en admitir la posibilidad de la creación, les diré que, en último caso, es imposible poder atribuir esta creación a su Dios. Su Dios es el Espíritu puro. Por lo tanto, es imposible sostener que el espíritu puro, lo inmaterial, haya determinado el Universo: lo material. He aquí por qué:
El espíritu puro no está separado del universo por diferencia de grado, de cantidad, sino por una diferencia de naturaleza, de calidad. De suerte que el espíritu puro no es, no puede ser, una amplificación del Universo; ni tampoco el Universo es, ni puede ser, una reducción del espíritu puro. La diferencia aquí no es solamente una distinción, es una oposición: oposición de naturaleza; esencial, fundamental, irreductible, absoluta. Entre el Espíritu puro y el Universo, no solamente existe un foso mas o menos ancho, mas o menos profundo, y que, en rigor, pudiera llenarse o franquearse, no; existe un verdadero abismo, de una profundidad y extensión tan inmensas que por grande que sea el esfuerzo que se realice, nadie ni nada puede allanar. Ateniéndome a mi razonamiento desafío al filosofo más sutil, como al matemático más consumado, a que establezca una relación (cualquiera que ella sea y mucho mejor la directa de causa a efecto), entre el puro espíritu y el Universo.
El espíritu puro no admite ninguna alianza material; no tiene ni forma, ni cuerpo, ni línea, ni materia, ni proporción, ni profundidad, ni extensión, ni volumen, ni color, ni sonido, ni densidad, todas cualidades inherentes al Universo y que no han podido ser determinadas por la abstracción metafísica.
Llegado a este pinto de mi demostración, establezco sólidamente, en los dos argumentos precedentes, la conclusión siguiente: Hemos visto que la hipótesis de un poder verdaderamente creador es inadmisible; que aun persistiendo en esa creencia, no puede admitirse que el Universo, esencialmente material, haya sido creado por el Espíritu puro, esencialmente inmaterial.
Pero si, como creyentes, os obstináis afirmando que ha sido vuestro Dios quien ha creado el Universo, la pregunta se impone; en la hipótesis Dios, ¿dónde se halaba la materia en su origen, en su principio?
Y bien: de dos cosas una: o bien la materia estaba fuera de Dios, o bien era Dios mismo (no creo podáis otorgarle un tercer lugar). Así, pues, en el primer caso, si estaba fuera de Dios, no tuvo éste necesidad de crearla, puesto que ya existía, y si coexistía con Dios, no cabe la menor duda que estaban en concomitancia, de lo que se desprende vuestro Dios no es creador.
En el segundo caso, es decir, si no estaba fuera de Dios, es que estaba en Dios mismo, y en este caso, saco la conclusión siguiente:
1°. Que Dios no es el espíritu puro, puesto que llevaba en sí una partícula de materia; ¡Y qué partícula! ¡La totalidad de los mundos materiales!
2°. Que Dios, llevando materia en sí mismo, no ha tenido necesidad de crearla, dado que ya existía y que existiendo no hizo mas que hacerla salir, y en este caso la creación cesa de ser un acto de verdadera creación y se reduce a un acto de exteriorización.
La creación no existe en ninguno de los dos casos.

III. Lo perfecto no produce lo imperfecto
Estoy segurísimo que si hago a un creyente esta pregunta: ¿Lo imperfecto puede producir lo perfecto? Me respondería sin la menor vacilación negativamente.
Lo perfecto es lo absoluto; lo imperfecto, lo relativo; enfrente de lo perfecto, que significa todo, lo relativo, lo contingente, no significa nada, no tiene valor, se eclipsa, y, por lo tanto, no hay nadie capaz de establecer relación alguna entre ambos; a <<fortiori>> sostenemos la imposibilidad de evidenciar, en este caso, la rigurosa concomitancia que debe existir entre la causa y el efecto.
Es, por lo tanto, imposible que lo perfecto haya podido determinar lo imperfecto. Por el contrario, existe una relación directa, fatal y hasta matemática entre una obra y su autor. Por la producción se conoce el valor intelectual, la capacidad, la habilidad del sabio, del pensador, del obrero, del artista, como por la calidad del fruto se distingue el árbol a que pertenece.
La Naturaleza es bella; el Universo es grandioso y yo admiro apasionadamente, tanto como el que más, los esplendores y las magnificencias de las que nos ofrece un ininterrumpido espectáculo. Sin embargo, por muy entusiasta que yo sea de las bellezas naturales, y por grande que sea el homenaje que les rinda, no me atreveré a sostener que el Universo sea una obra sin defectos, irreprochable, perfecta. Y no creo que haya nadie capaz de sostener tal opinión. Luego, no siendo la obra irreprochable, el autor, el Dios de los creyentes, tampoco es perfecto. En conclusión: O Dios no existe o no puede ser el Creador, tal es mi convicción. O bien: siendo el Universo una obra imperfecta, Dios no puede ser sino imperfecto. Silogismo o dilema, la conclusión del razonamiento es la misma.
Lo perfecto no puede determinar lo imperfecto.
IV. El Ser eterno, activo y necesario, no pudo estar inactivo o ser innecesario
Si Dios existe, es eterno, activo y necesario. ¿Eterno? Lo es por definición. Es su razón de ser. No puede concebirse comenzando o acabando; no puede haber aparición ni desaparición. Es de siempre.
¿Activo? Lo es y no puede dejar de serlo, puesto que su actividad se ha afirmado, dicen los creyentes, por la acción más colosal y más majestuosa que imaginarse pueda: la Creación de los Mundos.
¿Necesario? Lo es y no puede dejar de serlo pues sin su voluntad nada existiría, puesto que es el autor de todas las cosas, el punto inicial de donde todo salió, la fuente única y primera de donde todo emana, puesto que, suficiente en sí mismo, ha dependido de su sola voluntad que todo sea o que no sea nada. Por lo tanto es: eterno, activo, necesario.
Pretendo y voy a demostrarlo, que si es eterno, activo, necesario, también debió ser eternamente activo y eternamente necesario; en consecuencia, no pudo estar nunca inactivo o ser innecesario y, por lo tanto, no ha creado nunca.
Decir que Dios no es eternamente activo es admitir que no siempre lo fue, que ha llegado a serlo, que ha comenzado a ser activo, que antes de serlo no lo era, y puesto que por la creación es como se ha manifestado su actividad, es afirmar a un mismo tiempo que, durante los millares y millares de siglos que precedieron a la acción creadora, Dios estaba inactivo.
Decir que Dios no es eternamente necesario, es admitir que no siempre lo ha sido, que ha llegado a serlo, que ha comenzado a serlo y que antes de serlo no lo era, puesto que es la creación la que proclama y atestigua la necesidad de Dios; es afirmar a un mismo tiempo que, durante los millares y millares de siglos que seguramente precedieron a la acción creadora, Dios era innecesario. ¡Dios abandonado y perezoso! ¡Dios inútil y superfluo! ¡Que postura para el Ser eternamente activo y esencialmente necesario!
Hay, pues, que confesar que Dios es en todo tiempo activo y necesario. Pero entonces no puede haber creado, desde el momento en que la idea de creación implica de manera absoluta la idea de principio, de origen. Una cosa que empieza, no ha existido siempre. Existió necesariamente un tiempo en que antes de ser no era y corto o largo, este tiempo fue el que precedió a la cosa creada, es imposible suprimirlo, pues de todos modos existe.
Así resulta que: o Dios no fue eternamente necesario, y solo llego a serlo por la creación. Y si es así, resulta que le faltaba a ese Dios antes de la creación estos dos atributos: La actividad y la necesidad. Era un Dios incompleto, era solo un pedazo de Dios y tuvo la necesidad de crear para llegar a ser activo y necesario, y completarse.
O bien Dios es eternamente activo y necesario y, en este caso, ha creado eternamente. La creación es eterna, el Universo no ha comenzado jamás, existió en todo tiempo, es eterno como Dios, es Dios mismo con el cual se confunde.
Siendo así, el universo no ha tenido principio alguno, no ha sido creado.
Así, pues, en el primer caso, Dios, antes de la creación, no era ni activo, ni necesario, estaba incompleto, es decir, era imperfecto, y, por lo tanto, no
existía, o bien, en el segundo caso siendo Dios eternamente activo y eternamente necesario, no puedo llegar a serlo y no pudo haber creado. Imposible salir de aquí.

V. El Ser inmutable no pudo haber creado
Si Dios existe, es inmutable. No cambia, no puede cambiar. Mientras que en la Naturaleza todo se modifica, se metamorfosea, se transforma, pues nada es definitivo, ni llega a serlo, Dios, punto fijo, inmóvil en el espacio, no sujeto a modificación alguna, no se transforma, ni puede llegar a transformarse.
Es hoy lo que fue ayer, será mañana lo que es hoy. Que se busque a Dios en la lejanía de los siglos pasados como en la de los tiempos futuros, es y será constante idéntico en sí.
Dios es inmutable. Sin embargo, sostengo que si Dios ha creado, no es inmutable, pues ha cambiado dos veces. Determinarse a querer, es cambiar. Es evidente que existe un cambio entre el ser que quiere una cosa y el que queriéndola la pone en ejecución. Si yo deseo y quiero hoy lo que no deseaba ni quería hace cuarenta y ocho horas, es que se ha producido en mi, o a mi alrededor, una serie de circunstancias que me han inducido a querer. Este nuevo deseo de querer constituye una modificación que no se puede poner en duda, que es indiscutible.
Paralelamente: accionar o determinarse a accionar, es modificarse. Es también cierto que esta doble modificación, querer obrar, es mucho más considerable y más valiente, pues se trata de una resolución grave y de una acción importante.
Dios ha creado, decís vosotros. Sea. Entonces ha cambiado dos veces: la primera vez, cuando tomó la determinación de crear; la segunda vez, al llevar a la práctica esta determinación y ejecutarla.
Si ha cambiado dos veces, no es inmutable. Y si no es inmutable, no es Dios, no existe.
El Ser inmutable no puedo haber creado.
VI. Dios no pudo haber creado sin motivo
De cualquier forma que se pretenda examinarla, la Creación es inexplicable, enigmática, falta de sentido. Salta a la vista que, si Dios ha creado, es imposible admitir que realizara este acto tan grandioso, en el que las consecuencias debían ser fatalmente proporcionadas al acto mismo, y por consiguiente, incalculables, sin que lo hiciera determinado por una razón de primer orden.
Ahora bien: ¿Cuál pudo ser esta razón? ¿Por qué motivo tomó Dios la resolución de crear? ¿Qué móvil le impulso a ello? ¿Qué deseo germinó en él? ¿Qué designio se forjó? ¿Qué idea persiguió? ¿Qué fin se había propuesto?
Bien mirado, este Dios no puede experimentar ningún deseo, puesto que su felicidad es infinita, ni perseguir ningún fin, cuando nada falta a su perfección; no puede formar ningún designio, puesto que nada puede extender su poder; no puede determinarse a querer nada no teniendo necesidad alguna.
¡Ea! Filósofos profundos, pensadores sutiles, teólogos prestigiosos, responded para qué Dios ha creado y puesto al hombre en el mundo y decid por qué Dios lo ha creado y lo ha lanzado al mundo. Estoy bien tranquilo: vosotros no podéis responder, a menos que digáis: “los misterios de dios son impenetrables”, y aceptéis esta respuesta como suficiente. Y haréis bien absteniéndoos de toda otra respuesta, porque ella, os lo prevengo caritativamente, entrañaría la ruina de vuestro sistema y el derrumbamiento de vuestro Dios. La conclusión se impone lógica, imperdonable: Dios, si ha creado, ha creado sin motivo, sin saber por qué, sin ideal.
¿Sabéis a dónde nos conducen las consecuencias de tal conclusión?
Vais a verlo: Lo que diferencia los actos que realiza un hombre dotado de razón, de los de otro atacado de demencia; lo que hace que uno sea responsable y otro irresponsable, es que un hombre de razón sabe siempre o puede llegar a saber, cuando realiza algo, cuales han sido los móviles que le han impulsado, cuales los motivos que le han inducido a practicar lo que pensaba.
Mucho más cuando se trata de una acción importante y cuyas consecuencias entrañan gravemente su responsabilidad, es preciso que el hombre entre en posesión de su razón, se repliegue sobre sí mismo, se libre a un examen de conciencia, serio, persistente e imparcial, que por sus recuerdos reconstruya el cuadro obligado de los acontecimientos que ha convivido, en una palabra, que procure revivir las horas pasadas, para que pueda discernir con claridad cuáles fueron las causas y el mecanismo de los movimientos que le determinaron a obrar.
Con frecuencia no puede vanagloriarse de las causas que le han impulsado y a menudo le hacen enrojecer de vergüenza: mas cualesquiera que sean estos motivos nobles o viles, interesados o generosos, llega a descubrirlos en un determinado momento.
Un loco, al contrario, procede sin saber por qué, y una vez el acto realizado, por grandes que sean las consecuencias que de él puedan derivarse, interrogadle, encerradle si queréis, en un circulo estrecho de preguntas, y no obtendréis de este pobre demente más que vaguedades e incoherencias. Por tanto lo que diferencia los actos de un hombre sensato de los de un insensato, es que los actos del primero se explican, tienen una razón de ser, se distingue la causa y el efecto, el origen y el fin, mientras que los actos de un hombre
privado de razón no se explican, y él mismo es incapaz de discernir el porqué los ha cometido y el fin que persiguió al realizarlos.
Ahora bien: si Dios ha creado sin motivo, sin causa, ha procedido como un loco, y en este caso la creación parece como un acto de demencia.
Para terminar con el Dios de la Creación, me parece indispensable examinar dos objeciones. Pensaréis bien que aquí las objeciones abundan: por eso, cuando hablo de dos objeciones, me refiero a dos que son capitales, clásicas. Estas objeciones tienen tanto más importancia cuanto que se puede, con habilidad en la discusión, englobar todas las otras en estas dos.
¿Imposibilidad de conocer a Dios?
Se me dice: “No tiene usted derecho para hablar de Dios en la forma en que lo hace. No nos presenta sino a un Dios caricaturizado, sistemáticamente reducido a las proporciones de pequeñez que osa acordarle su entendimiento. Ese Dios no es el nuestro. El nuestro no puede usted concebirlo, puesto que es superior a usted, puesto que lo desconoce. Sepa que lo que es fabuloso para el hombre mas fuerte y más inteligente en todas las ramas del saber, es para Dios un simple juego de niños. No olvide que la humanidad no puede moverse en el mismo plano que la divinidad. No pierda de vista que le es tan imposible comprender al hombre comprender la manera en que Dios precede como a los minerales imaginar como viven los vegetales, como a los vegetales concebir el desarrollo de los minerales y a los animales saber como viven y operan los hombres. Dios ocupa unas alturas a las que usted es incapaz de llegar; habita unas montañas para usted inaccesibles. Sepa que cualquiera que sea el grado de desarrollo de una inteligencia humana, por importantes e intensos que sean los esfuerzos realizados por esta inteligencia, jamás podrá elevarse a la altura de Dios.”
“Advierta, en fin, que jamás el cerebro del hombre, que es limitado, podrá abarcar a Dios, que es ilimitado. Confiese lealmente que no es posible comprender ni explicar a Dios. Pero de no poder comprenderlo ni explicarlo, no saque la consecuencia de que ello le da derecho a negar su existencia.”
Mi contestación a los teístas:
Me dais, señores, consejos de lealtad que estoy dispuesto a aceptar. Me hacéis recordar que soy un simple mortal, lo que legítimamente reconozco, y de lo que procuro no separarme.
Me decís que Dios me supera, que lo desconozco. Sea. Consiento en reconocerlo, afirmo que lo finito no puede concebir ni explicar lo infinito, pues es una verdad tan cierta y tan evidente que no esta en mi mano hacerle oposición alguna. Veis, pues, que hasta aquí estamos de perfecto acuerdo, de lo que espero estaréis bien contentos.

Solamente que me permitiréis os dé iguales consejos de lealtad y de modestia, que antes me ofrecisteis y yo acepte, para preguntaros: ¿No sois vosotros hombres lo mismo que yo? ¿No os supera Dios como a mí me supera? ¿No os es inaccesible como lo es para mí? ¿Tendréis la pretensión de creeros iguales a la Divinidad? ¿Tendréis la manía de pensar y la tontería de creer que de un vuelo podéis llegar a las alturas que Dios ocupa? ¿Seréis presuntuosos al extremo de creer que vuestro pensamiento, que es finito, pueda comprender lo infinito?
No quiero haceros la injuria de creer que sostengáis una extravagancia tan banal.
Así, pues, tened la modestia y la lealtad de confesar que, si a mí me es imposible comprender a Dios, vosotros tropezáis con el mismo obstáculo. Tened, en fin, la probidad de reconocer que, si porque a mi no me es permitido concebir y explicar a Dios, se me niega el derecho a negarlo, a vosotros, como a mi, no os es permitido concebirlo ni explicarlo, tampoco tenéis derecho a afirmarlo.
No creáis que por esto quedamos en igual situación que antes. Puesto que fuisteis los primeros en afirmar la existencia de Dios, tenéis el deber de ser los primeros en cesar en vuestras afirmaciones. ¿Hubiera yo soñado jamás en negar la existencia de Dios, si vosotros no hubierais empezado por afirmarla, y cuando era todavía un niño no se me hubiera impuesto la necesidad de creer en él, si cuando era adolescente no hubiera oído afirmaciones en este sentido, si hombre ya, mis miradas no hubieran constantemente contemplado las iglesias y los templos elevados a ese Dios?
Han sido vuestras afirmaciones las que han provocado mis negaciones.
Cesad de afirmar vosotros y yo cesaré de negar.
No hay efecto sin causa
La segunda objeción parece más invulnerable. Muchos la consideran sin réplica. Esta proviene de los filósofos espiritualistas.
Estos señores dicen sentenciosamente: No hay efecto sin causa: el Universo es un efecto, y como no hay efecto sin causa, esta causa es Dios. El argumento está bien presentado y parece bien construido. Lo esencial estriba en saber si todo esto es verdad. Este razonamiento, en buena lógica, se llama silogismo. Un silogismo es un argumento compuesto de tres preposiciones: la mayor, la menor y la consecuencia; comprende dos partes: las premisas, constituidas por las dos primeras proposiciones, y la conclusión representada por la tercera.
Para que un silogismo sea inatacable necesita: 1.°, Que la proposición mayor y la menor sean exactas; 2.°, Que la tercera proposición dimane lógicamente de las dos primeras.
Si el silogismo de los filósofos espiritualistas reúne estas dos condiciones, es irrefutable y no me queda otra solución que aceptarlo; pero si carece de una sola de esas dos condiciones resulta nulo, sin valor y el argumento se hunde por sí solo.
A fin de reconocer su calor, examinemos las tres proposiciones que lo componen.
Primera proposición, mayor: no hay efecto sin causa. El efecto no es más que la continuación, la prolongación, el fin de la causa. Quien dice efecto, dice causa. La idea de causa provoca necesariamente la idea de efecto. Creerlo en otro sentido es creer lo absurdo. Así, pues, en esta primera proposición estamos de acuerdo.
Segunda proposición, menor: El Universo es un efecto. Antes de continuar, solicito algunas explicaciones: ¿Sobre qué se apoya una afirmación tan categórica? ¿Cuál es el fenómeno o el conjunto de fenómenos? ¿Cuál es la constatación o el conjunto de constataciones que permite hacer una declaración tan afirmativa? Y en primer lugar: ¿Es que conocemos lo suficiente el Universo? ¿Es que nuestros conocimientos lo han estudiado, comprendido, escrutado para que nos sea permitido hacer tales afirmaciones? ¿Hemos penetrado en sus entrañas y explorado sus espacios inconmensurables? ¿Acaso hemos descendido a las profundidades del océano? ¿Conocemos todas las cosas que son del dominio del Universo? ¿Es que este nos ha mostrado todos sus secretos y todos sus enigmas? ¿Lo hemos entendido, palpado, sentido, observado todo? ¿Nada tenemos que aprender? ¿Nada nos queda por descubrir? Abreviando: ¿Es que estamos en condiciones de hacer una apreciación formal, definitiva, un juicio indiscutible del Universo?
Ninguno osara, suponemos, responder afirmativamente a todas estas cuestiones, y seria digno de lastima el que tuviera la audacia, mejor dicho, la insensatez de sostener que conoce al Universo.
El Universo, es decir, no solamente este ínfimo planeta que nosotros habitamos, sobre el cual se arrastran nuestras miserables armaduras óseas; no solamente los millares de astros y de planetas que conocemos, que forman parte de nuestro sistema solar o que se descubren e el curso del tiempo, sino también los mundos, ¡esos otros mundos cuya existencia conocemos por conjetura, pero cuya distancia y numero nos son incalculables!
Si yo dijera: “el Universo es una causa”, tengo la certeza de que desencadenaría espontáneamente contra mí las rechiflas y las protestas de todos los creyentes, y sin embargo, mi afirmación no será mas descabellada que la suya. Mi temeridad seria igual a la suya, esto es todo
Si yo estudio y observo el Universo tanto como las circunstancias lo permiten al hombre hacerlo hoy, he de constatar que es un conjunto increíblemente complejo y denso, un entrecruzamiento impenetrable y colosal de causas y efectos que se determinan, se encadenan, se suceden, se repiten y se penetran. Observare enseguida que el todo forma una cadena sin fin en la que los eslabones están indisolublemente ligados y en la que cada uno de estos eslabones es causa y efecto; efecto que sigue. ¿Quién podrá decir: “he aquí el ultimo anillo, el anillo efecto”? ¿O: “hay una causa numero primero, hay un efecto numero ultimo”?
A la segunda proposición: “El Universo es un efecto”, le falta una condición indispensable: la exactitud. En consecuencia, el citado silogismo no vale nada. Yo agrego que aun en el caso de que esta segunda proposición fuera exacta, quedaría por establecer que la conclusión fuese aceptable, que el Universo es el efecto de una causa única, de la causa primera, de una causa sin causa, de una causa eterna.
Espero sin inquietud esta demostración que aunque muchas veces se ha deseado, no ha sido posible, y esto lo decimos sin temeridad alguna, establecer seria, positiva y científicamente.
Por ultimo, admitiendo que el silogismo entero fuera irreprochable, podría fácilmente volverse contra la tesis del Dios Creador y a favor de mi demostración. Ensayemos... ¿No hay efecto sin causa? Sea. ¿El universo es un efecto? De acuerdo. Entonces, ¿este efecto tiene una causa que nosotros llamamos Dios? Sea. No os entusiasméis, deístas; escuchadme, que aun no habéis triunfado. Si es evidente que no hay efecto sin causa, es también rigurosamente cierto que no existe causa sin efecto. No hay, no puede haber, causa sin efecto. Quien dice causa, dice efecto; la idea causa, implica necesariamente y llama inmediatamente la idea de efecto; en otro caso, la causa sin efecto sería una causa de la nada, lo que sería tan absurdo como un efecto de nada. Así, pues, está bien entendido que no hay causa sin efecto. Vosotros decís que el Universo efecto, tiene por causa a Dios.

En sentido inverso, podemos decir que la causa Dios, tiene por efecto el Universo. De lo que resulta imposible separar el efecto de la causa e imposible resulta también separar la causa del efecto.
Vosotros afirmáis, en fin, que Dios-Causa es eterno. De esto saco la conclusión de que el Universo-Efecto es igualmente eterno, puesto que a una causa eterna indudablemente corresponde un efecto también eterno. Si pudiera ser de otro modo, es decir, si el Universo no hubiera comenzado durante los millares y millares de siglos que quizá han precedido a la creación, Dios habría sido durante todo ese tiempo una causa sin efecto, lo que es imposible; una causa de la nada, lo que es absurdo.
En consecuencia, si Dios es eterno, el Universo también lo es, y si el Universo es terno, no ha comenzado jamás, de lo que resulta que no ha sido creado. ¿Esta esto claro?

Contra El Dios Gobernador o Providencia
VII. El gobernador niega al creador
Son muchísimos, forman legión, los que a pesar de todo se obstinan en creer. Concibo que, en rigor, pudiera creerse en la existencia de un creador perfecto, o que se creyera en un gobernador necesario; pero me parece imposible que razonablemente pueda creerse en la existencia de uno y de otro al mismo tiempo, porque estos dos seres perfectos se excluyen categóricamente: afirmar a uno es negar al otro; proclamar la perfección del primero es confesar la inutilidad del segundo; sostener la necesidad del otro; pero resulta desprovisto de toda lógica creer en la perfección de ambos: Es imposible; hay que escoger.
El Universo creado por Dios hubiera sido una obra perfecta, si en conjunto, como en sus más mínimos detalles, esta obra careciera de defectos; si el mecanismo de esta gigantesca creación fiera irreprochable; si su perfección fuera tal que no hubiera temor de que se produjera ningún desarreglo, ninguna avería; concertando: si la obra fuera digna de este obrero genial, de este artista incomparable, de este constructor fantástico que llaman Dios, la necesidad de un Gobernador no se hubiera sentido
Es lógico pensar que una vez puesta la maquina en marcha habría sido abandonada a sí misma, sin temor, pues los accidentes eran imposibles. ¿Para que este ingeniero, este mecánico, cuyo papel es vigilar la maquina, dirigirla, intervenir cuando es necesario realizar retoques, cuando esta en movimiento y hacerle las reparaciones sucesivas y necesarias? Este ingeniero era inútil. Si el Gobernador existe, no puede negarse que su presencia, su vigilancia, su intervención son indispensables. La necesidad del Gobernador es como un insulto, un desafío lanzado al creador; su intervención corrobora el desconocimiento, la incapacidad, la impotencia del Creador.
VIII. La multiplicidad de los dioses atestigua que no existe ninguno
El Dios Gobernador debe ser poderoso y justo, infinitamente poderoso e infinitamente justo. Afirmo que la multiplicidad de las religiones atestigua que le falta o poder o justicia. No hablemos de los dioses muertos, de los cultos abolidos, de las religiones olvidadas porque éstas se cuentan por miles de miles. No hablemos sino de las religiones existentes. Según los cálculos mejor fundados, se conocen actualmente ochocientas religiones que se disputan el imperio de los mil ochocientos millones de conciencias que pueblan nuestro planeta. No puede dudarse que cada una reclama para sí el privilegio de que sólo su Dios es el verdadero, el auténtico, el indiscutible, el único, y que todos los otros dioses son dioses de risa, dioses falsos, dioses de contrabando y de pacotilla, y que es obra piadosa combatirlos y aplastarlos. A esto ya agrego que si en lugar de ochocientas no hubiera sino cien religiones, o diez, o dos, mi argumento tendría el mismo valor.
Por tanto, sostengo que la multiplicidad de estos dioses atestigua que no hay ninguno, porque al mismo tiempo certifica que Dios no es poderoso ni justo. Si fuera poderoso, hubiera podido hablar a todos con la misma facilidad con que lo haría a unos pocos. Hubiera podido mostrarse, revelarse a todos, sin emplear más esfuerzo que para un reducido número. Un hombre –cualquiera que sea– no puede mostrarse ni hablar mas que a un reducido número de hombres; sus cuerdas vocales tienen una resistencia que no puede exceder ciertos límites. ¡Pero Dios! Dios, que puede hablar a todos –por grande que sea el numero– con la misma facilidad que a unos pocos. Cuando se eleva, la voz de Dios puede y debe repercutir en los cuatro puntos cardinales. El Verbo no conoce ni distancia ni obstáculo. Atraviesa los océanos, escala las alturas, franquea los espacios sin la más mínima dificultad. Puesto que Él ha querido –la religión así lo afirma– hablar a los hombres, revelarse a ellos, confiarles sus designios, indicarles su voluntad, hacerles conocer su Ley, bien hubiera podido hacerlo a todos y no a un puñado de privilegiados.
Pero no ha sido así, puesto que unos lo ignoran, otros lo niegan y otros, en fin, establecen competencias poniendo unos dioses frente a otros. ¿Y en estas condiciones, no estimáis sensato pensar que no ha hablado a nadie y que las múltiples revelaciones que se le atribuyen son otras tantas imposturas, o, mas aun, que si no ha hablado mas que a unos pocos, ha sido porque era incapaz de hablar a todos?
Siendo así, yo le acuso de impotencia. Y si no queréis que le acuse de impotencia le acusaré de injusticia. ¿Qué pensar de un Dios que sólo se hace visible a un reducido número y se esconde para los otros? ¿Qué pensar de ese dios que dirige la palabra a unos y para otros guarda el más profundo silencio?
No olvidéis que los representantes de ese dios afirman que es el padre de todos y que todos somos también los hijos amados del padre que reina allá arriba, en los cielos. Y bien ¿Qué pensáis vosotros de ese padre que, exuberante de ternezas para algunos privilegiados, revelándose a ellos, les evita las angustias de la duda, las torturas de la vacilación, mientras que voluntariamente condena a la inmensa mayoría de sus hijos a los tomentos de la incertidumbre? ¿Qué pensáis vosotros de ese padre que se representa a una parte de sus hijos, en medio del esplendor de su majestad, mientras que para los otros queda envuelto en las más oscuras tinieblas? ¿Qué pensáis vosotros de ese padre que exige a sus hijos que practiquen un culto, le rindan adoración y respeto, y llama a unos pocos a escuchar su verdadera palabra, mientras que con deliberado propósito niega a los demás esta distinción, este insigne favor? Si vosotros estimáis que este padre es bueno, no os sorprendáis si mi opinión es diferente.
La multiplicidad de las religiones proclama bien claro que al Dios de los cristianos le falta poder o justicia.
Pero Dios debe ser infinitamente poderoso e infinitamente justo –afirman los cristianos– y si le falta alguno de estos dos atributos, el poder o la justicia, no es perfecto, y no siendo perfecto no tiene razón de ser y por lo tanto no existe.
La multiplicidad de los dioses demuestra que no existe ninguno.

IX. Dios no es infinitamente bueno: El infierno lo atestigua
El dios Gobernador o Providencia es y debe ser infinitamente misericordioso. La existencia del infierno prueba, sin embargo, que no lo es. Seguid de cerca mi razonamiento: Dios podía –puesto que era libre– no crearnos, pero nos ha creado. Dios podía –puesto que es todopoderoso– crearnos buenos, pero nos ha creado buenos y malos. Dios podía –puesto que era bueno– admitirnos a todos en su Paraíso después de nuestra muerte, contentándose como castigo con el tiempo de sufrimientos y de tribulaciones que pasamos en la tierra. Dios podía, en fin –puesto que es justo– no admitir en su Paraíso a los malos, negándoles el acceso, mas antes debiera destruirlos totalmente a su muerte y no condenarlos a los sufrimientos del infierno.
Porque quien puede crear, puede destruir; quien tiene poder para dar la vida, lo tiene para destruirla, para aniquilarla. Veamos: vosotros no sois dioses. Vosotros no sois ni infinitamente justos, ni infinitamente misericordiosos. Pero tengo la absoluta seguridad, sin que por esto os atribuya cualidades que quizás no poseéis, que si estuviera en poder vuestro, sin que esto os exigiera un gran esfuerzo, sin que resultara para vosotros ningún perjuicio moral ni material; si en vuestro poder estuviera, repito, dentro de las condiciones indicadas, evitar a un ser humano una lagrima, un dolor, un sufrimiento, afirmo que lo haríais sin titubeos, sin vacilaciones. ¡Y sin embargo, no sois ni infinitamente buenos, ni infinitamente misericordiosos! ¿Seriáis vosotros mejores, más misericordiosos que el Dios de los cristianos?
Porque, en fin, el infierno existe. La Iglesia lo enseña; es la horrible visión, con cuya ayuda se siembra el espanto de los niños, en los viejos, y entre los pobres de espíritu y temerosos; es el espectro que se instala en la cabecera de los moribundos a la hora en que la muerte les arrebata todo su valor, toda su energía y toda su lucidez. ¡Y bien! El Dios de los cristianaos, que dicen es de piedad, de perdón, de indulgencia, de bondad y misericordia, arroja a una parte de sus hijos –para siempre– a un antro de torturas, las más crueles, y de suplicios, los más horrendos. ¡Cómo es de bueno! ¡Cuán misericordioso!
Conoceréis sin duda estas palabras de las Escrituras: “Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.” Estas palabras significan, sin abusar de su valor, cuán ínfimo serpa el número de los salvos, y considerable el de los condenados. Esta afirmación es de una crudeza tan monstruosa, que se ha procurado darle otro significado. Poco importa: el Infierno existe y es evidente que los condenados –muchos o pocos– sufrirán los más crueles tormentos
Preguntamos ahora nosotros: ¿a quién pueden beneficiar los tormentos de los condenados?
¿Acaso a los elegidos? ¡Evidentemente, no! Por definición, los elegidos serán los justos, los virtuosos, los fraternales, los compasivos, y seria absurdo suponer que su felicidad, ya incomparable, pudiera ser acrecentada con el espectáculo de sus hermanos torturados. ¿Será, pues, a los condenados mismos? Tampoco, puesto que la Iglesia afirma que el suplicio de estos desgraciados no acabará jamás, y que por los siglos de los siglos sus sufrimientos serán tan horripilantes como el primer día. ¿Entonces? Entonces, aparte de los elegidos y de los condenados, solo existe Dios.
¿Es, pues, Dios, quien obtendrá beneficios de los sufrimientos de los condenados? ¿Es, pues, Él, ese padre infinitamente bueno, infinitamente misericordioso, quien se regocijara sádicamente con los dolores a que voluntariamente a condenado a sus hijos?
¡Ah! Si esto es así, este Dios se me aparece como un feroz inquisidor, el más implacable que se pueda imaginar. El infierno prueba que dios no es bueno ni misericordioso. La existencia de un Dios de bondad es incompatible con la existencia del Infierno. O bien el infierno no existe, o bien Dios no es infinitamente bueno.

X. El problema del mal
Es el problema del Mal el cuarto y último argumento contra el Dios gobernador, a la par que el primero va contra el Dios justiciero.
Yo no diré que la existencia del mal, mal físico, mal moral, sea incompatible con la existencia de Dios. Lo que digo es que es incompatible con el mal la existencia de un Dios infinitamente poderoso e infinitamente justo.
El razonamiento es conocido, aunque no sea más que por las múltiples refutaciones –siempre importantes– que se le han opuesto.
Se remonta a Epicuro, por lo cual cuenta ya con más de veinte siglos de existencia, pero, por viejo que sea, conserva a través del tiempo todo su vigor. Es el siguiente:
El mal existe. Todos los seres sensibles conocen el sufrimiento. Dios, que todo lo sabe, no debe ignorarlo. ¡Y bien! De dos cosas una: O Dios quiere suprimir el mal y no puede. O Dios puede suprimir el mal y no quiere. En el primer caso, Dios quisiera suprimir el mal, y por ello es bueno, comparte los dolores que nos aniquilan, que nosotros sufrimos. ¡Ah, si solo dependiera de Él! El mal seria suprimido y el bienestar reinaría sobre la tierra. Una vez más diremos que Dios es bueno, pero es impotente al no poder suprimir el mal.
En el segundo caso, Dios podría suprimir el mal. Sería suficiente que lo quisiera, para que el mal fuera abolido. Es todopoderoso, mas no lo quiere suprimir, y, por lo tanto, no es infinitamente bueno.
Aquí Dios es poderoso pero no es bueno; allá Dios es bueno, mas no es poderoso. Pero para admitir su existencia no es suficiente que posea una de esas dos perfecciones: poder o voluntad, es indispensable que posea las dos. Este razonamiento no ha sido jamás refutado.
Entendámonos: al decir jamás; quiero decir que no se ha llegado a refutarlo razonadamente, aunque muchas veces se ha ensayado. El intento de refutación más conocido es el siguiente:
“Vosotros planteáis en términos erróneos el problema del mal. Es un equivoco cargar sobre Dios la responsabilidad. Cierto que el mal existe, es innegable; pero es al hombre a quien hay que hacer responsable: Dios no ha querido que el hombre sea un autómata, una maquina, que obedeciera fatalmente. Al crearlo le dio completa libertad tan generosamente otorgada, le concedió la facultad de hacer en todas las circunstancias el uso que creyera más conveniente; y si el hombre en vez de hacer uso noble y juicioso de este don inestimable, lo hizo criminal y odioso, no es a Dios a quien hay que acusar, pues sería injusto: hay que acusar al hombre, lo que es más equitativo.”

He aquí la clásica objeción. ¿Cuánto vale? Nada. Me explicare: hagamos distinción entre el mal físico y el mal moral. El mal físico es la enfermedad, el sufrimiento, el accidente, la vejez, con su cortejo de reminiscencias y enfermedades; es la muerte, que indica la perdida cruel del ser que amamos. Hay niños que mueren algunos días después de nacer, sin haber conocido otra cosa que el sufrimiento; existen numerosos individuos para quienes la vida no es sino una larga serie de sufrimientos, para los que hubiera sido preferible no haber nacido; en el orden natural, las epidemias, los cataclismos, los incendios, las sequías, las inundaciones, las tempestades, el hambre, toda esta enormidad de trágicas fatalidades, acumula el dolor y la muerte. ¿Quién osará decir que de este mal físico debe hacerse al hombre responsable? ¿Quién no comprende que si Dios ha creado el Universo, si es Él quien le ha dotado de las formidables leyes que lo rigen, y si el mal físico no es sino el conjunto de esas fatalidades que resultan del juego normal de las fuerzas de la naturaleza? ¿Quién no comprenderá que el autor responsable de estas calamidades lo es con toda certeza el que ha creado el Universo y lo gobierna?
Supongo que sobre este punto no hay duda posible. Dios que gobierna el Universo, es el responsable del mal físico. Con esta respuesta seria suficiente, y, sin embargo, voy a continuar. Pretendo que el mal moral es tan imputable a Dios como el mal físico puesto que si Dios existe, es Él quien ha ordenado la organización del mundo físico y que, en consecuencia, el hombre, victima del mal moral, como del mal físico, no es ni mas ni menos responsable del uno que del otro.
Continuare, mas para ello he de ligar lo que sobre el mal moral tengo que decir en la tercera y ultima serie de mis argumentos.
Contra El Dios Justiciero
XI. Irresponsable, el hombre no puede ser ni castigado ni recompensado
¿Qué somos nosotros? ¿Hemos deseado las condiciones de nuestro nacimiento? ¿Hemos sido consultados, para saber si queríamos nacer? ¿Hemos sido prevenidos para trazar cuál habría de ser nuestro destino? ¿Hemos tenido sobre algunas de estas cuestiones voz o voto?
Si cada uno de nosotros hubiese tenido voz y voto para escoger, desde su nacimiento, salud, fuerza belleza, inteligencia, energía, voluntad, etcétera, seguramente se hubiera otorgado todos estos beneficios. Cada uno hubiera sido un resumen de todas las perfecciones, una especie de Dios en miniatura.
¿Qué somos nosotros? ¿Somos lo que hemos querido ser? ¡Indiscutiblemente, no! Dentro de la hipótesis Dios, somos lo que Él ha querido que fuéramos. Dios, al ser libre, hubiera podido no crearnos. Hubiera podido crearnos más perfectos, puesto que él es bueno. Colmarnos de todos los dones físicos, intelectuales y morales; crearnos más virtuosos, sanos y excelentes, puesto que es todopoderoso.
Por tercera vez: ¿Qué somos nosotros? Nosotros somos lo que Dios ha querido que fuéramos. Nos ha creado según su capricho y su gusto. No puede darse otra respuesta a la interrogación, si se admite que Dios existe y que Él nos ha creado, Él ha previsto, querido, determinado nuestras condiciones de vida; ha coordinado nuestros deseos, nuestras necesidades, nuestras pasiones, nuestros temores, nuestras esperanzas, nuestros odios, nuestras ternuras, nuestras aspiraciones. Él ha concebido, preparado el medio en el cual vivimos, determinando las circunstancias que a cada instante darán el asalto a nuestra voluntad, y determinaran nuestras acciones. Ante este Dios formidablemente armado, el hombre es irresponsable.
El que no está bajo la dependencia de nadie es eternamente libre; el que se halla un “poco” bajo la dependencia de otro es un poco esclavo, y libre sólo por la diferencia; el que esta “mucho” bajo la dependencia de otro, es en el mismo grado esclavo, y no es libre mas que el resto, y, en fin, el que se halla “por completo” bajo la dependencia de otro es “totalmente” esclavo, no gozando de ninguna libertad.
El hombre existe como esclavo de la voluntad divina y su dependencia es tanto mayor cuanto más alejado esta de su Maestro. Si Dios existe, él solo sabe, puede y quiere; el solo es libre; el hombre no sabe nada, no puede nada, no vale nada; su dependencia es completa.
El hombre sometido a esa esclavitud, aniquilado bajo la dependencia plena y entera de Dios, no puede aceptar responsabilidad alguna. Y si es irresponsable no puede ser juzgado. Todo juicio implica castigo o recompensa; pero los actos de un irresponsable, no poseyendo ningún valor moral, están exentos de toda responsabilidad.

Los actos de un irresponsable pueden ser útiles o perjudiciales; moralmente no son ni buenos ni malos, ni meritorios ni responsables; juzgando equitativamente no pueden ser recompensados ni castigados. Por tanto, al erigirse en Justiciero, recompensado o castigando al hombre irresponsable, Dios es un usurpador que se arroga un derecho arbitrario y usa de él contra toda justicia.
De lo dicho concluyo:
a) Que la responsabilidad del mal moral es imputable a Dios, tanto como la del mal físico.
b) Que Dios es un juez indigno, puesto que siendo irresponsable el hombre, no puede ser ni castigado ni recompensado.
XII. Dios viola las reglas fundamentales de la equidad
Admitamos por un instante que el hombre será responsable y veremos como, dentro de esta misma hipótesis, la divina justicia viola las reglas más elementales de la equidad. Si se admite que la práctica de la justicia no puede ejercerse sin sanción y sin que el magistrado la establezca, ha méritos o culpabilidad y debe haber otra de castigo y recompensa.
El magistrado que mejor practique la justicia será aquél que proporciones lo más exactamente posible la recompensa al merito o el castigo a la culpabilidad, y el magistrado ideal, el impecable, el perfecto, será el que establezca una relación rigurosamente matemática entre el acto y la sanción. Yo pienso que esta regla elemental de justicia será aceptada por todos.
Cualquiera que sea el merito de un hombre, es limitado (como lo es el hombre) y, sin embargo, la sanción de recompensa no lo es. El cielo es sin límites, aunque no lo sea nada mas que por su carácter de perpetuidad. Cualquiera que sea la culpabilidad del hombre es limitada (como lo es hombre), pero no lo es su castigo. El infierno no tiene límites, juzgado por su carácter de perpetuidad.
Luego, no existe relación entre el merito y la recompensa; hay desproporción entre el castigo y la falta, puesto que el merito y la falta son limitados, e ilimitados la recompensa y el castigo. Desproporción siempre.
Dios viola las reglas más fundamentales de la equidad.
RECAPITULACIÓN
He prometido una demostración terminante, substancial, decisiva; creo poder decir que he cumplido mi promesa.
No perdáis de vista que yo no me había propuesto aportaros un sistema del Universo que hiciera inútil todo recurso a la hipótesis de una Fuerza sobrenatural, de una Energía o de una Potencia extramundana, de un Principio superior o anterior al Universo. Yo he tenido la lealtad como era mi deber, de deciros que: planteado así el problema no admite, dentro de los actuales conocimientos humanos, ninguna solución definitiva, y que la sola actitud que conviene a los espíritus reflexivos y razonables, es la expectativa.
El Dios que yo he querido negar y el que ahora puedo decir que he negado su posibilidad, es el Dios de las religiones, el Dios Creador y Justiciero, el Dios infinitamente sabio, justo y bueno, que el clero se jacta en representar sobre la tierra e intenta ofrecer a nuestra veneración. No hay, no puede haber equivoco. Es ese Dios el que yo niego, o si se quiere discutir útilmente, es a ese Dios a quien hay que defender contra mis ataques.
Todo debate sobre otro terreno será –y os lo prevengo, porque es necesario que os pongáis en guardia contra las insidias del adversario–, una diversión, y será, aún más, la prueba de que el Dios de las religiones no puede ser defendido ni justificado.
CONCLUSIÓN
Tal es, sin embargo, el Dios que desde tiempos inmemoriales se nos ha enseñado y que hoy todavía se enseña en la escuela y en el hogar común. ¡Qué de crímenes han sido cometidos en su nombre! ¡Qué de odios, guerras, calamidades han sido furiosamente desencadenados por sus representantes! ¡Ese Dios de cuántos sufrimientos ha sido la causa, y cuantos males engendra todavía!
¿No llegara jamás el día en que, cesando de creer en la Justicia Eterna, en sus edictos imaginarios, en sus recompensas problemáticas, los humanos trabajen con ardor infatigable por el advenimiento sobre la tierra de una Justicia inmediata, positiva y fraternal? ¿No sonara jamás la hora en que desengañados de consolaciones y esperanzas falaces, que les sugiera la creencia en un Paraíso compensador, los humanos hagan de nuestro planeta un Edén de abundancia, paz y libertad, en el que las puertas estén fraternalmente abiertas a todos?
Tiempo ha que el contrato social se ha inspirado en un Dios sin justicia; tiempo es ya que se inspire en una justicia sin Dios. Tiempo ha que las relaciones entre los pueblos han difamado de un Dios sin filosofía; un tiempo es que monarcas, gobiernos, castas y clero, conductores de pueblos y directores de conciencia dejen de tratar a la humanidad como a un vil rebaño de carneros, para en último término ser esquilados, devorados, lanzados al matadero.
Tú, que me escuchas, abre los ojos, observa, comprende. El cielo del que sin cesar te hablan; el cielo con cuya ayuda se intenta insensibilizar tu miseria, anestesiar tus sufrimientos y ahogar el gemido que a pesar de todo se exhala
de tu pecho, es un cielo irracional, con un cielo desierto. Sólo tu infierno está poblado, es positivo.
Basta de lamentaciones; las lamentaciones son vanas, basta de postergaciones; las postergaciones son estériles. Basta de plegarias; las plegarias son impotentes.
¡Levanta, hombre! , declara una guerra implacable al Dios que tanto tiempo ha impuesto a ti y a tus hermanos una embrutecedora veneración. Desembarázate de ese tirano imaginario y sacude el yugo de ésos que se pretenden sus representantes aquí en la tierra. Mas acuérdate de que si sólo haces esto, la tarea no será realizada más que a medias. No olvides que de nada te servirá romper las cadenas que los dioses imaginarios, celestes y eternos han forjado contra ti, si no rompes las que contra ti han formado los dioses pasajeros y positivos de la tierra. Estos dioses giran a tu alrededor, y procuran envilecerte y degradarte. Estos dioses son hombres como tú. Ricos y gobernantes, estos dioses de la tierra la han poblado de victimas numerosas y de injustificables tormentos.
Puedan un día rebelarse los condenados de la tierra contra estos verdugos, para fundar la ciudad de la que estos monstruos queden para siempre desterrados.
Y cuando te hayas emancipado de los dioses, de cielo y de la tierra; cuando te hayas desembarazado de los tiranos de abajo y de los tiranos de arriba; cuando hayas realizado ese doble gesto de liberación, entonces, solamente, ¡oh, hermano!, saldrás del infierno en que te hayas y realizarás tu cielo. Dejarás las tinieblas de tu ignorancia para entrar de lleno en las puras claridades de tu inteligencia, despierto ya de la influencia letárgica de las religiones.
(Nota: La obra Doce pruebas de la inexistencia de Dios es tan sólo un compendio de las doce conferencias que dio Faure en Paris desde noviembre del año 1920 a febrero de 1921.
Los artículos que completan este libro han sido tomados del primer tomo de la traducción al castellano de su Diccionario que ha publicado la editorial Tierra y Libertad, de México.)

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