LAS MALAS PELÍCULAS
SIEMPRE
TIENEN UN BUEN FINAL
por
José Ignacio Restrepo
I
Me miró atentamente desde la mesa que
ocupaba, a unos diez metros en diagonal a la mía. El espejo a mi lado derecho,
devolvía su imagen casi completa: largas piernas, pálidas y sin vello, talle y
cadera muy torneados y un rostro enigmático, entre oriental y latino. Sin duda
era una mujer pretendida.
Augusto
frecuentemente mencionaba que el destino me deparaba una mujer como esa, a la
que mi tozuda apatía le tendría sin cuidado, pues bajo su mágico influjo yo iba
a caer preso, convirtiéndose mi vida en un delicioso infierno. Yo nunca hice
pronósticos sobre la vida de Augusto, ni tampoco sobre su muerte, que lo
sorprendió en una sencilla excursión en bote por las tranquilas aguas de Miami,
un tonto día que andábamos de juerga. Que fuera tan descabezado nunca me hizo
pensar, que se iba a quebrar el cráneo contra el borde de la quilla de aquel
barco, aunque unos días atrás me hubiera confesado que se quería morir en el
Caribe. Semejante deseo, para su infortunio no se cumplió como él quería, pero
sí demasiado pronto. Desde su penosa muerte había pasado ya un año largo.
Devaneando en
aquellos recuerdos, no observé quien se acercaba, y me vi sorprendido por la
voz grave y seca de una mujer. Era ella, la joven de rostro misterioso que unos
minutos antes observara tan detalladamente en el espejo.
- Usted es León Barrera...
Levanté mí cabeza y
observé frente a mí los pechos perfectos de la mujer que hablaba...
- ... famoso jugador de polo,
escritor de una novela mejor vendida, soltero de treinta y tres años, nacido en
Puerto Rico, y residente en cualquier parte del mundo gracias a su incalculable
fortuna...
-
¡Vaya! Qué interesante lo
que dicen de uno las revistas de farándula barata...
- León Barrera, se equivoca si
piensa que trato de intimar con usted. Me llamo Alicia Noguera. Recuerde mi
nombre y mi rostro, porque yo voy a matarlo.
La mujer me miró por
un momento más. Sentí la frialdad del peligro en mi rostro, y lo supuse pálido,
casi lívido. Estuve seguro de que interpretó erradamente mi silencio, acaso
como muestra de bestial arrogancia. Ella no podía saber que al escuchar su
apellido, en mi interior una avalancha de ingratos recuerdos se había
desprendido desde la oscuridad de mi memoria, y en aquel momento me estaba
sepultando en un reconocido abismo de dolor y tragedia, ahora como antes
irreparable.
La inmensa avalancha
comenzó a formarse durante el verano del 94 en un bello sitio de Baja
California. Había muchísimos turistas, entre ellos mi viejo amigo Augusto
Carvalho y yo, León Barrera. Disfrutábamos de unas largas vacaciones en el
Pacífico soleado, tras haber tenido un golpe de suerte en el mercado de Valores
de Los Ángeles. Una tarde Augusto regresó al hotel con una chica hermosísima,
que dijo llamarse Belén Noguera. Era muy simpática y agradable, y se convirtió
en amiga de ambos casi de inmediato; al cabo de unos ocho días, cuando el mar
se puso algo recio para nuestro gusto, ella nos invitó a su casa, que quedaba
en la bellísima Cartagena de Indias. Bastó una tarde para llegar y en menos de
quince horas nosotros tres hacíamos sombra en las playas de otro océano.
Su familia estaba de viaje en Barquisimeto, con unos parientes. Toda la
casa estaba a disposición de nosotros, sus invitados. Belén, a pesar de ser muy
joven, era una magnífica anfitriona. Además, había nacido un afecto especial
entre ella y yo, y como estas cosas eran corrientes para Augusto, por ser mi
amigo, supe que aunque la chica también le gustaba, él lo entendería sin
problema. Como pensé, él no se preocupó.
El verano en la costa
Atlántica colombiana era más extendido y cálido que el de California, por esos
días. Sin embargo el mar estaba picado y la leva era considerable. Las
autoridades habían advertido sobre los riesgos de navegar o inclusive surfear
en semejantes condiciones. A pesar de esto, la chica y yo salimos aquel día
temprano, pues habíamos planeado un picnic marino, con sesión de buceo e
interludio romántico. Habíamos sido muy cuidadosos y privados en nuestros
asuntos desde que llegamos. Augusto solamente había visitado Cartagena una vez,
estando muchacho, así que decidió pasear por la ciudad amurallada y tomar
algunas fotografías, en lo cual se la pasó casi todo el día. Al regresar él,
nosotros no habíamos vuelto, lo que lo estimuló, según su narración posterior,
a preparar algo de comer como una sorpresa para cuando regresáramos.
Pero no regresamos. Aquella noche, la leva se convirtió en vendaval y
luego, con el paso de las horas, un tremendo huracán azotó las playas de la
Guajira hasta Morrosquillo, que persistió por casi dos días. Mi bote, nunca
apareció. Fui recogido por un pequeño pesquero, que me avistó tres días después
del naufragio, pero a Belén infortunadamente, nunca la encontramos, pereció. Su
cadáver no fue hallado, y el que yo corriera con los gastos de sus servicios
fúnebres, realmente no me ayudó en nada. Mis sentimientos de culpabilidad, que
estaban por demás justificados, hicieron mella en mi naturaleza normalmente
jovial y abierta.
Esperamos a los parientes de Belén, que al parecer solo eran una hermana
y su madre, pero no llegaron, y a los veinte días retornamos a Norteamérica.
Más de seis meses estuve buscando a aquellas personas, primero por teléfono y
luego personalmente, pero cuando volví a la casa de Cartagena, la habían
colocado en venta y no hubo quien me diera razón de los dueños. Fui investigado
por la muerte de la chica, pero como la decisión de navegar fue compartida por
ambos, la responsabilidad de lo ocurrido no podía cobijarme solo a mí. Me
exoneraron, pero ya nada sería igual de ahí en adelante.
Augusto Carvalho me
asistió durante la aguda depresión en que caí, a raíz de ese acontecimiento.
Cuando la prensa ya me había olvidado por completo, todavía solía deambular por
cualquier playa de la costa oeste emborrachándome, impedido emocionalmente para
continuar viviendo, preso del infortunado recuerdo de aquel día, víctima de una
circunstancia en la que fui el desgraciado protagonista. Cinco años después, el
malhadado hecho constituía el motivo de mi soledad, y un insano convencimiento
me hacía pensar que era dañino para la gente, lo que determinaba que yo alejara
de mí a todas las mujeres que me demostraban algún interés. Un siquiatra amigo
me aseguró que mis temores desaparecerían en presencia de una emoción realmente
intensa, que alterara mí presente dando al pasado su justa dimensión.
Sin saberlo, la
avalancha de recuerdos no solo me causaba dolor. Podía sin duda acarrearme la
muerte.
******
Tres días después del incidente en el café, la vida de León Barrera
había recuperado buena parte de las tumultuosas características que tuviera
cinco años atrás, cuando involuntariamente se viera envuelto en la muerte de
una chica que él poco conocía. Había llamado a todos los hoteles de la ciudad
intentando localizar a Alicia Noguera, sin conseguirlo. Varias veces contestó
el teléfono, sin que nadie hablara en la línea, y al transitar por la calle se
sentía constantemente vigilado. Estos detalles, más el resurgimiento del dolor
y la culpa, lo tenían al borde de un colapso. Su médico le formuló unos
calmantes que él no tomó, prefiriendo alternar su nerviosa lucidez con noches
enteras de embriaguez profunda. Su aspecto era desastroso, ni la sombra del
hombre que siete de cada diez mujeres interrogadas por un magazín de
distribución continental, unos tres meses atrás, eligieran como el soltero más
codiciado.
******
Me desperté de un pesado sueño con la boca pastosa y el aliento ahíto a
licor, creyendo haber sentido que golpeaban la puerta. No soñaba. Abrí tan
rápido como me lo permitieron mis piernas. Era ella. Miró mi rostro sin
afeitar, y el pantalón ajado tras una noche de inquieto sueño. Su gesto adusto
no hizo más que acentuarse. Sin embargo,
su imagen a la luz del día superaba el breve recuerdo que tenía de ella: Vestía
un traje de noche, absolutamente irreal para esa hora, abierto por el lado
izquierdo desde el tobillo hasta su espléndido muslo, y el profundo escote
dejaba visible buena parte de sus atractivos. Su cabello suelto, unos ojos que
lo traspasaban todo y sobre los labios algo de carmín, completaban una
indumentaria que sería la ideal para coprotagonizar cualquier película con Bogart.
Como la última vez, ella habló primero.
- Las malas películas siempre terminan bien...
Me distancié de la
puerta, asombrado por la coincidencia de su saludo con mi pensamiento. Ella la
cerró con un preciso empujón de su pie derecho.
- Señorita Noguera... Déjeme
decirle...
- Usted señor Barrera, no
tiene nada que decir. Ni tampoco nada que hacer, pues ya hizo más que
suficiente. ¿O es que perdió la memoria?
Con un movimiento
estudiado, extrajo de su bolso una pequeña pistola con silenciador, y la apuntó
hacia mi pecho.
-
¡Por favor, déjeme
explicarle! Usted solamente conoce una parte de toda la historia...
- No señor, yo conozco toda la
historia, y le voy a escribir el final en este instante...
Había estado retrocediendo
desde que le abriera la puerta y ahora la pared enfriaba absurdamente mi
espalda desnuda. No comprendía como el asombro podía causar un dolor tan
intenso, y porqué escuchaba el eco sordo de una detonación, que parecía
provenir de la otra habitación.
Mientras caía, sin
lograr apoyar las manos para protegerme el rostro del impacto contra el suelo,
pensé que nada de esto me podía estar ocurriendo realmente.
Como si aquella voz casi inaudible fuese más una variedad de invocación
para un genio mágico, que una línea angustiosa en el guión de un personaje en
medio de un pesado sueño, Gonzalo Cepeda, contador bancario de cincuenta y dos
años, nacido en Miami pero de padres cubanos, con cuatro hijos, de los cuales
el menor ya era un adolescente, con muchas cuentas por pagar y un salario por
fortuna, se despertó. Comenzó a abrir lentamente los ojos para iniciar un
involuntario reconocimiento del lado izquierdo de su cama, donde aun dormía su
mujer, y luego hacia arriba, con el objeto de observar del mismo modo que el
día que lo instaló, es decir, sin absoluta satisfacción, el techo de pino de su
alcoba, del que pendía, encendido permanentemente, un ventilador marca Golden
Stallion.
******
II
Dos de la tarde... En
la vía rápida el verano de Miami esta hecho de la tensión imperiosa de las
pistas de fórmula uno, pero también de calor inclemente y de un ruido
ensordecedor, los cuales se sienten a pesar de llevar las ventanillas cerradas.
La angustia por la alta temperatura, que no logra mitigar el aire acondicionado
de los vehículos, dibuja áridos relieves sobre los rostros de quienes conducen
y viajan, lo cual los hace ver incongruentes con el geométrico paisaje de
colores vivos, asfalto perfecto y edificios de concreto bellamente construidos,
en medio de los cuales a esta hora se deslizan los autos.
No tener que regresar al banco es, sin embargo, un gran motivo de
alegría, y aunque sea un gozo pequeño, es tangible como la cabrilla de su
coche, un Peugeot Cabriollet de hace ya trece años. El insidioso climaterio en
la vida de Gonzalo Cepeda es, por momentos, mucho más difícil de asumir de lo
que él pensaba, pero en lo que respecta a esta tarde no habrá decisiones
perentorias sobre los dineros o los bienes de otras personas, ni habrá
reuniones de cuya intrascendencia solo él parezca percatarse, ni tampoco
batallas estúpidas en forma de torpes discusiones por la posesión de la verdad,
o por probar el criterio acertado en el sacrosanto tema de las finanzas y la
economía. La Economía, la única maldita cosa importante en la existencia
cotidiana del maldito banco.
El coche deja el denso tráfico y toma una vía alterna, para salir del
centro. Un kilómetro más adelante, al observar un mall recién inaugurado, el
maduro contador decide comprar algunas cosas, vagar un poco por el lugar y
quizás, si el calor no disminuye, tomarse un par de cervezas.
Había elegido la última parte de su plan para llevar a cabo de primera.
El amargo sabor de la cerveza fría lo distrae un poco de la observación de
aquel lugar, cuyo ambiente era moderno y completamente artificial. La
combinación entre la luz y algunos espejos bien dispuestos, daban al bar una
amplitud superior a la que realmente tenía.
De improviso, en el espejo situado a su derecha una forma femenina que
estaba envuelta en la penumbra, se despereza y luego se inclina: La hermosa
mujer queda expuesta a la luz, mientras se inclina solo un momento para recoger
algo del suelo, un encendedor plateado con el que luego, al sentarse nuevamente
a la sombra, enciende un largo cigarrillo. Su rostro es iluminado por la llama,
y mientras la observo con inusual atención, casi puedo sentir la alta
temperatura de la flama sobre el mío, pero sé que es el calor, la tarde de
asueto, el sitio que no conozco. Todo esto tiene el mal sabor de los sueños
pesados.
-
¿Puedo sentarme con usted?
Su voz ronca y segura
concordaba por completo con su imagen. No había advertido en que momento ella
vino hacia él. No más de treinta y cinco años, ni menos de veinticinco, sin
duda latina, y aventurera. Casi tres décadas entendiéndose con personas y
dinero, lo habían obligado a estudiar bien a la gente, categorizándola en pocos
segundos por su aspecto y ademanes, para descubrir las verdades que ocultaban.
Se convirtió en un hábil interpretador del lenguaje corporal, un juez nato,
intuitivo, cuyos discernimientos rara vez fallaban.
-
Claro, porqué no. Esta tarde es una de esas en que
podrías romper con más de una costumbre...
Hizo una seña y el mesero llegó casi de inmediato.
- Tráeme otra cerveza y también unos cigarrillos... – y
volviéndose hacia ella apenas un poco, - ¿Quieres otro trago?
Ella simplemente
asintió. Tenía en su rostro algo soterrado, encubierto por las líneas angulosas
más hermosas que había visto, y eso era un motivo para observarla como no lo había
hecho con nadie en mucho tiempo. Quizás era la necesidad imperiosa de decir
algo, ese afán ingobernable de revelar tu intimidad o una parte de ella a
alguien que es desconocido íntegramente, y cuya reacción ante nuestra conducta
no podemos suponer.
El mesero veloz llegó con los tragos. Extraje un cigarrillo y le ofrecí
otro a ella, el cual encendió con su propia candela. La bella mujer inhaló de
inmediato y con vehemencia, la primera bocanada...
-
Estoy rompiendo el hábito de no fumar, que he
sostenido por más de once años... Parece una tarde adecuada para dejar
prácticas infelices. Oiga, jovencita, ¿rompió algo hoy o apenas está tomando
impulso?
La mujer me miró,
apreciando el bufo tono de mi charla, acaso convencida de que yo no pretendía
lo que cualquier otro buscaría en ella...
-
Hace menos de una hora asesiné a un hombre...
Recibí la frase como
un fuerte bastonazo en medio de la frente, y espontáneamente evoqué el sueño
del amanecer, que en dos segundos emergió ya completamente nítido desde mi
subconsciente.
- ... y una sencilla muestra de parafina ahora mismo
demostraría que le estoy diciendo la verdad. ¿O es que no tengo cara de poder
hacerlo?
Sin saber que decir, el contador con una
tarde libre soltó lo primero que se le vino a la boca:
-
Quizás él aun está vivo...
La expresión en el
rostro de ella empezó poco a poco a congelarse, y se sostuvo así durante un
largo instante, mientras el humo del tabaco rebeldemente huía en diversas
direcciones. La observé ceremonialmente, igual que hago cada rato con el
director de transacciones internacionales, invadido además de un dulzor extraño
que tenía mucho que ver con la coincidencia del momento con la aventura que
soñé en la madrugada.
- No puede estar con vida. Le disparé dos veces, al
pecho... Se lo merecía, era mil veces más malo que yo.
Vertí un poco de mi
cerveza sobre la colilla de su cigarrillo, que humeaba tercamente dentro del
cenicero. Cuando ella levantó la vista, supe que era conciente de estar a
muchas millas del camino adecuado, y comprendí que estaba a punto de
comprometerme de algún modo.
- Mi nombre es Carmen Quintero, y aunque lo parezca, no
estoy mal de la cabeza... Hoy es un día difícil, solamente, y no sé si termine
bien.
Escuché entonces la
historia por completo, comenzando en el principio y obviando, al final, la
información que ya conocía: Un compromiso con el padre, pactado tres años
antes, estableció que Carmen iría a Miami a trabajar como vendedora. El mal
salario y otras difíciles circunstancias la obligaron a tomar una plaza como
camarera, en un bar nocturno. De mal en peor, Carmen pierde ambos empleos, pero
el hombre que se comprometió con su padre le consigue un rol de top-less dancer
en un night club de mala reputación. Después vinieron las calles. Su padre
sufre un síncope y muere unos días más tarde, cuando abruptamente se entera de
la verdadera vida de su hija en Miami. A los seis meses, Carmen se entera, y
con rabia y tristeza inaguantables descarga toda su ira sobre Damián Cortés,
aquel hombre que le sembrara grandes ilusiones y del que había recibido
oscuridad y desesperanza. En este instante, me pregunté cuantas Carmen Quintero
como ésta, andaban por las calles, preparándose poco a poco para descargar sus
emociones sobre alguien, a quien han hecho responsable de todo lo bueno o lo
malo que les ha pasado, corrientemente hombres, que en nada se parecen a lo que
imaginaron durante tanto tiempo en sus enamoradas ilusiones.
Había transcurrido la
mitad de mi tarde libre conversando amigablemente, con una joven y bella
asesina mejicana, que impávidamente me había narrado las razones que la
obligaron a verse envuelta en semejantes circunstancias, es decir, disparar y
matar a un fulano con la más absoluta determinación. A las cinco y treinta me
hallaba algo aturdido por las tres cervezas y dos gins, que ya me había
guardado entre el buche, en tanto la chica seguía más o menos fresca, eso sí,
los dos estábamos consternados y emotivos por lo transparente del encuentro.
Carmen atendía cada palabra que salía por mi boca, pues comprendía que por
grave que fuera su situación yo me encontraba dispuesto a ayudarla. En un
soporífero paréntesis, durante el cual dejamos de hablar y nos miramos más de
la cuenta, la bella chica, que hacía media hora o más se había sentado a mi
lado derecho, demostró que realmente se hallaba algo aturdida, al acercarse a
mi cara y buscar mi boca con desespero, como si la vida fuera a terminársele.
Yo la besé, estaba bien mareado, y me pareció un momento inmejorable para
romper el hábito de besar solamente a mi esposa, cuando ella se dejaba.
Lo que siguió, fue
tan mecánico e impensado como los movimientos de los que han bailado juntos
mucho tiempo. Al retirarme un poco terminé poniéndome de pie, mientras tomaba
mi saco y le decía que deberíamos comprobar si Damián seguía con vida.
En menos de lo que se
dice “entonces”, nos hallábamos en el lugar del siniestro y sin más dilación
que la obvia de observar quien había en las inmediaciones, subimos hasta el
quinto piso. El cadáver de Damián Cortés no estaba allí. De la alegría al
asombro, Carmen buscaba alguna explicación para todo lo que había ocurrido, y
la encontró en una nota pequeña, que estaba bajo el teléfono del recibidor.
Decía: “De no haberte dado una pistola con salvas, que no llegaste nunca a
utilizar, en este instante sería un cadáver... Perdóname, darling.” La firma de
Damián parecía más el garabato de un párvulo, quizás porque volaba más que
corría al dejar la misiva. Es posible que sospechara que Carmen iba a regresar
a ayudarlo, y bajo ninguna condición quería arriesgarse a un nuevo encuentro.
Sentí más que pensé,
que aquella hermosa chica habría terminado suicidándose, acaso esa misma noche,
de no haber mediado el destino en mi tarde libre con el suyo y su gran
berrinche. En todo caso, los dos habíamos llevado todo hasta el límite, ese
punto de la siguiente realidad que no podemos conocer de antemano.
******
III
Con un profundo
suspiro, que ante la luz pretendía alejar del todo aquel último embrujo del
sueño, Juliana Meli comenzó a olvidar trozos completos de su aventura onírica,
y por fin abrió los ojos. Al otro lado de su cama contempló a su esposo, su
héroe desde hacía tanto tiempo, durmiendo aun plácidamente pues el banco ya no
abría los sábados. Pensó que estaba algo más delgado que seis meses atrás, y
que ya se acercaba el momento de su jubilación, cuando ambos decidirían muchas
cosas de las que dependía su futuro.
Era muy probable que
Gonzalo estuviera soñando con la estratagema financiera que finalmente los
hiciera ricos...
2 comentarios:
al leer tu interesante novela, mis ojos y mi alma han quedados presos de tus letras , enhorabuena por ti Poeta, Escrito , Amigo . Gracias por compartir <3
Por seres como vos, estrella, Mafer querida, nuestra vigilia creando tiene fundado sentido y nunca el mayor sacrificio por dejar escritos puros será perdido tributo al valor inestimado de ser leídos después...Gracias mil..
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