FUE DESPUÉS DEL ALMUERZO
por José Ignacio Restrepo
Volteé la cabeza y vi un
moscardón entrando por la ventana abierta. Era realmente grande, de un color
entre verdoso y siena, color mierda, como decíamos cuando éramos sólo cagones
soñando con no ir a clases para poder jugar al futbol todo el día. El timbre
del mensajero no dejaba de sonar, pero yo apenas atendía el llamado cuando en
la pantalla del ordenador aparecía “YOU HAVE A MESSAGE”…Porque estas máquinas
también tienen derecho a comunicarse con débiles auditivos, como yo…
Si. Exactamente hace
seis años perdí casi por completo el sentido del oído, y aunque aún no me he
pensionado ya luzco como un viejo, me comporto como tal, y llevo suficientes signos
del paso del tiempo como para que quien me observa, piense que tengo setenta o
más años en esta tierras de Dios, cuando son apenas cincuenta y seis años de
vida. Y ¿por qué ocurrió todo así? Por la misma razón que a todos nos pasa. La
necesidad. Pasé veintiséis años trabajando para una empresa entre grandes
máquinas, aguantando ruidos infernales, y eso dañó mis oídos; lo que soporto tenía
que suceder de cualquier modo. Simplemente los cambié por una vida de mediana
comodidad, con las cosas que se necesitan para vivir bien, dentro de una casa
bonita…En absoluto silencio…
Me siento ante mi laptop
y abro el mensajero. Es Diana. Me cuenta que Raúl llega de España mañana por la
tarde, y que ella va a ir a recibirlo sola, pues no tiene tiempo de venir por mí.
Debe corregir pruebas de sus alumnos y luego asistir a una reunión de
planeación en la Universidad. Así que saldrá directamente por el muchacho, y
luego comprará algo de comida para que cenemos los tres aquí en mi apartamento.
Me parece muy buena idea. Tanto aprenden a conocernos quienes han compartido la
vida con nosotros, que al final hasta se dan el lujo, bien ganado, de tomar
decisiones por nosotros.
Diana fue mi mujer
durante casi veinte años. Fue una relación gris, sin ninguna perspectiva,
acunada en los mismos términos donde había yo anidado filosóficamente los
principios de mi trabajo, que eran la rutina, la necesidad, y la falta de
imaginación, tres monstruos que escasamente muestran sus huellas, y que
solamente revelan sus caras cuando están a punto de acabarnos, de comernos, de
volvernos colada de carne con pulpa de papa, esa comida que se da a los bebes. Rutina
y carencia de imaginación son condiciones capaces por sí solas de acabar con la
solvencia de un país; no van a terminar con la vida formal de un par de seres
comunes y corrientes, que apenas se juntaron para ir tirando y no sentir mucho
frío por las noches. Si, no me avergüenzo. Y creo que ella tampoco lo hace.
Nuestro matrimonio fue viejo desde el principio. Vimos poco a poco como se acababa
tranquilamente, insufriblemente, como otra parte esperada del programa. Ella y
yo, lo fuimos viendo, cada uno mirando a destiempo desde su propio lugar, y
cuando se murió lo amortajamos lo mejor que pudimos, pues para nosotros era
nuevo eso de terminar una relación tan larga, ya casi insensibilizada por el
paso exhaustivo de días y de noches, acompañados pero solos. Fue regresar al
lugar de donde no nos fuimos nunca, es decir la soledad, y apenas si tuvo de
raro, de distinto, el hecho de organizar bien un trasteo. Nada más, ni nada
menos.
Para Raúl, nuestro hijo,
la relación de sus padres fue una aventura sin exquisiteces, que le brindó una
infancia sin emociones, pues éramos dominantes y corrientes, formales como una
caja de cartón. Y tan anticuados y predecibles que él nos descubrió a los diez
años, y a los diez y siete, determinó que quería irse para otro país a
estudiar, y no hubo fuerza que evitara que el muchacho se librara de nosotros.
Porque eso era en el fondo lo que el muchacho quería, alejarse de dos viejos
que no lo eran, cuyas perspectivas eran tan drásticamente pingües que él
sospechaba quedaría apresado allí, en la escasez de la cotidianidad que Diana y
yo podíamos, en últimas ofrecerle. Habría quedado preso, igual que lo estaba el
gigantesco moscardón, que se había enredado finalmente en la cortina, y ahora
era vapuleado insistentemente por el viento.
Me erguí con alguna
dificultad. Tomé una malla cazamariposas con la que a veces gastaba minutos de
mi inservible tiempo, rescatando los insectos que entraban al apartamento para salvarles
la vida. Fui hasta la cortina y destrabé al feo abejorro de su recién
descubierta celdilla de tela transparentosa, sin oír su violento ejercicio de
defensa, que ahora tenía al frente dos enemigos de desconocido origen, pero
sumamente peligrosos. Acaso hizo de su forcejeo una remembranza de algún pasado
acto de sobrevivencia pura, y de pronto escapó, tanto de la cortina como de la
reja ojalada que casi lo atrapaba, adherida a ese monstruo que tenía aspas como
alas y vigorosos pilares que lo aprisionaban contra el suelo, o sea yo.
Salió despavorido por la
misma ventana, que lo había dejado entrar al misterio de mi casa. Me senté, y me
sumí luego en pensamientos no del todo agradables, en los que se mezclaban
conceptos básicos como la libertad, el tiempo, la soledad…la muerte. Ese estado
no se alargó demasiado, pues me sobrevino luego un apetito enorme, producido
por la sensación de vacío casi completo del estómago, pues el desayuno había
sido solamente un café con tres galletas de soda. Fui hasta la cocina. En
completo silencio, preparé algo que estaba en la nevera, una carne molida
compuesta en bolitas, que era deliciosa, unas papás al carbón que quedaron de
una salida a comer hace unos días y el infaltable arroz que había quedado del
día anterior. Serví un vaso de jugo, y me senté en la mesa, pues ya no tenía
televisor, ni tampoco radio. Esas son
cosas que apenas soportan quienes tienen completos sus sentidos. Continué con
las disquisiciones que había comenzado a construir unos minutos antes. Cuando
completé una suerte de curva epistemológica llegué pleno al tema de la muerte,
de la extinción, la inobjetable desaparición. Con el café en la mano, descorrí
sistemáticamente los pasillos de ese temario, que a muchos les luce como algo
desagradable, de inquietante dimensión y limitado trato. Pero, no para mí, que
estaba sumido en ese silencio denostado, seco, pero nunca impropio o
desagradable. Mi sordera había terminado siendo su amiga, me acompañaba, me
dejaba pensar, se hacía noblemente a mi lado, cuando todo y todos se iban, o me
abandonaban como quien se libra de algún bicho raro.
Ya había lavado los
platos y me disponía a calentar un agua para prepararme un café, cuando
sorpresivamente se iluminó la luz que anunciaba que alguien había llegado por
el ascensor hasta su piso, que era el noveno del edificio. La luz se prendía
antes de que alguien llegara propiamente a la puerta, con el fin de que él se
pudiera estar sobre aviso y asomarse por el ojo mágico para mirar quien era. Se
asomó por el pequeño adminículo, y vio que se acercaba Diana. Le sorprendió
muchísimo, pues el correo había sido poco menos que enfático, avisándole que no
antes de mañana vendría junto con su hijo.
Me quedé frente a la
puerta, para verla cuando entrara, pues ella aún conservaba la llave. La vi
ingresar, cubierta su cabeza con gorra de crochet y un abrigo sobretodo que no
le conocía. Al cerrar la puerta y voltearse, vi cuando introdujo las llaves en
su bolso y extrajo de el sin motivo alguno una pistola pequeña, que comenzó a
levantar para apuntarme, todo ello como si fuera una broma insidiosa, a cambio
del normal saludo. Diana, me hablaba, pero yo no podía escucharla. Su rostro
estaba contraído por el esfuerzo, la pistola mantenía su posición, y yo no
tenía idea de lo que ocurría. Pero, la amenaza era evidente y se hizo
impositiva cuando vi el fogonazo rojo y sentí el proyectil rasgando la piel de
mi pómulo derecho, quemándome la cara.
El sordo se abalanzó
sobre ella, mientras tomaba conciencia plena de lo que ocurría. Recordó que
había suscrito hacia casi un año un seguro de vida, que la hacía completa beneficiaria
en caso de que él muriera. Mientras forcejeaba reconoció que en ese momento
había pensado más noblemente que de forma razonable, pues ellos nunca habían
sido nada. Aunque ella apretaba con fuerza el arma de fuego, él retenía su
brazo entre sus manos; se sintió bruscamente como el moscardón que había
intentado zafar de la cortina unas horas atrás. En medio de la brega, que acontecía
para él en el más profundo de los silencios, terminaron empujando violentamente
la puerta del apartamento, y salieron expulsados al hall, que era más amplio y
estaba absolutamente vacío.
La lucha de los ex esposos
se prolongó por dos o tres minutos más. El hall vacío los miraba, tan
silenciosamente como lo había hecho el apartamento unos minutos atrás. Un aviso
de baldosa, de esos que normalmente colocan para avisar sobre reparaciones, pasó
inadvertido para ellos, que simplemente se lo llevaron con el empellón que
sobrevino a la pérdida de la pistola. La mujer no pudo frenar y fue engullida
por la puerta abierta del ascensor, que justo hacía dos minutos se hallaba en
mantenimiento. Simplemente desapareció por el hueco oscuro que había en vez de
la puerta.
El sordo se quedó
mirando el ascensor abierto, y el aviso pequeño al lado, “CUIDADO, EN
MANTENIMIENTO”. Miró la esquina del hall, donde se hallaba la cámara de
seguridad, y luego entró temblando a su apartamento. Desesperadamente, marcó el
911…
- Señorita, ha habido un accidente…Envíen una
ambulancia…
2 comentarios:
un pedazo de historia, de vida, enredada con la tuya, quien sabe......me entretuve y creo debiera ya tener la próxima escuela......bien todo lo que emprendes, te sigo amigo......
Maravilloso relato en el que nos sumerges casi a modo de ficción...bastante entretenido, de empezar y querer acabar... gracias, espero continuar.
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