Horas penosas
Thomas Mann
Thomas Mann
Se levantó del escritorio, un mueble pequeño y frágil; se
levantó como un desesperado y se dirigió con la cabeza colgante al ángulo
opuesto de la habitación, donde estaba la estufa, alta y alargada como una
columna. Puso las manos en los azulejos, pero se habían enfriado casi del todo,
pues era ya muy pasada la medianoche, por lo que se arrimó de espaldas a la
estufa, buscando un bienestar que no encontró; recogió los faldones de su bata,
de cuyas solapas sobresalía colgando una descolorida pechera de encaje, y
resopló con todas sus fuerzas por la nariz, para proporcionarse un poco de aire,
pues, como de costumbre, estaba acatarrado.
Era un catarro realmente singular y fatídico, que casi
nunca lo abandonaba totalmente. Tenía los párpados inflamados y los bordes de
las narices completamente escocidos, y en su cabeza y en todo su cuerpo este
catarro le producía el efecto de una borrachera pesada y dolorosa. ¿O era que la
culpa de toda esta laxitud y pesadez la tenía la enojosa permanencia en la
habitación que el médico había vuelto a imponerle, hacía unas semanas? Sólo Dios
sabe si hizo bien en mandárselo. El catarro crónico y los calambres de pecho y
abdomen podían tal vez hacerlo necesario. Además, en Jena reinaba un tiempo muy
malo desde hacía varias semanas -sí, esto era cierto-, un tiempo miserable y
abominable, que atacaba los nervios, un tiempo cruel, caliginoso y frío; y el
viento de diciembre bramaba por el tubo de la estufa resonando como un eco del
desierto nocturno en la tormenta, extravío y aflicción desesperada del alma. Sí,
todo esto era cierto. Pero no era bueno este angosto cautiverio; no era bueno
para las ideas ni para el ritmo de la sangre, del que manaban las ideas...
Aquella habitación hexagonal, desnuda, sobria e incómoda,
con su techo blanqueado, bajo el que flotaba el humo del tabaco, con sus paredes
empapeladas de cuadriláteros en diagonal, de las que colgaban siluetas
encuadradas en marcos ovalados, y sus cuatro o cinco muebles de patas delgadas,
estaba iluminada por la luz de dos velas, que ardían en el escritorio, a la
cabecera del manuscrito. Cortinas rojas colgaban por encima del bastidor
superior de la ventana; no eran más que trapos, retazos de indiana aprovechados
y combinados simétricamente; pero eran rojos, de un rojo cálido y sonoro, y a él
le gustaban y quería conservarlas siempre, porque aportaban un poco de lujuria y
voluptuosidad en medio de la pobreza y austeridad absurdas de su habitación...
Estaba junto a la estufa y miraba, con un parpadeo acelerado y dolorosamente
forzado, hacia el otro lado de la habitación, la obra de la que había huido:
este peso, este agobio, este tormento de la conciencia, este mar que había que
apurar, esta misión terrible, que era su orgullo y su miseria, su cielo y su
condenación. Esta obra se arrastraba, se paraba, se atascaba... ¡una y otra vez!
El tiempo tenía la culpa, y su catarro y su fatiga. ¿O quizás era la obra la
culpable? ¿O acaso el trabajo en sí, era una concepción desgraciada y destinada
a la desesperación?
Se había levantado para poner un poco de distancia entre
la obra y él, pues a menudo la lejanía física del manuscrito hacía que uno se
formara una idea de conjunto, una nueva visión del asunto, y pudiera tomar
nuevas providencias. Sí, había casos en que, si uno se apartaba del lugar de la
lucha, el sentimiento de desahogo producía un efecto entusiasmador. Y era éste
un entusiasmo más inocente que el que provocaba el licor o el café negro y
cargado... La jícara estaba sobre la mesita. ¿Y si ella le ayudara a salvar este
obstáculo? ¡No, no, nunca más! No era únicamente el médico; hubo otra persona,
un hombre de prestigio, que le había disuadido también de la bebida por
prudencia: era el otro, el de allí, de Weimar, al que él quería con una amistad
nostálgica. Éste era sabio. Sabía vivir y crear; no se maltrataba a sí mismo;
tenía mucha consideración con su propia persona...
En la casa reinaba el silencio. Sólo se oía al viento
roncar allá abajo, en las callejuelas de la ciudadela, y la lluvia al repicar en
las ventanas, impulsada por el viento. Todos dormían: el hostelero y los suyos,
Lotte y los niños. Sólo él velaba junto a la estufa fría, mirando con
angustiosos parpadeos la obra en que su insaciabilidad enfermiza no le permitía
creer... Su cuello blanco sobresalía larguirucho de la camisa, y por entre el
faldón de su bata aparecían sus piernas, torcidas hacia dentro. Su pelo rojizo
estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y delicada
-formaba sobre las sienes dos entradas, cruzadas por venas incoloras- y cubría
las orejas de delgados rizos. Junto al arranque de la nariz, gruesa y aguileña,
que terminaba bruscamente en una punta blanquecina, se reunían unas cejas
recias, más oscuras que el pelo de la cabeza, lo cual confería a la mirada de
sus ojos hundidos e irritados una expresión trágica. Obligado a respirar por la
boca, abría sus delgados labios, y sus mejillas, pecosas y descoloridas por el
aire enrarecido, enflaquecían y se hundían...
¡No, era un fracaso, y todo era inútil! ¡El ejército! ¡El
ejército hubiera tenido que ser expuesto en su obra! ¡El ejército era la base de
todo! Puesto que no podía tenerlo a la vista, ¿se podía concebir un arte tan
fantástico que lo impusiera a la imaginación? Y el héroe no era héroe, ¡era
innoble y frío! La inspiración era falsa, la lengua era falsa, y no era más que
un curso de historia árido, sin entusiasmo, prolijo y sobrio y perdido para el
teatro.
Bien, se acabó. Una derrota. Una empresa malograda.
Bancarrota. Quería explicárselo a Korner, al bueno de Korner, que creía en él,
que tenía una confianza casi infantil en su genio. Se mofaría, suplicaría,
pondría el grito en el cielo... su amigo le recordaría al Don Carlos, que
había surgido también de dudas, fatigas y transformaciones, y que, al fin, tras
toda clase de tormentos, como algo insigne a partir de entonces, demostró ser
una obra gloriosa. Pero aquello fue distinto. Entonces era todavía el hombre
capaz de agarrar una cosa con mano venturosa y forjarse la victoria. ¿Escrúpulos
o luchas? ¡Oh, sí! Y había estado enfermo, mucho más enfermo que ahora,
hambriento, prófugo. Desmembrado del mundo, oprimido y pobrísimo en lo humano.
¡Pero joven todavía, muy joven! Cada vez que se hallaba desfallecido, su
espíritu se había sentido impulsado ágilmente hacia lo alto, y tras las horas de
pesadumbre habían venido las de la fe y el triunfo interior. Pero éstas ya no
habían vuelto, apenas si habían aparecido una vez más. Una noche de espíritu
inflamado, en que uno se sentía envuelto de repente en una luz y llegaba a ser
genialmente apasionado; cualquiera que fuese la noche, en que a uno le era dado
disfrutar siempre de tal merced, una sola de estas noches tenía que ser pagada
con una semana de tinieblas y entumecimiento. Era un hombre fatigado; aún no
tenía treinta y siete años y ya estaba acabado. Ya no tenía aquella fe en el
futuro, que había sido su estrella en la miseria. Así era, ésta era la verdad
desesperada: los años de estrechez y nulidad, que él había tenido por años de
sufrimiento y prueba, en realidad habían sido ricos y fructuosos; y ahora que
gozaba de un poco de felicidad, que había salido de la piratería del espíritu y
entrado en una justa legalidad y en la sociedad civil (tenía un cargo y una
reputación, mujer e hijos) ahora estaba exhausto y acabado. Fracaso y
descorazonamiento: era todo lo que le quedaba.
Gimió, apretó las manos ante los ojos y echó a andar por
la habitación como un animal acosado. Lo que pensó en aquellos precisos
instantes era tan terrible, que no pudo permanecer en el lugar donde le vino
aquel pensamiento. Se sentó en una silla junto a la pared, dejó caer sus manos
juntas entre las rodillas y miró tristemente los maderos del suelo.
La conciencia... ¡Qué gritos tan agudos profería su
conciencia! Había faltado, había pecado contra sí mismo durante todos aquellos
años, contra el delicado instrumento de su cuerpo. Los excesos de su ardor
juvenil, las noches pasadas en vela, los días entre el aire viciado por el humo
del tabaco, excesivamente preocupado del espíritu y despreocupado del cuerpo,
las borracheras con las que se estimulaba para trabajar..., todo, todo esto
tomaba ahora su desquite. Y puesto que todo se vengaba, quería él porfiar con
los dioses, que inculpaban e infligían luego el castigo. Había vivido como había
podido, no había tenido tiempo de ser juicioso, no había tenido tiempo de ser
prudente. Aquí, en este lugar del pecho, cuando respiraba, tosía, bostezaba,
este dolor siempre en el mismo punto, este pequeño aviso diabólico, punzante,
perforador, que no enmudecía desde que, cinco años atrás, en Erfurt, cogió
aquella fiebre catarral, aquella tuberculosis pulmonar abrasadora..., ¿qué
quería decir? En realidad, sabía muy bien lo que significaba... indiferente a lo
que el médico pudiese o quisiese decir. No había tenido tiempo para tratarse con
prudencia y miramiento, para economizar moralidad e indulgencia. Lo que quería
hacer, debía hacerlo inmediatamente, hoy mismo, con rapidez... ¿Moralidad? Pero,
¿cómo fue que precisamente el pecado, la entrega a lo nocivo y consuntivo le
pareciera, en último término, más moral que cualquier sabiduría y fría
continencia? ¡No, no era eso lo moral: el cultivo despreciable de la buena
conciencia, sino la lucha y la necesidad, la pasión y el dolor!
Dolor... ¡Cómo ensanchaba su pecho esta palabra! Se
desperezó, cruzó los brazos, y su mirada, bajo las cejas rojizas, muy juntas una
de la otra, se animó con una hermosa lamentación. No se era todavía desdichado,
no se era totalmente desdichado en tanto existía la posibilidad de dar un nombre
orgulloso y noble a su desdicha. Una cosa faltaba: ¡el valor necesario para dar
a su vida un nombre grande y hermoso! ¡No reducir la aflicción a aire viciado y
a estreñimiento! ¡Ser lo suficiente sano como para ser patético..., para poder
sobreponerse a lo corporal y no sentirlo! ¡Ser ingenuo sólo en eso, y sabio en
todo lo demás! Creer, poder creer en el dolor... Pero él creía realmente en el
dolor, tan intensamente, tan entrañablemente, que nada de lo que sucedía entre
dolores podía ser, a consecuencia de esta fe, ni inútil ni malo... Su mirada
vaciló por encima del manuscrito, y sus brazos se estrecharon con más fuerza
sobre el pecho... El talento mismo, ¿no era dolor? Y si el talento que estaba
allí, aquella obra fatal, le hacía sufrir, ¿no era, pues, que estaba en regla?,
¿no era ya casi una buena señal? El talento nunca había brotado todavía a
borbotones, y hasta que no lo hiciera, no surgiría realmente su recelo. Sólo
brotaba en ignorantes y aficionados, en los contentadizos e indoctos, que no
vivían bajo el apremio y la continencia del talento. Pues el talento, señoras y
señores que se sientan allá abajo en las plateas, el talento no es una cosa
fácil, juguetona, no es un poder sin más ni más. En sus raíces es necesidad, un
conocimiento crítico del ideal, una insaciabilidad, que no se labra su poder y
no se acrecienta sin pasar por el martirio. Y para los más grandes, para los más
insaciables, el talento es la disciplina más rigurosa. ¡Nada de lamentaciones!
¡Nada de vanaglorias! ¡Pensar humildemente, pacientemente, en todo lo que hay
que sufrir! Y si ni un solo día de la semana, ni una sola hora del día estaba
libre de sufrimiento.... ¿qué había que hacer? Menospreciar, desdeñar los
agobios y los trabajos, las exigencias, las molestias, las fatigas... ¡esto era
lo que hacía grande!
Se levantó, abrió la cajita y tomó rapé ávidamente; cruzó
las manos a la espalda y se puso a andar por la habitación con unos pasos tan
impetuosos, que las llamas de las velas oscilaron con la corriente de aire que
levantó... ¡Grandeza! ¡Conquista secular e inmortalidad del nombre! ¡Qué vale
toda la felicidad de lo eternamente desconocidos frente a este destino? ¡Ser
conocido..., conocido y amado por todos los pueblos de la tierra! ¡Charlen de
egoísmo, los que no saben de la dulzura de este sueño y de esta premura! Egoísta
es todo lo extraordinario en tanto sufre. ¡Tal vez ustedes mismos lo ven,
ustedes que no tienen ninguna misión, que les es tan fácil estar en el mundo! Y
la ambición habla: ¿ha de existir en vano el sufrimiento? ¡Él debe hacerme
grande...!
Las aletas de su nariz estaban distendidas, su mirada era
amenazadora y vaga. Su diestra había caído violenta y pesadamente en el revés de
la bata, mientras que la izquierda colgaba cerrada. En sus enjutas mejillas
había aparecido un rubor pasajero, una llamarada, emergida de la brasa de su
egoísmo de artista, de aquella pasión por su propio Yo, que ardía
inextinguiblemente en las profundidades de su ser. Conocía bien la embriaguez
secreta de esta pasión. A veces necesitaba sólo contemplar su mano para llenarse
de una dulzura exaltada por su propia persona, a cuyo servicio resolviera poner
todas las armas del talento y del arte que le habían sido dadas. Tenía derecho a
ello, nada era innoble. Pues, más profundo que este egoísmo anidaba en la
conciencia el saber que estaba consumiéndose e inmolándose enteramente, a pesar
de todo, al servicio de algo sublime, sin beneficio, ¡qué duda cabe!, pero
obligado por una necesidad. Y en esto radicaba su ansia de emulación: en que
nadie llegara a ser más grande que él, en que nadie sufriera más intensamente
que él por este ideal.
¡Nadie...! Seguía de pie, con la mano sobre los ojos y el
cuerpo vuelto un poco hacia un lado, evasivo, huidizo. Pero en su corazón sentía
ya el aguijón de este pensamiento inevitable, de este pensamiento hacia el otro,
el luminoso, el beatífico, el sensual, el divinamente inconsciente, aquel de
Weimar, al que quería con una amistad nostálgica... Y ahora de nuevo, como
siempre, en profundo desasosiego, con premura y porfía, sentía nacer en sí la
labor que seguía a estos pensamientos: afirmar y delimitar el propio ser y el
propio arte frente a los del otro... ¿Era, entonces, él el más grande? ¿En qué?
¿Por qué? ¿Habría un sangriento "a pesar de todo" si él vencía? ¿Sería incluso
su rendición una tragedia? Un dios, tal vez lo era..., un héroe, no. ¡Pero era
más fácil ser un dios que un héroe...! Más fácil... ¡Para el otro era más fácil!
Separar con mano sabia y afortunada el conocer y el crear: esto quería hacerlo
serenamente, sin congoja, de modo pletóricamente fructuoso. Pero, si el crear
era de dioses, el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, dios y héroe, aquel
que creaba conociendo!
La voluntad de lo difícil... ¿Podía tan sólo sospecharse
cuánta continencia, cuánto vencimiento de sí mismo le costaba una sola frase, un
simple pensamiento? Pues, en resumidas cuentas, era ignorante y poco ilustrado,
un soñador abúlico y delirante. Era más difícil escribir una carta de Julio que
componer la mejor de las escenas..., ¿y no era, también por esto, casi lo más
sublime...? Desde el primer impulso rítmico de arte interior hacia sustancia,
materia, posibilidad de efusión, hasta el pensamiento, la imagen, la palabra, la
línea..., ¡qué lucha!, ¡qué calvario! Milagros de anhelo eran sus obras: anhelo
de forma, figura, límite, corporeidad, anhelo de llegar más allá, al mundo
diáfano del otro, que, directamente y con boca divina, llamaba por su nombre a
las cosas, inundadas de sol.
Sin embargo, y a despecho de aquél, ¿dónde había un
artista, un poeta igual que él? ¿Quién creaba, como él, de la nada, de su propio
seno? ¿O había nacido en su alma una poesía que era como música, como arquetipo
puro del ser, mucho antes de que tomara prestados del mundo de las apariencias
el parecido y el ropaje? Historia, filosofía, pasión: medios y pretextos -nada
más que eso- para algo que poco tenía que ver con ellos, que tenía su patria en
profundidades arcanas. Palabras, ideas: sólo eran teclas que su arte creaba para
hacer vibrar una melodía secreta... ¿Se sabía esto? La gente buena lo aplaudía
por la fuerza de expresión con que él pulsaba esta o aquella cuerda. Y su
palabra predilecta, su énfasis postrero, la gran campana con la que llamaba al
alma a las fiestas más sublimes, seducía a muchos de ellos... Libertad...
Probablemente, él entendía por libertad ni más ni menos lo mismo que ellos,
cuando ellos se alborozaban. Libertad... ¿Qué significaba? ¿No sería un poco de
dignidad como ciudadanos ante los tronos de los príncipes? ¿Pueden imaginarse
todo lo que un espíritu se expone a decir con esta palabra? ¿Libertad de qué?
¿Libertad de qué, en último término? Tal vez, incluso de la felicidad, de la
felicidad humana, esta cadena de seda, esta carga suave y dulce...
Felicidad... Sus labios temblaban. Era como si su mirada
se volviera hacia dentro; y su rostro se hundió lentamente en las manos...
Estaba en el dormitorio. De la lámpara manaba una luz azulina, y la cortina
floreada ocultaba la ventana con sus quietos pliegues. Estaba de pie junto a la
cama, se inclinó sobre la dulce cabeza que se reclinaba en la almohada... Un
rizo negro se ensortijó en la mejilla, que brillaba con la palidez de las
perlas, y aquellos labios infantiles se abrieron en un sueño ligero... ¡Mi
mujer! ¡Querida! ¿Seguiste mi deseo y viniste a mí para ser mi felicidad? Eres
tú, ¡calla! ¡Y duerme! ¡No abras ahora estas pestañas dulces, de sombras
alargadas, para contemplarme tan grande y oscuro cual fui otras veces, cuando
preguntabas y me buscabas! ¡Dios mío, Dios mío, cuánto te amo! Sólo a veces no
puedo hallar mis sentimientos, porque a menudo estoy muy fatigado por el
sufrimiento y la lucha con la tarea que mi propio Yo me impone. Y no puedo ser
demasiado tuyo, no puedo ser enteramente feliz en ti, a causa de mi misión...
La besó, se separó del calor agradable de su somnolencia,
miró en torno a sí y se alejó. La campana le anunció cuán entrada era ya la
noche, pero era como si, a la vez, anunciara benévolamente el fin de una hora
penosa. Respiró, sus labios se cerraron con firmeza; echó a andar y empuñó la
pluma... ¡Nada de cavilaciones! ¡Era demasiado profundo para tener que andar con
cavilaciones! ¡No bajar al caos, o por lo menos no detenerse en él! Antes bien,
sacar del caos, que es la plenitud, a la luz del día todo lo que está dispuesto
y maduro para adquirir forma. No cavilar: ¡trabajar! Separar, suprimir,
configurar, acabar...
Y aquella obra de dolor se acabó. Tal vez no era buena,
pero se acabó. Y cuando estuvo acabada, he aquí que entonces también fue buena.
Y de su alma, cuajada de música y de idea, forcejearon por salir nuevas obras,
creaciones sonoras y rutilantes cuya forma divina permitía vislumbrar la patria
eterna, del mismo modo que en la concha marina silba el mar del que ha sido
extraída.
FIN
1 comentario:
QUE ABSOLUTA BELLEZA...SI
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