OBITUARIO DE SUEÑOS
1
Habíamos
pensado siendo todavía niños, que la muerte era un castigo que debía recibirse
como una dádiva, con toda deferencia y sin reparo, pero que ésta condición no
liberaba a ninguno de los que aquí se quedaban de sentir culpa por continuar
viviendo, mientras el muerto se marchaba para siempre a los lugares descritos
en esos viejos cuentos, que ni siquiera los adultos, sabíamos, tenían por
ciertos. Hablo de pensamientos, pero eran realmente sentimientos hechos de
profusas emociones que han sido urdidas, mejor, trenzadas, en todo lo ya para
entonces reconocido como inolvidable. Nos hemos sepultado unos a otros, algunos
sin aun yacer vamos por ahí muertos en vida... Acaso eso, con respecto a mí, es
menos una opinión y más un fundamento.
Inevitablemente, a veces, hemos de
reaparecer...
En un pasillo algo alejado de la nave central del mausoleo, a más de
diez metros del concurrido grupo, observo como suben hasta una cripta nueva los
despojos mortales de mi última tía, Beatriz, la hermana preferida de mi madre y
lo más semejante a una que pude haber tenido. Hace mucho tiempo me convertí en
un solitario, pero en este momento siento sobre mí la tortura intempestiva, el
vacío de quien lo ha perdido todo. Mientras la guardan en su nicho, tengo
tiempo para contemplar en los rostros conocidos los gestos de aquellos a los
que estoy unido por lazos de sangre: Algunos primos, que si algo me dijeran no
tendría el contenido más que “juiciosos sentidos”, nada de intercambios
creativos que nacieran de alguna diatriba, algo que hiciera fruncir el
entrecejo u oscurecer sin advertencia algún caminito poco recorrido del alma...
Las palabras como el dinero, han sufrido tal desgaste que no puede intentarse remediar
con ellas lo que se nos quedó irredento por los actos, y menos aspirar con su
presencia a descubrir la verdad, ese misterioso objeto que entre dormido ronda
el aire circundante de las cosas y acaso también reposa en la hondura ya fría
de nuestras huellas.
¿Estarás pensando lector, que preparo un secreto testimonio? ¿Piensas
que lentamente, entre palabra y palabra, te voy a inducir a un hallazgo del que
tú y yo luego obtengamos un indulto, aunque sea injusto pago por una deuda
jamás legítimamente contraída? ¿O acaso tragas saliva porque presientes la
vecindad de algo íntimo, una confidencia que no pudo revelarse, en la cual los
que infligieron el daño no se parezcan a ti, y los que aún están manchados
puedan redimirte en su baldada virtud, de tus triunfos malogrados, de tu
esencia marchita por otros, de tu profunda aunque invisible llaga?
Es lamentable. Unidos tú y yo por
semejante hilo tan delgado y ahora, merced a esto, envueltos en este mudo
celofán de tan contrahecha transparencia...
2
En los angostos peldaños que llevaban a la alta azotea, cientos de veces
golpeó en un eco entrecortado y disímil, el sonido corto, inconfundible, de su
nombre. Lo inquirían cinco veces más que a mí, acaso por su maniática erudición
pueril jamás inculcada, para satisfacer el llamado de ternura de los otros
hacia él, condición que además de ajena me pareció muchas veces sospechosa.
Iván también tenía ese don inexplicable de poder esconderse de los otros.
Hallar refugio, incluso en sitios insospechados, se convirtió para él en
ejercicio grato, como lo era para mí refugiarme a solas en la buhardilla,
jugando a detener el tiempo, en tanto tendía puentes con deshecho de fique o
cáñamo sobre carreteras de viruta, extendida a la fuerza, o en ocasiones,
fabricar aurigas con inservibles carreteles de colores, obras que cobraban vida
mágicamente en la descubierta azotea del cuarto piso. Nuestros rostros gemelos,
que constituyeron para nosotros una inquietante experiencia de observación, no
parecían ocasionar en los adultos más que la certeza sobre la evidencia de un
error en duplicado, especialmente para nuestros padres. Realmente ni Iván, ni
yo, sentimos la presencia calurosa de aquellos que nos trajeron al mundo. Las
distancias eran imponderables y absolutamente asombrosas, si estábamos por
ejemplo, en presencia de otros niños y de sus papás... Un cariño frío, frente
al que estaba fuera de lugar nuestra casi siempre tácita competencia, en el que
la comunicación más excelsa lo era, precisamente, por verse enmarcada en los
largos silencios que expresaban con pena nuestros ojos, fue la respuesta entre
nosotros al sentimiento de escaso valor y a la avara atención recibidos de
ellos en nuestra infancia.
Es costumbre en la mayoría de las familias que el triunfo de los hijos, se
torne misteriosamente en valor producido por los padres. Parece poder
reconvertir fríos y frustraciones, cicatrizados en el carácter volcándolos
nuevamente a su actitud de humildes progenitores, reyes y vasallos de los
sentimientos y las búsquedas infantiles, mejor dicho, cuidanderos y garantes de
la felicidad de sus pequeños.
Recuerdo
que cuando pasó todo, sentí que yo era el mismísimo demonio. En las noches de
culpa auto infligida reñía a gritos bajo las cobijas con el ángel de la guarda,
curiosa evidencia sobreviviente y esforzada de la catequesis elemental recibida
de adultos diferentes de nuestros padres. Lo instaba a explicarme personalmente
la ausencia de Iván, lo maldecía por no llegar a tiempo con su tan pregonado
afán volátil, que hubiera sido la única posibilidad de evitar que mi hermano
perdiera la vida. Mi hermano había nacido doce minutos después de mí, y ahora
se había ido con muchísima ventaja. Ni su ángel, ni el mío, tontos personajes
míticos de sospechoso perfil asexuado, y que no demostraron antes o luego algún
detalle que permitiera al menos, dudar de su inexistencia, iban a acudir al
borde de la escalera aquella mañana en que Iván, al bajar en frenética carrera
a avisarme que mamá se marcharía a escondidas nuestras, antes de lo convenido,
perdió pie en el veintidosavo escalón y cayó, sin lanzar un solo grito en el
vuelo hasta el suelo del patio, llevándose al final del descenso las sábanas
limpias y un mantel de flores. Quedó allí con su cuello partido, sin haber
protestado con el más fugaz reclamo, caprichosamente envuelto en una tela ornada,
como en el lecho de un gran vergel en el cual le habían movido de un sitio para
otro, sin atinar a donde ponerlo. Siete años gemelos, nunca más mi espejo
rostro confiando averiguar porqué siendo iguales, parecíamos dos charcas contiguas
y breves, de aceite y agua.
Yo no estaba en la azotea, ni en la buhardilla. Andaba desinflando un
viejo neumático, olvidado de todos como me gustaba, dueño por un rato del frío
misterioso del desordenado garaje. No pude advertir las carreras de todos, ni
pude vislumbrar sobre el piso del patio el pacífico rostro de la muerte, posado
casi distraídamente encima de la faz de mí hermano, la mía propia...
Fue mi primer sepelio, mi primera involución, mi única gran pérdida.
Todos pensaron que mi silencio administraba el embargo de una enorme culpa y lo
creían un pobre pago por su muerte, pero dentro de mí no ignoraba que los
verdaderos responsables, no de su muerte solamente sino de todos los dolores
vividos y por vivir, eran nuestros padres. Iván y yo no tuvimos conciencia de
ser valiosos, no nos habían obsequiado el vigor que todos los niños reciben,
esa fuerza que brilla y que se forja entre besos y palabras animosas, repetidas
fervorosamente, una y otra vez.
Me enviaron a vivir con la abuela y luego a los doce años, ingresé a un
internado. Ya era un adulto para entonces, y mi silencio y seriedad me
apartaban mecánicamente de aquellos que tenían mi edad. Desde entonces, mi
presencia fue para mis padres un evento tan extraordinario como para mí, y
compartimos la naturaleza forzada demostrando conductas diferentes: Mis padres
nunca volvieron a hablarme, se valían de la servidumbre casi siempre para
comunicarme lo que querían. Ni en el día de la muerte de la abuela, ni en el de
mi graduación – a la que ni siquiera asistieron -, ni esa otra vez, que fue a
la postre la última oportunidad para disminuir la distancia abrumadora,
alimentada durante tanto tiempo.
No hay nadie aquí, lector, realmente, que pueda alivianar tus culpas. La
tragedia referida es pasada, absolutamente privada, y los protagonistas ya han
fallecido...Nada puede ofrecerte tan corto espejismo, en lo encumbrado y
cuidadoso que tenga, que le pueda devolver algún perdido trozo a tu frágil
humanidad lastrada, agraviada por una ofensa lamentable que yo ignoro pero en
la que tú seguro has de haber sido tanto verdugo como víctima. Tampoco yo, al
escribir, experimento alguna reparación: el tiempo enigmático ha cortado todo
con un mismo tajo, y un matiz de gris otoñal rocía escarcha ahora sobre los
recuerdos, las ilusiones frustradas, la usura innegable de las búsquedas
inútiles.
3
Aquella
oportunidad...
Quizá
toda una vida puede uno ir vagando por ahí a la captura de un solo instante,
sin conceder que el trámite de todos los momentos se ciñe en un tenso
recorrido, de cuya dirección y verdadero sentido nos percatamos como intérpretes
y angustiados cartomantes, medio ebrios, en la inesperada y nunca planeada
lectura de los azares sufridos, la cual suele estar inscrita en ocasiones
ufanas y sencillas. Y no solo eso: de repente comprendemos que toda una vida
puede ser redimida en un abyecto, corto, y a la postre, torpe segundo, como
aquel, que de seguro muchos han conservado en su propio álbum de recuerdos. Entonces,
en este punto y hora, todos abríamos de comprender que somos nada más briznas
de paja reseca, pelillos de diente de león en un largo y desventajoso éxodo que
en virtud del viento y de la topografía vamos de un asombro para otro por
viajar tan alto. E ignorando con pavoneos los errores ante el rumbo dispuesto,
cuando por suerte vemos que adelantamos una pulgada más hacia un incierto
destino.
En
ese labrado yeso de anticuados bajorrelieves que decoraba el dintel de la
puerta del comedor casi monástico, se pasearon mucha miradas al llegar, sin
verlo realmente. Solo eran conductas estimadas. En ese día estábamos todos
reunidos esperándolo, a él, al dueño del apellido, y esa aguardada señal que
sus siempre impertérritos rostros tuvieran que admitir como válida y ecuánime,
simplemente no apareció. Después de los años, estoy seguro que todos en aquel
recibimiento para mi padre, quien lucía rejuvenecido luego de recibir una
condecoración en Flandes, orgullo sólo ostentado por él a todo lo largo y ancho
de catorce generaciones de nuestra familia, sabíamos que era aquel el momento
culminante, el punto decisivo, el último paso del río desde el cual podría ver
para atrás antes de despeñarse en el abismo de no poder ser sino el que era. No
habría otro instante de tan definitiva reciprocidad y con tan noble origen para
intentar dirimir los arduamente cuestionados ardides del tiempo, que tan
efectivamente nos había separado. No habría como contestar con presteza un
nuevo examen que al final anunciara el sobreseimiento de las antiguas penas,
convertidas ya por el uso excesivo en preciadas posesiones.
El abrazo de la madre, la palabra recia y amorosa del padre escuchándose
casi ellas mismas dentro del alma, ofrendando un ahogo largamente aguantado, gestos
que tuvieron vida muchos años en el subsuelo del rostro, voces que no fueron
moduladas y yacen en un esquizofrénico montón, encajado entre las falsas y las
ciertas costillas, pugnando por romperse y desaparecer contra los tejidos del
corazón ya partido en mil pedazos, otras mil veces, sin poder repararse a
fuerza de autocompasión. Ni ella, y él mucho menos, que era agasajado por sus
tibios admiradores de siempre, pudieron esconder que sabían de aquel momento,
el último paso posible sobre el peligroso río. Cuando me acercaba para
congraciarlo, mi padre se interrumpió abruptamente olvidando cubrir el
micrófono con sus manos para no enterar a todo el auditorio de un asunto
familiar. Pronunció en un tono bajo pero absolutamente audible “ni siquiera lo
intentes”, sorprendiéndose de escuchar sus palabras simultáneamente con los
asistentes. Todos escuchamos. Hubo tristeza en sus rostros. Debo reconocer ese
tácito apoyo.
No puedo más que nutrir esta desazón ¿Por qué no forcé aquel episodio?
¿Por qué no le hice sentir más que frío, miedo de ser responsable, angustia de
no tener que decir después de siglos de avaro silencio?
¿Por qué no me lancé sobre mamá y le pedí perdón a gritos, perdón,
aunque solo fuera para salvarlos?
4
Viví,
estos últimos tres años. Recibí el aliento cálido de un suave y misterioso
ángel de la guarda al que hoy dimos sepultura. Estos mágicos seres, que
realmente no pueden volar, están distribuidos por el mundo, lo sé, perviví a la
sombra de uno cuando quedé sin ventaja suficiente, cuando comprendí que yo era
el egoísta, el ciego repartidor de culpas nunca diestramente otorgadas, acaso
siniestras. Ella, la finada, permaneció junto a mí desde aquella ocasión en que
mi padre musitó su advertencia ante el micrófono, que estaba allí dispuesto
para amplificar sus palabras de agradecimiento por el agasajo.
Mis
padres no concluyeron un vuelo. Murieron, estoy seguro, tomados de las manos...
Imagino esto y me tranquilizo mucho. Mi tía Beatriz descorrió el visillo entre
el elocuente pasado y los otros instantes que lograron emerger hasta mis manos,
tan análogos a nobles mandarines de un viejo ejército que desconoce que hace
allí en el centro de cualquier sitio, en medio de una época extraviada, igual
que soldados que ignoran que causa defienden, en nombre de la querella de cual
rey aguardan a un enemigo entre la estepa y la nada.
Ahora
me toca a mí, lentamente abrir esta puerta. No sé dónde esté esperando mi
siguiente punto de encuentro, o si lo habrá. A nado, en esta zona oscura del
brillante océano de mis recuerdos transeúntes, me dejo mirar a babor, luego a
estribor, y creo entreverte lector desconocido, comenzando a librarte del juego
de nudos de este corto enlace. Mientras dirimo con un adiós la última cláusula,
un abrazo nuevamente tardío, inexpresivo e incompartido permanece amarrado de
mis brazos, y solo atino en la oscuridad a romper aquella última fotografía de
mi infancia, a modo de simbólica despedida para todos los que se quedan.
FIN
2 comentarios:
Muy hermoso.Hay un dolor que siempre es dolor compartido y que supera los propios problemas. Hay un dolor universal y único, a la vez.Y siempre hay seres que con su amor salvan a otros.
Mi enhorabuena por este texto,por esta vivencia.
Un abrazo.
Con cuánto agrado veo las señas de tu lectura sincera, pasando por mis dolores antiguos y curados, tu aliento de madreselva...Gracias inmensas, Pilar Alberdi...Siempre bienvenida...!!
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