I
La bicicleta
negra esperaba, contra el muro construido hace diez siglos, y la lluvia le caía
en forma firme, logrando sacar sonidos pequeños, que serían audibles para
alguien que se hallara cerca. Eran ya seis horas de llover sin pausa, y ese
lugar de la vieja ciudad de Reims, hacía rato lucía de un solo color, un sombrío
pardo mojado que lo oculta todo, cicatrices, moho, retales de perdido origen
que ni siquiera sus dueños reconocerían, a estas horas. Hace mucho tiempo esta
ciudad lo cuenta si te quedas quieto, pero hoy llueve de una forma que si
alguien lo hiciera quedaría hecho una sopa.
Por la vieja
cuadra que ni un poco de iluminación tiene a su haber, dos sombras se recortan
contra la bruma y el agua que cae. Vienen discutiendo pero lo hacen en voz
baja, como si temieran que otros, ajenos a ellos, se enteraran. Repentinamente,
uno de ellos hala al otro por la manga y éste deja caer ante el forzado embate,
una bolsa mediana al suelo. Cuando ambos se detienen en su aparente disputa,
para alcanzar la talega, que ha comenzado a mojarse, una tercera presencia hace
su entrada, desde la cuadra del frente, que ninguno de los dos observa. Es un hombre, vasto, mal
vestido y muy bajo, diríase casi enano. En mitad de la calle, se detiene, saca
algo de su chaqueta, algo que brilla cuando recibe la poca luz que se refracta
entre tanta lluvia que cae, algo que pone delante de sí. Es un arma de fuego,
que escupe sus proyectiles, una, dos, tres, cuatro veces. Los dos que pugnaban
por hacerse con el paquete, yacen ahora completamente quietos, ocultando la bolsa
bajo sus cuerpos, de los que mana sangre, roja, caliente, abundante, la cual se
mezcla sin esfuerzo con el agua que corre sobre la acera.
El hombre bajo
se acerca a los cadáveres. Sin ningún respeto voltea los cuerpos hasta hacerse
de la bolsa, que es del tamaño de una libreta de notas, y tan gruesa como una
biblia de clérigo, de esas con las que se dicta clase de religión en los
colegios. La levanta, observándola, como urgido de comprobar si no acaba de asesinar
a dos extraños por nada. Abre la cremallera, mete su mano derecha, si, esa que
acaba de tirar del gatillo del arma que ahora está oculta en su saco oscuro,
comprueba que todo está bajo control, se acerca de nuevo, le quita el reloj de
pulsera a uno de los occisos, se lo coloca en la muñeca de su mano derecha.
Como si debiera parecer un robo. Revisa la hora, casi las 12 de este martes de
junio, en la ciudad sitiada, llena de resistentes y de nazis, que hoy
simplemente no se ven por sitio alguno…
A lo lejos se
recorta la silueta de la Catedral, que ante muchos es simplemente un edificio
más, aunque otros se hayan refugiado en sus religiosos fundamentos para dictar
desde allí, el condumio de religión y estado, que hoy no tuvo nada que ver, que
librar o defender, en este encuentro de tres que gano uno, para llevarse una pequeña
bolsa de mano.
La monja
desaliñada apareció por la puerta secundaria, que daba a la cocina del edificio
auxiliar, sede antiguamente del colegio de las carmelitas, y se liberó del
humedecido pañolón, parecido al de las viudas de Madrid, que suele verse en las
procesiones de Semana Santa y a las salidas de las corridas de toros. Era una
mujer fea y diminuta, con un ceño al parecer permanente en su rostro campesino.
Sacó de su pechera unos pequeños lentes, se los puso ante los ojos sin
calzárselos bien de las orejas, solamente para ver los anuncios que estaban
pegados de un cartel de corcho, igual que las noticias de las comidas en los refectorios…-Recuerden
dejar en orden el oratorio, es como un brazo del cuerpo de nuestro señor-, -Las
misas de esta semana se correrán una hora, para permitir a la hermana superiora
hacer las visitas a los enfermos-…Estaban escritos de manera pulida, con la letra
de su amiga de tantos años, y ella podía casi escuchar la mismísima voz de
Cleo, la hermana comunicadora, con su frágil figura, que sin pretender ser especial
pero siéndolo, informa cada cosa que pasa. Verdad que sin ella todas andarían
de arriba para abajo, sin saber a qué hora tiene lugar lo que deben saber…
Cruzó el
pasillo que casi siempre estaba en penumbra, por carecer de ventanas en su
recorrido, y llegó al comedor, donde no había nadie por lo avanzado de la hora.
Entró, y al mirar dentro de la alacena se dio cuenta que estaba hambrienta. Se
preparó un emparedado, con dos carnes, tomate y lechuga, al que le esparció
abundante mayonesa. Era una satisfacción que rara vez se prodigaba, por eso hoy
se la concedió, algo había de premio en sentarse a comer a una hora tan
avanzada, con la ropa húmeda, tras soportar el chaparrón que había caído por
toda la ciudad durante varias horas. Decidió en ese instante no empezar a pensar
en lo que había pasado, era mejor para el ánimo y para su labor dentro de la
Abadía, no comenzar a recordar esas imágenes, evidencia de aquel esfuerzo que
había decidido llevar a cabo en nombre de la libertad. La libertad de ellos, de
los niños y ancianos, de las mujeres, que no sabían siquiera la forma de
defenderse de aquellos que habían elegido por compañeros, menos podría de los
otros hombres que suelen comportarse como bestias…
Pero, desear
no pensar y hacerlo era con mucho, la misma infame cosa. No pudo despegar ese
ruido inmenso y el eco retumbando calle abajo, por toda la ribera del río, de
sus muy tiernos oídos educados con las notas de Bach desde los lejanos días del
hospicio. No podía, aunque lo quisiera con todas sus fuerzas dejar de observar
a esos sujetos cayendo pesadamente contra el suelo, esos que solo unos segundos
antes peleaban el uno con el otro, cayendo como dos molinos gigantes,
agarrándose involuntariamente el uno con el otro. La sangre, corriendo por sobre la acera
mojada, ocupando los defectos de la superficie franqueada hacía horas por el
agua, todo estaba tan húmedo, incluso la tez maquillada de su propia cara…No
alcanzaron a verla, ni siquiera los sucios gatos del río andaban por allí, pues
la lluvia alejaba hasta la más férrea de las pobrezas, hacía que cualquier
madriguera se sintiera como la más acogedora de las casas, por eso y no por
más, la calle estaba vacía cuando disparó sobre los dos hombres, y se llevó el
paquete que los traía peleándose desde antes de que por su mano los sorprendiera
la muerte…
La hermana se
quitó la bufanda. Luego dejó libre el hábito carmelita que constituía el mejor
y más gravoso de los disfraces, y lentamente se resignó a que apareciera el
atuendo oscuro y masculino del asesino, ese hombre enjuto y de baja estatura
del que sólo ella sabía su nombre verdadero y genuina apariencia, ésta, la
figura sencilla y trabajadora, aparentemente sumisa y avejentada, de nombre Constance
Lampeducci, hermana de la orden desde los catorce años, hace ya treinta largos
y pacientes…Tomó el atuendo, que de todas formas le quedaba un poco ancho, pues
era originalmente utilizado por un antiguo jardinero más grande que ella, y las
guardó, pues al amanecer debía colgarlas de cualquier alambre para que el sol
acabara de secarlas…Fue hasta la puerta y puso el pestillo. Extrajo de la
pequeña cubierta la bolsa con cierre, lo abrió y sacó una por una las hojas de
material criptografiado, que aquellos dos agentes enemigos cuidaban con su vida,
pues era clara su importancia ya que tenía esa roja esvástica grabada con hilo
negro y dorado en la bolsa, señal de que pertenecía el cuerpo nazi…
Era un listado
de 114 nombres, con direcciones y algunos teléfonos, de colaboradores franceses
de los nazis, más de la mitad tenían escritos al lado los encargos a los que
habían accedido, sus responsabilidades y el monto de la paga, que les había
sido prometido. Había algunos nombres de clara ascendencia judía, lo cual
dejaba muy mal parados a unos y a otros, desde luego toda lucha que se lleve a
cabo en tierra extranjera ya de por sí está viciada de forma. Esta guerra era
un asunto vil, no lo sabría ella que ha terminado siendo una herramienta de
muerte.
La hermana Constance
se acostó, después de guardar nuevamente los papeles que había logrado obtener.
No podía conciliar el sueño y sabía por qué. Lloró un poco lo indigno de su
suerte, después oró pidiendo perdón y luz para el día siguiente. Con esto se
tranquilizó un poco, y el llegar la calma, simplemente sucumbió al cansancio y
se quedó profundamente dormida.
II
Pascual revisó
su arsenal, que consistía en una pistola Luger, calibre 9 mm, que había
sustraído del cadáver de un oficial alemán, al que diera de baja en noviembre
pasado, cuando ya habían transcurrido más de ocho meses de la ocupación. El
arma tenía un hermoso diseño, siempre le había gustado, y además llevaba
grabado un nombre, probablemente el de su dueño, Ludwig, y en el ojo de la g tenía
magníficamente instalado un pequeño diamante, lo que dejaba entrever el gusto
de aquel oficial por las joyas, las cosas valiosas, que seguramente asociaba
indefectiblemente con la muerte. Acaso igual que él mismo lo hacía, en este
trance de su vida ligaba su bien más
preciado, la libertad, con la posibilidad de morir. Fuera la suya o la de
tantos como alcanzara en su batalla personal, realmente no importaba, la misión
era sacar a los nazis de su patria a como diera lugar.
Comenzó a
desarmar el arma de fuego pieza por pieza. Primero, desaseguró el pestillo de
seguridad, luego sacó la peineta de ocho proyectiles extrayendo la recámara y
sacando de su sitio el proyectil alojado allí. Apreció nuevamente el mecanismo
interno de retroceso, que la Parabellum
exhibía, famoso entre quienes apreciaban el diseño de máquinas y herramientas,
sirvieran para lo que fuese. Sacó su trapo de felpa fina, ya curtido por las
numerosas veces de usarlo y le vertió un poco de lubricante, del mismo que
usaba en su moto. Recordó que la felpa
era de una de las cortinas de su madre, que había caído defendiendo la hermosa
casa heredada de su padre, a las afueras de Reims, donde los primeros oficiales
nazis que llegaron se establecieron al enamorarse de su construcción exquisita,
sus viñedos y de la belleza del paisaje. Esa era la comprobación de que
personas abyectas y personas buenas, pueden tener sentimientos semejantes por
las mismas cosas.
Terminó de
limpiar su herramienta de trabajo, eso era su pistola en esta época aciaga. En
tiempos de paz, ni siquiera se le habría ocurrido tener una de éstas, o
cualquier otro instrumento de muerte, puesto que su espíritu estaba dispuesto
naturalmente para la vida. Mas, por eso mismo había terminado en este rol de
secreta disposición y puesta en escena, por su amor a la libertad, a la belleza
y a la vida. Había pasado de ser maestro y tenedor de una pequeña librería, a
ser un agente de la resistencia, donde tenía ya el nivel de capitán, ganado por
su arrojo y gran dominio de las circunstancias, y porque prefería llevar a cabo
las misiones más peligrosas que encargarlas a sus subalternos, generalmente con
menos experiencia que él mismo en la tarea de pelear como guerrilleros,
emboscando, haciendo de explosivistas, asesinando alemanes. Ese país antiguamente
era competencia del suyo en economía, deportes y filosofía. Enemigos a muerte
en el día a día de este 1943 y los siguientes…A un año de haberse consolidado
el proyecto de la resistencia Combatiente, con todas las cartas echadas y las
fuerzas unidas y organizadas, acordando con los Aliados cada objetivo, misión y
método, su trabajo se había logrado estructurar, con un equipo solvente y
acucioso, buenas armas, y planes de trabajo ordenados y bien ejecutados.
Realmente, él
llevaba la Luger por un motivo absolutamente personal. Este era, que iba matar
alemanes con esa arma, y cuando terminara de matarlos, cuando se acabara la
guerra y se marcharan los pocos que lograran sobrevivir, regalaría el arma al
Museo de Guerra, que contaría cómo esa herramienta de muerte se había constituido en un instrumento para
recuperar su libertad, ese derecho consagrado hacía mucho, puesto en duda por
este avatar continental, guiado por un oficial medio sordomudo, lleno de vicios
y malos hábitos, llamado Adolfo Hitler.
Pascual
terminó su tarea, armó nuevamente el arma, le puso el cargador y la aseguró.
Recordó los dos últimos cadáveres que su sencillo accionar, sumado a su excelsa
puntería, habían dejado yertos como trozos de árbol, sus caras blancas,
pulidas, de pelo claro, y el agujero en ambas a la altura de la frente, como
conspicuo gesto de agradecimiento por haber acudido a la cita, sin objetar
nada, solo aceptando la expiración como justa dádiva por lo hecho y también por
lo dejado de hacer. Por eso en su funda era un instrumento inofensivo, justo
como lo son los pensamientos: por más violentos que sean, cualquier rostro
protegido de una amplia sonrisa puede ocultarlos sin ningún esfuerzo. Apretó el
sujetador de acero algo oxidado contra su espalda, ocultando el arma de cualquier
mirada curiosa, pero dejándola al alcance de su mano derecha, para traerla
rápidamente a la escena si era necesario. El tantas veces practicado gesto de
prestidigitador, hacía de su confianza un hecho simple y sin importancia, salvo
cuando narraba a otros más jóvenes, situaciones reales ya pasadas. Allí podía
apreciarse que ninguno de los sobrevivientes en esta guerra, lo era por
carencias del enemigo, sino por las prestezas aprendidas una y otra vez, todos
los días, solamente para llegar al momento de la verdad, en mejor forma que el
adversario, más conspicuo, elemental y animal, con más deseo de salir del tajo.
Pascual tomó
su bolso de cuero, metió medio pan, el pote de café con leche frío, ese sería
su almuerzo. Supo al darle una última mirada, que su hambre sería poca, que
otra vez debería esperar el hambre de mañana, una en que no haga falta soñar
con preservar la vida de las balas…
III
La hermana
Constance abrió los ojos, y recordó vagamente haber tenido cruentas pesadillas.
Se retiró con dificultad unas lagañas incoloras pero secas, y meditó en el
trabajo de Dios que le correspondía llevar a cabo, fundamentalmente por no ser
una bella religiosa, por ser baja casi enana, por tener conocimientos
especiales –léase manejar armas de fuego con excelsa destreza- y por no tener
ningún pariente en este mundo, es decir por ser huérfana de afectos carnales, y
no tener a alguien que la llore o le impida hacer cosas de tan escaso fundamento.
Es, como dicen en la milicia, pura carne de cañón. Hoy debe llevar el paquete
que obtuvo anoche, fuera de Reims, cerca al frente, debe tomar su motocicleta
con sidecar y recorrer casi doscientas millas, cuatro pueblos, seis comarcas,
para llegar al final a un lugar donde se haga la entrega. Allí, un capitán amigo le recibirá el material para
ponerlo en manos, inmediatamente del criptógrafo, para poder averiguar el todo
y la parte. Ella sabe perfectamente, lo importante que es poder tener al día la
lista de los colaboradores franceses, esos que mezclados entre la población
están ayudando a que perdamos esta guerra, ayudando a los nazis a quedarse con
Europa. Al final del día deberá estar aquí, en esta misma cama, sentada,
haciendo un cotejo de lo llevado a cabo, del avance gigantesco de llegar
latiendo el corazón a casa…
Se puso de
pie, determinada, se quitó la bata, y entró a la ducha, dejando caer sobre su
cuerpo pequeño un agua tan gélida que la estremeció hasta la médula. Salió. Se
colocó los ropajes completos, propios de su orden sobre unos calzoncillos de
atleta, fuertes, que le resguardaban el trasero del largo recorrido que haría
sentada en la máquina. Escondió su arma entre la pretina de esa fuerte
pantaleta propia de un luchador, o de un corredor, que precisa tener los
genitales quietos en su sitio. Al llegar al comedor, solo encuentra a dos
novicias hablando en voz muy baja en medio de algunas risitas. La saludan y
luego se marchan a sus oficios. Come algo de carne y fruta, y un poco de leche
de cabra, no quiere que el estómago le salte por estar repleto, solo con
contener el miedo en él ya será suficiente. Termina allí y baja hasta el
taller, donde cubierta por una lona color café, está la Triumph que perteneció al
arzobispado, y que le fue heredada a la Abadía desde hacía ya diez años, para
llevar comida y medicinas a campesinos pobres, gente que no puede ni siquiera
venir desde sus casas, para recibir la ayuda. La limpió. Revisó ambos frenos y
luego encendió el motor para permitir que calentara antes de partir. Cargó en
el sidecar el bulto con las medicinas y el material de colegio, para los niños
que estudian. Habla bien de una nación en guerra que sus escuelas sigan
funcionando, pensó Constance. Luego, ocultó debajo del tanque, en un adminículo
diseñado para esconder documentos, la
libreta que había capturado, esa que traían los oficiales alemanes que murieron
vestidos de civil, mientras jugaban a que se peleaban en una calle de una
ciudad tomada, vaya olvido para alguien que sabe que no tiene la vida comprada…
Constance se
persignó ante la proximidad de tan doloroso recuerdo, empujo los hábitos sobre
la motocicleta, se colocó el casco de aviador y las gafas para proteger sus
ojos del viento, y arrancó, haciendo un ruido que se escuchó en todo el
convento.
En la ventana
norte, otra religiosa de mayor rango y edad de la que ahora salía por el
portón, hizo hacia ella en el aire la señal de la cruz, enviándole todos los
ángeles protectores para que la cuidaran en la labor comprometida que había emprendido,
un día hacía tiempo en que decidió hacer parte de la Resistencia y ayudar a liberar
a una patria perdida, aunque eso significara después enfrentar el juicio eterno
por haber ejercido violencia contra otro semejante…Te dispenso, Constance, yo
te dispenso, pensó la Madre Superiora. Que semejantes van a ser de nosotros
estos sátrapas, que nos robaron hasta el propio deseo de seguir viviendo.
IV
La moto avanza
de regreso, son las cuatro y pico de la tarde. Constance ha entregado sus
encargos, sus tente en pie para pobres de espíritu y enfermos del cuerpo, y
viene de regreso raudamente para cumplir la cita con su enlace, más acá de la
mitad del camino, a la salida de Fismes, en donde estará –en ese último puente
que deja ver la fastuosa campiña-, un hombre al que no conoce, que hace su
labor de enlace para esta salvación que aún se
tarda. A él debe entregar ese pequeño encargo que lleva todo el día
escondido bajo el tanque, envuelto en un listón de pana gastada, y tras hacerlo
viajará más liviana, con el apuro natural que tiene quien quiere ya llegar a
casa, a la seguridad de un techo y un ambiente conocido, de una comida caliente
y el saludo alegre de rostros amigos.
Repentinamente, el motor de la Triumph carraspea un poco y la hermana se llena de pánico, al pensar que no llegara a la cita pactada. Cada quien piensa para sus adentros que el papel que le toca es el más importante, el que sostiene toda la plataforma, por el que los demás podrán conservar un día más la vida. Si no llega a tiempo, el enlace simplemente se marchará y será absolutamente responsable de todo lo que pase en adelante…O lo que no pase. Pero, es una falsa alarma, el tanque va bien lleno, y cuando llegara a Reims, todavía quedará casi la mitad para emprender nuevamente el trabajo de buen mensajero con medicinas y alimentos para los desfavorecidos.
Repentinamente, el motor de la Triumph carraspea un poco y la hermana se llena de pánico, al pensar que no llegara a la cita pactada. Cada quien piensa para sus adentros que el papel que le toca es el más importante, el que sostiene toda la plataforma, por el que los demás podrán conservar un día más la vida. Si no llega a tiempo, el enlace simplemente se marchará y será absolutamente responsable de todo lo que pase en adelante…O lo que no pase. Pero, es una falsa alarma, el tanque va bien lleno, y cuando llegara a Reims, todavía quedará casi la mitad para emprender nuevamente el trabajo de buen mensajero con medicinas y alimentos para los desfavorecidos.
Vislumbra la entrada
a Fismes, y su corazón da un bote, por saber que podrá efectuar la entrega como
fue su compromiso, así de firme es su responsabilidad que de solo pensar en no
cumplir todo su cuerpo tiembla. Las religiosas elevadas a Dios con serena abnegación
solo tienen poder para medir el tamaño de su satisfacción, cuando entregan todo
el sacrificio de que son capaces, así la cota del sufrimiento sea lo último de
que tengan conciencia. Estaba más oscuro de lo que esperaba pero eso no sería
obstáculo para llegar a tiempo. Cuando vio el puente nuevamente sintió, que las
cosas no marchaban bien. Era la clásica presión en la boca del estómago,
impidiendo su respiración, elevando la presión arterial, produciendo sudor que
bajaba por su frente hasta las cejas y los párpados. Al voltear por una de las
calles, que parecía más un callejón digno de estar de cabo a rabo en un museo,
vio exactamente lo que nadie en su posición desearía encontrar a sesenta metros
y acelerando, sin bajarle a la Triumph. Una patrulla alemana de unos veinticinco soldados
al mando probablemente de un capitán, había colocado un retén a la salida de
poblado, exactamente en el puente donde ella debía disminuir la velocidad,
detenerse por un momento, y entregar a su enlace el pequeño paquete.
Constance no
podía pensar, solo veía la mano en alto del oficial nazi, que en forma autoritaria
le exigía que se detuviera para una inspección. Comenzó a disminuir la
velocidad, pensando que solamente la Santísima Trinidad podría indicarle que
hacer, mostrarle el camino para salir de este atolladero, y llegar a Reims
viva. Se detuvo. El oficial le indicó que se bajara de la motocicleta, mientras
ella, siguiendo las indicaciones de sus superiores, mostraba con sus gestos que
no entendía el idioma, algo que era absolutamente falso, pues el alemán era su segunda
lengua por la formación desde el hospicio. Constance miraba con el rabillo del
ojo, en que iba la revisión de su vehículo, pues si hallaran el encargo sería
suficiente motivo para que la ajusticiaran allí mismo. Como si estuviera
escuchando sus preocupados pensamientos, un soldado extrajo de abajo del tanque
el paquete que la monja debía hacer llegar a los Partisanos de la zona.
La mujer tragó
saliva, sintiendo la cercanía de la muerte. En ese mismo instante, un brazo
poderoso del infierno se deshizo sobre el lugar, abrazando con su ruido y ruina
mortales, a todos los que estaban allí, excepto a ella. Los soldados iban
cayendo, como si fueran muñequitos de Navidad siguiendo un guión previamente
aceptado. Constance cerró los ojos para esperar la muerte, nadie en medio de
esa extraordinaria carnicería podría salir ileso. El hábito carmelita
simplemente volaba alrededor de su cuerpo, mientras uno por uno todos los que
conformaban el retén alemán cayeron muertos.
Cuando cesó el
ruido, Constance abrió nuevamente los ojos, y por un instante tuvo la inmensa
epifanía de que había sido el fuego de San Rafael y sus querubines, el que la
había librado de un desenlace cruento en mitad del suceso, no podía deducir que
hacían allí los alemanes, si fue por una orden imprevista, o debido a que plan,
que seguro no estaba descrito en ningún cronograma. Repentinamente escuchó en francés,
la interrogación definitiva. Ese ¿está bien? era seguramente la más bella
pregunta que nadie nunca le había hecho jamás en la vida…Constance cayó
pesadamente sobre sus rodillas, ensuciando el hábito, se quitó el casco y las
gafas de protección para poder secarse las lágrimas, que habían empezado a
brotar espontáneamente ante la presencia cercana de la muerte. El rostro de su
enlace apareció, con los demás soldados de la resistencia, en un número cercano
a veinte. Él la tomó de la cabeza y la abrazo contra el pecho, como si fuera su
hermano, como si fuera su padre…como si se tratara de su amante.
Constance se
sentó, para escuchar del propio Pascual, que así se llamaba su enlace, como
ella había servido de señuelo sin saberlo, en esta misión que perseguía
realmente terminar con Fritz Gunthër Verendhofg, el capitán que comandaba ese
grupo de soldados, oficial que había diezmado a las fuerzas de la Resistencia,
y que desde su llegada a Reims proveniente de Paris, se constituyera en un
importante objetivo militar. La hermana realmente no entendía muy bien, como
estos hombres podían coordinar semejante operación, sin que nadie los viera,
sin más herramienta que la presunción sobre la fuerza y herramientas del
enemigo. Al sospechar que los alemanes presumirían toda la maniobra de Constance,
que además ya recelaban del encuentro con un enlace a la altura del puente a la
salida de Fismes, pero que no podían conjeturar que todo era una trampa basada
en el poder de la inteligencia alemana, y ante todo, planeando una celada en la
que ellos pensaban no podrían hacer, se produjo esta acción, bautizada con el
analógico término de Operación Llamarada, lo que a la hermana Constance Lampeducci,
le lució completamente atinado y de gran poder, en lo tocante a la propaganda.
Pidió continuar con su trabajo, lo que fue aceptado, pero con la lógica
dispensa de un merecido descanso por su importante papel en la operación.
Pascual
regresó a Reims al día siguiente. Se la había pasado evocando la fortaleza y
capacidad de la mujer que había conocido, la querida hermana Constance. De tan
baja estatura, con unos ojos tan limpios, casi infantiles, y una fuerza
inusitada que se veía en sus manos y su rostro. Tenía presa en su mente esa
imagen, la monja de pie, mientras ese cuerpo de francotiradores de la
Resistencia disparaba desde ocho lugares distintos al grupo de alemanes, que apenas
sospechaban del encuentro entre dos personas francesas, que harían parte de un
grupo de renegados a los que debían cazar y dar muerte. Constance allí quieta,
absolutamente confiada en la razón de su destino, y en cualquier acontecimiento
que de él se derivara…Como lo había predicho ante sus propios compañeros, ella
no se movería, pasara lo que pasara. En cambio ellos, los nazis, ellos si
llegarían pensando otra vez que la historia estaba de su lado, confiados en que
Francia y Europa les pertenecía, en la fe de que su guerra, la que libraban, está
ganada de antemano.
Hay hábitos
que liberan y hábitos que matan…
JOSÉ
IGNACIO RESTREPO
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2 comentarios:
Genial!!! qué puedo decir cercano a la verdad, genial, una monja medio enana en sidecar y el encaje perfecto en una historia que de tan conocida no deja ser siempre misteriosa y embrujadora... eres genial, en verso o prosa es tuya la palabra, desde siempre.
Cuánta alegría me causa tu llegada, Carmen, y el criterio por el cuento, que me llena el alma...Un retozo ennegrecido entre el humo de la Triumph, acalorado de sentir a Constance, a Pacual, te envío esta misiva que establece mi renuencia por toda guerra pero mi inmenso afecto por cualquier sobrevivencia...Abrazos y besos...
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