EL OTRO HOMBRE
por
José Ignacio Restrepo
La mano cuidada y casi femenina,
descorrió la tela que ocultaba el interior del confesionario, y al aparecer por
un instante dejó ver la argolla con el grandísimo rubí en el dedo meñique, que
lució como algo endiabladamente caricaturesco. A través del visillo, que era de
alambre entretejido y no de tela como alguno pensaría, pude ver el gesto
orgulloso e inicuo en el rostro del sacerdote. En ese mismo instante me
arrepentí, pero no de las faltas que le había comunicado unos minutos antes,
sino precisamente de haberlo hecho, de haber consentido en doblegarme ante un
rito, en el que hacía décadas había dejado de creer…Precisamente por este tipo
de “detalles”. Me puse de pie en un solo y atlético movimiento, y sin rezar la
consabida pena por las faltas cometidas caminé hacia la luz de la puerta
lateral, por la que no hacía mucho había ingresado al templo, sin tener muy
clara la idea del porqué, como muchas de las cosas que últimamente me ocurrían,
casi como si yo fuera una nebulosa donde las zonas brillantes son cúmulos de casualidades, que se dan sin
seguir un método claro, apenas en la conjunción hospitalaria del tiempo y del
espacio…
Salí de la basílica. La pena por mi
propio error era similar a la que siente aquel que se presta a un juego de mentiras,
me sentía sucio por haberme dejado llevar de la ingrata resonancia de viejas
creencias ya sobreseídas, toda vez que la vida ya me había ayudado a resolver esos
arquetípicos interrogantes, que supuestamente nunca se contestan bien en este
sitio de vivos y muertos en vida. Con los diez o quince egos que pelean a cada
minuto dentro de mí, por querer cada uno mandar a los otros todo el tiempo, no
osaba a responderle a nadie por mi responsabilidad es este insensato
movimiento. Crucé la calzada sin mirar para ambos lados, a la manera en que mi
padre me instaba todas las veces a hacerlo, pues uno ignora desde dónde busca
el diablo perdernos, por dónde el asesino viene a quitarnos lo único
inapreciable que tenemos, de ese ángel vengador no se sabe a quién y qué lado
escoja para asestar su siempre bien refrendado ataque, y en ese preciso instante
como si fuera el peor de los chistes de humor negro, sentí un golpe tremendo por
el lado izquierdo de mi cuerpo, acompañado del chasquido de mis huesos que se
rompían, incapaces de soportar la violencia de aquel auto que me arrolló a casi
100 millas por hora. Todavía en la luz aquiescente previa a la total oscuridad,
tuve presente que esta fatalidad se debería al maldito el hábito de ignorar mi
creciente sordera, de no ponerme los audífonos, en últimas, por pena de las
miradas femeninas que aún pudieran hallar algún atractivo en mi rostro enérgico
de medio siglo, esas miradas que yo siempre correspondía con mi mejor sonrisa
de perro agradecido, que hace tiempo ha perdido a su dueño. Casi echándoles la
culpa de esta tragedia de final de circo, a aquellas que en mi vida habían
tenido siempre un papel sin duda protagónico.
Luego, no supe nada más. Estaba muerto.
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Por la puerta de emergencias llegó
sin vida, el que fuera arrollado al frente del atrio de la Basílica, por un
auto que se perdió entre el denso tráfico, sin detenerse ni siquiera un poco
para ver como reparaba, a pesar de quedar su placa consignada por más de trece
cámaras, en ese lapso corto de aquella central avenida. Aguirre, que estaba de
turno en emergencias, lo recibió sin embargo con toda la prisa que indica el
protocolo, sabiendo como cualquier médico que estos pacientes son sujeto de
reanimación cardiopulmonar, y que muchos alcanzan a revivir gracias a la
aplicación correcta de este tratamiento. La camilla rodaba como si fuera un
auto y el hombre muerto llegó a una sala que podía eventualmente hacer de quirófano,
donde estaban dos enfermeras y un medico experimentado en estos casos. De
inmediato, le aplicaron sobre el pecho una gel transparente que servía como
conductor para el corrientazo que le iban a administrar, el cual en teoría, debía hace que retornaran los latidos a su corazón. Tras dos choques,
el músculo simplemente se negó a bombear sangre, y Aguirre, que lo había
recibido lo declaró muerto. No eran ni siquiera las diez de la mañana y ya
habían perdido a tres pacientes, que habían llegado por accidentes de tránsito.
Era probablemente una nueva marca para el Policlínico.
Ya sin prisa, un enfermero llevó la
camilla con rueditas hasta el pasillo donde quedaba la morgue del hospital, y
situó el armatoste cerca de la puerta, para que el encargado depositara el
cadáver en el frigorífico, después de marcar el cuerpo con los datos que traía
la remisión. Lo dejó allí como si se tratara de un fardo, pues eso era
realmente.
El cadáver estuvo allí a solas cerca
de seis minutos, y repentinamente, sin ningún espectador cercano se despertó.
El hombre retiró con mucho cuidado la
sábana con la que lo habían cubierto, pero como hacía un frío francamente
mortal, se la echó encima nuevamente, esperanzado de que alguien pasara por
allí y le explicara la verdad sobre su situación. Pero, como nadie se acercaba
decidió bajar de la camilla, envolverse en el trapo blanco y empujarla hasta el pasillo que veía al fondo, que seguramente era más
transitado que este frío lugar. Con dificultad comenzó la acción pero sus
fuerzas eran muy pocas, se sentía como si hubiera recorrido una gran distancia,
o como si un animal grande lo hubiera arrastrado de mala manera. Tenía el plexo
adolorido y por eso decidió detenerse, para mirar que cosa le había ocurrido.
Tenía el vientre atravesado de unos
grandes morados y las costillas estaban seriamente golpeadas. No era un chiste,
algo muy grave le había tenido que ocurrir para encontrarse de esta manera.
Repentinamente se dio cuenta que no recordaba quién demonios era. Miró el papel
que estaba prendido de la camilla y leyó el nombre que había allí: NN . No le decía nada de nada, y eso era aún peor que este frío que sentía
por la falta de una ropa digna, una que le permitiera librarse de esta bata de
loco improvisada por la que entraba el aire a sus partes nobles.
Al fin llegó hasta el pasillo. Se
quedó mirando a la gente que pasaba, dudando entre hablar o aguardar
pacientemente a que alguien lo reconociera, lo llamara por su nombre, y le
ayudara a aclarar que le había pasado, quien era, por qué diablos lo habían dejado
tirado al lado del cuarto frío. Pero se fueron pasando los minutos y no solo
nadie le distinguía sino que ni siquiera lo reparaba. El sitio tenía bastante
actividad y en eso se fundó él para seguir hacia adelante con su camilla de
ruedas, hasta que alguien le diera razón sobre lo que le atañía.
No hubo como. Decidió tras caminar
dentro del hospital durante cerca de dos horas, más bien salir, irse sin
preguntar, y en algún lugar cercano buscar la información por medio de un
periódico, pues cabía la posibilidad de que él hubiera causado un accidente, o
maltratado, o hasta asesinado a alguien; entonces tocaba ante todo protegerse
de alguna medida que en su contra otros pudieran tomar, e incluso sobrepasar en
su derecho de hacer sobre su persona alguna justicia, de la que él por su
desmemoria no supiera como defenderse. Sería fatal, horrible, recibir un
castigo por algo que no se recuerda haber hecho, ante eso no cabe ser responsable,
pues lo que no se recuerda haber vivido, realmente para uno no ha pasado.
El sitio para ponerse un poco a tono,
fue un cuarto donde vio entrar a un asistente y luego lo vio salir vestido para
llevar a cabo su trabajo, sin cerrar bien la puerta. Pensó en el favor
innegable de los dioses, protegiendo sus decisiones consonantes, y entrando se
vistió rápidamente con la ropa que el otro llevaba no hace ni cinco minutos. Y
en una forma como seguramente no había hecho su ingreso, fue saliendo sin que
nadie le reparase, y tampoco el ayudante, que seguramente un rato después
echaría en falta la ropa, ¿alguna vez has ayudado a alguien sin siquiera saber
que lo hiciste?, eso pasa cuando entornamos la puerta, debiendo pasar la llave
para cerrarla.
Le supo raro el aire de la Avenida,
el tráfico era denso y aunque supo que detestaba eso, daba gracias por todo,
hasta el sucio asfalto le lució poéticamente necesario, y sin quererlo le
brotaron lágrimas. Alguien se detuvo, le hacían preguntas por su estado, no
recuerdo quien soy, un niño le llevaba de la mano, lo sentaron en un lugar
cubierto, había música, le pusieron los cubiertos, él miraba a los que se
detuvieron y les dio las gracias. Comió allí, el encargado le regalo una
chaqueta, por si le daba la noche en su búsqueda. Le pidió el periódico del
día, pero cayó en cuenta de que acaso solo habían transcurrido algunas horas
desde su situación. Habría que esperar hasta mañana.
Algo muy malo empezó a dar vueltas en
su cabeza. Un médico le habría recibido, seguro trato por todos los medios de
salvarle la vida, y ahora él se había ido, dejándole con la responsabilidad de
encontrar un cadáver perdido. Aquel médico de traumas estaba en un serio
aprieto, de alguna forma le debía su vida, aunque en el momento lo hubieran
declarado muerto. No soportó la sola idea de llevar a alguien a una situación
semejante, una persona que aunque desconocida él sabía había tratado de
salvarle, y lo había hecho. Dio las gracias y salió del negocio donde le habían
ayudado. Entendió que debió ser formado en un buen ambiente, porque sus
sentimientos hacia los demás eran buenos.
Con cuidado llegó nuevamente al
Policlínico. El de información no podía ayudarle y lo ingresó por urgencias,
luego lo recibió un galeno de habla cuidadosa y lo colocaron en una pieza para
él solo, le dijeron, mientras encontraban quien debía hacerse responsable de su
caso.
Hoy lo trasladan a un lugar distinto,
donde la han prometido se restablecerá por completo. Parece que no le creen lo
que él les dijo, valdría la pena que revisaron sus propios movimientos, solo
con eso bastaría. Bueno, si no le resuelven el asunto, mañana mismo buscará una
nueva ropa, otra puerta entornada, y saldrá de allí a buscar quién es, cómo se
llama…
Los que tienen por lo menos claridad
sobre estos dos aspectos, no saben lo que es perderlos en cualquier parte, de
un momento a otro…
JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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4 comentarios:
Lúcido, entretenido, aleccionador y educativo; algo de humor negro, de verdad agridulce y mucho ingenio, para una vez y como siempre demostrar, que tu lugar en el mundo es aquel donde puedas crear... FELICIDADES.
Cuánto agradezco tu visión, amiga, para mi es refrendamiento de curso y dirección, y sobre todo fuerza, para continuar con mi destino...Abrazos nuevamente y que bueno que te gusto, querida Carmen...
Adoro tu estilo. De algún modo me parece una metáfora, teniendo en cuenta los tiempos que corren. Al fin de cuentas, todos nos sentimos "muertos vivos" en algún momento. Y somos mas NN de lo que estamos dispuestos a soportar. La diferencia la hacen Uds. Un Ignacio, Una Carmen.. Uds. tienen el poder de dar vida y sentido a los que vivimos mas cerca del freezer. Gracias por tu arte.
Y recién reviso, para mirar un poco la semilla puesta...Tu vuelo, cauto y delicado, habla de un sembrado bien dispuesto, alejado hacia el llano en rododendros cubierto, pero puedo sentirlo...Tus palabras, Violeta, un descanso para la porfía creativa de mi alma...Agradezco el que vengas, el que poses tu espíritu en estas letras...Abrazos...
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