EL SABOR DE VIZCAYA
por
José
Ignacio Restrepo
El
furioso latigazo del viento trazó algún deseo medieval, encadenado en el bosque
cercano desde entonces, y halló puerto sobre mi superciliar derecho, un segundo
antes – de hecho, casi simultáneamente –que éste chocara contra el gastado
pavimento, que a esta hora ardía.
La
bellísima Raleigh
americana de color amarillo, liviana como una ninfa en días de asueto, quedó
tirada en una posición innombrable, con uno de sus manillares rotos y el aro
delantero torcido por el golpe fuerte e inesperado contra el borde del andén.
Empecé a recuperar el conocimiento con los pitos de los coches que pedían el reinicio del tráfico, el cual estaba
interrumpido por aquellos vehículos cuyos conductores me miraban sin decir nada,
con la pretensión de auxiliarme o ver por fin un muerto en acción fuera de la televisión.
El pequeño de gorra ladeada de los gigantes, que
estaba de cuclillas a mi lado rompió el hielo certeramente.
- Fue aquella rama,- dijo señalando la saliente de una
especie de arbusto alto.
- Ah, muchas gracias por tu ayuda...repliqué con la boca
seca y bastante mareado, mientras volteaba el cuello para ver el árbol, que por
su follaje parecía estar celebrando el retorno del verano, como el resto de
seres vivos de toda la península.
Al oírme contestar, las siete u ocho personas que se
habían aglomerado, entre las que seguramente estaba el dueño de la Station Wagon
Mitsubishi color ámbar, que me había obstruido llevándome hacia el árbol,
parecieron entender que este joven ciclista que lucía como uno de ésos que lleva
encargos a domicilio y que realmente lo era, se encontraba lo suficientemente
bien para no dar el espectáculo que aguardaban, más bien estaba listo para recuperar
el sentido. Y, como seguro pensaron que de todos modos yo no lucía capaz de
levantarme queriendo matar a alguien, entonces se esfumaron conversando, pues
esta no era hora para andar por ahí buscando un show gratuito.
La línea del
tráfico se recompuso y yo me quedé con el chico de la gorra que miraba con
auténtico respeto el abultado y descarnado chichón, que comenzaba a crecer en
mi ya cicatrizada rodilla derecha. Sin percatarnos, uno de los paquetes que se
había salido de mi bolso en la caída, quedó olvidado sobre el asfalto del lugar
y uno de los curiosos lo recogió, ocultándolo, y luego se retiró de allí. Habrían
de pasar diez días y un mil sucesos para que el paquete común y corriente se
pusiera de nuevo en camino hacia su destinatario, quien ansiaba con urgencia
tenerlo en sus manos.
En el boliche, las sonoras exclamaciones cuando uno de
los contendores derriba toda la apuesta, suenan igual si el sitio tiene nombre
en París o en la zona rosa de ciudad de Méjico. O en este sitio de Bangkok,
para extremar el concepto. Miguel había enviado el libro, el directorio del
comendador por correo certificado, así luciera menos seguro. Cualquiera de
la organización habría criticado el
hecho pero él, que siempre confiaba en los canales comunes, sabía que existían
ojos y oídos por todas partes, y más para seguir las lides de su trabajo,
entonces era mejor hacer uso de las maneras formales, que nadie sospechaba
fueran competentes para nuestras necesidades, Al llenar la ficha con 18 chuzas,
y un 87% de efectividad, decidió pasar por el bar y buscar a Elisa, para
echarse un polvillo corto y luego ir a dormir, las ocho horas completas, rutina
que aprendió de su tía, quien hizo de mamá, cuando la mafia venida de Cantón,
le robó a sus padres y al restorán que sería su herencia cuando era solamente
un chico. A los dieciocho años, Miguel, ya había acumulado suficiente dinero
para jubilarse temprano, pero ese no era su sueño, el quería poder, poder del
bueno. Al llegar al bar, le dijeron que Elisa ya no trabajaba allí, el sueño le
invadió y se fue a dormir. Mientras hacia la cama, hizo una síntesis de lo que
llevaba y de lo que esperaba. Hasta aquí, los trabajos lo habían apurado y
logro acercarse lo suficiente para obtener los detalles contables de la cuarta
cuenta de Balbuena, con la que cubría todo el robo de autos y la prostitución
en Bangkok. Esperaba que el libro llegara a Madrid, después de hacer una escala
en Viscaya, en donde el dueño del carguero que entraría por Gijón, lo entregaría
a un correo seguro, para que él lo llevara personalmente a la tasca de Franco,
en Madrid, y se cumpliera el ciclo, el ciclo que terminaría con Gabriel
Balbuena, quien en mala hora había sido encargado de los negocios de Franco en
este lugar de Oriente. Cuando terminara todo esto, emergería en toda su
dimensión la capacidad de conducir una organización del tamaño y la importancia
que esta tenia. Franco Vallesi habría de reconocer que el filio del restorán,
había nacido para ser grande, inmenso. Tras enfocar en su mente las siete
letras de esta palabra, cerro lo ojos y concilio el sueño.
Un día después, el contador aun no sospechaba que el
sostén de su existencia en esta tierra, la secreta relación de cuentas falsas
duplicadas del trabajo ilegal de Gabriel Balbuena, había sido copiada y viajaba
rumbo a Madrid, y estaría en manos de Franco Vallesi, el Don, en cuestión de
horas solamente. Y como no lo sospechaba, la remisión de números indignos
seguía su construcción contable normal, así como sus conversaciones en la
oficina de Gabriel, y en la suya propia, acerca de esos y otros temas, que previamente
intervenidas con micrófonos, se estaban grabando en una cajilla, la cual solo
respondía a una clave. Llegaría el momento de las revelaciones, y el contador
no iba a saber explicar los motivos de su lealtad escindida, de su doble moral
yendo en contravía de los intereses del Jefe, en beneficio de un lugarteniente.
En ningún lugar del mapa, en tiempo alguno, ha tenido valor esa genuflexa
pérdida de la identidad en un empleado de confianza superior, con dos
generaciones en la familia, mucho menos en esta época de dificultades para
conservar lo obtenido, sin mencionar la virtud escatológica de la estructura
criminal, la cual él había mancillado por un poco de dinero extra y el
reconocimiento de quien pronto, seguramente al igual que él, tocaría el fondo
de algún canal con los pies bien calzados por unos bellos baldes de cemento.
Miguel se había despertado a tiempo para su carrera
matinal, ocho kilómetros a lo largo del canal principal hasta llegar a la
bahía. Se enorgullecía de respetar estas rutinas, con las cuales jugaba a multiplicar distancias, por recorrido, por
tiempo empleado, por año. Era una manera de
limpiarse, lo sabía, una íntima plática de enriquecimiento moral que mantenía
por su afición al trabajo, el que pensaba era el resultado de un sistema
corrupto por naturaleza en el cual la familia había encontrado un nicho
natural, como lo tenía el gobierno, la iglesia o los sindicatos de
trabajadores. El crimen organizado, a su modo de ver era tan necesario como las
escuelas o el departamento sanitario, o para decirlo en un lenguaje conocido, ¿qué
haría la policía de un país en ausencia de su razón de ser, la delincuencia? ¿y
los políticos? Miguel había fortalecido esta filosofía en ausencia de alguna
otra. Las personas cercanas a él desde la infancia, tuvieron lazos cercanos con
organizaciones criminales, su formación inicial se pagó con dineros mal
habidos, su primer trabajo, su primera novia, su instrucción como joven, todos
fueron momentos enmarcados en la delincuencia, en el respeto por los más
fuertes, en la compra de seguridad ficticia, en el dominio de su paso por las
calles, siempre, desde la escuela sus compañeros le respetaban porque conocían
de sus lazos de sangre con los padrinos de Napoli. No tuvo motivo para dudar de
este camino, ningún interrogante moral que le exigiera un compromiso distinto
que el de continuar perseverando para ser mejor que los ejemplos a la mano, que
eran bastantes y de muy diversa clase.
Miguel tomo el teléfono y marcó al
encargado de las cajillas, que era de absoluta confianza, por haber llegado de
Europa y estar a su cargo solamente. Le pidió que marcara la clave para
comprobar que funcionaban las grabaciones. Minutos despues recibió respuesta
afirmativa. Satisfecho, tomó su celular
para buscar el número de Elisa, su dirección, pues no acostumbraba dejar en
libertad a quien aún no se la había ganado. Además, ella sabía cosas
comprometedoras y debía mantenerla cerca y sebada, ese fue siempre un consejo
de sus tía, las mujeres somos felices siendo sometidas, castigo y regalos, eso
nos hace sentir queridas aunque estemos presas, siempre y cuando no veamos
señales en las muñecas. Bueno, ese detalle depende de a dónde lleven los pasos,
como siempre, y con quién caminen, y cuánto.
El hombre tomó la decisión de abrir
la pequeña caja, que no
parecía poder contener algo diferente a un cuaderno argollado, o quizá un libro
de colección. Entró al callejón y rasgó la cubierta de manila rústica que
cubría el cartón, y en ese instante una de sus uñas se astilló hasta la
duramadre produciéndole un dolor que le hizo tirar la caja al suelo. El
instintivo acto estuvo acompañado de una exclamación silenciosa, que seguía la
indicación impuesta con el clásico gesto hospitalario del dedo en los labios,
impartida por un hombre mucho más alto que él, cuyo atuendo rematado por un gris
sobretodo le hacía parecer un gánster clásico. Era un mafioso de pelo
engominado y zapatos brillantes. Había recogido la medio desenvuelta caja, y
mostraba a la altura del pecho una funda de cuero que hablaba de la existencia
de una herramienta completa, y él realmente no quería ver algo más que lo que ya
había visto.
-
Puede
quedárselo, realmente no lo quiero…
-
¿No quieres
algo de dinero por la caja?
-
No…Bueno…Si,
necesito el dinero,
-
Entonces,
¿quieres algo por esto o no?
El sujeto le acercó un billete de 50 dólares, que él
distinguía por haberlo visto en una revista, y sin pensarlo dos veces extendió
la mano derecha, a pesar del leve sangrado que brotaba por su índice herido.
Tomó el pago y se lo metió al bolsillo, dándole una última mirada a la caja,
pensando que lo que sea que hubiera en ella debía interesarle a otras personas,
antes de que él se la robara, y por esa justa causa era bueno cederla. Sin
mirar más al hombre dio media vuelta, mientras trataba de recordar donde estaba
y donde quedaba la farmacia más próxima.
El sonido
fuerte pero apagado interrumpió abruptamente su cuestionamiento. Sintió un
dolor inaudito arriba de su riñón izquierdo, y supo que no iba a alcanzar a
llegar a la bendita farmacia. En un postrero pensamiento voluntario, maldijo al
mensajero que se había caído cuando él franqueaba la acera hacia la calle, sin
un solo duro en el bolsillo, lleno de inquietudes y de cuentas, tan solo hacía
un cuarto de hora, y con ese último esforzado sentimiento se murió.
El calor de
aquella ciudad española en esta época del año era francamente insoportable. Al
apearse del Peugeot 360, un poco pasado para su gusto, nadie dejó de observar
su sobretodo gris, pero todos sin excepción, voltearon la cara hacia otro sitio
a los dos segundos, con lo cual advirtió, que pese a la prenda impropia para la
época él no llamaba la atención. Entró al restorán y cruzó sin saludar a
ninguno de los seis o siete clientes, que departían en dos mesas, en medio del humero
y el contraluz artificial que el encerramiento producía. Solamente un guiño
casi imperceptible al somelier, avisaba que el recién llegado era reconocido en
aquel lugar y acaso por ello nadie salvo el empleado, repararon en el pequeño
paquete que llevaba en la mano. Al cruzar por la puerta que derivaba a la cocina,
su paso y semblante disminuyeron en el carácter autoritario que le era natural,
cambiando de forma notable, bajando inclusive su estatura. Tocó una puerta de
Madera falsa y tras cinco segundos recibió un adelante, cuyo acento italiano no
dejaba duda sobre el gentilicio de quien lo había pronunciado.
-
¿Lo trajiste?
-
Sí, señor.
Aquí está.
La estruendosa carcajada del italiano, evidenciaba un
mejoramiento de su estado de ánimo. Tomó la agenda que había en la caja, y
empezó el rito para encender un habano gigante.
-
Lo hicimos,
Guido…
Lentamente, el espeso humo comenzó su ascenso hacia el
techo de esa especie de oficina. La ausencia de una ventana hacía prever, que los
gratinosos componentes del cigarro, se elevarían y habitarían para siempre
dentro de estas cuatro paredes, igual que los secretos o las imprecaciones,
durmiendo como muertas que en un nicho público de cementerio pobre se conocen…
Con gran cuidado, el contador revisa la bocina del
teléfono de su apartamento, desde el cual puede apreciarse la intensa vida
nocturna de Bangkok, a esta hora de la noche. Un chirrido repetido al contestar
las llamadas ha despertado antiguas inquietudes, vivas aun por trabajos con
jefes sanguinarios que remediaban cualquier duda con la muerte, recuerdos de
acciones pasadas de escasa ortodoxia criminal, de las que salió con vida
seguramente porque su madre rezaba mucho
por él, pero con su madre ahora difunta le tocaba poner más cuidado pues su
trabajo se cruzaba con intereses mezquinos y peligrosos. Además, hay una burla
sobre alguien cada que él completa un cálculo y de ser sorprendido su vida no
vale ni un céntimo.
Ahí estaba. El pequeñísimo adminículo contrastaba con
el resto de los instalados al lado de la bocina, por no tener ningún cable que
saliera de él y por su brillo nobel, que denotaba su cercana fecha de
fabricación. Nuevamente, enroscó cuidadosamente la tapa y se sentó en la sala
para pensar de donde provendría el golpe y de que fuerza sería: Balbuena
operaba para Vallesi, y él trabajaba para ambos, Pero, claro, el Jefe ignoraba
el movimiento de encubrimiento del diez por ciento de las ganancias en Bangkok
y esta precaución solo podía provenir de Madrid, su sitio favorito durante el
verano. El timaba al jefe y él lo vigilaba, era una relación pecaminosa y como
tal debía concretarse.
Ahora, esto
significaba que las falsas cuentas habían sido obtenidas por alguien y viajaban
rumbo a Madrid. No había tiempo para perder, debía estar allí para interceder
por su trabajo que no era otro que la obtención de pruebas reales contra
Balbuena, de este minuto en adelante su interés retornaba hacia Vallesi y debía
averiguar si su vida valía la información que él tenía sobre la operación,
construida hace meses para derrumbar su operación criminal en Oriente. Descolgó
el teléfono para ordenar un pasaje aéreo, pero nuevamente puso el teléfono en su
sitio. Decidió reordenar el rumbo de su vida, para salvarla, desde la cafetería
frente al hotel, donde esperaba que Vallesi no lo estuviera espiando también.
Entre tanto, Miguel recorría sitios nocturnos de la
zona oeste de Bangkok buscando las huellas del paso ligero y huidizo de su
compañera de juerga, la bellísima rubia oxigenada que se hacía llamar Elisa,
aunque él sabía que se llamaba Betsabé. Ese nombre realmente no iba bien con su
naturaleza. Lo embargaba una vaga aprensión, parecida a la que siente un padre
cuando pasada cierta hora de la noche, su hija adolecente no llega a casa. Todo
progenitor en estas circunstancias imagina lo peor, aunque una zona de su
cerebro contradiga ese suave pavor. Era eso, Miguel experimentaba un suave en crescendo pavor pues Elisa/Betsabé
poseía algunas de sus llaves, esas que abrían y cerraban los secretos de su trabajo,
entre ella y su asistente había repartido los códigos de manejo de sus pingues
negocios, que eran realmente sustracciones de los negocios algo agrietados ya
de Gabriel Balbuena. Esa aparente desaparición podía significar que aquel
peligroso delincuente había advertido su estratagema y tomaba cartas en el asunto.
Después de entrar y salir de muchos sitios,
preguntando por la joven asociada, Miguel retornó a su apartamento abatido,
lleno de imágenes descompuestas, antagónicas con el humor que le ataviaba por
estos días. Tan solo entrar, sin encender las luces siquiera, sintió que algo
no estaba en su lugar, un olor, una esencia que no le pertenecía, tomó la
pistola…
-
Jefe…soy yo,
Bernardo…
-
Casi te mato,
¿por qué no me llamaste? No es bueno
meterse…
-
No, don
Miguel, me están buscando, nos están buscando, pa…
Miguel comprendió entonces que sus preocupaciones no
eran infundadas. Entendió que sus planes de desenmascarar a Balbuena ante los
ojos de Vallesi se habían venido abajo, tuvo la certeza que Elisa había muerto,
que las claves de su misión estaban expuestas y que el misionero y el libro del
contador corrían el riesgo de no arribar a su destino.
-
Vamos Berna,
debemos hacer unas llamadas. Aquí ya no valemos nada de nada.
El restorán tenía dos horas pico durante los días
hábiles, un horario extendido de diez a diez, el sábado y el domingo permanecía
cerrado al público pero abierto a la familia, la de Mauro Leggino primo hermano
de Franco Vallesi. Ambos habían construido imperios criminales de similar
tamaño y valor y por esta razón su parentesco tenía poca importancia frente al
antagonismo natural, que era casi exclusivamente de índole profesional.
Era domingo, y el lugar lucía solo, sin un auto
afuera, los restos del día anterior en la acera y algunas servilletas sucias
batiéndose en un juego pueril en medio de la calle. Solamente el Peugeot,
parqueado un poco sobre la acera, hablaba de la presencia de alguien en el
sitio. El hombre tocó varias veces el timbre y nadie abrió. Se aproximó a la
ventana, que tenía un espacio por el que quizá se viera si existía allí algún
movimiento. Nada, no quedaba sino la puerta del servicio; dio la vuelta y recibió una mala señal pues ésta se
encontraba abierta, de par en par. Total silencio, una penumbra sostenida y un
olor a sobras grasosas, era el resumen del lugar en su interior. Al trasponer la
puerta de la oficina sus temores se hicieron reales.
El contador miró los dos cadáveres y dedujo que habían
sido asesinados la noche anterior, por alguien que conocía a quienes en vida recibían los nombres de
Mauro Leggino y Guido Stromboli, el uno Jefe y el otro empleado. Lo aseveraría
ante cualquier forense puesto que las pistolas de ambos seguían en sus fundas y
en el escritorio, tres vasos aun tenían el whisky a medio consumir. Los dos
certeros tiros en mitad de los ojos convencerían a cualquiera de que los
difuntos pasaban la velada con otro delincuente, tan peligroso como ellos pero
que estaba allí con la idea previa de matarlos.
El contador sintió un frío singular que no era
producto de la escena que se presentaba ante sus ojos, sino de comprobar que el
objetivo de alcanzar el libro antes de que este llegue a manos de Vallesi, se
estaba complicando de manera evidente. La cubierta de manila medio rasgada, que
dormía en la papelera color hueso, le estaba repitiendo a gritos que las
cuentas mal hechas rápidamente se dirimían en sumas y restas elocuentes. Estos
dos pretendían ayudarle, y a Balbuena,
su socio en el crimen, eran tres menos. El cuarto, según él no podía ser otro
que el dueño de los números, el hijo de su madre, él…
Pensaba con
rapidez, la muerte rondaba allí y el corría gran peligro. Alguien debía
interceder por su vida y ese alguien era Miguel, el chico de Bangkok, cuya
amistad con Vallesi podría servir de puente a la explicación que faltaba y por
la cual, tres personas ya habían dado sus vidas: la chica rubia y estos dos
hijos de su madre. Empezó a marcar el indicativo, pero sus dedos no atinaban en
las pequeñas teclas del personal. El temblor
tenía nombre y apoderado, Rafaello Peruggi Certi, ya olía la muerte.
Durante el vuelo Miguel no dejaba de pensar en las
opciones que tenía para obtener alguna ganancia de esta inesperada y peligrosa situación.
Realmente todo se había cerrado y ahora
no parecía ser el libro contable, la herramienta para aclarar los detalles, y
hacer creíble el todo como la suma de sus partes. De seguro el contador iba
rumbo a Madrid o acaso ya habría llegado. Sin un tono adecuado y el don de la
oportunidad, los datos del libro perderían completamente su importancia y a su
gestor. Sería mejor, es más, sería lo único válido y respetuoso, cortar el cuento en pequeñísimos pedazos y comenzar
a olvidar, las derrotas del honor como las penas de amor solo pueden curarse
con el olvido…
La estrecha calle hervía de curiosos igual que en
época de carnaval decembrino. Pero era otra cosa, Miguel bien lo sabía. Los
policías entraban al restorán por decenas, mientras contra la línea amarilla,
mucha gente se agolpaba preguntando por personas asociadas al negocio, el de
comidas y el otro, en el que él sabía estaba el motivo de toda esta debacle. Le
cabía averiguar, pues el porqué de su visita que seguramente se hallaba
directamente uncido a las muertes, fueran quienes fueren los difuntos que
estaban allí dentro.
Lo presumía. Mauro y Guido, llevaban años peleando los
negocios del crimen, que ya pertenecían a Franco Vallesi y el mercado de
oriente fue el principal escenario de esas querellas. Con la contratación de
buena parte de su equipo con dinero de Vallesi, la rotura fue evidente, y era
esperada la venganza por parte del capo, que seguía el decálogo de la Mafia de Berrocha,
el cual consistía en la eliminación de todos los que apreciaran el mismo título,
y que no llevaran la sangre del divo.
¿Dónde y con quién se encontraba el libro? Todo se
volvía contra quienes menos prestigio y poder detentaren, pues lucirían como directos
responsables de cualquier ataque, real o imaginario; y entre esos estaba él, quien
de algún modo entendía lo que a sus ojos se presentaba. Los dos cadáveres hace
unas horas solamente querían quedarse con lo que Franco Vallesi había
construido, aquello que él, un mozo de cuadra como solían llamarlo los señores,
había intentado cuidar, descubriendo el doble juego contable que durante más de
dos años se habían llevado a cabo a sus espaldas.
Lo siguiente era encontrar a Rafaello, cuya vida
estaba en peligro. Debía convencerlo de acudir con él a donde el jefe. Así
luciera riesgoso, era la única salida viable, ahora que las aguas parecían
querer llevarse todo a su paso: con el libro desaparecido, solo su palabra sumada
a la de él, compondría el trozo suficiente del broquel, que los guardara de una
muerte sin honor, la peor que delincuentes como ellos pueden tener.
Dos días después, ya en la capital, no tenía idea aun
de donde se escondía el contador. Decidió, esperar dentro de su hotel, para
evitar que cualquiera se enterara de su presencia en Madrid, mientras daba paso
a los otros actores de la horrible comedia a que hicieran algún movimiento
legible, y así continuar para cerrarlo
todo.
Al llegar la noche, ese mismo afán inmóvil inscrito en
un martirio forzado, lo estaba viviendo en la sencilla alcoba de otro hotel, un
hombre educado que creció y vivía entre intelectuales, y que nunca pensó
realmente hallarse en esta situación precaria por obra de su propia necedad. Ansiaba
que ocurriera un cambio de tercio, un viraje definitivo en favor suyo, la
presencia de la diosa fortuna, única invitada que todos, silenciosamente, todos
los implicados demandaban…
El sabor salino del aire era una circunstancia
dijéramos permanente en esta zona de España, que recibía los altos vientos del
Atlántico, que a esta hora del año se revuelve, como párvulo deseoso de que se
acabe la clase. Al mediodía moroso, el habitante común demanda un descanso para la pesadez
normal de la ingesta, que es abundante y
gratinosa por naturaleza.
Miguel sentía las vísceras chocando mientras digería
el abundante plato de fetuchini y las dos copas de oporto, que había almorzado, y se
había tendido a pensar, o mejor, a dejarse llevar por los pensamientos, actividad
no bien desarrollada en un individuo más formado en la acción que en el
ensimismamiento. Sufrió un tremendo sobresalto cuando el zumbido del celular y
su vibración simultánea rompieron el curso de sus preocupaciones. Era una
apuesta al todo o nada, quien lo buscara a él en estas circunstancias,
forzosamente tenía intereses que hacer valer, y el número que mostraba la
pantalla no le era conocido. Corto el forro, como decía su padre en la cocina,
sin pensarlo tres veces.
-
Si…A quién
busca…
-
A usted, lo busco
a usted…
Era el jefe. Era una suerte que esto acabara, fuera de
la manera que fuera…
-
Señor,
excúseme, no identifiqué su voz, ¿me necesita?
-
Aquí mismo en
25 minutos, ni uno más, ni uno menos…
-
El intento por hacer de un viaje una aventura de
ingreso a las grandes ligas, parecía haber terminado para él. El tono de la voz
de Vallesi hacía prever lo peor, aunque en el fondo era la esperanza en este
instante la que regía su destino. Esa esperanza que lo había guiado siempre,
que tenía espiritualmente marcada con el rostro y la voz de su madre difunta,
que lo envió siempre a la vida lleno de la fe que reemplaza el no saber antes,
lo que se cruza por nuestra vida.
******************************
El contador estaba
sentado, atado de los pies y de las manos con la misma soga. Lo habían golpeado
un poco en el rostro, pues lucía algunos rasguños, pero nada que no pudiera
empeorar mucho más. Los ojos de niño de Rafaello se posaron en los suyos como
antecediendo las cosas que vendrían, casi pidiéndole siguiera la secuencia de
un guion que Miguel realmente no sabía cuál era. Pensó que ambos estaban
llevados del carajo, y la diferencia de sus posiciones era la distancia entre
los tiempos de llegada a la casa del don.
Como una regla que
siempre se cumplía Vallesi apareció a espaldas de los invitados,
silenciosamente, como había aprendido tras años de aplicarse en la única
asignatura de aprender y practicar mañas siniestras, y con las manos tomadas
atrás, conducta que obliga a cualquier contrario a sospechar de un ataque por
sorpresa.
-
Ustedes dos
huelen muy mal, como a pasillito de huecos de muro, como a narcisos que ya no
son…
El silencio
dejaba ver que todos sabíamos que
continuaría hablando, así el tema o las maneras a nadie gustaran.
-
Vos que
llegaste tan rápido y no te tuvimos que buscar, debes tener como pagar toda
esta cuenta, me imagino. Y si me imagino bien, entonces esta noche estaremos
comiendo y bebiendo un poco, como los asociados que somos. Nos reiremos de esta
situación apurada, que nunca queremos se vuelva un hecho cotidiano, y
entenderemos que para luchar por el progreso es preciso en ocasiones hacer de
cascanueces. Dale Miguel, convénceme…
Mi santa madre, que
también conoció lo sórdido y magnífico que encierra el hecho de pertenecer a
esta gran familia, me dijo una vez, que la posición del rey no debe inspirar
ninguna pasión distinta de la confianza absoluta. Solo hoy, como protagonista eximio
de la acción de esta sala, advertí completamente el sentido manifiesto de sus
palabras, pronunciadas para que las llevara en mi corazón y en mi memoria, y
las pusiera en acción en un evento como este.
Demoré cuatro horas y
diez y ocho minutos en recomponer la marcha de los acontecimientos. Mientras
explicaba con total acierto y veracidad todos los eventos acaecidos desde mi
llegada a Bangkok, en el orden tributario en que su importancia los situaba,
ante mi objetivo de obtener a como diera lugar las pruebas necesarias para
comprobar las acciones ominosas de Gabriel Balbuena y Mauro Leggino. Al pasar
el tiempo, sentí otra vez que ese era mi destino llegar a la cúspide el único
lugar que me podía contener, el lugar que había elegido. En el rostro del don
podía advertir que mi sencilla elocuencia le agradaba, que era quizá oportuno
empezar a revisar el decálogo de Berrocha, las leyes de servidumbre y de
adscripción, que yo era un heredero posible para una sucesión imprevista, pues
sus gestos faciales mostraban aquello a lo que mi madre aducía con sus
palabras, que el don primero es un padre, después todo lo que la gente dice que
es…
El arco superciliar
de todos modos me ha quedado levantado. Si, y las coronas, que desacierto había
sido esa maldita caída. Dos semanas sin hacer su trabajo, le tenían las
pantorrillas como dos globos de fiesta, pero ya medio desinflados. Estaba
harto, pero rejodidamente harto de ver el cable de la mañana a la noche, ningún
canal pasa nada nuevo, todos repiten lo ya visto…
Que le va a hacer,
debe cumplir con el dictamen médico y con la incapacidad. No ha podido
averiguar de dónde diablos habrá salido esa belleza, esa diosa con ruedas, la
última RALEIGH del mercado, que ni en Vizcaya habrá otra como ésa. Está
impaciente por rodarla frente a sus compañeros de trabajo…Debe haber sido quien
manejaba la Mitsubishi color ámbar, no ha debido querer llevarme como cargo de
conciencia…
JOSÉ IGNACIO RESTREPO
• Copyright ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario