lunes, 25 de octubre de 2010

EL AMOR, UN PODER QUE SIEMPRE VENCE AL TIEMPO


LA VISITA

por  JOSE IGNACIO RESTREPO


  
Nadie vive aquí. La sombra que ahora soy se ha deslizado incipiente por todas las baldosas de esta casa, que en los días húmedos devuelve de sus muros encalados un profundo olor a establo. Cual un fantasma, soy un enigma irresuelto con ojos hundidos, barba descuidada y extendidas manchas de nicotina que invadieron sus nerviosas manos y el territorio indómito de su respiración, y he terminado devastado de recorrer sin descanso estas estancias, de no hablar con nadie y a nadie recibir... Me he contraído, como lo haría una flor en un solitario seco, y desde la calle de angosta acera debo verme en la ventana por las noches, mi silueta recortada contra la oscuridad, abrillantada entre el humo del tabaco, pobre inquilina de su propia niebla.
Sin embargo, esta sombra que soy teme y desea que alguien llegue. En la hora última, cuando el licor se ha agotado después de ir desvaneciendo la conciencia, ya no sé quien rige las ondas tumultuosas de mi rito oceánico y temo profundamente que en su postrero minuto ella aparezca. Temo verla brotando con pasos inseguros por ese vestíbulo, como si no fuera uno más de los renglones mal escritos de la extraña narración que transcurre allá afuera, sin que yo me entere.

Preveo una bienvenida ornada de cuchillos, y desde mi ebriedad, sin moverme del sillón, dispongo allí, tras de la puerta de pútridos colores, los viejos trucos de prestidigitador muerto en desgracia. Coloco en fila, las palabras corroídas a las que cedí las riendas de mi vida desde la lejana infancia, alineo entre el desorden a los afectos, como a ciegos legionarios que hilvanaran rezos para un dios sordo y de cuyas peticiones tantas veces repetidas, apenas queda la magnífica elocuencia que intenta al menos deshacer su violento extravío.

Si fueron minutos después, o fueron horas, no lo sé.  Al entrar ella, con su rostro intacto de cariátide virgen, me sentí conciente, a salvo de mis fiebres de náufrago. El lugar se iluminó cual nave de iglesia que presencia un rito vulgar, bajo el fragor iridiscente de diez mil cebos, y entonces vi mi trucaje de mago extendido por el suelo, roto, sin oficio. Vi en su justa dimensión la pobre escenografía del lugar, todo el desorden que no la preocupa, ni deslíe el hielo de su cauta aparición, pese a la innegable semejanza de todo esto con un pueblo sin ley que hace tiempo está deshabitado. Allí, es ella ¿Acaso es fantasía? ¿Fue hace un segundo que deseé que arribara, o hace toda una vida? No, es ella, erguida como etérea peregrina. Busco en sus ojos aquella turbia mirada que, recuerdo, responde a todo sin ser interrogada, y al no hallarla, al no haber las venganzas prometidas aguardando mis excusas, o mis convenios honrados por las guerras pasadas que inflingieron sobre ella los peores castigos dejándole en la piel cicatrices hondas y extensas, entonces realmente la veo, y su mirada sin tiempo viene en mi auxilio, a firmar un armisticio por ninguno de los dos invocado, pero para la vida de los dos preciso. Las voces de sus grandes ojos, motivo de envidia de los gatos, el murmullo de su pacífica mirada, algo triste, vestida sin bruma para este agasajo, se va posando sobre todo lentamente, y entonces sé que veré su brillo el mes entrante brotando del picaporte de cobre, o en el borde limpio de una cucharilla de alpaca, que entonces hará cien días de estar tirada al olvido sobre el suelo. Y también, porque no, lo veré emergiendo de mi argolla de bodas, que treinta años después todavía conserva en el interior su nombre cubierto de mugre.

-       ... Aun no es tarde, no...

Pero miente. Lo que sea que quiera, no podrá encontrarlo en esta bodega de inservibles oropeles, en la que como anticuario sin clientela he conservado cada cosa por no ser apreciada ni útil. Aquí lo que interrogaba mi pasado ya recibió sencilla sepultura, sin siquiera merecer un obituario. Que decir de aquellos frutos paganos habitantes de mis frías noches, recordándomela en mi torpe ausencia, devolviéndome a ser breviario sudoroso de sus manos, a ser piel con relieve y frío, quemándome como ayer cuando mi mundo era el territorio que llevaba su nombre.

Corriendo la raída cortina proyecto luz sobre su cara. Me quedo envuelto entre un maquillaje de penumbras, que arroja fuera al sol de allí donde el desgaste solo muestra mis profundas cicatrices. De los meses sin modular palabra, sin oír la voz de nadie, brota un tono nativo, canceroso, cuyo acento indispuesto parece nacer de mil días de resaca.

-       No, no lo es. Los muertos, que yo sepa, son incapaces de envejecer...

Ella se hiere con mis palabras, escucha el eco casi con gusto y su mirada se viste de tristeza. Entonces recuerdo que he olvidado sentir pesar, aunque algo de eso habrá, pienso, después de todo, algo que explique la razón de yo esperarla. De no querer verla hoy, habría bastado no pensarla, no hablarla con estas paredes y con ese pedazo de espejo. Pero lo hice, lo hice muchas veces, hasta inventé lenguajes para hacerlo y como nadie respondió, lancé objetos para partirle la cabeza al cielorraso, hasta escuchar luego el ladrido de algún perro callejero, que se expresaba locuazmente y con malas palabras sobre mi estupidez. Le hablé a mi sombra, doblegada por los años y por mis íntimas fracturas, de la maldita enfermedad que se está alimentando de mis vísceras, con ella fui a dejar huellas mías por todas partes. Yo sabía que cualquiera iba a encontrar el coraje para hablarle de estas cosas cuando la viera, talvez solamente por mirar como serpenteaba el dolor sobre su rostro, como reptaba durante un largo minuto, hasta ir y aposentarse, como si fuera el único lugar posible, en el gris verdoso, húmedo, de esos ojos suyos... Con verla aparecer.

Debo expresarlo, no ha pasado una noche sin que la piense. Algo opuesto al olvido hace rato se abalanzó sobre mí, y está ahora con mis ojos, en mi nombre, recorriéndola en su completa estatura, abrazando su vestida piel, como antes ella hiciera con mi rencor. Para que negarlo.

Un brazo de viento irrumpe por la ventana, obligando a la raída cortina a acometer un vuelo inesperado. El almanaque de la mesilla contigua, que dormía en el polvo de un mes olvidado, cae derribado al suelo. Este viento tampoco tiene patria, su fresca murmuración, como habladuría en otro idioma, expresa una vulgar interjección acerca de nuestro enfermo discurso sobre el tiempo, pero cambia el viciado aire con restos de viajeras esencias boscosas, que se vinieron asidas del humo que sube de la calle... Las cosas idas, las cosas que se fueron ya bien idas son, mas ninguna por la fuerza puede revocar esta imagen, su media vida y un poco más, de pie, sin mies de asombro, sin propuesta alguna, aparentemente también sin el frío de mis noches. Como si gastarse la vida yendo junto a mí y luego lejos de mí y de mis sombríos sueños, hubiese tenido por objeto llegar hasta esa ventana, tal como ahora lo hace, con su prematuro cansancio sobre el bello rostro, que se debe, quizá, al profuso acompañamiento de mi ausencia, al que no ha tenido el coraje ni hoy ni nunca, de simplemente acabar para que no la acabe.

-       Sin embargo, ese diácono favorito de la muerte que es el tiempo, ya ha sumado mucho, sabes, este lugar no es más que otra de sus hojas de cálculo... Pero, tú debieras explicarme ¿Cómo lleva una alondra su canto virtuoso al cementerio del arpa, al lugar donde el fragor del volcán mata las aves y envenena el viento? ¡Qué escasa la poesía cuando han perdido ya su música las palabras!

No era esa la pregunta. Cualquier respuesta podrá abrir la puerta de la jaula donde siempre he estado, foso de fieras hambrientas y sin nombre. Sus palabras, que algún sueño de mis vigilias ha esperado, van a brotar de su boca moduladas sin prisa y entonces habrá bestias infernales manando de todos los rincones, con la avidez ardiendo en los ojos. No podré defenderme con el argumento insano de que ha usado antifaces sobre el rostro, toda su vida, mucho menos perfeccionando aquel útil criterio mil veces esgrimido, de que el tiempo todo lo marchita. Ni siquiera lograré, como hasta hoy, persistir en mi silencio aterido, cuando sus motivos se escuchen nuevamente y su voz llene este lugar. ¡Cómo le hice esa pregunta! Tardaré los días que me restan, en expulsar los mullidos ecos de su voz de este maldito sitio. Cuando solo mi espíritu habite este recinto y solo él camine estas baldosas quebradas, estaré todavía abanicando los ecos de las palabras que ya ella va a pronunciar, como si un espíritu común y corriente no tuviere quehaceres más honrosos, de mayor satisfacción, que el andar apagando rescoldos de palabras ardientes o incensarias que fueron dichas sin propósito.

-       Te estás muriendo... Vine al saberlo...

Es inútil. Tardaré siglos en borrar de mi mente su rostro, esa súplica egregia emergiendo de sus ojos como fuego frío, llegará a cualquier sitio en que me halle. En mi reverbero lleno o vacío se escanciará como antiguo reactivo que devuelve la vida a lo que toca. ¡Qué importa que no sea yo lo que la ha herido sino el vaho irrespirable de mi ausencia! Su egoísmo certero ha venido hasta aquí a procurarse y procurarme alivio, y está extendiendo sin censura ese sentimiento. No le pedí que fuera distinta en el pasado y no ha cambiado, ninguno de los dos sabría como transformarse ahora. Ni el estar casi muerto puede impedir que saboree sus ansiedades, este minuto inocente acaso pueda ayudar un poco a que todo se ordene, a que este aire sea respirable.

-       Temo que esa no es una razón, sino más bien una maldita justificación.

Ella da vuelta lenta y armónicamente. Si no veo sus pies puedo casi creer que ella es un ángel. Fuma un largo cigarrillo, de color blanco y le pido uno. Ella lo enciende y puedo observar que como yo, lleva puesto su anillo de bodas, el cual parece emplear una retórica muda e insidiosa testimoniando nuestro enlace, tan pretérito que solo sobreviven estos rizomas achilados. Ese anillo, como el mío, no consigue comprimir esta década de soledad y muerte con su brillo perfecto, semejante en este momento a un suave somnífero. De repente quisiera ser grosero, no querer averiguar lo que abriga en su alma y menos aun dejarla que vea dentro de mí.

Es la hora del whisky, sé que ella lo recuerda, me debe las mismas tardes en el balcón que yo le debo...

-       Prefiero whisky pero me conformaría con un martini.

-       No podría olvidar tus gustos. Los enfados deben estar     aguardándome en la fosa que hace rato ya mis angustias eligieron. Pero, ¿dónde colgarse los rencores si no podemos siquiera cargar los huesos? Alguien escribió que la mejor venganza es el olvido, esa ventana de hotel barato que no deja ver mas que un muro. Pero, es probable que ese idiota ignorara todo sobre el tema. Nada puede enterrarse, solo damos vueltas y vueltas alrededor de cosas pensadas como fijas, que se están moviendo todo el tiempo como un perpetuo torbellino... ¡Qué bella palabra, no recuerdo la última vez que se deslizó por mi boca!

Toma el vaso con ambas manos y va hasta el refrigerador por hielo, creo. Lo abre... Lo cierra. Tarda un poco en comprender que el motor está muerto, que ha dejado escapar, sin querer, un olor de epidemia, de verano largo amarrado a una charca podrida.

-       No entiendo nada, Rafael. Siempre fuiste tan lúcido... No comprendo como puedes hacerte esto...

Mi nombre. El sonido de mi nombre. El hermoso tono de su culpa recorriendo acariciante las seis letras perennes de mi nombre. De pie, enmarcado por la ventana, he de verme desde la calle como una de esas baratas reproducciones de un tipo viejo y calvo con roja nariz de bebedor, que esta medio sonriendo sin motivo. El viento pasa sobre mi escaso cabello y mis tontos pensamientos, murmura algo acerca de lo vano de todo, se aposta de improviso en algún punto como neutral observador y me mira: Casi un barco volcado en algún astillero viejo, ya olvidado, con el casco roto y vestido por completo de herrumbre, el mástil convertido en nido de feas aves que hace años se olvidaron de migrar y revelan en su poco plumaje una creciente apatía por la vida...

A qué viniste, Belén, pequeña, tu rumbo tan perdido viniendo a dar aquí, a este lugar que no recuerda nada que hayan visto tus ojos. Mi canto de muerte no te dará nada de nada, mi nave de angustias ya no puede irse de aquí... Tú llevas en la piel al atardecer y puedo ver los recuerdos de hermosas ensenadas en ella. Aquí no, mejor cierra tus ojos, la noche aquí es costumbre hasta de día.

-       Nunca fui lúcido... Solo fueron absurdas coincidencias...

Del estante toma uno de mis libros, una novela que escribiera quince años atrás, cuyo título nunca me gustó. “El breve gesto ante la fachada”. Fue adorado por la crítica y testimonió lo poco que importaba un detalle tan nimio como mi gusto por el sentido del título, si por el contrario me veía bien en la foto de la contratapa. Era vital la imagen, mi imagen, que inundó las galerías con mis dos libros anuales, y que alimentó la imaginería popular acerca de todo aquello que me pertenecía, mi vida privada que se hizo luego juguete del público, condición que yo estimulaba desde la cátedra universitaria como si esta fuese una pasarela, a cuyos costados, yo no lo ignoraba, estaban todos hacinados aguardando para ver mi caída. Tú sabes, todo ángel termina por romperse las alas en alguna caída sin importancia, a pesar de haber superado sesenta años de vuelos, con arriesgadas barrenas y bruscos contrapicados.

Belén mira la foto de la contraportada, completamente abstraída. Descubre las mentiras y exageraciones que otros dijeron sobre logros míos, que yo siempre sentí como vanales; comprueba una vez más, que uno o dos premios no pueden salvar a un hombre de sí mismo. Cuando voltea, las lágrimas han comenzado a desprenderse de sus ojos sin que sufra en el rostro el requiebro que ello supone. ¡Que bella vestal, un mundo en mármol haría de ella una heroína, y guardaría su llanto eternamente en un cofre de vidrio!

-       Los buenos tiempos... precisamente ayer pensaba en nuestro hijo, en lo distinto que hubiera sido todo de haber vivido el chico. Pensé en el firmamento, que tenía entonces el mismo color de tu poesía, la poesía que brotaba espontánea de tus manos... El firmamento, que gris se ha puesto desde entonces... Ayer, Rafael, te sentí por todas partes... Te voy a sentir hasta que te alcance.

Sin un aviso, sin una pequeña clave. Solo por el pasado oneroso y los saldos en rojo, que abundaron. Con la fe en el instante, animosa, eterna, Belén camina dos pasos moviendo el aire quieto, estrujando mis fantasmas sin nombre, resucitando inquietudes  de otros que no  han muerto dentro de nosotros, elevándose sobre los tontos años pasados averiguando nada... Corre, Belén, último paso hasta llegar al oceánico borde de la cama, aroma de astromelias, lirios cocidos en bagazo de fique, trenzas de nudos amarrando este maldito lugar. Dale Belén, no detengas la danza, termina tus dos pasos de mil años y abraza a tu marido Rafael, que no puede pedir ni en oraciones pues su orgullo inservible le dobla en peso, mírame Belén, el lastre que me hunde habita hace tiempo mis pulmones, me destruye a pedazos sin remedio.

Así puestos debemos semejar lo que fuimos siempre. Tanto vigor guardado sin ponerle objeto y luego se viene la vida dando gritos de loca, tumbando bardas y puertas cerradas, a intentar convencerte de ese hecho sencillo, que los frutos se dañan si no te los comes. El abrazo nos tiene tendidos, oigo la voz de su exaltado corazón, su respiración esponjada por el vértigo; inhalo todavía intacto su perfume de siempre, enhebrado en el sudor del largo día, pero permanezco tranquilo y quieto ordenando las imágenes de este breve reposo, en algún hondo espasmo, en una grieta que esperaba muy dentro por esto, adherida ignoro como al frontal.

Si, la estuve buscando sin buscarla, la llamé a gritos de noche, en el vestíbulo de mi boca, cerrada de mutismos. Ella se vino para acá, se acordó del camino... Esta mansión sin dueño, puede por fin quemarse con mi espíritu dentro.

JOSE IGNACIO RESTREPO Copyright ©

Reservados todos los derechos de autor

jueves, 21 de octubre de 2010

UN ETERNO, UN DILETANTE DEL TIEMPO / OTRO MILAGRO DE NUESTRO JORGE LUIS BORGES

El milagro secreto
Jorge Luis Borges

Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.
La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido elSepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte,pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó:Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensóestoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

sábado, 16 de octubre de 2010

UN FAVORITO DE UNO DE MIS PREFERIDOS / SAND´S HOUSE de Juan Carlos Onetti

LA CASA EN LA ARENA
por JUAN CARLOS ONETTI


Cuando Díaz Grey aceptó con indiferencia haber quedado solo, inició el juego de reconocerse en el único recuerdo que quiso permanecer en él, cambiante, ya sin fecha. Veía las imágenes del recuerdo y se veía a sí mismo al transportarlo y corregirlo para evitar que muriera, reparando los desgastes de cada despertar, sosteniéndolo con imprevistas invenciones, mientras apoyaba la cabeza en la ventana del consultorio, mientras se quitaba la túnica al anochecer, mientras se aburría sonriente en las veladas del bar del hotel. Su vida, él mismo, no era ya más que aquel recuerdo, el único digno de evocación y de correcciones, de que fuera falsificado, una y otra vez, su sentido.
El médico sospechaba que, con los años, terminaría por creer que la primera parte memorable de la historia anunciaba todo lo que, con variantes diversas, pasó después; terminaría por admitir que el perfume de la mujer —le había estado llegando durante todo el viaje, desde el asiento delantero del automóvil— contenía y cifraba todos los sucesos posteriores, lo que ahora recordaba desmintiéndolo, lo que tal vez alcanzara su perfección en días de ancianidad. Descubriría entonces que el Colorado, la escopeta, el violento sol, la leyenda del anillo enterrado, los premeditados desencuentros en el chalet carcomido, y aun la fogata final, estaban ya en aquel perfume de marca desconocida que ciertas noches, ahora, lograba oler en la superficie de las bebidas dulzonas.
Después del viaje junto a la costa, en el principio del recuerdo, el coche salió del camino y fue trepando,  lento e inseguro, hasta que Quinteros lo detuvo y apagó los faros. Díaz Grey no quiso enterarse del paisaje;
sabía que la casa estaba rodeada de árboles, muy alta sobre el río, aislada entre las dunas. La mujer no dejó el asiento; ellos se apartaron.
Quinteros le pasó las llaves y los billetes doblados. Tal vez la luz del encendedor que ella acercó al cigarrillo les tocase, fugaz, los perfiles.
—No te muevas y no te impacientes. Por la playa, hacia la derecha, se llega al pueblo —dijo Quinteros—. Sobre todo, no hagas nada. Ya veremos qué se resuelve. No trates de verme ni de llamarme. ¿De acuerdo?
Díaz Grey subió hacia la casa, simuló tratar de esconder su traje blanco mientras zigzagueaba entre los árboles. El coche llegó al camino y fue aumentando su velocidad hasta mezclar el ruido del motor con el del mar, hasta dejarlo solo escuchando el mar, los ojos cerrados, repitiéndose con tenacidad que vivía en un mes del otoño, recordando las últimas semanas empleadas casi exclusivamente en firmar recetas para morfina en el flamante consultorio de Quinteros, en mirar con disimulo a la inglesa amante de Quinteros  —Dolly o Molly—, que las guardaba en su bolso y extendía billetes de diez pesos en una esquina de la mesa, sin entregárselos directamente, sin hablarle nunca, sin mostrar siquiera que lo veía y estaba siguiendo atenta el movimiento rápido y obediente de la mano de Díaz Grey sobre el recetario.
Los días de sol que se repitieron en la playa antes de que llegara el Colorado se transformaron en el recuerdo en uno solo, de longitud normal, pero en el que cabían todos los sucesos: un día de otoño, casi caluroso, en el que hubieran podido entrar, además, su propia infancia y multitud de deseos que no se cumplieron nunca. No necesitaba agregar un solo minuto para verse conversar con los pescadores en la extremidad izquierda de la playa, desmembrar cangrejos para las carnadas; verse recorriendo la orilla en dirección al pueblo, al almacén
donde compraba la comida y se emborrachaba apenas, dando un monosílabo por cada frase afirmativa del patrón. Estaba, en el mismo día casi ardiente, bañándose en la completa soledad de la playa, inventando, entre tantas otras cosas, un madero carcomido balanceado por las olas y un terceto de gaviotas chillando encima. Estaba trepando y resbalando en las dunas, persiguiendo insectos entre las barbas de los arbustos, presintiendo el lugar donde sería enterrado el anillo.
Y, además, mientras esto sucedía, Díaz Grey bostezaba en el corredor del chalet, estirado en la silla de playa, una botella a un lado, una revista vieja sobre las piernas; herrumbrada, inútil y vertical contra el tronco de la enredadera, la escopeta descubierta en el galpón.


Díaz Grey estaba con la botella, su desencanto, la revista y la escopeta cuando el Colorado salió de entre los árboles y fue trepando hacia la casa, el saco colgado de un hombro, la gran espalda doblada. Díaz Grey esperó a que la sombra del otro le tocara las piernas; alzó entonces la cabeza y miró el pelo revuelto, las mejillas flacas y pecosas; se llenó con una mezcla de piedad y repulsión que habría de conservarse inalterada en el recuerdo, más fuerte que toda voluntad de la memoria o la imaginación.
—Me manda el doctor Quinteros. Soy el Colorado —anunció con una sonrisa; con un brazo apoyado en la rodilla estuvo esperando las modificaciones asombrosas que su nombre impondría al paisaje, a la mañana que empezaba a declinar, al mismo Díaz Grey y su pasado. Era mucho más corpulento que el médico, aun así, encogido, construyendo su prematura joroba. Apenas hablaron; el Colorado mostró el filo de los dientes diminutos, como de un niño, tartamudeó y fue desviando los ojos hacia el río.
Díaz Grey pudo continuar inmóvil, tan solitario como si el otro no hubiera llegado, como si no alargara el brazo y abriera la mano para dejar caer el saco, como si no se fuera acuclillando hasta quedar sentado en la galería, las piernas colgantes, excesivamente doblado el torso en dirección a la playa. El médico recordó la historia clínica del Colorado, la ampulosa descripción de su manía incendiaria escrita por Quinteros, en la que este semiidiota pelirrojo, manejador de fósforos y latas de petróleo en las provincias del norte, aparecía tratando de identificarse con el sol y oponiéndose a su inmolación en las tinieblas maternales. Tal vez ahora, mirando los reflejos en el agua y en la arena, evocara, poetizadas e imperiosas, las fogatas que había confesado a Quinteros. 
—¿No se come? —preguntó el Colorado al atardecer. Entonces Díaz Grey recordó que el otro estaba ahí, doblado, la cabeza redonda tendida hacia la arena que comenzaba a levantar los remolinos de viento. Lo hizo entrar en la casa y comieron, trató de emborracharlo para averiguar algo que no le interesaba: si había venido a esconderse o a vigilarlo. Pero el Colorado apenas conversó mientras comía; bebió todos los vasos que le ofrecieron y fue a tenderse, descalzo, a un costado de la casa.
Entonces se iniciaron los días de lluvia, un período de nieblas que se enredaban y colgaban, velozmente marchitas, de los árboles, borrando a veces y haciendo revivir otras, los colores de las hojas aplastadas en
la arena. 
"El no está", pensaba Díaz Grey mirando el cuerpo encogido y silencioso del Colorado, viéndolo andar descalzo, empujar la humedad con los hombros, estremecerse como un perro mojado.
Con un brazo a medias tendido, con una sonrisa que reveló la larga espera de un milagro imposible, el Colorado se apoderó de la escopeta.
Empezó a doblarse por las noches encima de ella, junto a la lámpara, para manejar y engrasar, caviloso y torpe, tornillos y resortes; por las mañanas se introducía en la neblina con el arma al hombro o colgando
contra una pierna.
El médico estuvo buscando restos de cajones, papeles, trapos, alzó algunas ramas casi secas, y una noche encendió la chimenea. Las llamas iluminaron las manos que se doblaban sobre la escopeta abierta; el Colorado levantó por fin la cabeza y miró el fuego, fijamente, sin nada más que la expresión distraída de quien se ayuda a soñar con la oscilación de la luz, la suave sorpresa de las chispas. Después se levantó para corregir la posición de los troncos, manejándolos sin cuidado; volvió a sentarse en la pequeña silla de cocina que había elegido y recuperó la escopeta. Mucho antes de que el fuego se apagara, salió para inspeccionar la noche, donde la niebla se estaba transformando en llovizna y sonaba ya sobre el techo. Regresó sacudiéndose el frío, y el médico pudo verlo pasar con indiferencia junto  al resplandor de las brasas que le enrojeció la cara empapada, tirarse en la cama para dormir en seguida, la cara contra la pared, abrazado a la escopeta. Díaz Grey le echó un trapo sobre los pies embarrados, le acarició, palmeteándola, la cabeza, y lo dejó dormir, transformado en perro, sintiéndose nuevamente solo durante otros días y noches, hasta que hubo una mañana con sol intermitente. Entonces bajaron hasta la playa —el Colorado lo vio salir y lo siguió, deteniéndose a veces para apuntar con la escopeta a los pocos pájaros que era capaz de imaginar, trotando después hasta casi alcanzarlo— y recorrieron la orilla hacia el pueblo. Con una bolsa de playa llena de alimentos y botellas regresaron bajo un cielo ya huraño; el médico pudo ver los anchos pies descalzos del Colorado hollando los diversos sitios en que sería enterrado el anillo.
Llovió todo el día, y Díaz Grey se levantó para encender la lámpara un minuto antes de oír el ruido del motor en el camino. Aquí se inician los momentos que alimentan al resto del recuerdo y le otorgan un sentido variable; y así como los días y las noches anteriores a la llegada del Colorado se convirtieron en un solo día de sol, este pedazo del recuerdo se extendió y se fue renovando en un atardecer lluvioso, vivido en el interior de la casa.


Los oyó conversar mientras subían hacia el chalet, reconoció la voz de Quinteros, adivinó que la mujer que se detenía para reír era la misma; miró al Colorado, inmóvil y mudo, abrazándose las rodillas en la sillita; colocó la lámpara sobre la mesa, encendida entre los que iban a entrar y él.
—Hola, hola —dijo Quinteros. Sonreía, exageraba su contento; tocó el hombro húmedo de la mujer, como guiándola para que saludara—.Creo que se conocen, ¿eh?
Ella le dio la mano y mencionó en una pregunta el aburrimiento y la soledad. Díaz Grey reconoció el perfume, supo que ella se llamaba Molly.
—Las cosas están casi arregladas —dijo Quinteros—. Pronto volverás al algodón y al yodo, con un diploma inmaculado. No tuve más remedio que mandarte a este animal; espero que no te moleste, que puedas soportarlo. No pude arreglar de otro modo; cuidado con los fósforos. 
Molly fue hasta el rincón donde el Colorado hacía gemir el asiento, hamacándose. Le tocó la cabeza y se agachó para hacerle preguntas inútiles, dar ella misma las respuestas obvias. Díaz Grey comprendió, emocionado, que ella había sido capaz de descubrir, con una sola mirada, tal vez por el olor, que el Colorado había sido transformado en perro. Se inclinó, maniobrando con la mecha de la lámpara, para esconder la cara a Quinteros.
—Lo estoy pasando muy bien. Las mejores vacaciones de mi vida. Y el Colorado no me molesta; no habla, está enamorado de la escopeta.
—Puedo seguir así indefinidamente. Si quieren comer algo...
—Gracias —dijo Quinteros—, Sólo unos pocos días más, todo se está arreglando —ella continuaba empequeñecida junto a la sonrisa del Colorado, el impermeable barriendo el suelo—. Pero creo que te voy a
estropear las vacaciones.
¿Hay algún inconveniente en que Molly se quede aquí un par de días? Es bueno retirarla de la circulación.
—No por mí —repuso Díaz; apartó rápidamente de la lámpara el temblor de su mano—. Pero ella, vivir aquí...
Se alejó de la mesa, señalando las paredes de la habitación con los brazos, entró y salió de la zona de perfume.
—Se arreglará —dijo Quinteros—. ¿No es cierto que te arreglarás? Dos o tres días. 
Ella alzó la cabeza para mirar a Quinteros. 
—Tengo al Colorado para que me cante.
—Ella te explicará, si quiere —dijo Quinteros. Se despidió casi en seguida y los dos descendieron abrazados, lentamente, a pesar de que la lluvia mojaba y estiraba el pelo de la mujer.
Ahora Quinteros desaparece hasta el final del recuerdo; en el inmóvil, único atardecer lluvioso, ella elige el rincón donde colocará su cama, guía al Colorado en la tarea de vaciar el pequeño cuarto que da al oeste. Cuando el dormitorio está preparado, la mujer se quita el impermeable, se calza unas zapatillas de playa; modifica la posición de la lámpara sobre la mesa, impone un nuevo estilo de vida, sirve vino en tres vasos, reparte los naipes y trata de explicarlo todo sin otro medio que una sonrisa, mientras se alisa el pelo humedecido. Juegan una mano y otra; el médico empieza a comprender la cara de Molly, los ojos  azules e inquietos, lo que hay de dureza en su mandíbula ancha, en la facilidad con que puede alegrar su boca y hacerla inexpresiva de inmediato. Comen algo y vuelven a beber; ella se despide para acostarse; el Colorado arrastra su cama cerca de la puerta del dormitorio de la mujer y se tiende, la escopeta sobre el pecho, un talón rozando el suelo para que Díaz Grey sepa que no duerme.


Vuelven a jugar a los naipes hasta aquel momento en que ella bebe demasiado y deja caer los que acaba de pasarle el Colorado, con sólo abrir los dedos, de manera más definitiva que si los arrojara con violencia contra la mesa, estableciendo así que no volverán a jugar.
El Colorado se levanta, recoge los naipes y los va tirando en el fuego de la chimenea. Sólo resta, piensa el médico, acariciar a Molly o hablarle; encontrar y decir una frase limpia pero que aluda al amor. Alarga el
brazo y le toca el pelo, lo aparta de la oreja, lo suelta, vuelve a levantarlo. El Colorado pone sobre la mesa la sombra de la escopeta, tomada ahora por el caño. Díaz Grey levanta el pelo y lo suelta, imaginando cada vez el suave golpe que debe ella sentir contra la oreja.
El Colorado está hablando sobre sus cabezas, agita la escopeta y su sombra; repite el nombre de Quinteros, termina y vuelve a comenzar la misma frase, dándole un sentido más transparente o confuso, según Molly lo mire o baje los ojos. La escopeta golpea la muñeca de Díaz Grey y la empuja contra la mesa.
—No se puede hacer —grita el Colorado.
Díaz Grey vuelve a separar el pelo de la oreja con dedos que apenas puede estirar; Molly alza las manos y las une encima de su bostezo.
Entonces Díaz Grey siente el dolor en la muñeca y piensa, ya sin compensaciones, que puede estar rota. Ella coloca una mano sobre el pecho de cada uno. El Colorado vuelve a sentarse en la sillita, junto a la
chimenea apagada, y Díaz Grey se acaricia el dolor que sube por el brazo, empuja la mano dolorida contra la boca de Molly, que retrocede, se resiste y se abre. Entonces llega el momento en que el médico resuelve matar al Colorado y desciende a la humillación de esconder el cuchillo de limpiar pescado entre la camisa y el vientre y pasearse frente al otro hasta que la hoja fría se entibia, hasta que Molly avanza, desde la puerta, desde alternados rincones de la habitación, extiende los brazos y se acusa a sí misma, alude a una fatalidad imprecisa y personal.
El médico, desembarazado del cuchillo, está tendido en la cama, fumando; escucha el golpeteo de la llovizna en el techo, en la superficie de la tarde inmóvil. El Colorado se pasea ante la puerta de Molly, la escopeta inservible al hombro, cuatro pasos, vuelta, cuatro pasos.
El ruido del agua se hace furioso en el techo y en el follaje, se gasta; ahora ellos andan en el silencio expectante, escudriñando el paisaje gris desde las puertas y las ventanas, remedando ademanes de estatua en
la galería, un brazo estirado, todos los sentidos juntos en el dorso de la mano. Por lo menos ella y Díaz Grey. El Colorado presiente la desgracia y se pasea en círculos, dentro de la habitación; arrastra un gemido y la
culata del arma contra el piso. El médico espera a que la velocidad de su marcha aumente, se haga frenética, asuste a Molly, amaine.
Cuando Díaz Grey inicia sus viajes entre el galpón y la chimenea, cargando todo lo que pueda ser quemado, el otro continúa paseándose, jadeante, ensaya una canción que ella no quiere oír pero que finge acompañar con movimiento de la cabeza. Apoyada en el marco de la puerta, parece a la vez más alta y más débil, con los pantalones de playa y la tricota de marinero. El Colorado arrastra los pies y canta; ella balancea la cabeza con astucia y esperanza, mientras Díaz Grey enciende los fósforos, mientras la llamarada se alza y suena en el aire.
Sin mirar hacia atrás, sin intentar saber qué pasa, Díaz Grey entra en la habitación de Molly. Tendido en la cama, repite a media voz la canción que cantaba el Colorado, mira los dedos de Molly en la hebilla del
cinturón, calla al adivinar que el celestinaje corresponde al silencio.
Vuelve a resonar la lluvia y las nubes se desgarran, sostienen la luz triste de la eterna tarde de mal tiempo. Mejilla contra mejilla en la ventana, ven alejarse al Colorado, cruzar diagonalmente la playa hasta pisar la orilla, la franja de arena y agua que limita una línea de espuma endurecida.
—Molly —dice Díaz Grey. Sabe que es necesario suprimir las palabras para que cada uno pueda engañarse a sí mismo, creer en la importancia de lo que están haciendo y atraer hasta ellos la sensación, ya reacia, de lo perdurable. Pero Díaz Grey no puede evitar nombrarla.
—Molly —repite, inclinado sobre su último olor—. Molly.
Ahora el Colorado está erguido, rígido junto a la chimenea enfriada, con la escopeta apoyada en los dedos de un pie. Ella se sienta a la mesa y bebe; Díaz Grey vigila al Colorado sin dejar de ver los dientes de Molly,
manchados por el vino, exhibidos en una mueca reiterada que no intenta nunca ser una sonrisa. Ella deja el vaso, se estremece, habla en inglés a nadie. El Colorado continúa haciendo guardia al fuego muerto
cuando ella reclama un lápiz y escribe versos, obliga a Díaz Grey a mirarlos y guardarlos para siempre, pase lo que pase. Hay tanta desesperación en la parte de la cara de la mujer que él se anima a mirar, que Díaz Grey mueve los labios como si leyera los versos y guarda con cuidado el papel mientras ella fluctúa entre el ardor y el llanto.
—Lo escribí yo, es mío —miente ella—. Es mío y es tuyo. Quiero explicarte lo que dice, quiero que lo aprendas de memoria.
Paciente y enternecida, lo obliga a repetir, lo corrige, le da ánimos: Here is that sleeping place, Long resting place No stretching place, That never-get-up-no-more Place Is here.
Salen a buscar al Colorado. Tomados del brazo, siguen el camino que le vieron hacer antes, en otro momento de la tarde desapacible; bajan, molestándose, paso a paso; caminan en diagonal hasta la orilla y
continúan pisándola hasta el pueblo, el almacén. Díaz Grey pide un vaso de vino y se apoya en el mostrador; ella desaparece dentro del negocio, grita y murmura en el rincón del teléfono. Trae, al regresar, una sonrisa nueva, una sonrisa que daría miedo al médico si la sorprendiera dirigida a otro hombre.
Desandan el camino bajo la menuda llovizna que reaparece para enfrentarlos. Ella se detiene.
—No encontramos al Colorado —dice sin mirarlo. Levanta la boca para que Díaz Grey la bese y le deja un anillo en la mano al separarse—. Con esto podemos vivir meses, en cualquier parte. Vamos a recoger mis
cosas.
Mientras apresuran el paso por la orilla, Díaz Grey busca en vano la frase y el tipo de mirada que quisiera dejar al Colorado. Ahora sí hay, cerca de la costa, un madero podrido que las olas alzan y hunden; hay un terceto de gaviotas y su escándalo revoloteando en el cielo.
Ella ve el automóvil antes que Díaz Grey y se echa a correr, resbalando en la arena. El médico la ve subir a una duna, los brazos abiertos, perder pie y desaparecer; queda solo ante el pequeño desierto de la playa, los ojos lastimados por el viento. Gira para protegerlos y termina por sentarse. Entonces —a veces en el final de la tarde, otras en su mitad— cava un pozo en la arena, tira el anillo y lo cubre; lo hace ocho veces, en los lugares que pisó el Colorado, en los que él mismo había señalado con una sola mirada. Ocho veces, bajo la lluvia entierra el anillo, y se aleja; camina hasta el agua, trata de equivocar sus ojos mirando los médanos, los árboles raquíticos, el techo de la casa, el automóvil en el declive. Pero vuelve siempre, en línea recta, sin vacilaciones, hasta el sitio exacto del enterramiento; hunde los dedos en la arena y toca el anillo. Tumbado cara al cielo, descansa, se hace mojar por la lluvia y se despreocupa; lentamente inicia el camino hasta la casa.
El Colorado está extendido junto a la chimenea apagada, mascando con lentitud; tiene un vaso de vino en la mano. Ella y Quinteros murmuran velozmente, cara contra cara, hasta que Díaz Grey avanza, hasta que es imposible negar que oyen sus pasos.
—Hola —dice Quinteros, y le sonríe, le alarga un brazo; todavía tiene el sombrero puesto, desacomodado.
Díaz Grey arrastra una silla y se sienta cerca del Colorado; le acaricia la cabeza y lo palmea, cada vez más fuerte, esperando que se enfurezca para golpearle la mandíbula. Pero el otro continúa mascando, apenas se vuelve para mirar; entonces Díaz Grey deja descansar su mano sobre el pelo rojizo y mira hacia ella y Quinteros.
—Todo está arreglado —dice Quinteros—. El beneficio de la duda, para repetir las palabras del juez. Si estabas preocupado, espero que ahora... Aunque, naturalmente, pueden quedarse aquí cuanto quieran.
Se acerca y se inclina para darle otros billetes doblados. Cuando Molly termina de pintarse y abrocharse el impermeable hasta el cuello, Díaz Grey se incorpora y abre bajo la luz, bajo la cara de la mujer, la mano
con el anillo en la palma. Sin palabras —y ahora es necesario aceptar que la escena está situada en el final de la tarde— ella le toma los dedos y los va doblando, uno a uno, hasta esconder el anillo.
—Hasta cuando quieras —dice Quinteros desde la puerta. Díaz Grey y el Colorado oyen el ruido del motor que se aleja, su silencio, el murmullo del mar.

Aquí termina, en el recuerdo, la larga tarde lluviosa iniciada cuando Molly llegó a la casa en la arena; nuevamente el tiempo puede ser utilizado para medir.
Tan dramáticamente como si quisiera convencer de que lo ha comprendido todo antes que Díaz Grey, el Colorado se incorpora y vuelve hacia la puerta, hacia la lluvia que cede, una cara humanizada por la sorpresa y la angustia. Toca al médico por primera vez, le aferra un brazo y parece fortalecerse con el contacto; después se levanta y sale corriendo de la casa. Díaz Grey abre la mano, se acerca a la luz para mirar el anillo y soplar los granos de arena que se le han pegado; lo deja sobre la mesa, bebe lentamente un vaso de vino, como si fuera bueno, como si le quedaran cosas en qué pensar. Hay tiempo, se dice; está seguro de que el Colorado no necesita ayuda. Cuando se resuelve a salir encuentra, examina con indiferencia el último momento que puede ser incorporado a la tarde brumosa: una franja de luz rojiza se estira muy alta sobre el río. Enciende un cigarrillo y camina hacia el costado de la casa donde está el galpón; piensa con indolencia que terminó por guardarse el anillo, que dejó sobre la mesa el papel con los versos, que tal vez el deliberado cinismo baste para limpiarlo del remedo de la pasión y su ridículo.
Cuando Díaz Grey, en el consultorio frente a la plaza de la ciudad provinciana, se entrega al juego de conocerse a sí mismo mediante este recuerdo, el único, está obligado a confundir la sensación de su pasado
en blanco con la de sus hombros débiles; la de la cabeza de pelo rubio y  escaso, doblada contra el vidrio de la ventana, con la sensación de la soledad admitida de pronto, cuando ya era insuperable. También le es forzoso suponer que su vida meticulosa, su propio cuerpo privado de la lujuria, sus blandas creencias, son símbolos de la cursilería esencial del recuerdo que se empeña en mantener desde hace años.
En el final preferido para su recuerdo, Díaz Grey se deja caer a un costado de la casa, sobre la arena   mojada. El frenesí del Colorado, que amontona ramas, papeles, tablas, pedazos de muebles contra la pared de madera del chalet, lo hace reír a carcajadas, toser y revolcarse; cuando respira el olor del kerosene inmoviliza al otro con un silbido imperioso y se le acerca, resbalando sobre la humedad y las hojas, saca del bolsillo la caja de fósforos y la sacude junto a un oído mientras avanza y resbala.

miércoles, 13 de octubre de 2010

UN DIA DE FERVOROSA GESTA HUMANA / EL SENTIDO DE UNA BOTELLA AL MAR: MILAGRO EN ATACAMA

BOTELLA AL MAR PARA EL DIOS DE LAS PALABRAS,INTERVENCIÓN DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ EN EL CONGRESO DE ZACATECAS, ABRIL DE 1997




A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: “¡Cuidado!” El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: “¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?” Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas, ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual.

Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono y los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. 

Las cosas tienen ahora tantos nombres, en tantas lenguas, que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes, al terminar este siglo XX. Con razón un maestro de letras hispánicas, en Estados Unidos, ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países.

Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras que en la República de Ecuador tienen 105 nombres para designar el órgano sexual masculino y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. 

A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: “Parece un faro”. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es “la color” de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo ventiuno como Pedro por su casa. 

En ese sentido me atrevería a sugerir, ante esta sabia audiencia, que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas, a las que tanto debemos, lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos; asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos, antes de que se nos infiltren sin digerir; negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. 

Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y la jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron, como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.