jueves, 30 de septiembre de 2010

CON USTEDES, EL MEJOR AMIGO / EL ÚLTIMO JUGLAR, JUAN JOSÉ ARREOLA

El guardagujas

Juan José Arreola


El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
FIN

miércoles, 29 de septiembre de 2010

UNA COPA DE EFLUVISMO / LA SORPRESIVA LLEGADA DE VIRGILIO LOPEZ AZUAN



LAS VOCALES---POEMAS DE VIRGILIO LOPEZ AZUAN...



POEMA SIN A

 Estoy en el estío de tus ojos y entre este silencio y los otros, somos testigos de mil incendios, miedos sin mundos y sin olvidos. Como cielo infinito subo, y me vuelvo orbe, miro flores y ruiseñores, y entonces, silbo sobre oro de sol. En estos hoyos profundos toco el sueño nocturno de los perros, fuegos de crepúsculos negros, limbos negros, como los ojos tuyos. Presente, en el fondo, sombreros de limo, húmedos versos que vuelven. Sobre ti, senderos estrechos del verde monte, monte verde, tinto de sed. Si tenemos los miedos, los rezos mueren como golpe de viento, como el zinc ocre del techo. Golpes en el pecho, dolor del puño enrojecido, golpes y dolores en el miedo intenso. En el vientre confuso y postrero, elevo mis tonos, sonidos del viento y del miedo. Si, en tus ojos todo es seguro, vencidos por cuchillos de fuegos, nos tendemos como peces fosforescentes, con tus luces y mis ilusiones estridentes. Queditos en los sueños te evoco en tu cielo rojo, que vencido converso sobre los esqueletos perdidos del mundo. No me voy del estío de tus ojos, del negro encendido, en esos rostros que mueren sin tus tesoros. Herido y sin retoño toco el limo, me busco y me ilumino y solo encuentro un ser umbrío, con sed de tiempo, con el cuerpo en el suelo muerto por los cocuyos nocturnos. Me quedo en el estío de tus ojos y no me corro, no iré con los moluscos, ni con los líquenes, no me iré de tus ojos. Estoy libre con tus destellos, con tus flores y tus ruiseñores, convoco vientos y nubes, convoco todo. En el doble grito de tu pecho derrumbo sueños, y beso como loco con relinchos y estruendos. Te lo juro, no me iré del estío de tus ojos.


POEMA SIN E

Olvidados por las horas y los  días, van los ancianos camino abajo, buscando rosas y lirios, llorando auroras, soltando humos, mañanas y cirios.  Olvidados por años y lo siglos, van los ancianos,  con sus rostros afligidos, ya no son cantos sino llantos, ya no son pan, solo limo. Los ancianos olvidados cantan y cantan, y cada palabra y cada sonido tocan guitarras, sutil pasión, como arrullos y grillos.  Los ancianos son blandos, dolor y cama, silla y braza, cigarro y tabaco. Si los buscan los ancianos dormitan, con historias vagas, con risas y fantasmas. Toda la gloria va por sus ojos, su brillo gris, su luz y sus sonrojos. Todos los abismos abisman, hundidos agrandan simas sin fondos. Los ancianos cavilan sus olvidos y vomitan abandonos, nadan sus lágrimas con ríos anaranjados. Tornados color mostaza  arrasan los vacíos  y sus días, sus campos santos y su vocación para contar historias y asustar fantasmas. Olvidados los ancianos convocan los pájaros dorados, llaman lluvias y algazaras, cantos y gallos, picos y picadas. Olvidados cargan canas, blancas canas, sábanas y camas, piso frío y alpargatas. Los ancianos cargan sábanas y camas, piso frío y alpargatas. Los ancianos llaman, palabras con flamas, con ardor a pico, con pasión y ganas. Si cantan por las mañanas, mariposas tocan rosas, los arroyos hablan para las montañas. Si los buscan, canto a canto cantan y si los saxos nocturnos tocan otoños blancos, podrán silbar sonatas cada mañana. Olvidados los ancianos cantan olvidos y camas, sábanas y almohadas. Los ancianos no olvidan nada, lo cantan. Toda la gloria va por sus arrullos, caminando Sahara y norias, trópicos y capullos, y con toda su magia, los ancianos las calman. Solo la lluvia moja sus instintos y avanzan los cocuyos iluminados con su carga hormonal y cósmica. Los ancianos son arrugas y orugas, manos y lunas, cristal y gruta, cicatriz y arado. Los ancianos miran con sus ojos oscuros, pupilas soñadas con tantos olvidos.

 POEMA SIN I

Todo lo oscuro resplandece al toque de tus manos, nos levanta las albas en los pechos, nos canta verdades con los secretos. Los ángeles pobladores de las alturas con los peces verde mar traerán los otros versos con escamas plateadas para despertar el verbo amar. Sobre lo oscuro oscurece para volverse luz, corazones, esplendores. Veremos entonces las flores que nos llenan del rojo manto enamorado. Todo lo oscuro está lleno de rayos, de resplandores, de  pájaros... Entonces nos mueven las alas para domar la muerte, lentamente con el dedo en lo alto. Todo lo oscuro es sombra, astro que cae en la noche clara. Sobre lo oscuro se ahogan las estrellas, salen brumas para los versos nocturnos. Sobre la pena lo oscuro, la muerte, perro que no calla en las horas que avasallan los huéspedes eternos.
Todo resplandece más del lado oscuro, sereno de la noche, cuando besa los encantos. Tus manos se juntan como evocadas almas en las maromas. Somos los otros, se escuchan los pasos del sendero en la altura de las flores, se escucha el vals de espejos esplendentes. Armamos los colores, creando lámparas en la sexta columna del amor, para no quedar huérfanos perturbados. Nos casaremos con la fortuna de las sedas, entraremos en las casas con panes en las manos a encender los altares. Sábanas de la noche tendrán nuestras camas sobre los sueños, sobre el mar de la luna. Podremos convocar los recuerdos, moverlos a otros lugares, donde temblemos como tórtolas, enamorados.  Haremos el amor cuerpo a cuerpo, salado sudor del deseo. No veremos jamás los rastros, las huellas presas en nuestra mente, las que entraron con sus alforjas a danzar sus recuerdos. Vengan a vernos totalmente envueltos entre estos altares con las luces de mayo que llegaron temprano a despertarnos… Después volaremos por las ventanas conjurando lo oscuro, la noche quedó atrás con las yerbas del sueño proclamado. Saldremos a crear luces nuevas, que estallan el corazón de los amados. Las flores tendrán nuevos pétalos, nuevas cartas de amor en alas donde todos vamos volando.
Todo lo oscuro resplandece enredado en tu cuello, cual vuelo de manos que forma meandros con los dedos. Todo tu cuerpo se estremece, las manzanas de tu edén sorprenden, empequeñecen…Ahora, destapa los pechos,  desata del corazón sus truenos soñados en el establo, en la pequeña alcoba, en la rumba nocturna del rock. Todo lo oscuro resplandece a toque de tus besos…

POEMA SIN O

Me quedan albas suspendidas en el alma, amarillas tardes en mi carne estremecida.
Me quedan tus caricias en la piel, este mar amante que besa nuestras playas. Me quedan tantas primaveras, verde mar en la mente desplegada, jardines en mis calles, el té de las siete en la mirada. Sé que tienen las aguas espumas blancas, amantes algas, verdes y claras. Al ras de su mirada la luz es alga en flama, de blanca espuma y tarde en despedida.
 Me quedan mañanas tranquilas en tus ventanas, ver las aves en las nubes, alas y plumas. Me quedan tantas alegrías estalladas en la garganta,  que reclaman tu risa, tu risa vespertina Si en las puertas se escapan umbrales, iré tras sus callejas a buscarte perlas, iré a mil, a buscarte perlas. Después vendrá la brisa llena de luz,  piel de amante y azules playas.
Después vendrán peces en las tarrayas, redes y escamas, barcas repletas que besan madrugadas. Serás jazmín, blancas eternidades, encajes de plata.  Serás la planta que alimenta la arcilla, arena que espera el agua. Seré siempre flama, la que sale escurrida, ruta ambarina devuelta a la punta de tu lengua, la que incendia, la que ama.
Si me vieran, me quedan albas suspendidas, banquetes  para nuestra casa, pan y galletas.  Irán a buscarme paisajes de naranjas en la tarde crepuscular y besaré tu piel de seda para curar las cicatrices. Buscaré las llamas para cubrirme de cenizas si mi piel te reclama.
Buscaré de ángeles y alabanzas, anunciar para siempre esta lluvia de estrellas en  la mente,
las que vienen de tus caricias, tus gemas perennes. Quedan muchas esperanzas en tu risa, en tus dientes de perlas…Me queda este mar amante que besa nuestras playas.


POEMA SIN U

Hablo de vos, árbol crecido, color marrón de este otoño mío. Yo, cazador de  insectos, con la vara larga llena de las hojas verdes pintas, caoba sin tiempo y sin olvidos. Has brotado de la tierra y entre el limo y la arena lanzaste retoños con ansia mineral, con el sol en ristre portador de espadas calientes. Árbol crecido, pasado interno del patio sin olvidos, centinela de hojas danzarinas, de flores con versos de pistilos, con rezos de coloras en los caminos. Hablo de vos, árbol crecido, pasión y madre, vegetal del instinto, imagen peregrina tendiendo ramas al cielo. Avisad a todos, árbol crecido, dale mis celos al labrador, al hacha hecha filo en el maderamen. Van los años entre anillos silenciosos, colores negro y pardo, marca del tiempo en los labios. Levanta la mirada, estira las raíces al río y bebe los átomos minerales para amar la tierra en todos los sentidos. Levanta las ramas tendidas al ras, y danos manos hinchadas de clorofilas para vencer el miedo, todos los miedos tocados en los pechos. Danos las manzanas, retoños de la vida y la libertad. Sangrando, sangrando, iremos con remos y con piernas, con alas y con  heridas a besarte la corteza color ceniza. Hablo de vos, árbol crecido, extendido hasta las estrellas, al estiércol de los pájaros germinados en los caminos. Oh, árbol crecido, gigante de viento, nadie hará trompos contigo, ni papel,  ni aceite. No harán nada contigo, eres mi árbol crecido con raíces en mi boca y hojas en mi pecho. Hablo de vos, árbol crecido, color marrón del otoño mío.

POR VIRGILIO LÓPEZ AZUAN
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS....

viernes, 24 de septiembre de 2010

ABADDÓN
EL EXTERMINADOR(fragmento)

por ERNESTO SABATO


Y tenían por rey al Ángel del Abismo, 
cuyo nombre en hebreo es Abaddón, 
que significa El Exterminador.
APOCALIPSIS SEGÚN EL APÓSTOL SAN JUAN
Es posible que mañana muera, y en la tierra no quedará nadie que me baya comprendido por completo.
Unos me considerarán peor y otros mejor de lo que soy. Algunos dirán que era una buena persona; otros,
que era un canalla. Pero las dos opiniones serán igualmente equivocadas.
Mijail Iurevitch Lérmontov,
UN HÉROE DE NUESTRO TIEMPO


ALGUNOS ACONTECIMIENTOS PRODUCIDOS EN LA CIUDAD DE BUENOS AIRES EN LOS COMIENZOS DEL AÑO 1973


EN LA TARDE DEL 5 DE ENERO,
de pie en el umbral del café de Guido y Junín, Bruno1 vio venir a Sabato, y cuando ya se disponía a hablarle sintió que un hecho inexplicable se produciría: a pesar de mantener la mirada en su dirección, Sabato siguió de largo, como si no lo hubiese visto. Era la primera vez que ocurría algo así y, considerando el tipo de relación que los unía, debía excluir la idea de un acto deliberado, consecuencia de algún grave
malentendido.
Lo siguió con ojos atentos y vio cómo cruzaba la peligrosa esquina sin cuidarse para nada de los automóviles, sin esas miradas a los costados y esas vacilaciones que caracterizan a una persona despierta y conciente de los peligros.
La timidez de Bruno era tan acentuada que en rarísimas ocasiones se atrevía a telefonear.  Pero,  después  de un largo tiempo sin encontrarlo en La Biela ni en el Roussillon, y cuando supo por los mozos que en todo ese período no había  reaparecido,  se  decidió  a  llamar a  su casa.  "No  se  siente  bien" , le  respondieron  con
vaguedad. "No, no saldría por un tiempo." Bruno sabía que, en ocasiones durante meses, caía en lo que él llamaba "un pozo", pero nunca como hasta ese momento sintió que la expresión encerraba una temible verdad. Empezó a recordar algunos relatos que le había hecho sobre maleficios, sobre un tal Schneider, sobre desdoblamientos. Un gran desasosiego comenzó a apoderarse de su espíritu, como si en medio de un territorio desconocido cayera la noche y fuese necesario orientarse con la ayuda de pequeñas luces en lejanas chozas de gentes ignoradas, y por el resplandor de un incendio en remotos e inaccesibles lugares. 

EN LA MADRUGADA DE ESA MISMA NOCHE
se producían, entre los innumerables hechos que suceden en una gigantesca ciudad, tres dignos de ser señalados, porque guardaban entre sí el vínculo que tienen siempre los personajes de un mismo drama, aunque a veces se desconozcan entre sí, y aunque uno de ellos sea un simple borracho.

En el viejo Bar Chichín, de la calle Almirante Brown esquina Pinzón, su actual dueño, don Jesús Mourente, mientras se disponía a cerrar el negocio, le dijo al único parroquiano que quedaba en el mostrador:
—Dale, Loco, que hay que cerrar.
Natalicio Barragán apuró su copita de caña quemada y salió tambaleante. Ya en la calle, repitió el cotidiano milagro de atravesar con distraída placidez la avenida recorrida a esa hora de la noche por autos y colectivos enloquecidos. Y luego, como si caminara sobre la insegura cubierta de un barco en mar gruesa, bajó hacia la
Dársena Sur por la calle Brandsen.
Al llegar a Pedro de Mendoza, las aguas del Riachuelo, en los lugares en que reflejaba la luz de los barcos, le parecieron teñidas de sangre. Algo le impulsó a levantar los ojos, hasta que vio por encima de los mástiles un monstruo rojizo que abarcaba el cielo hasta la desembocadura del Riachuelo, donde perdía su enorme
cola escamada.
Se apoyó en la pared de zinc, cerró los párpados y descansó, agitado. Después de unos momentos de turbia reflexión, en que sus ideas trataban de abrirse paso en un cerebro lleno de desperdicios y yuyos, volvió a abrirlos. Y de nuevo, ahora más nítidamente, vio el dragón cubriendo el firmamento de la madrugada como una furiosa serpiente que llameaba en un abismo de tinta china.
Quedó aterrado.
Alguien, felizmente, se acercaba. Un marinero.
—Mire —le comentó con voz trémula.
—Qué —preguntó el hombre con esa bonhomía que la gente de buen corazón emplea con los borrachos.
-Allá.
El hombre dirigió la mirada en la dirección que le indicaba.
—Qué —repitió, observando con atención.
-Eso!
Después de escrutar un buen rato aquella región del cielo, el marinero se alejó, sonriendo con simpatía. El Loco lo siguió con sus ojos, luego volvió a apoyarse contra la pared de zinc, cerró sus párpados y meditó con temblorosa concentración.
Cuando volvió a mirar, su terror se hizo más intenso: el monstruo ahora echaba fuego por las fauces de sus siete cabezas. Entonces cayó desmayado. Al despertar, tirado en la vereda, era de día. Los primeros obreros se dirigían a sus trabajos.
Pesadamente, sin recordar en ese instante la visión, se encaminó al cuarto de su conventillo.2 El segundo hecho se refiere al joven Nacho Izaguirre. Desde la oscuridad que le favorecían los árboles de la Avenida del Libertador, vio detenerse un gran Chevy Sport,  del  que bajaron el señor Rubén Pérez Nassif, presidente de

INMOBILIARIA PERENÁS, y su hermana Agustina Izaguirre. Eran cerca de las dos de la mañana. Entraron en una de las casas de departamentos. Nacho permaneció en su puesto de observación hasta las cuatro, aproximadamente, y luego se retiró hacia el lado de Belgrano, con toda probabilidad hacia su casa. Caminaba con las manos en los bolsillos de sus raídos blue-jeans, encorvado y cabizbajo.
Mientras tanto, en los sórdidos sótanos de una comisaría de suburbio, después de sufrir tortura durante varios días, reventado finalmente a golpes dentro de una bolsa, entre charcos de sangre y salivazos, moría Marcelo Carranza, de veintitrés años, acusado de formar parte de un grupo de guerrilleros.

TESTIGO, TESTIGO IMPOTENTE,
se decía Bruno, deteniéndose en aquel lugar de la Costanera Sur donde quince años atrás Martín le dijo "aquí estuvimos con Alejandra". Como si el mismo cielo cargado de nubes tormentosas y el mismo calor de verano lo hubieran  conducido  inconciente y  sigilosamente  hasta  aquel  sitio  que  nunca  más  había visitado desde
entonces. Como si ciertos sentimientos quisieran resurgir desde alguna parte de su espíritu, en esa forma indirecta en que suelen hacerlo, a través de lugares que uno se siente inclinado a recorrer sin exacta y clara conciencia de lo que está en juego.
Pero, cómo nada en nosotros puede resurgir como antes?, se condolía. Puesto que no somos lo que éramos entonces, porque nuevas moradas se levantaron sobre los escombros de las que fueron destruidas por el fuego y el combate, o, ya solitarias, ufrieron el paso del tiempo, y apenas si de los seres que las habitaron perduran el recuerdo confuso o la leyenda, finalmente apagados u olvidados por nuevas pasiones y desdichas: la trágica desventura de chicos como Nacho, el tormento y muerte de inocentes como Marcelo.
Apoyado en el parapeto, oyendo el rítmico golpeteo del río a sus espaldas, volvió a contemplar Buenos Aires a través de la bruma, la silueta de los rascacielos contra el cielo crepuscular.
Las gaviotas iban y venían, como siempre, con la atroz indiferencia de las fuerzas naturales. Y hasta era posible que en aquel tiempo en que Martín le hablaba allí de su amor por Alejandra, aquel niño que con su niñera pasó a su lado, fuese el propio Marcelo. Y ahora, mientras su cuerpo de muchacho desvalido y tímido, los restos de su cuerpo, formaban parte de algún bloque de cemento o eran simple ceniza en algún horno eléctrico, idénticas gaviotas hacían en un cielo parecido las mismas y ancestrales evoluciones. Y así todo pasaba y todo era olvidado, mientras las aguas seguían golpeando rítmicamente las costas de la ciudad anónima.


Escribir al menos para eternizar algo: un amor, un acto de heroísmo como el de Marcelo, un éxtasis. Acceder a lo absoluto. O quizá (pensó con su característica duda, con aquel exceso de honradez que lo hacía vacilante y en definitiva ineficaz), quizá necesario para gente como él, incapaz de esos actos absolutos de la pasión y el heroísmo. Porque ni aquel chico que un día se prendió fuego en una plaza de Praga, ni Ernesto Guevara, ni Marcelo Carranza habían necesitado escribir. Por un momento pensó que acaso era el recurso de los impotentes. No tendrían razón los jóvenes que ahora repudiaban la literatura? No lo sabía, todo era muy complejo, porque si no habría que repudiar, como decía Sabato, la música y casi toda la poesía, ya que tampoco ayudaban a la revolución que esos jóvenes ansiaban.
Además, ningún personaje verdadero era un simulacro levantado con palabras: estaban construidos con sangre, con ilusiones y esperanzas y ansiedades verdaderas, y de una oscura manera parecían servir para que todos, en medio de esta vida confusa, pudiésemos encontrar un sentido a la existencia, o por lo menos su remota vislumbre.
Una vez más en su ya larga vida sentía esa necesidad de escribir, aunque no le era posible comprender por qué ahora le nacía de ese encuentro con Sabato en la esquina de Junín y Guido. Pero al mismo tiempo experimentaba su crónica impotencia frente a la inmensidad. El universo era tan vasto. Catástrofes y tragedias, amores y desencuentros, esperanzas y muertes, le daban la apariencia de lo inconmensurable. Sobre qué debería escribir? Cuáles de esos infinitos acontecimientos eran esenciales? Alguna vez le había dicho a Martín que podía haber cataclismos en tierras remotas y sin embargo nada significar para alguien: para ese chico, para Alejandra, para él mismo. Y de pronto, el simple canto de un pájaro, la mirada de un hombre que pasa, la llegada de una carta son hechos que existen de verdad, que para ese ser tienen una importancia que no tiene el cólera en la India. No, no era indiferencia ante el mundo, no era egoísmo, al menos de su parte: era algo más sutil. Qué extraña condición la del ser humano para que un hecho tan espantoso fuera verdad. Ahora mismo, se decía, niños inocentes mueren quemados en Vietnam por bombas de napalm: no era una infame ligereza escribir sobre algunos pocos seres de un rincón del mundo? Descorazonado, volvía a observar las gaviotas en el cielo.  Pero no,  se rectificaba.  Cualquier  historia  de las
esperanzas y desdichas de un solo hombre, de un simple muchacho desconocido, podía abarcar a la humanidad entera, y podía servir para encontrarle un sentido a la existencia, y hasta para consolar de alguna manera a esa madre vietnamita que clama por su hijo quemado. Claro, era lo bastante honesto para saber (para temer) que lo que él pudiese escribir no sería capaz de alcanzar semejante valor. Pero ese milagro era posible, y otros podían lograr lo que él no se sentía capaz de conseguir.

O sí, quién nunca podía saberlo. Escribir sobre ciertos adolescentes, los seres que más sufren en este mundo implacable, los más merecedores de algo que a la vez describiera su drama y el sentido de sus sufrimientos, si es que alguno tenían.
Nacho, Agustina, Marcelo. Pero, qué sabía de ellos? Apenas si vislumbraba en medio de las sombras Algunos significativos episodios de su propia vida, sus propios recuerdos de niño y adolescente, la melancólica ruta de sus afectos.
Pues, qué sabía realmente no ya de Marcelo Carranza o de Nacho Izaguirre sino del propio Sabato, uno de los seres que más cerca había estado siempre de su vida?
Infinitamente mucho pero infinitamente poco. En ocasiones, lo sentía como si formara parte de su propio espíritu, podía imaginar casi en detalle lo que habría sentido frente a ciertos acontecimientos. Pero de repente le resultaba opaco, y gracias si a través de algún fugaz brillo de sus ojos le era dado sospechar lo que estaba sucediendo en el fondo de su alma; pero quedando en calidad de suposiciones, de esas arriesgadas suposiciones que con tanta suficiencia arrojamos sobre el secreto universo de los otros. Qué conocía, por ejemplo, de su real relación Con aquel violento Nacho Izaguirre y sobre todo con su enigmática hermana? En
cuanto a sus relaciones con Marcelo, sí, claro, sabía cómo apareció en su vida, por esa serie de episodios que parecen casuales pero que, como siempre repetía el propio Sabato, sólo lo eran en apariencia. Hasta el punto de poderse imaginar, finalmente, que la muerte de ese chico en la tortura, el feroz y rencoroso vómito
(por decirlo de alguna manera) de Nacho sobre su hermana, y esa caída de Sabato estaban no sólo vinculados sino vinculados por algo tan poderoso como para constituir por sí mismo el secreto motivo de una de esas tragedias que resumen o son la metáfora de lo que puede suceder con la humanidad toda en un tiempo como este.
Una novela sobre esa búsqueda del absoluto, esa locura de adolescentes pero también de hombres que no quieren o no pueden dejar de serlo: seres que en medio del barro y el estiércol lanzan gritos de desesperación o mueren arrojando bombas en algún rincón del universo. Una historia sobre chicos como Marcelo y Nacho y sobre un artista que en recónditos reductos de su espíritu siente agitarse esas criaturas (en parte vislumbradas fuera de sí mismo, en parte agitadas en lo más profundo de su corazón) que demandan eternidad y absoluto. Para que el martirio de algunos no se pierda en el tumulto y en el caos sino que pueda alcanzar el corazón de otros hombres, para removerlos y salvarlos. Alguien tal vez como el propio Sabato frente a esa clase de implacables adolescentes, dominado no sólo por su propia ansiedad de absoluto sino también por los demonios que desde sus antros siguen presionándolo, personajes que alguna vez salieron en sus libros, pero que se sienten traicionados por las torpezas o cobardías de su intermediario; y avergonzado él mismo, el propio Sabato, por sobrevivir a esos seres capaces de morir o matar por odio o amor o por su empeño de desentrañar la clave de la existencia. Y avergonzado no sólo por sobrevivirlos sino por hacerlo con ruindad, con tibias compensaciones. Con el asco y la tristeza del éxito.

Sí, si su amigo muriera, y si él, Bruno, pudiese escribir esa historia. Si no fuera como desdichadamente era: un débil, un abúlico, un hombre de puros y fracasados intentos.
Nuevamente volvió su mirada a las gaviotas sobre el cielo en decadencia. Las oscuras siluetas de los rascacielos en medio de cárdenos esplendores y catedrales de humo, y poco a poco entre los melancólicos violáceos que preparan la funeraria corte de la noche. Agonizaba la ciudad entera, alguien que en vida fue
groseramente ruidoso pero que ahora moría en dramático silencio, solo, vuelto hacia sí mismo, pensativo. El silencio se hacía más grave a medida que avanzaba la noche, como se recibe siempre a los heraldos de las tinieblas.
Y así terminó un día más en Buenos Aires, algo irrecuperable para siempre, algo que lo acercaba un poco más a su propia muerte.




jueves, 23 de septiembre de 2010

LES HAGO UN REGALO / PARA LEER A UN MAESTRO: VIAJE A PIE de Fernando González

Presentación de Viaje a Pie
                                                                   por Gonzalo Arango
    

 
La vida no es un sueño, es un viaje: un viaje a pie. Y para viajar hay que estar despierto, ¿no? Despierte, pues, si quiere leer a Fernando González. Usted preguntará: ¿A dónde lleva ese viaje?

Yo digo: el hombre no tiene sino sus dos pies, su corazón, y un camino que no conduce a ninguna parte.
Pero ante este libro la respuesta es muy simple: este viaje conduce a usted mismo.

El maestro enseñaba que los conceptos son el estiércol del alma. Eso es lo que no haré en estas páginas: estercolar conceptos sobre "Viaje a Pie". Si acepté escribirla, no es para ostentar méritos de una amistad cancelada por la muerte. Por lo demás, es un esfuerzo que excede mi posibilidad. Pero hay una manera de ser digno: siendo fiel.

No pienso enturbiar la claridad de esta obra para que Fernando González, ahora ausente de la ciudad, aparezca inteligente y profundo ante las nuevas generaciones.

Aquí no aprenderán nada nuevo los viejos eruditos y los exégetas de filosofía escolástica. Para ellos, evidentemente, no escribió.

Yo me dirijo a la juventud, a esos que aún no están hipotecados, ni muertos. A usted, que desespera de lo que es, que busca un camino, que está a tiempo de salvarse. Para usted, evidentemente que sí fue escrito este libro.

En cierto sentido, este no es un libro como todos los libros; es un viaje como todos los viajes. Y los viajes no se explican: se hacen.

Este fue vivido realmente y escrito paso a paso durante el camino que de Medellín conduce a Manizales. No tiene importancia. En esencia, se trata de un viaje alrededor del mundo de Fernando González. Y esto sí tiene importancia, pues con este hombre, con este escritor, con este profeta, se inician nuevos rumbos en la literatura colombiana y continental. Su aparición marca un renacimiento espiritual, funda un nuevo ser y un nuevo pensamiento.

Aquí nada necesita ser explicado: ni los viajeros, ni el paisaje, ni el camino, ni la meta. Lo que interesa no son las peripecias de la aventura, sino el suceder interior de un filósofo de carne y hueso que ve las cosas con una visión diferente, original.

Usted, para empezar no necesita carnet de inteligente para leer a Fernando González y comprenderlo. Sólo necesita abrir el libro como una puerta, entrar, y ponerse en marcha para hacer este Viaje a Pie en compañía del maestro, como cualquier caminante.

El lo precederá porque es un guía. Su gran pasión fue viajar y conocer a los hombres. Por eso, su conocimiento es tan vivo, la síntesis de verdades y vivencias que luego de padecidas fueron recreadas en sus libros.

Como en los viajes reales, usted gozará las emociones, las sorpresas, las amarguras, las alegrías del camino que él propone. Usted será colmado en cada página con el éxtasis del paisaje; con las verdades de su filosofía viviente. Amará la pasión, la rebeldía, la sinceridad de este discurrir de un espíritu por el tiempo y el espacio de su propia conciencia.

No se arrepentirá de haber elegido este viaje. En él aprenderá muchas cosas: ante todo a conocerse. Pero no todo le será dado. Se le exigirá sinceridad y coraje, desnudarse, despojarse de sus mentiras, de sus ilusiones, de sus mitos, de lo que no es usted, de lo que niega su vida. Quedarse solo, en el puro desamparo, sin sus queridas y trampositas verdades eternas; sin esas falsas entelequias idealistas en que usted reposaba cómodo, resignado a morir, ya muerto.

Se le exigirá, en síntesis, ser guerrero, luchar contra todo y contra usted mismo; aceptar morir para resucitar. Al final del viaje tendrá su recompensa: ya no estará solo, pues habrá enterrado en el camino su ser muerto, y habrá salvado su verdadero ser.

Fernando González es un escritor clásico. Y como clásico, de todos los tiempos. Sobre todo del nuestro: un colombiano universal.

Su obra refleja este siglo, nos afecta, nos compromete, nos turba, nos acusa, nos libera. Constituye, por su rebeldía y sinceridad, por su desnudez y agresivo lenguaje, uno de los testimonios humanos más vivos y beligerantes de nuestra literatura.

No es un escritor "profesional" en el sentido de hacer de la literatura un fin estético. Para él es un medio de comunicación, el más eficaz. A través de las palabras se confiesa, se comprende, se realiza como ser humano. Lo dijo en EL REMORDIMIENTO: "La literatura ha sido mi panacea; es una necesidad espiritual sucedáneo del confesionario".

Todo lo que escribió constituye por eso una vasta acusación, a la vez que una dramática confesión de sí mismo: de sus conflictos con los hombres y con Dios. Fue una lucha desesperada por el conocimiento, contra los límites y las astucias de la Razón, de la cual era su feroz y personal enemigo, porque lo alejaba de Dios y la Naturaleza.

Por este camino contingente que es el mundo buscaba anhelosamente lo Absoluto a través del arte. Es un penitente que se siente culpable de existir. La literatura significó en su vida una hoguera en la que arde, sufre, goza y se purifica. Suplicio a la vez que redención. La palabra es su instrumento mágico; en ella ama y comprende; le brinda la posibilidad de resolverse y salvarse; de reconciliarse con su destino humano y con Dios.

Para él, la literatura fue un rito de linaje religioso, y no escribe para triunfar y ser famoso sino para saciar su sed de Absoluto, que es sed de eternidad, pero también sed de vivir.

En esencia, un atormentado espíritu religioso. Su misticismo era vital, edénico, profundamente humanizado. Asumió, como síntesis de su lucha, la defensa del hombre, su libertad, su dignidad viviente. En su obra palpita, con una furia religiosa, el carácter sagrado de la vida. En su exaltación no economiza fervor. Escribe con sed para los sedientos. Al hacerlo, se desgarra interiormente para desnudarse ante sí mismo y ante los demás. Es un acto de expiación en homenaje a la verdad de su condición humana, en la que se glorifica por lo que tiene de divina, y en la que se abisma por lo que tiene de bastarda.

En nombre de ese entusiasmo no teme caer en lo irracional ni en el absurdo. Pues su pensamiento que es más pasional que racional, triza las entelequias de la lógica y la filosofía sistemática. Es un pensador paradójico, inclasificable, individualista. Oscila entre un vitalismo anárquico de tipo nietzscheano y un misticismo demoníaco. Es una especie de Prometeo sedicioso. Se rebela contra la muerte del alma, los mitos opresores de la conciencia, contra toda forma física y moral de servidumbre. A la enemiga contra la mentira convertida en dogma o en orden social.

Abominó la mezquindad de su época, sus sistemas injustos, el triunfo del conformismo. No transigió con nada ni con nadie. Lo imagino erguido, orgullosamente, solitario como un profeta, predicando en el desierto de su tiempo, ante la indiferencia y el desdén de sus contemporáneos, muy ocupados en hacer plata y en rezar para salvar el alma. Su voz era como la del rayo, fulminante, de una pureza exterminadora. Si estallaba era para iluminar las tinieblas y desgarrarlas.

Odió, claro que sí, pero su odio era una forma desesperada de amor impotente. Odió la mentira disfrazada de moral, la moral que condenaba los impulsos vitales en nombre de virtudes abstractas; la religión practicada como rito social; la farsa de los filisteos de la política; el fariseísmo de la caridad católica; las demagogias de la democracia; el culto fetichista de los falsos valores.

Luchó contra todos y contra sí mismo, en quien veía un "bastardo" de esa sociedad putrefacta que lo había hecho posible con su fanatismo y sus infiernos aterradores. Pagó caro su aventura como todos los cristos que se atreven a morir por su verdad. Sufrió la soledad, la miseria, el desprecio, el exilio en su propia patria. Crucificado en la más ignominiosa de las cruces por aquellos a quienes quería salvar: la incomunicación. Finalmente murió de lo que había vivido: de su fe, de su verdad, de su amor. Pleno de sí mismo, despojado de vanidad literaria, pobre como un asceta, enamorado de este mundo, reconciliado con su destino, fiel a ese propósito espiritual que había soñado treinta años atrás: "El fin de la vida es adquirir capacidad para morir alegremente".

Su triunfo sobre la muerte fue la fidelidad a su verdad hasta el fin. Pues amó la verdad como a así mismo, que es la única manera de ser verdadero. Su época no le perdonó esta hazaña. Pero él se negó a vivir en ese infierno de la mentira que es la muerte. Antes que claudicar o traicionarse prefirió el silencio, única manera de salvación para un espíritu religioso como el suyo.

Su renacimiento empieza con el fin: con el silencio. Inicia un nuevo viaje a pie, pero esta vez nadie lo acompaña. Está solo con su inquietud de Dios. Declina su rebeldía y se pone en tránsito de reconciliaciones con este mundo y la Eternidad.

Los años, la lucha, la soledad, le han dejado en el espíritu una resaca de amarguras. Abandona el salvavidas de la literatura, su "panacea" que por un tiempo lo mantuvo a flote, guerrero invencible, y se sumerge en el silencio. Sus críticos dijeron que era el fin de su rebeldía como escritor y el principio de su decadencia. No era cierto. Iniciaba una nueva etapa de ascenso hacia sí mismo.

Nunca saciado en su búsqueda de Dios, pero tampoco devorado por el terror de la soledad frente a la muerte, se hunde más en el laberinto persiguiendo el terrible minotauro de lo Absoluto, la salida que sólo abre el destino, y que es la muerte.

Mientras encuentra la salida del laberinto, se consuela con verdades terrestres, las lindas y humildes verdades bajo el sol. En ellas encontrará una vez más el sentido de vivir y amar, una alegría trágica, la solidaridad en el sufrimiento, el coraje en la pena. La gloria de estar vivo, en suma, esperando a Dios. Y mientras espera, canta, como los mártires en la hoguera. Pero esta vez su lenguaje no es de rebelión, sino de himno.

La sangre también tiene sus dulzuras para este guerrero en reposo que diviniza el polvo y la caricia. Está orgulloso de su finitud, pero su amor a la vida es invencible. Glorifica todo lo viviente, desde el átomo hasta Dios. Honra por igual la condición humana y la condición divina de la Naturaleza, con un fervor religioso y panteísta. Religioso por lo que bendice: la morada del hombre, la parcela que trabaja, la calle que camina, el lecho de los amantes, la tierra que lo nutre, su soledad larga como un río, como de aquí hasta Dios.

No se cansa de ser tanto misterio, tanto asombro, tanto amor a la tierra que honró con su presencia, que exaltó con un tierno y trágico lirismo hasta restituirle su dignidad edénica. Su amor a este mundo y a los hombres limitó en la locura y la fábula, más allá de la razón y lo posible. Fue casi un cristo por su amor a los hombres, pero los dioses que predicaba eran de este mundo, tenían nuestro rostro y el sabor de los frutos, efímeros como la flor y el día.

Para darle sentido a este universo absurdo, descubrió una verdad religiosa: que la sangre es el soplo de Dios hecho vida a la temperatura de la tierra. De su fuego nacieron silencios y rosas.

Nada de esto es explicable por la razón, y luchó a muerte contra ella. En esta batalla Dios está de su parte y su espíritu se inclina por la fe. Cesa la lucha, no más inviernos en el alma. Una vez más triunfa sobre lo imposible. A la salida del laberinto brilla el sol, tibio sol de febrero. Allá se dirige con júbilo, con alegría, porque ha terminado su viaje a pie, y hay que partir de nuevo.

Viajero de un eterno retorno, ¡ha ganado la luz!

Fernando González es, en cierto sentido, un existencialista religioso. Torna la palabra en vida, la vida en obra de arte, el arte en aspiración religiosa de Absoluto. Su pensamiento es concreto, vivencial. Está fundado en la experiencia, y por lo mismo, resulta paradójico y contradictorio como la vida.

Toda su obra es una autobiografía recreada en el plano estético, intelectual y religioso. Nada de lo que escribió está desvinculado de su experiencia concreta de hombre. Sus libros no fueron "pensados" sino padecidos, nacieron como respuestas al deseo, por imperativos de comunicación, de objetivar sus vivencias, de resolver sus conflictos con la realidad.

Antes que escritor, fue un viajero en el sentido más peregrino de la palabra. El viajero que más intensamente viajó alrededor de sí mismo. Fue incansable en el conocimiento y en su sed de belleza.

Su pensamiento es apasionado, viril. Lo expresó en una prosa embrujada de poesía, cargada de voluptuosidad. Su estilo es espontáneo, cálido, avivado de imágenes rutilantes, de una honda emoción. Está despojado, hasta el ascetismo, de trucos formales y resonancias retóricas. Su ritmo es el que tiene la necesidad, la belleza y la palpitación de algo vivo.

VIAJE A PIE es eso: una excitación y un camino; un camino del laberinto que conduce al conocimiento de este misterio que es el hombre, el ser que ha explicado todo, menos a sí mismo.

Fernando González es entre nosotros de esa estirpe de profetas que abren un camino, que conducen al hombre más allá del hombre, hacia un destino más alto en su vida interior.

El eco que su obra despierta en nosotros, ya muerto, testimonia su permanencia. En adelante, los relojes marcarán la hora de amarlo y comprenderlo. Sólo tenía fe en la juventud para renacer y volver al camino.

Aquí está como era, como es, encarnado y viviente en la presencia de su obra, guiándonos en su VIAJE A PIE, desde alguna parte.

[ www.gonzaloarango.com ]



Fuente:

Presentación, en Viaje a Pie, Fernando González, Bogotá, Tercer Mundo, septiembre de 1967.



miércoles, 22 de septiembre de 2010

PREGUNTAS DE ORO Y MIEL / UN CUENTO DE AGATHA CHRISTIE

EL CANTO DEL CISNE
por Agatha Christie

I

Eran las once de una mañana de mayo en Londres. El señor Cowan estaba mirando por la ventana, de espaldas a un magnífico salón de una suite del Hotel Ritz. La suite en cuestión había sido reservada para madame Paula Nazorkoff, la famosa cantante de ópera que acababa de llegar a Londres. El señor Cowan, que era el representante de madame, estaba esperando para entrevistarse con ella. Al abrirse la puerta, volvió rápidamente la cabeza, pero era sólo la señorita Read, la secretaria de madame Nazorkoff, una joven pálida pero muy eficiente, quien entraba.

—¡Oh, es usted querida! —le dijo el señor Cowan—. ¿Madame no se ha levantado todavía?

La señorita Read meneó la cabeza.

—Me dijo que viniera a eso de las diez —dijo el señor Cowan—. Llevo esperando casi una hora.

No demostró ni resentimiento ni sorpresa. El señor Cowan estaba acostumbrado a las extravagancias de un temperamento artístico. Era un hombre alto, bien afeitado, con un esqueleto demasiado bien cubierto y ropas impecables. Sus cabellos eran negros y brillantes y sus dientes de un blanco agresivo. Cuando hablaba tenía la costumbre de arrastrar las «eses», cosa que si no era precisamente un defecto, se acercaba mucho. En aquel momento se abrió una puerta al otro lado de la habitación y entró apresuradamente una joven francesa.

—¿Se ha levantado ya madame? —le preguntó Cowan esperanzado— Dígame qué noticias hay, Elisa.

Elisa se llevó ambas manos a la cabeza.

—¡Esta mañana está como diecisiete demonios juntos, nada le complace! Las preciosas rosas amarillas que monsieur le envió anoche, dice que estaban bien para Nueva York, pero que es una imbecilidad enviárselas en Londres. Dice que aquí tienen que ser rojas, y acto seguido abre la puerta y arroja las rosas amarillas al pasillo en el momento en que pasaba un monsieur tres comme il faut, un militar, según creo, y el pobre está justamente indignado por el hecho.

Cowan enarcó las cejas, pero no dio otras pruebas de emoción. Luego, sacando un librito de notas de su bolsillo escribió en él: «rosas rojas».
Elisa volvió a salir por la otra puerta y Cowan regresó de nuevo junto a la ventana. Vera Read, sentándose ante el escritorio, empezó a abrir cartas y clasificarlas. Transcurrieron diez minutos en silencio y al fin abrióse la puerta del dormitorio y Paula Nazorkoff hizo aparición en el saloncito. El efecto inmediato fue que éste pareciera más reducido, Vera Read más pálida y que Cowan se convirtiera en una mera figura decorativa.

—¡Aja! ¡Hijos míos! —dijo la prima donna—. ¿No soy puntual?

Era una mujer de gran estatura y, para ser cantante, no demasiado gruesa. Sus brazos y piernas seguían siendo esbeltos y su cuello era una hermosa columna. Sus cabellos, que llevaba sujetos en un moño, tenían un color rojo oscuro brillante y si debían su color a la cosmética el resultado no era menos efectivo. Ya no era una mujer joven, por lo menos tendría cuarenta años, pero las líneas de su rostro no perdieron encanto, a pesar de las arrugas y bolsas que circundaban sus ojos, oscuros y llameantes. Tenía la risa de un niño, la digestión de un avestruz, el temperamento de una fiera, y se la conocía como la mejor soprano dramática de sus tiempos. Volvióse para dirigirse a Cowan.

—¿Ha hecho lo que le pedí? ¿Se ha llevado ese abominable piano inglés para arrojarlo al Támesis?

—Tengo otro para usted —dijo Cowan, indicando con un gesto el rincón donde estaba.

La cantante corrió hacia él y alzó la tapa.

—Un «Erard» —dijo— esto es otra cosa. Probemos.

La hermosa voz de soprano desgranó un arpegio y luego subió y bajó toda la escala de voces, luego se elevó suavemente hasta alcanzar una nota alta, la sostuvo, aumentándola paulatinamente de volumen, luego volvió a suavizarla hasta que murió en la nada.

—¡Ah! —dijo Paula Nazorkoff con ingenua satisfacción—. ¡Qué voz más hermosa tengo! Incluso en Londres mi voz es hermosa.

—Cierto —convino Cowan de corazón—. Y apuesto a que Londres se rendirá a sus pies, igual que Nueva York.

—¿Usted cree? —preguntó la cantante. Había una ligera sonrisa en sus labios y era evidente que su pregunta era un mero comentario.

—Seguro —dijo Cowan.

Paula Nazorkoff cerró el piano y dirigióse a la mesa con el andar ondulante que tanto resultaba en la escena.

—Bien, bien —dijo—. Hablemos de negocios. ¿Lo tiene todo arreglado, amigo mío?

Cowan sacó unos papeles de la cartera que dejara sobre una silla.
—No se ha cambiado gran cosa —observó—. Cantará cinco veces en el Covent Garden, tres veces Tosca y dos Aida.

—¡Aida! Bah —dijo la prima donna—; será un aburrimiento insoportable, Tosca es distinta.

—Ah, sí —replicó Cowan—. Tosca es su papel.

Paula Nazorkoff se irguió.

—Soy la mejor Tosca del mundo —dijo sencillamente.

—Eso es —convino Cowan—. Nadie puede igualarla.

—Supongo que Roscari hará de «Scarpia»...

Cowan asintió.

—Y Emilio Lippi.

—¿Qué? —gritó la cantante—. Lippi, esa rana asquerosa... croac... croac... croac. No cantaré con él, le morderé... le arañaré la cara.

—Vamos, vamos —dijo Cowan, tranquilizándola.

—Le digo que no sabe cantar, es un perro ladrando.

—Bueno, veremos, veremos —dijo Cowan. Era demasiado inteligente para discutir con cantantes de temperamento.

—¿Y Cavaradossi? —preguntó la cantante.

—Hensdale, el tenor americano.

Ella asintió.

—Es un buen muchacho y canta muy bien.

—Y creo que Barrere lo cantará muy bien.

—Es un artista —replicó Paula generosamente—. ¡Pero dejar que esa rana croadora de Lippi cante el papel de Scarpia! Bah... yo no cantaré con él.

—Déjeme a mí —dijo Cowan para tranquilizarla, y aclarando su garganta sacó otros papeles.

—Estoy preparando un concierto especial en el Albert Hall.

Paula hizo una mueca.

—Lo sé, lo sé —dijo Cowan—; pero todo el mundo lo hace.

—Estará bien —dijo la cantante—. Habrá un lleno hasta el techo y tendré mucho dinero. Ecco!

Cowan revolvió de nuevo entre sus papeles.

—Aquí hay una proposición completamente distinta —le dijo— de lady Rustonbury: quiere que vaya a su casa y cante.

—¿Rustonbury?

La cantante frunció el entrecejo como si se esforzara por recordar algo.

—He leído ese nombre últimamente, sí, hace muy poco. Es una ciudad... o un pueblo, ¿verdad?
—Eso es, un pueblo pequeño muy bonito, en Hertfordshire. Y en cuanto a la mansión de lord Rustonbury, el castillo de Rustonbury, es una auténtica fortaleza feudal, con fantasmas, retratos de antepasados, escaleras secretas y un teatro privado. Nadan en la
abundancia y siempre celebran representaciones privadas. Ella sugiere que demos una obra completa, preferiblemente la Butterfly.

—¿Butterfly?

Cowan asintió.

—Están dispuestos a pagar bien. Tendremos que dejar Covent Garden, naturalmente, pero a pesar de todo saldrá ganando económicamente. Hay que tener siempre presente a la nobleza. Será una magnífica propaganda.

Madame alzó su hermosa barbilla.

—¿Es que yo necesito propaganda? —preguntó con orgullo.

—Nunca sobra —dijo Cowan sin acobardarse.

—Rustonbury —murmuró la cantante—. ¿Dónde vi yo este nombre?

Y levantándose de pronto, corrió hasta la mesa, y empezó a hojear una revista ilustrada que había encima. Al fin su mano se detuvo en una de sus páginas y luego de contemplarla regresó a su butaca con toda lentitud. Con uno de sus bruscos cambios de genio, ahora parecía una persona completamente distinta y sus ademanes eran muy reposados, casi austeros.

—Dispóngalo todo para ir a Rustonbury. Me gustaría cantar allí, pero una condición... la ópera ha de ser Tosca.

Cowan parecía indeciso.

—Eso resultará bastante difícil... para una representación privada, compréndalo... decorados y demás.

—Tosca, o nada.

Cowan la miró de hito en hito y lo que vio le dejó convencido, pues haciendo una breve inclinación de cabeza en señal de asentimiento, se puso en pie.

—Veré si puedo arreglarlo —dijo con calma.

Paula Nazorkoff también se levantó y por una vez parecía deseosa de explicar su decisión.

—Es mi mejor papel, Cowan. Puedo cantarlo como ninguna mujer lo ha cantado jamás.

—Es una partitura muy bonita —le dijo Cowan—. Jeritza tuvo un gran éxito con ella el año pasado.

—¿Jeritza? —exclamó la cantante enrojeciendo mientras expresaba la opinión que le merecía.

Cowan, acostumbrado a oír la opinión que unas cantantes tienen de otras, distrajo su atención, hasta que Paula hubo terminado y entonces dijo, obstinado:

—De todas maneras, canta «Vissi d'Arte» tendida sobre su estómago.

—¿Y por qué no? —preguntó Paula Nazorkoff—. ¿Quién va a impedírselo? Yo lo cantaré tumbada de espaldas y haciendo la bicicleta con las piernas en el aire.

Cowan meneó la cabeza con perfecta seriedad.

—No creo que eso convenza a nadie —le dijo.

—Nadie puede cantar «Vissi d'Arte» como yo —dijo Paula Nazorkoff en tono confidencial—. Yo lo canto con la voz del convento... como las buenas monjas me enseñaron a cantar años y años. Con la voz de un niño, o de un ángel, sin sentimientos, sin pasión.

—Lo sé —le dijo Cowan de corazón—. La he oído a usted y es maravillosa.

—Esto es arte —continuó la prima donna—, pagar el precio, sufrir, perseverar, y al final no sólo haberlo aprendido todo, sino tener también el poder de volver atrás, de tornar al principio y recuperar la belleza perdida, y el corazón de un niño.

Cowan la miraba intrigado. Ella tenía los ojos fijos en el vacío con una extraña mirada ausente, que le produjo una sensación desagradable. Sus labios se entreabrieron y susurró unas palabras que él apenas pudo entender.

—Al fin —murmuró—. Al fin... después de tantos años.

II


Lady Rustonbury era una mujer ambiciosa y a la vez amiga del arte, que compaginaba ambas cualidades con éxito completo. Tenía la suerte de que a su marido no le preocupasen ni la ambición ni el arte, y por lo tanto no la estorbaba en ningún sentido. El conde Rustonbury era un hombre corpulento, a quien sólo interesaban las carreras de
caballos. Admiraba a su esposa, sentíase orgulloso de ella y se alegraba de que su inmensa fortuna le permitiera poner en práctica sus placeres. El teatro particular había sido construido hacía más de cien años, por su abuelo. Era el juguete preferido de lady
Rustonbury... donde había ofrecido ya un drama de Ibsen y una obra de la escuela ultra-moderna, a base de divorcios y drogas, y también una fantasía poética con un decorado cubista. La próxima representación de Tosca había despertado gran interés. Lady Rustonbury tenía la casa llena de distinguidos invitados, y el «todo Londres» pensaba acudir en sus automóviles.

Madame Nazorkoff y su acompañante habían llegado poco antes de la comida. El nuevo y joven tenor americano Hensdale, iba a cantar Cavaradossi, y Roscari, el famoso barítono italiano, haría el papel de Scarpia. Los gastos de la representación habían sido enormes pero a nadie le importaba. Paula Nazorkoff estaba del mejor humor y así
resultaba encantadora, graciosa y cosmopolita. Cowan estaba agradablemente sorprendido y rezaba para que continuase aquel estado de cosas.

Después de comer, la compañía fue al teatro para inspeccionar el escenario. La orquesta estaba bajo la dirección de Samuel Ridge, uno de los más famosos directores ingleses. Todo iba sobre ruedas y por extraño que parezca, aquello preocupó al señor Cowan. Se
encontraba más a gusto en un ambiente turbulento y aquella paz desacostumbrada le inquietaba.

—Todo va demasiado bien —murmuró el señor Cowan para sus adentros—. Madame está como un gato que se ha hartado de crema y eso es demasiado bueno para ser verdad. Algo tiene que ocurrir.

Quizá debido a su largo contacto con el mundo de la ópera, el señor Cowan había desarrollado un sexto sentido y cierto que sus pronósticos eran justificados. Eran poco antes de las siete de aquella tarde cuando Elisa, la doncella francesa, fue a buscarle corriendo con aspecto preocupado.

—Ah, señor Cowan, venga en seguida, le suplico que venga de prisa.

—¿Qué ocurre? —preguntó con ansiedad—. Madame se ha disgustado por algo... ha armado un alboroto, ¿verdad?

—No, no es madame, sino el signore Roscari, está enfermo... ¡se muere!

—¿Que se muere? ¡Oh, vamos!

Cowan corrió tras ella mientras le conducía al dormitorio del italiano. El pobre hombre estaba tendido en la cama, o mejor dicho, retorciéndose presa de convulsiones que hubieran resultado cómicas, de haber sido menos graves. Paula Nazorkoff hallábase inclinada sobre él y saludó a Cowan con ademán imperioso.

—¡Ah! Ya está usted aquí. Nuestro pobre Roscari sufre horriblemente.
Sin duda ha comido algo que le ha hecho daño.

—Me muero —gimió el barítono—. El dolor... es terrible. ¡Oh!

Y volvió a contorsionarse llevándose ambas manos al estómago, mientras rodaba por la cama.

—Hay que avisar a un médico —dijo Cowan.

Paula le detuvo cuando él se dirigía a la puerta.

—El doctor ya está en camino y hará todo lo que esté en su mano por este pobre doliente, todo está ya preparado, pero nadie conseguirá que Roscari pueda cantar esta noche.

—Nunca volveré a cantar, me estoy muriendo — gimió el italiano.

—No, no se morirá usted —dijo Paula—. No es más que una indigestión, pero de todas formas es imposible que cante esta noche.

—Me han envenenado.

—Sí, es la ptomaína no cabe duda —dijo Paula—. Quédese con él, Elisa, hasta que llegue el médico.

La cantante se llevó a Cowan fuera de la habitación.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

Cowan meneó la cabeza desesperado. La hora era muy avanzada para que pudiera venir nadie de Londres a ocupar el puesto de Roscari. Lady Rustonbury, que acababa de ser informada de la enfermedad de su huésped, acudió corriendo por el pasillo para
reunirse con ellos. Su principal preocupación, al igual que Paula Nazorkoff, era el éxito de Tosca.

—Si hubiera otro cantante a mano —gemía la prima donna.

—¡Ah! —lady Rustonbury lanzó un grito—. ¡Claro! Breón.

—¿Breón?

—Sí, Eduardo Breón, ya sabe, el famoso barítono francés. Vive cerca de aquí. Esta semana apareció publicada una fotografía de su casa en la revista semanal Casas de Campo. Es el hombre que necesitamos.

—Es como una respuesta a nuestra plegaria —exclamó Paula Nazorkoff—. Breón como Scarpia... le recuerdo muy bien. Era uno de sus mejores papeles. Pero ahora está retirado, ¿verdad?

—Yo lo traeré —dijo lady Rustonbury—. Déjenlo en mis manos.

Y siendo una mujer decidida ordenó en el acto que le prepararan el «Hispano Suiza». Diez minutos más tarde, el retiro campestre de monsieur Eduardo Breón se vio invadido por una agitada condesa.

Lady Rustonbury, una vez tomaba una decisión, era una mujer muy obstinada, y sin duda Breón comprendió que no le quedaba otra cosa que hacer sino someterse.Además, hay que confesarlo, sentía debilidad por las condesas. Era un hombre de origen humilde, que había alcanzado la cima gracias a su profesión, la cual le permitía codearse con duques y príncipes, cosa que siempre le satisfacía. No obstante, desde su retiro a aquel lugar olvidado del mundo, estaba descontento. Echaba de menos aquella vida de adulaciones y aplausos, y aquel condado inglés no le había reconocido con la prontitud que él hubiera esperado. Así que le halagó en extremo la petición de lady Rustonbury.

—Haré todo lo que pueda —le dijo sonriente—. Como ya sabe, no he cantado en público desde hace mucho tiempo. Ni siquiera tengo discípulos, sólo uno o dos como un gran favor. Pero vaya... puesto que el signore Roscari se halla indispuesto...

—Ha sido un golpe terrible —dijo lady Rustonbury.

—No es que sea un verdadero cantante —comentó Breón.

Y le explicó extensamente por qué no lo era. Al parecer no había habido ningún barítono que se distinguiese desde que se retiró Eduardo Breón.

—Madame Nazorkoff hará la Tosca —dijo lady Rustonbury—. La conoce, ¿verdad?

—Nunca me la han presentado —repuso Breón—. La oí cantar una vez en Nueva York. Una gran artista... tiene sentido del drama.

Lady Rustonbury sintióse aliviada... nunca sabe uno a qué atenerse con estos cantantes... tienen tan extraños celos y antipatías. Unos veinte minutos más tarde volvía a entrar en el castillo con aire triunfal.

—Le he traído —exclamó riendo—. El requerido señor Breón ha sido tan amable... nunca lo olvidaré.

• • •

Todos rodearon al francés y las frases de gratitud y aprecio fueron como incienso para él. Eduardo Breón, aunque estaba ya cerca de los sesenta, era todavía un hombre atractivo, alto y moreno, con una personalidad magnética.

—Veamos —dijo lady Rustonbury—. ¿Dónde está madame...? ¡Oh, ahí está!

Paula Nazorkoff no había tomado parte en la bienvenida general prodigada al artista francés. Y había permanecido sentada en una silla alta de roble junto a la sombra de la chimenea. Claro que no estaba el fuego encendido, puesto que la noche era calurosa y la cantante se abanicaba lentamente con un inmenso abanico hecho de palma. Tan
ausente y apartada estaba, que lady Rustonbury temió que se hubiese ofendido.

—Monsieur Breón —le condujo hasta la cantante—. Dice usted que nunca le han presentado a madame Nazorkoff.

Con un último floreo del abanico que dejó a un lado, Paula Nazorkoff ofreció su mano al francés. Y al inclinarse éste sobre ella un ligero suspiro se escapó de labios de la prima donna.

—Madame —dijo Breón—, nunca hemos cantado juntos. ¡Es uno de los castigos de mi edad! Pero el azar ha sido bueno conmigo y ha acudido en mi ayuda.

Paula rió por lo bajo.

—Es usted demasiado amable, monsieur Breón. Cuando era todavía una pobre cantante desconocida, estuve sentada a sus pies. Su «Rigoleto»... ¡Qué arte, qué perfección! Nadie podría igualarle.

—¡Cielos! —exclamó Breón, simulando suspirar—. Mis días han terminado. Scarpia, Rigoleto, Radamés, Sharpless, cuántas veces los he representado, y ahora... nunca más.

—Sí... esta noche.

—Cierto, madame... Lo olvidaba. Esta noche.

—Ha cantado usted muchas Toscas —le dijo la Nazorkoff con arrogancia—, ¡pero nunca conmigo!

El francés se inclinó.

—Será un honor —dijo en tono bajo—. Es un gran papel, madame.

—Que requiere no sólo un cantante, sino una actriz —intervino lady Rustonbury.

—Cierto —convino Breón—. Recuerdo que una vez en Italia, cuando era joven, solía ir a un teatro de Milán un poco apartado. La butaca me costaba sólo un par de liras, pero aquella noche oí a una cantante tan buena como pudiera oír en el Metropolitan Opera House de Nueva York. Una jovencita cantó Tosca, como un ángel. Nunca olvidaré su
voz en «Vissi d'Arte», su claridad, su pureza. Pero carecía de fuerza dramática.

Paula Nazorkoff asintió.

—Eso se adquiere después —dijo sin alterarse.

—Cierto. Esa joven se llamaba Bianca Capelli... y yo me interesé por su carrera. Gracias a mí tuvo oportunidad de mejores contratos, pero era tonta... lamentablemente tonta.

Se alzó de hombros.

—¿Por qué era tonta?

Era Blanche Amery, la hija de veinticuatro años de lady Rustonbury quien había hablado. Una joven esbelta de grandes ojos azules.

El francés volvióse cortésmente hacia ella.

—¡Cielos! Mademoiselle se enamoró de un individuo de baja estofa, un rufián miembro de la Camorra.

El se vio complicado con la policía y le condenaron a muerte; ella vino a suplicarme que hiciera algo por salvar a su amante.

Blanche Amery le contemplaba interesada.

—¿Y le ayudó usted? —preguntó sin aliento.

—¿Qué podía hacer yo, mademoiselle? ¿Un extranjero en el país?

—Podía tener influencias —sugirió la Nazorkoff con su voz profunda y vibrante.

—De haberlas tenido, dudo que las emplease. Aquel hombre no lo merecía. Hice cuanto pude por la muchacha.

Sonrió, y su sonrisa dio la impresión a la joven inglesa que ocultaba algo desagradable, y comprendió que en aquel momento sus palabras no reflejaban sus pensamientos.

—Hizo lo que pudo por ella —dijo la Nazorkoff—. Fue muy amable y ella se lo agradecería, ¿verdad?

El francés se alzó de hombros.

—El hombre fue ejecutado —explicó—, y ella entró en un convento.

¡Eh, voilá! El mundo ha perdido una cantante.

Paula Nazorkoff rió por lo bajo.

—Nosotros los rusos somos más mudables —dijo en tono ligero.

Blanche Amery estaba mirando casualmente a Cowan cuando la cantante pronunció estas palabras y vio su gesto de asombro y cómo entreabría los labios para hablar, siendo acallado por una mirada de advertencia de Paula.

El mayordomo apareció en la puerta.

—Ya está la cena —dijo lady Rustonbury poniéndose en pie—.

Pobrecitos, qué pena me dan ustedes, debe ser terrible pasar hambre antes de cantar. Pero luego se les dispondrá una espléndida cena.

—Esperemos —dijo Paula Nazorkoff, riendo suavemente—. Hasta después.

III

En el interior del teatro, el primer acto de Tosca acababa de llegar a su fin. El público empezó a moverse haciendo comentarios. Sus majestades, encantadoras y graciosas, ocupaban tres butacas forradas de terciopelo de la primera fila. Todo el mundo hablaba en voz baja, pues la impresión general era que en el primer acto, Paula Nazorkoff apenas había estado a la altura de su gran fama. La mayoría no comprendían que en aquello la cantante demostraba su arte, ahorrando en el primer acto su voz y su persona. Hizo de la Tosca una figura frívola, ligera, jugando con el amor, coqueta, celosa y exigente. Breón, aunque la gloria de su voz había perdido vigor, todavía supo representar magníficamente al cínico Scarpia, sin que nada descubriera al decrépito libertino en la representación de su papel. Hizo de Scarpia una figura atrayente, casi benévola, dejando entrever ligeramente la sutil malevolencia que ocultaba su aspecto
externo. En el último pasaje, con el órgano y la procesión, cuando Scarpia permanece absorto en sus pensamientos tramando un plan para conquistar a Tosca, Breón desplegó unas tablas maravillosas.

Ahora el telón se alzó para dar paso al segundo acto. La escena ocurría en las habitaciones de Scarpia. Esta vez, al aparecer Tosca en escena, se hizo patente su arte
dramático. Allí era una mujer presa de terror, y representó su papel con la seguridad de una actriz consumada. ¡Su saludo a Scarpia, su indiferencia, sus sonrisas al contestarle! En esta escena, Paula Nazorkoff actuaba con sus ojos, moviéndose con gran lentitud y
dejando su rostro sonriente e impasible. Sólo sus ojos que no cesaban de dirigir terribles miradas a Scarpia traicionaban sus verdaderos sentimientos, y así fue continuando la historia, la escena de tortura, el derrumbamiento de la compostura de Tosca y su
completo abandono al caer a los pies de Scarpia suplicando en vano su clemencia. Lord Leconmere, buen entendido en música, hizo un gesto de aprobación, y un embajador extranjero sentado a su lado murmuró:

—Esta noche la Nazorkoff se supera a sí misma. No existe ninguna otra mujer que se abandone en la escena como ella.

Leconmere asintió.

Ahora Scarpia exige su precio y Tosca, horrorizada, corre hacia la ventana huyendo de él. Se oye el lejano batir de los tambores y Tosca se arroja desfallecida sobre el sofá. Scarpia, de pie junto a ella, relata cómo su gente es llevada al patíbulo... y luego silencio, y de nuevo el lejano batir de los tambores. La Nazorkoff continúa tendida
en el sofá con la cabeza colgando hacia atrás, casi tocando el suelo y oculta por sus cabellos. Entonces, en exquisito contraste con la pasión violenta de los últimos veinte minutos, su voz vuelve a surgir, alta y pura, la voz, como dijera a Cowan, de un niño o de un ángel.

Vissi d'arte, vissi d'amore, no feci mai male ad anima vival. Con man furtiva quante miseria conobbi, aiutai.

Era la voz de un niño intrigado, o extasiado. Luego una vez más vuelve a arrodillarse implorante para suplicar, hasta el instante en que entra Spoletta. Tosca, agotada, accede, y Scarpia pronuncia las palabras fatales de doble sentido. Spoletta parte de nuevo, y
entonces llega el momento dramático en que Tosca, alzando una copa de vino en su mano temblorosa, coge un cuchillo de encima de la mesa y lo oculta tras ella.

Breón se levanta y va hacia Tosca inflamado de pasión. ¡Tosca finalmente mía! Los focos hicieron brillar el cuchillo mientras Tosca murmuraba su grito de venganza:

—Questo e il baccio di Tosca! (Así es como besa Tosca.)

Paula Nazorkoff nunca había representado con tal propiedad el acto de venganza de Tosca. El último susurro fiero Mouri dannato y luego con voz extraña que llenó el teatro dijo:

—Or gli perdono! (Ahora te perdono.)

La suave melodía fúnebre empieza a sonar mientras Tosca realiza el remonial, colocando un candelabro a cada lado de la cabeza de Scarpia y un crucifijo sobre su pecho, y luego se detiene largamente en la puerta mirando hacia atrás para contemplar su obra, mientras se vuelven a oír los tambores y cae el telón.

Esta vez el público fue presa de verdadero entusiasmo, pero duró poco... Alguien salió de entre bastidores para hablar con lord Rustonbury. Este último se levantó, y después de un par de minutos de consulta, se volvió para llamar a sir Donald Clathorp, un médico eminente. Pronto circuló la verdad entre el público. Algo había ocurrido... un accidente... y alguien estaba gravemente herido. Uno de los cantantes apareció ante el telón, y explicó que el señor Breón había sufrido un accidente... y la ópera no podía continuar. Otra vez comenzaron los rumores. Breón había sido apuñalado, la Nazorkoff
había perdido la cabeza, representando su papel tan a lo vivo que había apuñalado realmente al hombre que cantaba con ella. Lord Leconmere, mientras hablaba con su amigo el embajador, sintió que le tocaban en el brazo y al volverse pudo mirarse en los
resplandecientes ojos de Blanche Amery.

—No fue un accidente —dijo la joven—. Estoy segura de que no ha sido un accidente. ¿No oyó usted poco antes de cenar, esa historia que él contaba de una joven italiana? Esa joven era Paula Nazorkoff.

Poco después, al decir ella que era rusa, vi que el señor Cowan se extrañaba. Tal vez haya adoptado un nombre ruso, pero él sabe perfectamente que es italiana.

—Mi querida Blanche —dijo Leconmere.

—Le digo que estoy segura. En su habitación tiene una revista abierta por la página donde aparece la fotografía de la casa de campo del señor Breón. Ella lo sabía antes de venir aquí. Y creo que le dio algo a ese pobre italiano para que se pusiera enfermo.

—Pero, ¿por qué? —exclamó lord Leconmere—. ¿Por qué razón?

—¿No lo comprende? Es la historia de Tosca que se repite. El quiso conquistarla en Italia, pero ella fue fiel a su amante, y acudió a él para que le salvara, y él simuló hacerlo, pero en vez de eso le dejó morir. Y ahora al fin ha conseguido vengarse. ¿No oyó usted cómo susurraba Yo soy Tosca? Y yo vi el rostro de Breón cuando ella lo dijo,
y entonces... la reconoció.

En su camerino, Paula Nazorkoff permanecía sentada e inmóvil, cubierta por una capa de armiño, cuando llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo la prima donna.

Entró Elisa sollozando.

—¡Madame, madame, está muerto! Y...

—Sigue...

—Madame, ¿cómo decírselo? Hay dos caballeros que son de la policía y quieren hablar con usted.

Paula Nazorkoff se puso en pie irguiéndose en toda su estatura.

—Yo iré a verles —dijo tranquila.

Y quitándose el collar de perlas que rodeaba su cuello, lo puso en manos de la muchacha.

—Esto es para ti, Elisa, has sido una buena chica. No voy a necesitarlas a donde me llevan ahora. ¿Comprendes, Elisa? No volveré a cantar Tosca.

Se detuvo un momento junto a la puerta, mientras sus ojos recorrían el camerino, como si recordara sus treinta años de carrera artística. Luego entre dientes, y sin alzar la voz, pronunció la última frase de otra ópera:

La comedia e finita!

FIN