viernes, 24 de septiembre de 2010

ABADDÓN
EL EXTERMINADOR(fragmento)

por ERNESTO SABATO


Y tenían por rey al Ángel del Abismo, 
cuyo nombre en hebreo es Abaddón, 
que significa El Exterminador.
APOCALIPSIS SEGÚN EL APÓSTOL SAN JUAN
Es posible que mañana muera, y en la tierra no quedará nadie que me baya comprendido por completo.
Unos me considerarán peor y otros mejor de lo que soy. Algunos dirán que era una buena persona; otros,
que era un canalla. Pero las dos opiniones serán igualmente equivocadas.
Mijail Iurevitch Lérmontov,
UN HÉROE DE NUESTRO TIEMPO


ALGUNOS ACONTECIMIENTOS PRODUCIDOS EN LA CIUDAD DE BUENOS AIRES EN LOS COMIENZOS DEL AÑO 1973


EN LA TARDE DEL 5 DE ENERO,
de pie en el umbral del café de Guido y Junín, Bruno1 vio venir a Sabato, y cuando ya se disponía a hablarle sintió que un hecho inexplicable se produciría: a pesar de mantener la mirada en su dirección, Sabato siguió de largo, como si no lo hubiese visto. Era la primera vez que ocurría algo así y, considerando el tipo de relación que los unía, debía excluir la idea de un acto deliberado, consecuencia de algún grave
malentendido.
Lo siguió con ojos atentos y vio cómo cruzaba la peligrosa esquina sin cuidarse para nada de los automóviles, sin esas miradas a los costados y esas vacilaciones que caracterizan a una persona despierta y conciente de los peligros.
La timidez de Bruno era tan acentuada que en rarísimas ocasiones se atrevía a telefonear.  Pero,  después  de un largo tiempo sin encontrarlo en La Biela ni en el Roussillon, y cuando supo por los mozos que en todo ese período no había  reaparecido,  se  decidió  a  llamar a  su casa.  "No  se  siente  bien" , le  respondieron  con
vaguedad. "No, no saldría por un tiempo." Bruno sabía que, en ocasiones durante meses, caía en lo que él llamaba "un pozo", pero nunca como hasta ese momento sintió que la expresión encerraba una temible verdad. Empezó a recordar algunos relatos que le había hecho sobre maleficios, sobre un tal Schneider, sobre desdoblamientos. Un gran desasosiego comenzó a apoderarse de su espíritu, como si en medio de un territorio desconocido cayera la noche y fuese necesario orientarse con la ayuda de pequeñas luces en lejanas chozas de gentes ignoradas, y por el resplandor de un incendio en remotos e inaccesibles lugares. 

EN LA MADRUGADA DE ESA MISMA NOCHE
se producían, entre los innumerables hechos que suceden en una gigantesca ciudad, tres dignos de ser señalados, porque guardaban entre sí el vínculo que tienen siempre los personajes de un mismo drama, aunque a veces se desconozcan entre sí, y aunque uno de ellos sea un simple borracho.

En el viejo Bar Chichín, de la calle Almirante Brown esquina Pinzón, su actual dueño, don Jesús Mourente, mientras se disponía a cerrar el negocio, le dijo al único parroquiano que quedaba en el mostrador:
—Dale, Loco, que hay que cerrar.
Natalicio Barragán apuró su copita de caña quemada y salió tambaleante. Ya en la calle, repitió el cotidiano milagro de atravesar con distraída placidez la avenida recorrida a esa hora de la noche por autos y colectivos enloquecidos. Y luego, como si caminara sobre la insegura cubierta de un barco en mar gruesa, bajó hacia la
Dársena Sur por la calle Brandsen.
Al llegar a Pedro de Mendoza, las aguas del Riachuelo, en los lugares en que reflejaba la luz de los barcos, le parecieron teñidas de sangre. Algo le impulsó a levantar los ojos, hasta que vio por encima de los mástiles un monstruo rojizo que abarcaba el cielo hasta la desembocadura del Riachuelo, donde perdía su enorme
cola escamada.
Se apoyó en la pared de zinc, cerró los párpados y descansó, agitado. Después de unos momentos de turbia reflexión, en que sus ideas trataban de abrirse paso en un cerebro lleno de desperdicios y yuyos, volvió a abrirlos. Y de nuevo, ahora más nítidamente, vio el dragón cubriendo el firmamento de la madrugada como una furiosa serpiente que llameaba en un abismo de tinta china.
Quedó aterrado.
Alguien, felizmente, se acercaba. Un marinero.
—Mire —le comentó con voz trémula.
—Qué —preguntó el hombre con esa bonhomía que la gente de buen corazón emplea con los borrachos.
-Allá.
El hombre dirigió la mirada en la dirección que le indicaba.
—Qué —repitió, observando con atención.
-Eso!
Después de escrutar un buen rato aquella región del cielo, el marinero se alejó, sonriendo con simpatía. El Loco lo siguió con sus ojos, luego volvió a apoyarse contra la pared de zinc, cerró sus párpados y meditó con temblorosa concentración.
Cuando volvió a mirar, su terror se hizo más intenso: el monstruo ahora echaba fuego por las fauces de sus siete cabezas. Entonces cayó desmayado. Al despertar, tirado en la vereda, era de día. Los primeros obreros se dirigían a sus trabajos.
Pesadamente, sin recordar en ese instante la visión, se encaminó al cuarto de su conventillo.2 El segundo hecho se refiere al joven Nacho Izaguirre. Desde la oscuridad que le favorecían los árboles de la Avenida del Libertador, vio detenerse un gran Chevy Sport,  del  que bajaron el señor Rubén Pérez Nassif, presidente de

INMOBILIARIA PERENÁS, y su hermana Agustina Izaguirre. Eran cerca de las dos de la mañana. Entraron en una de las casas de departamentos. Nacho permaneció en su puesto de observación hasta las cuatro, aproximadamente, y luego se retiró hacia el lado de Belgrano, con toda probabilidad hacia su casa. Caminaba con las manos en los bolsillos de sus raídos blue-jeans, encorvado y cabizbajo.
Mientras tanto, en los sórdidos sótanos de una comisaría de suburbio, después de sufrir tortura durante varios días, reventado finalmente a golpes dentro de una bolsa, entre charcos de sangre y salivazos, moría Marcelo Carranza, de veintitrés años, acusado de formar parte de un grupo de guerrilleros.

TESTIGO, TESTIGO IMPOTENTE,
se decía Bruno, deteniéndose en aquel lugar de la Costanera Sur donde quince años atrás Martín le dijo "aquí estuvimos con Alejandra". Como si el mismo cielo cargado de nubes tormentosas y el mismo calor de verano lo hubieran  conducido  inconciente y  sigilosamente  hasta  aquel  sitio  que  nunca  más  había visitado desde
entonces. Como si ciertos sentimientos quisieran resurgir desde alguna parte de su espíritu, en esa forma indirecta en que suelen hacerlo, a través de lugares que uno se siente inclinado a recorrer sin exacta y clara conciencia de lo que está en juego.
Pero, cómo nada en nosotros puede resurgir como antes?, se condolía. Puesto que no somos lo que éramos entonces, porque nuevas moradas se levantaron sobre los escombros de las que fueron destruidas por el fuego y el combate, o, ya solitarias, ufrieron el paso del tiempo, y apenas si de los seres que las habitaron perduran el recuerdo confuso o la leyenda, finalmente apagados u olvidados por nuevas pasiones y desdichas: la trágica desventura de chicos como Nacho, el tormento y muerte de inocentes como Marcelo.
Apoyado en el parapeto, oyendo el rítmico golpeteo del río a sus espaldas, volvió a contemplar Buenos Aires a través de la bruma, la silueta de los rascacielos contra el cielo crepuscular.
Las gaviotas iban y venían, como siempre, con la atroz indiferencia de las fuerzas naturales. Y hasta era posible que en aquel tiempo en que Martín le hablaba allí de su amor por Alejandra, aquel niño que con su niñera pasó a su lado, fuese el propio Marcelo. Y ahora, mientras su cuerpo de muchacho desvalido y tímido, los restos de su cuerpo, formaban parte de algún bloque de cemento o eran simple ceniza en algún horno eléctrico, idénticas gaviotas hacían en un cielo parecido las mismas y ancestrales evoluciones. Y así todo pasaba y todo era olvidado, mientras las aguas seguían golpeando rítmicamente las costas de la ciudad anónima.


Escribir al menos para eternizar algo: un amor, un acto de heroísmo como el de Marcelo, un éxtasis. Acceder a lo absoluto. O quizá (pensó con su característica duda, con aquel exceso de honradez que lo hacía vacilante y en definitiva ineficaz), quizá necesario para gente como él, incapaz de esos actos absolutos de la pasión y el heroísmo. Porque ni aquel chico que un día se prendió fuego en una plaza de Praga, ni Ernesto Guevara, ni Marcelo Carranza habían necesitado escribir. Por un momento pensó que acaso era el recurso de los impotentes. No tendrían razón los jóvenes que ahora repudiaban la literatura? No lo sabía, todo era muy complejo, porque si no habría que repudiar, como decía Sabato, la música y casi toda la poesía, ya que tampoco ayudaban a la revolución que esos jóvenes ansiaban.
Además, ningún personaje verdadero era un simulacro levantado con palabras: estaban construidos con sangre, con ilusiones y esperanzas y ansiedades verdaderas, y de una oscura manera parecían servir para que todos, en medio de esta vida confusa, pudiésemos encontrar un sentido a la existencia, o por lo menos su remota vislumbre.
Una vez más en su ya larga vida sentía esa necesidad de escribir, aunque no le era posible comprender por qué ahora le nacía de ese encuentro con Sabato en la esquina de Junín y Guido. Pero al mismo tiempo experimentaba su crónica impotencia frente a la inmensidad. El universo era tan vasto. Catástrofes y tragedias, amores y desencuentros, esperanzas y muertes, le daban la apariencia de lo inconmensurable. Sobre qué debería escribir? Cuáles de esos infinitos acontecimientos eran esenciales? Alguna vez le había dicho a Martín que podía haber cataclismos en tierras remotas y sin embargo nada significar para alguien: para ese chico, para Alejandra, para él mismo. Y de pronto, el simple canto de un pájaro, la mirada de un hombre que pasa, la llegada de una carta son hechos que existen de verdad, que para ese ser tienen una importancia que no tiene el cólera en la India. No, no era indiferencia ante el mundo, no era egoísmo, al menos de su parte: era algo más sutil. Qué extraña condición la del ser humano para que un hecho tan espantoso fuera verdad. Ahora mismo, se decía, niños inocentes mueren quemados en Vietnam por bombas de napalm: no era una infame ligereza escribir sobre algunos pocos seres de un rincón del mundo? Descorazonado, volvía a observar las gaviotas en el cielo.  Pero no,  se rectificaba.  Cualquier  historia  de las
esperanzas y desdichas de un solo hombre, de un simple muchacho desconocido, podía abarcar a la humanidad entera, y podía servir para encontrarle un sentido a la existencia, y hasta para consolar de alguna manera a esa madre vietnamita que clama por su hijo quemado. Claro, era lo bastante honesto para saber (para temer) que lo que él pudiese escribir no sería capaz de alcanzar semejante valor. Pero ese milagro era posible, y otros podían lograr lo que él no se sentía capaz de conseguir.

O sí, quién nunca podía saberlo. Escribir sobre ciertos adolescentes, los seres que más sufren en este mundo implacable, los más merecedores de algo que a la vez describiera su drama y el sentido de sus sufrimientos, si es que alguno tenían.
Nacho, Agustina, Marcelo. Pero, qué sabía de ellos? Apenas si vislumbraba en medio de las sombras Algunos significativos episodios de su propia vida, sus propios recuerdos de niño y adolescente, la melancólica ruta de sus afectos.
Pues, qué sabía realmente no ya de Marcelo Carranza o de Nacho Izaguirre sino del propio Sabato, uno de los seres que más cerca había estado siempre de su vida?
Infinitamente mucho pero infinitamente poco. En ocasiones, lo sentía como si formara parte de su propio espíritu, podía imaginar casi en detalle lo que habría sentido frente a ciertos acontecimientos. Pero de repente le resultaba opaco, y gracias si a través de algún fugaz brillo de sus ojos le era dado sospechar lo que estaba sucediendo en el fondo de su alma; pero quedando en calidad de suposiciones, de esas arriesgadas suposiciones que con tanta suficiencia arrojamos sobre el secreto universo de los otros. Qué conocía, por ejemplo, de su real relación Con aquel violento Nacho Izaguirre y sobre todo con su enigmática hermana? En
cuanto a sus relaciones con Marcelo, sí, claro, sabía cómo apareció en su vida, por esa serie de episodios que parecen casuales pero que, como siempre repetía el propio Sabato, sólo lo eran en apariencia. Hasta el punto de poderse imaginar, finalmente, que la muerte de ese chico en la tortura, el feroz y rencoroso vómito
(por decirlo de alguna manera) de Nacho sobre su hermana, y esa caída de Sabato estaban no sólo vinculados sino vinculados por algo tan poderoso como para constituir por sí mismo el secreto motivo de una de esas tragedias que resumen o son la metáfora de lo que puede suceder con la humanidad toda en un tiempo como este.
Una novela sobre esa búsqueda del absoluto, esa locura de adolescentes pero también de hombres que no quieren o no pueden dejar de serlo: seres que en medio del barro y el estiércol lanzan gritos de desesperación o mueren arrojando bombas en algún rincón del universo. Una historia sobre chicos como Marcelo y Nacho y sobre un artista que en recónditos reductos de su espíritu siente agitarse esas criaturas (en parte vislumbradas fuera de sí mismo, en parte agitadas en lo más profundo de su corazón) que demandan eternidad y absoluto. Para que el martirio de algunos no se pierda en el tumulto y en el caos sino que pueda alcanzar el corazón de otros hombres, para removerlos y salvarlos. Alguien tal vez como el propio Sabato frente a esa clase de implacables adolescentes, dominado no sólo por su propia ansiedad de absoluto sino también por los demonios que desde sus antros siguen presionándolo, personajes que alguna vez salieron en sus libros, pero que se sienten traicionados por las torpezas o cobardías de su intermediario; y avergonzado él mismo, el propio Sabato, por sobrevivir a esos seres capaces de morir o matar por odio o amor o por su empeño de desentrañar la clave de la existencia. Y avergonzado no sólo por sobrevivirlos sino por hacerlo con ruindad, con tibias compensaciones. Con el asco y la tristeza del éxito.

Sí, si su amigo muriera, y si él, Bruno, pudiese escribir esa historia. Si no fuera como desdichadamente era: un débil, un abúlico, un hombre de puros y fracasados intentos.
Nuevamente volvió su mirada a las gaviotas sobre el cielo en decadencia. Las oscuras siluetas de los rascacielos en medio de cárdenos esplendores y catedrales de humo, y poco a poco entre los melancólicos violáceos que preparan la funeraria corte de la noche. Agonizaba la ciudad entera, alguien que en vida fue
groseramente ruidoso pero que ahora moría en dramático silencio, solo, vuelto hacia sí mismo, pensativo. El silencio se hacía más grave a medida que avanzaba la noche, como se recibe siempre a los heraldos de las tinieblas.
Y así terminó un día más en Buenos Aires, algo irrecuperable para siempre, algo que lo acercaba un poco más a su propia muerte.




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