viernes, 21 de octubre de 2011

REGALOS QUE VAN CONTIGO / Una joya de EL AMOR Y OTROS DEMONIOS de Gabriel García Márquez



Sólo vine a hablar por teléfono 
por 
Gabriel García Márquez




Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.
-Están dormidas -murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta. 
-¿Dónde estamos? -le preguntó María. 
-Hemos llegado -contestó la mujer. 
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas a penas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.
-¿Habrá un teléfono? -le preguntó María.
Por supuesto -dijo la mujer-. Ahí mismo le indican. 
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. "En el camino se secan", le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó "Buena suerte". El autobús arrancó sin darle tiempo de más.María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: "¡Alto he dicho!". María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos dulces:-Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.
-Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.
-Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -dijo María.
-De acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.
-Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
-Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras -le dijo el médico, con voz adormecedora-. No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.
El médico se incorporo con toda la majestad de su rango. "Todavía no, reina", le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. "Todo se hará a su tiempo". Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.
-Confía en mi -le dijo.
Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida al gato.
Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometio mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. "Hay amores cortos y hay amores largos", le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: "Este fue corto". Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.
María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. "¿Y ahora hasta cuando?", le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: "El amor es eterno mientras dura". Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A finales del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para preguntar por María. "No sé nada", dijo Saturno. "Búsquenla en Zaragoza". Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas albarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un numero de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. "El señorito se ha ido", le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
-Aquí no vive ninguna María -le dijo la mujer-. El señorito es soltero.
-Ya lo sé -le dijo él -. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
-¿Pero quién coño habla ahí?
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.
La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que se los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:
-¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
-En los profundos infiernos.
-Dicen que esta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oye a los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. "Tendrás todo", le decía, trémula. "Serás la reina". Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir mas lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.
-Hija de puta -gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.
El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:
-Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos
-¡Maricón! -dijo María.
Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.
-¿Bueno?
Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
-Conejo, vida mía -suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:
-¡Puta! Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.
El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
-Si alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.
-Me lo informó la compañía de seguros del coche -dijo.
El director asintió complacido. "No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo", dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:
-Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.
-Es raro -dijo Saturno-. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El medico hizo un ademán de sabio. "Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan", dijo. "Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura". Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
-Sígale la corriente -dijo.
-Tranquilo, doctor -dijo Saturno con un aire alegre-. Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
-¿Cómo te sientes? -le preguntó él.
-Feliz de que al fin hayas venido, conejo -dijo ella-. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.
-Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro -dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la misma.
-Ahora todo eso pasó -dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara-. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico. "En síntesis", concluyó, "aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo". María entendió la verdad.
-¡Por Dios, conejo! -dijo atónita-. No me digas que tú también crees que estoy loca!
-¡Cómo se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.
-¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! -dijo María.
Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
-¡Váyase!
Saturno huyo despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró en la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
-Es una reacción típica -lo consoló el director-. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y en cinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.

miércoles, 19 de octubre de 2011

ESE RIESGO SECRETO DE SABER / UN CUENTO DE AGATHA CHRISTIE

LA MUÑECA DE LA MODISTA

Agatha Christie



La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave y gris penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca, eternamente fláccida, a la vez que extrañamente viva.
Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva.
«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? —se preguntó—. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.»
Salió al rellano y gritó:
—¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows está al llegar.
Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la muñeca.                                                  —Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah aquí!
Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse a una estación pueblerina.
—Vamos a tener aguacero —dijo la dama—. Y será un señor «aguacero».
Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.
Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacia cuando llegaban clientes especiales, y la señora Fellows lo era.
Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido y Sybil se lo puso a la señora Fellows.
—Bien —dijo Sybil—. Le cae estupendo. Es un color maravilloso, ¿no le parece?
Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el modelo.
—Sí —exclamó—. Es bonito. Realmente es todo un éxito.
La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al espejo.
—Desde luego, sus vestidos hacen algo en la parte baja de mi espalda.
—Está usted mucho más delgada que tres meses atrás —aseguró Sybil.
—No —dijo ella—, si bien es cierto que lo parezco. En realidad esa sensación la producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas —suspiró mientras se alisaba las protuberancias de su anatomía—. Siempre ha sido mi pesadilla. Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya no puedo hacerlo, pues tengo tanto estómago como... Tendrá usted que tener en cuenta ambas cosas, ¿podrá?
—Me gustaría que viese a otras clientes.
La señora Fellows seguía examinándose.
—El estómago es peor —dijo—. Se ve más. Claro que eso puede parecérnoslo porque al hablar con la gente les damos la cara y entonces no ven la espalda. De todos modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que lo otro se apañe solo —Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y exclamó de repente—: ¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo la tienen?
Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse en recordar.                                                         
—No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo... nunca me acuerdo de las cosas. Es terrible lo que me ocurre, sencillamente no puedo recordar! Sybil, ¿desde cuándo la tenemos?
—No lo sé.
—Es lo mismo; no se preocupen —intervino la señora Fellows—. De todos modos seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y reírse de nosotras desde su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de ella si fuese mía.
Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se puso a discutir sobre detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una pulgada? ¿Y el largo? Después que fueron solucionados tan importantes puntos, la señora Fellows se vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por delante de la muñeca, volvió la cabeza.
—No —dijo—. No me gusta la muñeca. Da la sensación de ser algo vivo; de ser algo que impone su presencia. No; decididamente, no me gusta.
—¿Qué quiso decir? —preguntó Sybil mientras la señora Fellows descendía las escaleras.
Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora Fellows asomó la cabeza por la puerta.
—¡Cielos! Me olvidé de Fou-Ling. ¿Dónde estás, príncipe?
Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se hallaba sentado junto a la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían fijos en la fláccida muñeca, sin que denotase placer o resentimiento. Simplemente miraba.
—Ven aquí, tesoro de mamita.
El tesoro de mamita no hizo caso.
—Cada día se vuelve más desobediente —explicó su dueña como si alabase una virtud—. Vamos, tesorito. Cariñito.
Fou-Ling volvió la cabeza una pulgada y media hacia ella, y con manifiesto desdén continuó observando la muñeca.
—Mi pequeño Fou-Ling está muy impresionado. No recuerdo que le haya sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba la muñeca aquí la última vez que vine?
Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el ceño, y Alicia, al responder, hizo otro tanto.
—Ya le dije que... no sé, no logro acordarme de nada. ¿Cuánto hace que la tenemos, Sybil?
—¿Cómo llegó aquí? —preguntó la señora Fellows—. ¿La compraron ustedes?
—Oh, no —Alicia pareció sorprenderse ante la idea—. Oh, no. Supongo que alguien me la regalaría —Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar—: Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente cuando una intenta recordar.
—Anda, vamos; no seas estúpido, Fou-Ling. ¡Vamos, camina! Vaya, tendré que cogerte en brazos.
Y en los brazos de su dueña, Fou-Ling emitió un corto ladrido de protesta, antes de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia la silla.

—¡Esa muñeca rompe mis nervios! —exclamó la señora Groves.
La señora Groves era la asistenta. Había acabado de fregar el suelo, moviéndose como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y con un trapo sacudía el polvo de los muebles.
—¡Qué cosa más extraña! —continuó—. Nadie advirtió su presencia hasta ayer. Y sucedió de repente, como usted misma me dijo.
—¿No le gusta? —preguntó Sybil.
—¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es... es antinatural, si me entiende lo que quiero decir. Sus largas piernas colgantes, el modo de yacer y la mirada astuta de sus ojos impresionan.
—Nunca se ha quejado de ella —dijo Sybil, sorprendida.
—Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé que lleva tiempo aquí, pero... —enmudeció mientras en su rostro se reflejaba una expresión de miedo—. Parece una de esas criaturas terroríficas que una sueña a veces.
La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y se dio prisa en abandonar la salita de pruebas.
Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente sensación inexplicable. La entrada de Alicia distrajo su atención.
—Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta muñeca?
—¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las cosas. Ayer... ¡qué absurdo! Ayer quise asistir a una conferencia y no había recorrido la mitad de la calle cuando advertí que no recordaba donde iba. Después de mucho pensar me dije que sería a casa Fortnums. Había algo que deseaba comprar allí —Se pasó la mano por la frente—. Le será difícil creerme, y, sin embargo, es verdad. Cuando tomaba el té en casa me acordé de la conferencia. Ya sé que la gente se vuelve desmemoriada con los años, pero a mí me ocurre demasiado pronto. Ahora mismo no sé dónde he puesto el bolso... y mis gafas. ¿Dónde puse las gafas? Las tenía hace un momento, ¡leía algo en el Times!
—Las gafas están en la repisa de la chimenea —dijo Sybil dándoselas—. ¿Desde cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?
—Son dos respuestas en blanco. Alguien debió de enviármela supongo. Es raro, pero todos parecen extrañar su presencia aquí.
—Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy incapaz de acordarme cuando la vi por vez primera.
—No se vuelva como yo —exclamó Alicia—. Usted es joven todavía.
—Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe. Ayer, al fijarme en ella, pensé que tenía algo... algo impalpable. Creo que la señora Groves está en lo cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y él caso es que ayer fui consciente de que esa sensación de captar un no sé qué en la muñeca, la he sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En realidad es como si nunca la hubiese visto, y de pronto descubriese su presencia, segura de conocerla hace mucho tiempo.
—Quizá un día entró volando por la ventana subida en una escoba —dijo Alicia—. Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. —Miró a su alrededor, antes de añadir—: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y usted?
—Tampoco —repuso Sybil, acusando un ligero estremecimiento—. Pero me gustaría poder...
—Poder, ¿qué? —preguntó Alice.
—Imaginar la habitación sin ella.
—¡Caramba! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca! —exclamo Alicia, no de muy buen talante—. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno, quizá parezca una col marchita. No, no es eso. La veo así porque no llevo puestas las gafas—. Se las colocó sobre la nariz y miró la muñeca—: Sí, desde luego causa cierta sensación nerviosa. Tal vez sea su mirada triste, aunque burlona.
—Sorprende —dijo Sybil—, que la señora Fellows se sintiera molesta con ella, precisamente hoy.
—Es una mujer que nunca oculta lo que piensa —repuso Alicia.
—Conforme —insistió la otra—; pero lo extraño es que fuese hoy, como si antes no la hubiese visto.
—La gente suele profesar antipatías repentinas.
—Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe! Posiblemente no estaba aquí ayer, y sea cierto que entró por la ventana como usted dijo.
—¡Oh, no, querida! —repuso Alicia—. Eso fue una broma. Yo sé que está en su silla desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se hizo visible.
—Sí, es una seguridad dormida en nuestro subconsciente. Desde luego hace tiempo que nos hace compañía, si bien hasta ahora no nos hemos percatado de su presencia.
—¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo que no intenta construir una historia sobrenatural, ¿verdad?
Cogió la muñeca, la sacudió, arreglo sus hombros y volvió a sentarla en otra silla. La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar en una postura de relajamiento.
—¡Qué cosa más sorprendente! —exclamó Alicia, mirándola—. Es una cosa sin vida, y, no obstante, parece que la tiene.

—¡Me ha descompuesto! —dijo la señora Groves, mientras quitaba el polvo de la habitación destinada a exposición—. Me temo que no me quedan ganas de volver al probador.
—¿Quién la ha descompuesto? —preguntó Alice, que se hallaba sentada en un escritorio situado en un ángulo repasando varias cuentas—. Esta mujer —ahora hablaba para ella misma y no para la señora Groves—, piensa que tendrá dos vestidos de noche, tres de cocktail y otro de calle para todos los años sin pagar un solo penique.
—¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! —gritó la asistenta.
—¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?
—¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el probador, como si fuera un ser humano? ¡Me descompuso!
—¿De qué habla usted, señora Groves? —preguntó Alicia.
Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor y penetró en el salón de pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso, permanecía sentada en una silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban sus largos y fláccidos brazos.
—Alguien ha querido gastarme una broma —dijo Alicia—. Pero hay, tanta naturalidad en ella que parece estar viva.
En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del taller, con un vestido que debía de ser probado aquella mañana.
—Venga Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre, escribiendo cartas.
Las dos mujeres se miraron.
—Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue usted?
—No —contestó Sybil—. Quizá haya sido una de las chicas.
—Una broma estúpida, de veras —se quejó Alicia.
Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.
Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se fue al taller.
—¿Conocéis la muñeca de terciopelo que hay en el salón de pruebas? —preguntó.
La encargada y tres chicas alzaron la vista.
—¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta mañana?
Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la encargada, exclamó sorprendida:
—¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!
—Ni yo —dijo una de las chicas—. ¿Fuiste tú, Marlene?
La aludida sacudió la cabeza.
—¿No será una broma suya, Elspeth?
El aspecto sombrío de la encargada no inducía a suponerla amiga de bromas, y mucho menos cuando tenía la boca llena de alfileres.
—No, desde luego que no. Me sobra trabajo para entretenerme en jugar con muñecas.
—Bueno —intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor de su propia voz—. Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría saber quién lo hizo.
Las tres muchachas se defendieron.
—Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo hizo, ¿verdad Marlene?
—Yo no —afirmó ésta—. Y si Nillie y Margaret dicen que tampoco, pues ninguna de nosotras ha sido.
—Ya ha escuchado antes mi respuesta —dijo Elspeth—. ¿A santo de que viene todo esto? ¿No habrá sido la señora Groves?
Sybil denegó con un gesto de cabeza.
—No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.
—Bajaré a ver la muñeca —dijo Elspeth.
—Ya no está en el mismo sitio —informó Sybil—. La señorita Coombe la quitó del pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo que ponerla en la silla. En realidad, su aspecto es gracioso, y no comprendo por qué se oculta quien lo hizo.
—Señorita Fox; lo hemos negado dos veces —habló Margaret—. ¿Por qué se empeña en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera hecho una cosa tan tonta.
—Lo siento —se excusó Sybil—. No quise ofenderlas. ¿Quién pudo ser?
—Quizá fue ella sola —aventuró Marlene, que se puso a reír.
Sybil no agradeció la sugerencia.
—Está bien. Olvidemos lo sucedido —dijo antes de bajar de nuevo las escaleras.
Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba algo a su alrededor.
—He vuelto a perder mis gafas —explicó a Sybil—. No importa, en realidad no quiero ver nada en este momento. Lo malo para una persona tan ciega como yo, es que si pierde las gafas y carece de otro par de reserva, nunca logrará hallar las primeras.
—Las buscaré yo —se ofreció Sybil—. Las tenía hace un momento.
—Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba. Quizá me las olvidé allí. Es una lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas cuentas, ¿cómo lo haré si no las encuentro?
—Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.
—Sólo tengo el par que uso.
—¿Qué ha hecho de las otras?
—No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el restaurante. Pero me informaron por teléfono que no están allí. También llamé a dos tiendas, donde estuve de compras.
—Oh, querida; necesita tres pares.
—Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es mejor tener un solo par.
—Bueno, en alguna parte han de estar —dijo Sybil—. No ha salido usted de estas dos habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en el probador.
Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida búsqueda infructuosa, se le ocurrió levantar la muñeca del sofá.
—¡Ya las tengo! —gritó.
—¿Dónde estaban Sybil?
—Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las dejaría en el sofá al ponerla allí.
—No; estoy segura de no haberlo hecho.
—Entonces se las quitaría ella.
—¡Quién sabe! —dijo Alicia, mirando la muñeca—. Parece muy inteligente.
—No me gusta su cara —afirmó Sybil—. Da la impresión de saber algo que nosotros ignoramos.
—Su aspecto es triste y a la vez dulce —comentó Alicia.
—¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.
—¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo. Lady Lee vendrá antes de diez minutos y quiero acabar estas facturas y mandarlas al correo.


—¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!
—¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?
Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la mesa de trabajo.
—¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el vestido castaño y vi la muñeca sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni las otras chicas! Por favor, créame, nosotros no haríamos una cosa así.
Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.
—¡Vaya! —exclamó enojada—. Mire lo que me ha hecho hacer. Espero que podrá arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?
—Vuelve a estar sentada ante el pupitre.
Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada al pupitre, exactamente como antes.
—Eres muy decidida, ¿eh? —dijo a la muñeca.
La cogió sin contemplaciones y la echó encima del sofá.
—¡Ese es tu sitio niña! ¡No te muevas de ahí!
Luego se encaminó a la otra estancia.
—Señorita Coombe.
—Diga. Sybil.
—Alguien nos toma el pelo. La muñeca volvía a estar sentada ante el pupitre.
—¿Quién le parece que es?
—Tiene que ser una de las tres de arriba. Seguramente lo considerará gracioso. Pero el caso es que todas juran ser inocentes.
—¿No será Margaret?
—No, no lo creo. Margaret estaba sorprendida cuando entró a decírmelo. En todo caso será esa burlona de Marlene.
—Sea quien fuese, hace una tontería.
—Estoy de acuerdo —dijo Sybil—. No obstante, pienso poner coto a eso.
—¿Qué hará para evitarlo?
—Ya lo verá.
Aquella noche, antes de irse, cerró con llave el probador.
—Me llevo la llave.
—Comprendo —repuso Alicia, con cierto aire de diversión—, Usted piensa que soy yo, ¿verdad? Me considera tan distraída como para sentar a la muñeca al pupitre, y que escriba en mi lugar. ¡Claro, y luego me olvido de todo!
—Está dentro de lo posible —admitió Sybil—. En realidad, sólo trato de asegurarme de que nadie repetirá la broma esta noche.



Al día siguiente lo primero que hizo Sybil fue abrir la puerta del probador y entrar dentro. La señorita Groves, manifiestamente agraviada, esperaba con la bayeta en la mano en el recibidor.
—¡Ahora veremos! —dijo Sybil.
Y lo que vio la obligó a dar un respingo.
La muñeca aparecía sentada al pupitre.
—¡Sopla! —exclamó la sirvienta detrás de Sybil—. ¡Eso sí que es misterio! Señorita Fox, se ha puesto algo pálida, como si hubiera recibido un susto. Necesita un sedante. ¿Sabe si la señorita Coombe tiene algún potingue apropiado en su dormitorio?
—Gracias; no lo necesito. Me encuentro bien.
Entonces cogió la muñeca.
—Alguien ha vuelto a gastarnos la misma broma —exclamó la señora Groves.
—No comprendo cómo ha podido ser —repuso Sybil—. Cerré con llave anoche. ¡Nadie pudo entrar!
—Puede que alguien tenga otra llave —aventuró la asistenta.
—No lo creo. Nunca nos hemos molestado en cerrar el probador. La llave de esta puerta es antigua y sólo hay una.
—Quizá encaje la de otra puerta, la de enfrente, por ejemplo.
Probaron todas las llaves; pero ninguna abría la puerta del probador.
—Es raro, señorita Coombe —aseguró Sybil más tarde, mientras comían juntas.
En los ojos de la señorita chispeaba la diversión que todo aquello le producía.
—Querida —le contestó—. Opino que es algo extraordinario. Deberíamos escribir al departamento de psiquiatría. Quien sabe, quizá se le ocurra enviarnos un especialista... un médium, o algo parecido, con el fin de comprobar qué hay de especial en el cuarto.
—Parece ser que no le preocupa.
—Tiene razón. En cierto modo, disfruto. A mi edad resulta divertido que ocurran cosas extrañas, inexplicables y misteriosas. Claro que... —se quedó pensativa un momento—. No; no creo que me guste. Bien, tendremos que admitir que la muñeca se toma muchas libertades, ¿no le parece?
Aquella noche Sybil y Alicia volvieron a cerrar con llave la puerta.
—Sigo creyendo en que alguien se divierte con esta clase de bromas —afirmó decidida Sybil—. Si bien no comprendo por qué...
Alice la interrumpió al preguntarle:
—¿Cree que volveremos a encontrarla mañana sentada al pupitre?
—Me temo que así sea.



Se equivocaron. La muñeca no estaba al pupitre, pero sí en el alféizar de la ventana, mirando la calle. Y de nuevo les sorprendió la extraordinaria naturalidad de su posición.
—¡Qué cosa más ridícula! —comentó Alicia mientras tomaban una taza de té aquella tarde.
Las dos mujeres habían estado de acuerdo en tomar el té en la salita del despacho de Alicia, en vez de hacerlo como siempre, en el probador.
—¿Ridículo en qué sentido?
—Me refiero a esa tonta preocupación que nos embarga, sólo porque una muñeca cambia de posición y lugar.

Pero si hasta entonces los movimientos de la muñeca parecían realizarse de noche, días después también se observaban a cualquier hora. Así, cada vez que entraban en el probador aunque hubieran estado ausentes unos minutos, la encontraban en distinta postura o sitio. A veces quedaba en el sofá y aparecía en una silla, otras en el alféizar, o bien junto al pupitre.
—Se traslada a su antojo —dijo Alicia—. Y creo, Sybil, que eso le divierte.
Las dos mujeres miraban la figura inerte y fláccida de blando terciopelo, con su cara de seda pintada.
—Sólo unos trozos de terciopelo, seda y algo de pintura, eso es lo que es —comentó Alicia—. Podríamos... bueno, creo que podríamos deshacernos de ella.
—¿Cómo?
—Pongámosla en el fuego. Sería una ceremonia semejante a la cremación de una bruja. También podemos tirarla al cubo de la basura.
—Lo último no daría resultado. Seguro que alguien la sacaría para devolvérnosla.
—¿Y si la enviásemos a una de esas sociedades que tantas veces nos piden cosas para sus tómbolas o subastas? Me parece que ésta sería una buena idea.
—No sé... no sé... —Sybil denotaba duda y preocupación—. Tampoco me ofrece confianza.
—¿Por qué?
—Temo que volvería.
—¿Que volvería con nosotras?
—Sí.
—¿Quiere usted decir que haría lo mismo que una paloma mensajera?
—Sí.
—¿No estaremos perdiendo la cabeza? —preguntó Alicia—. Quizá sí, quizá yo me he chiflado y usted se divierte a costa mía.
—No, no eso no. Sin embargo, me siento presa de una desagradable sensación, como si ella fuera demasiado fuerte para nosotras.
—¿Qué dice? ¿Esa masa de harapos?
—Sí, esa horrible masa fláccida de harapos. ¿No lo ve? ¡Es tan decidida!
—¿Decidida?
—Hace lo que le da la gana. Se comporta como si esta habitación le perteneciera en exclusiva.
—Sí —dijo Alicia, mirando a su alrededor—. En realidad, siempre ha sido su habitación. Se me ocurrió que hacía juego con los colores que predominan —y añadió con mayor viveza—: Pero resulta absurdo que una muñeca se adueñe de una estancia. Y lo malo no es eso; lo malo es que la señora Graves se niega a entrar para hacer la limpieza.
—¿Se niega porque le asusta la muñeca?
—No. Simplemente da una u otra excusa —en su voz había pánico al continuar—: ¿Qué haremos, Sybil? ¡Acabara conmigo! No he logrado diseñar nada desde hace varias semanas.
—¡Oh! Yo tampoco logro fijar la mente cuando trabajo —confesó Sybil—. Y eso hace que cometa errores imperdonables. Quizá... —dudó un momento antes de proseguir—, quizá la idea de escribir al centro de investigación psíquica fuese una solución.
—¡Nos creerían un par de locas! —exclamó Alicia—. No lo dije en serio. No; decididamente, no. Seguiremos así hasta que...
—¿Hasta qué...?
—¡Oh, no lo sé! —la risa de Alicia sonó insegura.

Al día siguiente Sybil encontró la puerta del probador cerrada con llave.
—Señorita Coombe, ¿tiene la llave? ¿La cerró usted anoche?
—Sí, la cerré y ya va a permanecer así.
—¿Qué quiere usted decir?
—Sencillamente: que renuncio a esa habitación. ¡Que se la quede la muñeca! No necesitamos esa estancia. Probaremos aquí.
—Pero esta es su salita despacho.
—No importa.
—¿De veras no entrará más en el probador? —preguntó Sybil incrédula.
—¡Exacto!
—Pero, ¿y la limpieza? Se pondrá horrible de suciedad.
—¡Qué se ponga! Si el probador se ha convertido en lugar privado de una muñeca, pues... ¡para ella! Eso sí, que se limpie la habitación —y añadió—: Nos odia, ¿no lo sabe?
—¿Qué dice? —preguntó asombrada Sybil—. ¿Qué la muñeca nos odia?
—Sí. ¿No se ha percatado de ello al mirarla?
—Creo que sí —comentó pensativa, Sybil—. Creo que sí lo advertí. Hace mucho tiempo que tengo la sensación de que nos odia y quiere echarnos de allí.
—Es muy cruel —aseguró Alicia—. Bueno, desde ahora podrá vivir satisfecha.



Durante algunos días hubo paz en el taller de modistas. Alicia explicó al resto del personal que había renunciado temporalmente al probador, pues eran demasiadas habitaciones para limpiar todos los días.
Eso no evitó que aquella misma tarde una de las obreras dijese a otra compañera:
—Realmente está ida la señorita Coombe. Siempre me pareció algo rara; sobre todo cuando pierde las cosas y las olvida. Ahora se pasa de la raya. ¡Mira que tenerle ojeriza a la muñeca!
—¿No temes que se vuelva loca —preguntó la otra—, y un mal día nos apuñale, o intente algo parecido?
Alicia, que las oyó, sentóse indignada en su silla. «¿Qué yo estoy ida?» —se preguntó—. Luego, furiosa, dijo en voz alta:
—En realidad, si no fuera por Sybil, creería que es verdad. Ella y la señora Groves temen como yo, que hay algo en la muñeca.

Tres semanas más tarde Sybil dijo a Alicia:
—Es necesario que entremos en el probador.
—¿Para qué?
—Debe hallarse muy sucio. Además, las polillas atacarán cuanto hay allí dentro. Sería mejor barrer y quitar el polvo, y luego cerrar de nuevo.
—Prefiero que siga como está antes de entrar otra vez.
—Es usted más supersticiosa que yo —dijo Sybil.
—Eso parece —contestó Alicia—. En cierto modo, al principio me divertía. Sin embargo, bien se ve que soy más crédula que usted. Realmente estoy asustada, y prefiero no entrar en esa habitación.
—En tal caso, entraré sola —afirmó Sybil.
—Muy bien. Pero confiese que lo hace por simple curiosidad.
—Tiene usted razón. Me siento curiosa. Quiero ver qué ha hecho la muñeca.
—Sería mejor no molestarla. Desde que la dejamos sola parece estar satisfecha. ¿Para qué perturbar su tranquilidad? —Alicia suspiró hondamente—. ¡Qué bobadas decimos!
—¿Seguro que son bobadas? En todo caso es ella quien nos obliga a decirlas. Y... ¡déme la llave!
—¡Está bien; está bien!
—¿Teme que salga de la habitación o algo parecido? Si es capaz de eso, también podría atravesar puertas y ventanas.
Sybil abrió el probador.
—¡Qué cosa más extraña! —dijo.
—¿Qué pasa? preguntó Alicia, mirando por encima del hombro de Sybil.
—Apenas hay polvo. Y, lógicamente, después de tan tiempo tendría que haberlo.
—Sí, es raro.
—¡Mírela! —invitó Sybil.
La muñeca se hallaba en el sofá. En vez de fláccida, aparecía erguida con un cojín detrás de ella, mostrando ese aire inconfundible de quien se sabe dueña y señora de su casa. Por su actitud, cualquiera hubiese creído que esperaba visita.
—Ya lo ve —dijo Alicia—. Parece encontrarse en su hogar. Casi siento la necesidad de pedir excusas.
—Vámonos.
Sybil volvió a cerrar la puerta.
Las dos mujeres se miraron, visiblemente temerosas.
—Me gustaría saber por qué nos asusta tanto —dijo Alicia.
—¡Cielos! ¿y quién no se asustaría? —preguntó la otra.
—Bueno, pero después de todo, ¿qué es lo que sucede? ¡Nada; absolutamente nada! Sólo se trata de una especie de marioneta que se mueve a su antojo por la habitación.
—¿Y si no es ella? ¿Y si fuera obra de un prestidigitador?
—¡Quién lo sabe!
—No, seguro que no es eso. Es... la muñeca.
—¿Está segura de que ignora su procedencia, señorita Coombe?
—No tengo ni la menor idea. Y cuanto más lo pienso, más me afianzo en la creencia de que ni la compré ni me la regalaron. Para mí, es que vino sola.
—¿Y se irá algún día del mismo modo que vino?
—¿Por qué ha de irse? Ha logrado cuanto deseaba.

Sin embargo, la muñeca no debía de haber conseguido cuanto deseaba. Pues, al día siguiente, Sybil, al entrar en el salón de exposiciones, se quedó con la boca abierta. Luego gritó por el hueco de las escaleras.
—¡Señorita Coombe! ¡Señorita Coombe; baje en seguida!
—¿Qué ocurre?
Alicia, que se había levantado tarde, descendió cojeando pues sentía dolor reumático en la rodilla derecha.
—¿Qué pasa, Sybil?
—¡Véalo usted misma!
Desde el umbral del salón, Alicia contempló la muñeca, que aparecía sentada en un sillón, tranquilamente apoyada contra el brazo del mismo.
—Ha salido —susurró Sybil—. Se ha salido del probador. Seguro que ahora quiere adueñarse de este salón.
Alicia se sentó junto a la puerta.
—No me extrañaría que piense en quedarse con todas las dependencias.
—Podría ser —dijo Sybil.
—¡Desagradable y perversa muñeca! —gritó Alicia—. ¿Por qué nos fastidias? ¡No te queremos!
Tanto ella como Sybil creyeron percibir que se movía. Fue algo parecido a un relajamiento de sus miembros de trapo. El largo brazo que descansaba en el sofá, medio le ocultaba el rostro, como si las observase astuta y maliciosamente.
—¡Criatura horrible! —volvió a-gritar Alicia—. ¡No puedo soportarte! ¡No puedo soportarte más!
Su acción sorprendió a Sybil. Corrió al interior de la estancia, cogió la muñeca, se fue a la ventana, la abrió y tiró el manojo de trapos a la calle.
Sybil, asustada, no pudo reprimir un grito:
—¡Alicia! ¿Qué ha hecho? Estoy segura de que no debió hacerlo.
Luego se unió a ella en la ventana. Sobre el pavimento, la muñeca yacía boca abajo.
—¡La ha matado! —dijo entrecortadamente Sybil.
—¡No sea absurda! ¿Cómo puedo matar una cosa de terciopelo y seda?
—Es horriblemente real —murmuró Sybil.
—¡Cielos! Aquella niña...
Una niña de corta edad, mal vestida, se paró junto a la muñeca en la acera. Miró arriba y abajo de la calle, que apenas tenía tránsito en aquella hora de la mañana, si bien pasaban algunos coches; luego, como satisfecha de su inspección, recogió la muñeca y echó a correr.
—¡Párate! ¡Párate! —gritó Alicia.
Ésta se volvió a Sybil.
—¡Esa niña no debe llevarse la muñeca! ¡No debe! Esa muñeca es peligrosa... Tenemos que evitarlo.
En aquel momento tres taxis circulaban por una dirección y dos camiones por la otra. La niña tuvo que detenerse en una isla en el centro de la calzada. Sybil bajó presurosa las escaleras, seguida de Alicia. Sortearon un par de vehículos, y, al fin, llegaron a la isla antes de que la niña cruzase al lado opuesto.
—No puedes llevarte esa muñeca —dijo Alicia—. Devuélvemela.
La niña, delgada, de unos ocho años y algo bizca, la miró desafiadora.
—¿Por qué tengo que dársela? Usted la tiró por la ventana, ¿no? Yo vi como lo hacía. Si usted la tiró por la ventana es que no la quiere. ¡Ahora es mía!
—Te compraré otra —ofreció Alicia—. Iremos a la tienda de juguetes que tú digas, y te compraré la mejor muñeca que tengan. Pero devuélveme ésta.
—¡No!
La niña estrechó protectoramente en sus brazos a la muñeca de terciopelo.
—Tienes que devolvérsela —dijo Sybil—. No es tuya.
Quiso arrebatársela, pero la pequeña dio una patada en el suelo, y les gritó:
—¡No! ¡No! ¡No! Es bien mía. La quiero. Ustedes no la quieren. La odian. Si no la odiaran no la hubieran tirado por la ventana. Yo la quiero, y eso es lo que ella necesita; que la amen.
Luego se deslizó como una anguila entre los vehículos y cruzó la calle, siguió por una callejuela, y desapareció antes de que las dos mujeres se atreviesen a cruzar.
—Se ha ido —exclamó Alicia desalentada.
—La muñeca necesita que la amen —repitió Sybil.
—Puede que sea verdad. Quizá sea cuanto quiso la pobre; ser amada.
En el centro de una calle londinense, dos mujeres se miraron asustadas.

FIN

viernes, 7 de octubre de 2011

SORPRESAS TIENE LA VIDA / EL CUENTO DEL AUTOR




FUE DESPUÉS DEL ALMUERZO
por José Ignacio Restrepo


Volteé la cabeza y vi un moscardón entrando por la ventana abierta. Era realmente grande, de un color entre verdoso y siena, color mierda, como decíamos cuando éramos sólo cagones soñando con no ir a clases para poder jugar al futbol todo el día. El timbre del mensajero no dejaba de sonar, pero yo apenas atendía el llamado cuando en la pantalla del ordenador aparecía “YOU HAVE A MESSAGE”…Porque estas máquinas también tienen derecho a comunicarse con débiles auditivos, como yo…
Si. Exactamente hace seis años perdí casi por completo el sentido del oído, y aunque aún no me he pensionado ya luzco como un viejo, me comporto como tal, y llevo suficientes signos del paso del tiempo como para que quien me observa, piense que tengo setenta o más años en esta tierras de Dios, cuando son apenas cincuenta y seis años de vida. Y ¿por qué ocurrió todo así? Por la misma razón que a todos nos pasa. La necesidad. Pasé veintiséis años trabajando para una empresa entre grandes máquinas, aguantando ruidos infernales, y eso dañó mis oídos; lo que soporto tenía que suceder de cualquier modo. Simplemente los cambié por una vida de mediana comodidad, con las cosas que se necesitan para vivir bien, dentro de una casa bonita…En absoluto silencio…
Me siento ante mi laptop y abro el mensajero. Es Diana. Me cuenta que Raúl llega de España mañana por la tarde, y que ella va a ir a recibirlo sola, pues no tiene tiempo de venir por mí. Debe corregir pruebas de sus alumnos y luego asistir a una reunión de planeación en la Universidad. Así que saldrá directamente por el muchacho, y luego comprará algo de comida para que cenemos los tres aquí en mi apartamento. Me parece muy buena idea. Tanto aprenden a conocernos quienes han compartido la vida con nosotros, que al final hasta se dan el lujo, bien ganado, de tomar decisiones por nosotros.
Diana fue mi mujer durante casi veinte años. Fue una relación gris, sin ninguna perspectiva, acunada en los mismos términos donde había yo anidado filosóficamente los principios de mi trabajo, que eran la rutina, la necesidad, y la falta de imaginación, tres monstruos que escasamente muestran sus huellas, y que solamente revelan sus caras cuando están a punto de acabarnos, de comernos, de volvernos colada de carne con pulpa de papa, esa comida que se da a los bebes. Rutina y carencia de imaginación son condiciones capaces por sí solas de acabar con la solvencia de un país; no van a terminar con la vida formal de un par de seres comunes y corrientes, que apenas se juntaron para ir tirando y no sentir mucho frío por las noches. Si, no me avergüenzo. Y creo que ella tampoco lo hace. Nuestro matrimonio fue viejo desde el principio. Vimos poco a poco como se acababa tranquilamente, insufriblemente, como otra parte esperada del programa. Ella y yo, lo fuimos viendo, cada uno mirando a destiempo desde su propio lugar, y cuando se murió lo amortajamos lo mejor que pudimos, pues para nosotros era nuevo eso de terminar una relación tan larga, ya casi insensibilizada por el paso exhaustivo de días y de noches, acompañados pero solos. Fue regresar al lugar de donde no nos fuimos nunca, es decir la soledad, y apenas si tuvo de raro, de distinto, el hecho de organizar bien un trasteo. Nada más, ni nada menos.
Para Raúl, nuestro hijo, la relación de sus padres fue una aventura sin exquisiteces, que le brindó una infancia sin emociones, pues éramos dominantes y corrientes, formales como una caja de cartón. Y tan anticuados y predecibles que él nos descubrió a los diez años, y a los diez y siete, determinó que quería irse para otro país a estudiar, y no hubo fuerza que evitara que el muchacho se librara de nosotros. Porque eso era en el fondo lo que el muchacho quería, alejarse de dos viejos que no lo eran, cuyas perspectivas eran tan drásticamente pingües que él sospechaba quedaría apresado allí, en la escasez de la cotidianidad que Diana y yo podíamos, en últimas ofrecerle. Habría quedado preso, igual que lo estaba el gigantesco moscardón, que se había enredado finalmente en la cortina, y ahora era vapuleado insistentemente por el viento.
Me erguí con alguna dificultad. Tomé una malla cazamariposas con la que a veces gastaba minutos de mi inservible tiempo, rescatando los insectos que entraban al apartamento para salvarles la vida. Fui hasta la cortina y destrabé al feo abejorro de su recién descubierta celdilla de tela transparentosa, sin oír su violento ejercicio de defensa, que ahora tenía al frente dos enemigos de desconocido origen, pero sumamente peligrosos. Acaso hizo de su forcejeo una remembranza de algún pasado acto de sobrevivencia pura, y de pronto escapó, tanto de la cortina como de la reja ojalada que casi lo atrapaba, adherida a ese monstruo que tenía aspas como alas y vigorosos pilares que lo aprisionaban contra el suelo, o sea yo.
Salió despavorido por la misma ventana, que lo había dejado entrar al misterio de mi casa. Me senté, y me sumí luego en pensamientos no del todo agradables, en los que se mezclaban conceptos básicos como la libertad, el tiempo, la soledad…la muerte. Ese estado no se alargó demasiado, pues me sobrevino luego un apetito enorme, producido por la sensación de vacío casi completo del estómago, pues el desayuno había sido solamente un café con tres galletas de soda. Fui hasta la cocina. En completo silencio, preparé algo que estaba en la nevera, una carne molida compuesta en bolitas, que era deliciosa, unas papás al carbón que quedaron de una salida a comer hace unos días y el infaltable arroz que había quedado del día anterior. Serví un vaso de jugo, y me senté en la mesa, pues ya no tenía televisor,  ni tampoco radio. Esas son cosas que apenas soportan quienes tienen completos sus sentidos. Continué con las disquisiciones que había comenzado a construir unos minutos antes. Cuando completé una suerte de curva epistemológica llegué pleno al tema de la muerte, de la extinción, la inobjetable desaparición. Con el café en la mano, descorrí sistemáticamente los pasillos de ese temario, que a muchos les luce como algo desagradable, de inquietante dimensión y limitado trato. Pero, no para mí, que estaba sumido en ese silencio denostado, seco, pero nunca impropio o desagradable. Mi sordera había terminado siendo su amiga, me acompañaba, me dejaba pensar, se hacía noblemente a mi lado, cuando todo y todos se iban, o me abandonaban como quien se libra de algún bicho raro.
Ya había lavado los platos y me disponía a calentar un agua para prepararme un café, cuando sorpresivamente se iluminó la luz que anunciaba que alguien había llegado por el ascensor hasta su piso, que era el noveno del edificio. La luz se prendía antes de que alguien llegara propiamente a la puerta, con el fin de que él se pudiera estar sobre aviso y asomarse por el ojo mágico para mirar quien era. Se asomó por el pequeño adminículo, y vio que se acercaba Diana. Le sorprendió muchísimo, pues el correo había sido poco menos que enfático, avisándole que no antes de mañana vendría junto con su hijo.
Me quedé frente a la puerta, para verla cuando entrara, pues ella aún conservaba la llave. La vi ingresar, cubierta su cabeza con gorra de crochet y un abrigo sobretodo que no le conocía. Al cerrar la puerta y voltearse, vi cuando introdujo las llaves en su bolso y extrajo de el sin motivo alguno una pistola pequeña, que comenzó a levantar para apuntarme, todo ello como si fuera una broma insidiosa, a cambio del normal saludo. Diana, me hablaba, pero yo no podía escucharla. Su rostro estaba contraído por el esfuerzo, la pistola mantenía su posición, y yo no tenía idea de lo que ocurría. Pero, la amenaza era evidente y se hizo impositiva cuando vi el fogonazo rojo y sentí el proyectil rasgando la piel de mi pómulo derecho, quemándome la cara. 
El sordo se abalanzó sobre ella, mientras tomaba conciencia plena de lo que ocurría. Recordó que había suscrito hacia casi un año un seguro de vida, que la hacía completa beneficiaria en caso de que él muriera. Mientras forcejeaba reconoció que en ese momento había pensado más noblemente que de forma razonable, pues ellos nunca habían sido nada. Aunque ella apretaba con fuerza el arma de fuego, él retenía su brazo entre sus manos; se sintió bruscamente como el moscardón que había intentado zafar de la cortina unas horas atrás. En medio de la brega, que acontecía para él en el más profundo de los silencios, terminaron empujando violentamente la puerta del apartamento, y salieron expulsados al hall, que era más amplio y estaba absolutamente vacío.
La lucha de los ex esposos se prolongó por dos o tres minutos más. El hall vacío los miraba, tan silenciosamente como lo había hecho el apartamento unos minutos atrás. Un aviso de baldosa, de esos que normalmente colocan para avisar sobre reparaciones, pasó inadvertido para ellos, que simplemente se lo llevaron con el empellón que sobrevino a la pérdida de la pistola. La mujer no pudo frenar y fue engullida por la puerta abierta del ascensor, que justo hacía dos minutos se hallaba en mantenimiento. Simplemente desapareció por el hueco oscuro que había en vez de la puerta.
El sordo se quedó mirando el ascensor abierto, y el aviso pequeño al lado, “CUIDADO, EN MANTENIMIENTO”. Miró la esquina del hall, donde se hallaba la cámara de seguridad, y luego entró temblando a su apartamento. Desesperadamente, marcó el 911…

-  Señorita, ha habido un accidente…Envíen una ambulancia…