viernes, 12 de agosto de 2011

CON SABOR A BOGARD: EL CUENTO DEL AUTOR (UN REMAKE)

LAS MALAS PELÍCULAS
SIEMPRE TIENEN UN BUEN FINAL
por
José Ignacio Restrepo

 

I

Me miró atentamente desde la mesa que ocupaba, a unos diez metros en diagonal a la mía. El espejo a mi lado derecho, devolvía su imagen casi completa: largas piernas, pálidas y sin vello, talle y cadera muy torneados y un rostro enigmático, entre oriental y latino. Sin duda era una mujer pretendida.

Augusto frecuentemente mencionaba que el destino me deparaba una mujer como esa, a la que mi tozuda apatía le tendría sin cuidado, pues bajo su mágico influjo yo iba a caer preso, convirtiéndose mi vida en un delicioso infierno. Yo nunca hice pronósticos sobre la vida de Augusto, ni tampoco sobre su muerte, que lo sorprendió en una sencilla excursión en bote por las tranquilas aguas de Miami, un tonto día que andábamos de juerga. Que fuera tan descabezado nunca me hizo pensar, que se iba a quebrar el cráneo contra el borde de la quilla de aquel barco, aunque unos días atrás me hubiera confesado que se quería morir en el Caribe. Semejante deseo, para su infortunio no se cumplió como él quería, pero sí demasiado pronto. Desde su penosa muerte había pasado ya un año largo.

Devaneando en aquellos recuerdos, no observé quien se acercaba, y me vi sorprendido por la voz grave y seca de una mujer. Era ella, la joven de rostro misterioso que unos minutos antes observara tan detalladamente en el espejo.

-          Usted es León Barrera...

Levanté mí cabeza y observé frente a mí los pechos perfectos de la mujer que hablaba...

-     ... famoso jugador de polo, escritor de una novela mejor vendida, soltero de treinta y tres años, nacido en Puerto Rico, y residente en cualquier parte del mundo gracias a su incalculable fortuna...

-         ¡Vaya! Qué interesante lo que dicen de uno las revistas de farándula barata...

-      León Barrera, se equivoca si piensa que trato de intimar con usted. Me llamo Alicia Noguera. Recuerde mi nombre y mi rostro, porque yo voy a matarlo.

La mujer me miró por un momento más. Sentí la frialdad del peligro en mi rostro, y lo supuse pálido, casi lívido. Estuve seguro de que interpretó erradamente mi silencio, acaso como muestra de bestial arrogancia. Ella no podía saber que al escuchar su apellido, en mi interior una avalancha de ingratos recuerdos se había desprendido desde la oscuridad de mi memoria, y en aquel momento me estaba sepultando en un reconocido abismo de dolor y tragedia, ahora como antes irreparable.

La inmensa avalancha comenzó a formarse durante el verano del 94 en un bello sitio de Baja California. Había muchísimos turistas, entre ellos mi viejo amigo Augusto Carvalho y yo, León Barrera. Disfrutábamos de unas largas vacaciones en el Pacífico soleado, tras haber tenido un golpe de suerte en el mercado de Valores de Los Ángeles. Una tarde Augusto regresó al hotel con una chica hermosísima, que dijo llamarse Belén Noguera. Era muy simpática y agradable, y se convirtió en amiga de ambos casi de inmediato; al cabo de unos ocho días, cuando el mar se puso algo recio para nuestro gusto, ella nos invitó a su casa, que quedaba en la bellísima Cartagena de Indias. Bastó una tarde para llegar y en menos de quince horas nosotros tres hacíamos sombra en las playas de otro océano.

Su familia estaba de viaje en Barquisimeto, con unos parientes. Toda la casa estaba a disposición de nosotros, sus invitados. Belén, a pesar de ser muy joven, era una magnífica anfitriona. Además, había nacido un afecto especial entre ella y yo, y como estas cosas eran corrientes para Augusto, por ser mi amigo, supe que aunque la chica también le gustaba, él lo entendería sin problema.  Como pensé, él no se preocupó.

El verano en la costa Atlántica colombiana era más extendido y cálido que el de California, por esos días. Sin embargo el mar estaba picado y la leva era considerable. Las autoridades habían advertido sobre los riesgos de navegar o inclusive surfear en semejantes condiciones. A pesar de esto, la chica y yo salimos aquel día temprano, pues habíamos planeado un picnic marino, con sesión de buceo e interludio romántico. Habíamos sido muy cuidadosos y privados en nuestros asuntos desde que llegamos. Augusto solamente había visitado Cartagena una vez, estando muchacho, así que decidió pasear por la ciudad amurallada y tomar algunas fotografías, en lo cual se la pasó casi todo el día. Al regresar él, nosotros no habíamos vuelto, lo que lo estimuló, según su narración posterior, a preparar algo de comer como una sorpresa para cuando regresáramos.

Pero no regresamos. Aquella noche, la leva se convirtió en vendaval y luego, con el paso de las horas, un tremendo huracán azotó las playas de la Guajira hasta Morrosquillo, que persistió por casi dos días. Mi bote, nunca apareció. Fui recogido por un pequeño pesquero, que me avistó tres días después del naufragio, pero a Belén infortunadamente, nunca la encontramos, pereció. Su cadáver no fue hallado, y el que yo corriera con los gastos de sus servicios fúnebres, realmente no me ayudó en nada. Mis sentimientos de culpabilidad, que estaban por demás justificados, hicieron mella en mi naturaleza normalmente jovial y abierta.
Esperamos a los parientes de Belén, que al parecer solo eran una hermana y su madre, pero no llegaron, y a los veinte días retornamos a Norteamérica. Más de seis meses estuve buscando a aquellas personas, primero por teléfono y luego personalmente, pero cuando volví a la casa de Cartagena, la habían colocado en venta y no hubo quien me diera razón de los dueños. Fui investigado por la muerte de la chica, pero como la decisión de navegar fue compartida por ambos, la responsabilidad de lo ocurrido no podía cobijarme solo a mí. Me exoneraron, pero ya nada sería igual de ahí en adelante.

Augusto Carvalho me asistió durante la aguda depresión en que caí, a raíz de ese acontecimiento. Cuando la prensa ya me había olvidado por completo, todavía solía deambular por cualquier playa de la costa oeste emborrachándome, impedido emocionalmente para continuar viviendo, preso del infortunado recuerdo de aquel día, víctima de una circunstancia en la que fui el desgraciado protagonista. Cinco años después, el malhadado hecho constituía el motivo de mi soledad, y un insano convencimiento me hacía pensar que era dañino para la gente, lo que determinaba que yo alejara de mí a todas las mujeres que me demostraban algún interés. Un siquiatra amigo me aseguró que mis temores desaparecerían en presencia de una emoción realmente intensa, que alterara mí presente dando al pasado su justa dimensión.

Sin saberlo, la avalancha de recuerdos no solo me causaba dolor. Podía sin duda acarrearme la muerte.
******

Tres días después del incidente en el café, la vida de León Barrera había recuperado buena parte de las tumultuosas características que tuviera cinco años atrás, cuando involuntariamente se viera envuelto en la muerte de una chica que él poco conocía. Había llamado a todos los hoteles de la ciudad intentando localizar a Alicia Noguera, sin conseguirlo. Varias veces contestó el teléfono, sin que nadie hablara en la línea, y al transitar por la calle se sentía constantemente vigilado. Estos detalles, más el resurgimiento del dolor y la culpa, lo tenían al borde de un colapso. Su médico le formuló unos calmantes que él no tomó, prefiriendo alternar su nerviosa lucidez con noches enteras de embriaguez profunda. Su aspecto era desastroso, ni la sombra del hombre que siete de cada diez mujeres interrogadas por un magazín de distribución continental, unos tres meses atrás, eligieran como el soltero más codiciado.
******

Me desperté de un pesado sueño con la boca pastosa y el aliento ahíto a licor, creyendo haber sentido que golpeaban la puerta. No soñaba. Abrí tan rápido como me lo permitieron mis piernas. Era ella. Miró mi rostro sin afeitar, y el pantalón ajado tras una noche de inquieto sueño. Su gesto adusto no hizo más que acentuarse.  Sin embargo, su imagen a la luz del día superaba el breve recuerdo que tenía de ella: Vestía un traje de noche, absolutamente irreal para esa hora, abierto por el lado izquierdo desde el tobillo hasta su espléndido muslo, y el profundo escote dejaba visible buena parte de sus atractivos. Su cabello suelto, unos ojos que lo traspasaban todo y sobre los labios algo de carmín, completaban una indumentaria que sería la ideal para coprotagonizar cualquier película con Bogart. Como la última vez, ella habló primero.

-          Las malas películas siempre terminan bien...

Me distancié de la puerta, asombrado por la coincidencia de su saludo con mi pensamiento. Ella la cerró con un preciso empujón de su pie derecho.

-          Señorita Noguera... Déjeme decirle...

-       Usted señor Barrera, no tiene nada que decir. Ni tampoco nada que hacer, pues ya hizo más que suficiente. ¿O es que perdió la memoria?

Con un movimiento estudiado, extrajo de su bolso una pequeña pistola con silenciador, y la apuntó hacia mi pecho.

-         ¡Por favor, déjeme explicarle! Usted solamente conoce una parte de toda la historia...

-      No señor, yo conozco toda la historia, y le voy a escribir el final en    este instante...

Había estado retrocediendo desde que le abriera la puerta y ahora la pared enfriaba absurdamente mi espalda desnuda. No comprendía como el asombro podía causar un dolor tan intenso, y porqué escuchaba el eco sordo de una detonación, que parecía provenir de la otra habitación.

Mientras caía, sin lograr apoyar las manos para protegerme el rostro del impacto contra el suelo, pensé que nada de esto me podía estar ocurriendo realmente.


Como si aquella voz casi inaudible fuese más una variedad de invocación para un genio mágico, que una línea angustiosa en el guión de un personaje en medio de un pesado sueño, Gonzalo Cepeda, contador bancario de cincuenta y dos años, nacido en Miami pero de padres cubanos, con cuatro hijos, de los cuales el menor ya era un adolescente, con muchas cuentas por pagar y un salario por fortuna, se despertó. Comenzó a abrir lentamente los ojos para iniciar un involuntario reconocimiento del lado izquierdo de su cama, donde aun dormía su mujer, y luego hacia arriba, con el objeto de observar del mismo modo que el día que lo instaló, es decir, sin absoluta satisfacción, el techo de pino de su alcoba, del que pendía, encendido permanentemente, un ventilador marca Golden Stallion.

******

II
Dos de la tarde... En la vía rápida el verano de Miami esta hecho de la tensión imperiosa de las pistas de fórmula uno, pero también de calor inclemente y de un ruido ensordecedor, los cuales se sienten a pesar de llevar las ventanillas cerradas. La angustia por la alta temperatura, que no logra mitigar el aire acondicionado de los vehículos, dibuja áridos relieves sobre los rostros de quienes conducen y viajan, lo cual los hace ver incongruentes con el geométrico paisaje de colores vivos, asfalto perfecto y edificios de concreto bellamente construidos, en medio de los cuales a esta hora se deslizan los autos.

No tener que regresar al banco es, sin embargo, un gran motivo de alegría, y aunque sea un gozo pequeño, es tangible como la cabrilla de su coche, un Peugeot Cabriollet de hace ya trece años. El insidioso climaterio en la vida de Gonzalo Cepeda es, por momentos, mucho más difícil de asumir de lo que él pensaba, pero en lo que respecta a esta tarde no habrá decisiones perentorias sobre los dineros o los bienes de otras personas, ni habrá reuniones de cuya intrascendencia solo él parezca percatarse, ni tampoco batallas estúpidas en forma de torpes discusiones por la posesión de la verdad, o por probar el criterio acertado en el sacrosanto tema de las finanzas y la economía. La Economía, la única maldita cosa importante en la existencia cotidiana del   maldito banco.

  ******

El coche deja el denso tráfico y toma una vía alterna, para salir del centro. Un kilómetro más adelante, al observar un mall recién inaugurado, el maduro contador decide comprar algunas cosas, vagar un poco por el lugar y quizás, si el calor no disminuye, tomarse un par de cervezas.

Había elegido la última parte de su plan para llevar a cabo de primera. El amargo sabor de la cerveza fría lo distrae un poco de la observación de aquel lugar, cuyo ambiente era moderno y completamente artificial. La combinación entre la luz y algunos espejos bien dispuestos, daban al bar una amplitud superior a la que realmente tenía.

De improviso, en el espejo situado a su derecha una forma femenina que estaba envuelta en la penumbra, se despereza y luego se inclina: La hermosa mujer queda expuesta a la luz, mientras se inclina solo un momento para recoger algo del suelo, un encendedor plateado con el que luego, al sentarse nuevamente a la sombra, enciende un largo cigarrillo. Su rostro es iluminado por la llama, y mientras la observo con inusual atención, casi puedo sentir la alta temperatura de la flama sobre el mío, pero sé que es el calor, la tarde de asueto, el sitio que no conozco. Todo esto tiene el mal sabor de los sueños pesados.

-         ¿Puedo sentarme con usted?

Su voz ronca y segura concordaba por completo con su imagen. No había advertido en que momento ella vino hacia él. No más de treinta y cinco años, ni menos de veinticinco, sin duda latina, y aventurera. Casi tres décadas entendiéndose con personas y dinero, lo habían obligado a estudiar bien a la gente, categorizándola en pocos segundos por su aspecto y ademanes, para descubrir las verdades que ocultaban. Se convirtió en un hábil interpretador del lenguaje corporal, un juez nato, intuitivo, cuyos discernimientos rara vez fallaban.

-         Claro, porqué no. Esta tarde es una de esas en que podrías romper con más de una costumbre...

Hizo una seña y el mesero llegó casi de inmediato.

-   Tráeme otra cerveza y también unos cigarrillos... – y volviéndose   hacia ella apenas un poco, - ¿Quieres otro trago?

Ella simplemente asintió. Tenía en su rostro algo soterrado, encubierto por las líneas angulosas más hermosas que había visto, y eso era un motivo para observarla como no lo había hecho con nadie en mucho tiempo. Quizás era la necesidad imperiosa de decir algo, ese afán ingobernable de revelar tu intimidad o una parte de ella a alguien que es desconocido íntegramente, y cuya reacción ante nuestra conducta no podemos suponer.

El mesero veloz llegó con los tragos. Extraje un cigarrillo y le ofrecí otro a ella, el cual encendió con su propia candela. La bella mujer inhaló de inmediato y con vehemencia, la primera bocanada...

-         Estoy rompiendo el hábito de no fumar, que he sostenido por más de once años... Parece una tarde adecuada para dejar prácticas infelices. Oiga, jovencita, ¿rompió algo hoy o apenas está tomando impulso?

La mujer me miró, apreciando el bufo tono de mi charla, acaso convencida de que yo no pretendía lo que cualquier otro buscaría en ella...

-         Hace menos de una hora asesiné a un hombre...

Recibí la frase como un fuerte bastonazo en medio de la frente, y espontáneamente evoqué el sueño del amanecer, que en dos segundos emergió ya completamente nítido desde mi subconsciente.

-         ... y una sencilla muestra de parafina ahora mismo demostraría que le estoy diciendo la verdad. ¿O es que no tengo cara de poder hacerlo?

Sin saber que decir, el contador con una tarde libre soltó lo primero que se le vino a la boca:

-         Quizás él aun está vivo...

La expresión en el rostro de ella empezó poco a poco a congelarse, y se sostuvo así durante un largo instante, mientras el humo del tabaco rebeldemente huía en diversas direcciones. La observé ceremonialmente, igual que hago cada rato con el director de transacciones internacionales, invadido además de un dulzor extraño que tenía mucho que ver con la coincidencia del momento con la aventura que soñé en la madrugada.

-     No puede estar con vida. Le disparé dos veces, al pecho... Se lo merecía, era mil veces más malo que yo.

Vertí un poco de mi cerveza sobre la colilla de su cigarrillo, que humeaba tercamente dentro del cenicero. Cuando ella levantó la vista, supe que era conciente de estar a muchas millas del camino adecuado, y comprendí que estaba a punto de comprometerme de algún modo.

-       Mi nombre es Carmen Quintero, y aunque lo parezca, no estoy mal de la cabeza... Hoy es un día difícil, solamente, y no sé si termine bien.

Escuché entonces la historia por completo, comenzando en el principio y obviando, al final, la información que ya conocía: Un compromiso con el padre, pactado tres años antes, estableció que Carmen iría a Miami a trabajar como vendedora. El mal salario y otras difíciles circunstancias la obligaron a tomar una plaza como camarera, en un bar nocturno. De mal en peor, Carmen pierde ambos empleos, pero el hombre que se comprometió con su padre le consigue un rol de top-less dancer en un night club de mala reputación. Después vinieron las calles. Su padre sufre un síncope y muere unos días más tarde, cuando abruptamente se entera de la verdadera vida de su hija en Miami. A los seis meses, Carmen se entera, y con rabia y tristeza inaguantables descarga toda su ira sobre Damián Cortés, aquel hombre que le sembrara grandes ilusiones y del que había recibido oscuridad y desesperanza. En este instante, me pregunté cuantas Carmen Quintero como ésta, andaban por las calles, preparándose poco a poco para descargar sus emociones sobre alguien, a quien han hecho responsable de todo lo bueno o lo malo que les ha pasado, corrientemente hombres, que en nada se parecen a lo que imaginaron durante tanto tiempo en sus enamoradas ilusiones.


Había transcurrido la mitad de mi tarde libre conversando amigablemente, con una joven y bella asesina mejicana, que impávidamente me había narrado las razones que la obligaron a verse envuelta en semejantes circunstancias, es decir, disparar y matar a un fulano con la más absoluta determinación. A las cinco y treinta me hallaba algo aturdido por las tres cervezas y dos gins, que ya me había guardado entre el buche, en tanto la chica seguía más o menos fresca, eso sí, los dos estábamos consternados y emotivos por lo transparente del encuentro. Carmen atendía cada palabra que salía por mi boca, pues comprendía que por grave que fuera su situación yo me encontraba dispuesto a ayudarla. En un soporífero paréntesis, durante el cual dejamos de hablar y nos miramos más de la cuenta, la bella chica, que hacía media hora o más se había sentado a mi lado derecho, demostró que realmente se hallaba algo aturdida, al acercarse a mi cara y buscar mi boca con desespero, como si la vida fuera a terminársele. Yo la besé, estaba bien mareado, y me pareció un momento inmejorable para romper el hábito de besar solamente a mi esposa, cuando ella se dejaba.

Lo que siguió, fue tan mecánico e impensado como los movimientos de los que han bailado juntos mucho tiempo. Al retirarme un poco terminé poniéndome de pie, mientras tomaba mi saco y le decía que deberíamos comprobar si Damián seguía con vida.
 
En menos de lo que se dice “entonces”, nos hallábamos en el lugar del siniestro y sin más dilación que la obvia de observar quien había en las inmediaciones, subimos hasta el quinto piso. El cadáver de Damián Cortés no estaba allí. De la alegría al asombro, Carmen buscaba alguna explicación para todo lo que había ocurrido, y la encontró en una nota pequeña, que estaba bajo el teléfono del recibidor. Decía: “De no haberte dado una pistola con salvas, que no llegaste nunca a utilizar, en este instante sería un cadáver... Perdóname, darling.” La firma de Damián parecía más el garabato de un párvulo, quizás porque volaba más que corría al dejar la misiva. Es posible que sospechara que Carmen iba a regresar a ayudarlo, y bajo ninguna condición quería arriesgarse a un nuevo encuentro.

Sentí más que pensé, que aquella hermosa chica habría terminado suicidándose, acaso esa misma noche, de no haber mediado el destino en mi tarde libre con el suyo y su gran berrinche. En todo caso, los dos habíamos llevado todo hasta el límite, ese punto de la siguiente realidad que no podemos conocer de antemano.

******
III
Con un profundo suspiro, que ante la luz pretendía alejar del todo aquel último embrujo del sueño, Juliana Meli comenzó a olvidar trozos completos de su aventura onírica, y por fin abrió los ojos. Al otro lado de su cama contempló a su esposo, su héroe desde hacía tanto tiempo, durmiendo aun plácidamente pues el banco ya no abría los sábados. Pensó que estaba algo más delgado que seis meses atrás, y que ya se acercaba el momento de su jubilación, cuando ambos decidirían muchas cosas de las que dependía su futuro.

Era muy probable que Gonzalo estuviera soñando con la estratagema financiera que finalmente los hiciera ricos...




martes, 2 de agosto de 2011

COMO UN FILO QUE NO SE GASTA / DE REGRESO, EL INEFABLE, YUKIO MISHIMA

Los siete puentes
por Yukio Mishima



Eran las once y media de una noche de luna llena del mes de septiembre. Al terminar la reunión a la cual habían asistido, Koyumi y Kanako regresaron a la Casa del Laurel e inmediatamente vistieron sus kimonos de algodón. Hubieran preferido bañarse antes de cambiar su ropa, pero aquella noche no quedaba tiempo para eso.
Koyumi tenía cuarenta y dos años, una figura regordeta, alrededor de cinco pies de altura y un kimono estampado con hojas negras. Kanako, la otra geisha, aun cuando sólo tenía veintidós años y era buena bailarina, no tenía protector y parecía destinada a no desempeñar nunca un papel de importancia en los bailes anuales de otoño y primavera de las geishas. Su kimono decrêpe tenía remolinos azules sobre un fondo blanco.
-Me gustaría saber qué dibujos tendrá el kimono de Masako esta noche -dijo Kanako.
-Tréboles. Ni lo dudes. Está desesperada por tener un hijo.
-¿A tanto ha llegado?
-No, y ése es el problema - repuso Koyumi-. Todavía le falta mucho para obtener tal triunfo. Si no, sería como la Virgen María. ¡Tendría un niño simplemente por haberse enamorado de un hombre!
Una superstición común entre las geishas es que, cuando una mujer usa un kimono de verano estampado con tréboles o uno de invierno con paisajes dibujados, ha de quedar embarazada en un corto lapso.
Cuando, por fin, terminaron su arreglo, Koyumi sintió súbitos alfilerazos de hambre. Esto le sucedía cada vez que salía para la ronda de fiestas nocturnas. El hambre se le antojaba como una catástrofe inesperada que le llegaba desde afuera y sin previo aviso.
Nunca la asaltaba el apetito frente a los dientes por más aburrida que resultara la reunión; pero, antes y después de su actuación, el hambre la atacaba por sorpresa. Koyumi no podía nunca prever esta eventualidad comiendo en el tiempo debido. A veces, por ejemplo, cuando concurría a la peluquería durante la tarde, observaba a las otras geishas encargar su comida y probarla con deleite mientras aguardaban su turno. Aquello no producía a Koyumi ninguna impresión. Ni siquiera podía imaginar que el risotto o cualquier otro plato, resultara apetitoso. Sin embargo, una hora después, comenzaban los dolores provocados por el hambre y la saliva fluía, tibia, desde las raíces de sus pequeños y fuertes dientes.
Koyumi y Kanako pagaban cierta cantidad mensual a la Casa del Laurel en concepto de publicidad y alimentos. La cuenta de Koyumi era siempre excepcionalmente abultada. No sólo era muy golosa, sino que también era de gustos delicados. Sin embargo, desde que había adoptado el hábito de comer solamente antes y después de sus apariciones en público, su cuenta había ido decreciendo y amenazaba, ahora, con ser menor que la de Kanako.
Koyumi no recordaba el origen de esta excéntrica costumbre ni el día en que comenzó a detenerse en la cocina antes de la primera reunión de la noche y a pedir, con impaciencia, mientras bailaba:
"¿No hay alguna cosita para comer?" Ahora había adquirido la costumbre de cenar en la cocina de la primera casa y de efectuar un último refrigerio en las dependencias de la vivienda en la que terminaba la noche. Su estómago se había acostumbrado a esta rutina y, en consecuencia, su cuenta en materia de alimentos en la Casa del Laurel, había disminuido notablemente.


El Ginza estaba casi desierto cuando las dos geishas comenzaron a caminar hacia la Casa Yonei en Shimbashi.
Kanako señaló el cielo que se vislumbraba sobre el techo de un Banco cuyas ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes:
-Tenemos suerte con el tiempo, ¿no es cierto? Hoy hasta se podría ver a un hombre en la Luna.
Los pensamientos de Koyomi estaban concentrados en su estómago. Su primera reunión había tenido lugar en lo de Yonei y, la última, en lo de Fuminoya. Sólo en aquel momento caía en la cuenta de que había sido un error no cenar en lo de Fuminoya antes de marcharse. Había tenido que salir precipitadamente rumbo a la Casa del Laurel y el tiempo había resultado escaso. Tendría que reclamar su cena en lo de Yonei, en la misma cocina donde había comido horas antes. Este pensamiento la apesadumbró.
Sin embargo, la ansiedad de Koyumi se disipó tan pronto como hubo puesto un pie dentro de la cocina. Masako, la muy cuidada hija de la dueña del lugar, las aguardaba en la puerta. Llevaba, efectivamente, el kimono con tréboles que sus fantasías le habían adjudicado. Al ver a Koyumi, dijo con gran tacto:
-No las esperaba tan pronto. No tenemos prisa. ¿Por qué no entran y comen algo antes de irse?
La cocina estaba en desorden, colmada de sobras de las fiestas de la noche. Enormes pilas de platos y bols brillaban a la luz de las lamparillas sin pantalla. Masako estaba de pie, con una mano apoyada en el marco de la puerta. Ocultaba la luz con su cuerpo y su rostro permanecía en la sombra. Koyumi se alegró que aquella circunstancia no revelara la expresión de alivio que le había provocado la invitación de Masako.
Mientras Koyumi se instalaba frente a su cena, Masako llevó a Kanako hasta su cuarto. De todas las geishas que frecuentaban la Casa Yonei, era ella con quien más congeniaba. Tenían la misma edad, habían concurrido a la misma escuela primaria y su belleza era muy semejante. Pero, por encima de estas razones, lo cierto es que Kanako realmente le gustaba.
Kanako era tan modesta que parecía lista para ser arrebatada por la más ligera brisa. Sin embargo, había acumulado toda la experiencia necesaria y una palabra dicha por ella como al descuido, traía enormes beneficios a Masako. La alegre Masako era, por el contrario, tímida y aniñada en todo lo referente al amor. Su puerilidad era de todos conocida y su madre estaba tan segura de la inocencia de la muchacha, que el kimono con tréboles no había despertado sus sospechas.
Masako estudiaba en la Facultad de Artes de la Universidad de Waseda. Siempre había sentido profunda admiración por R, el actor de cine. Esta pasión no había hecho sino aumentar desde el día en que el actor visitara la Casa Yonei.
Su habitación estaba atiborrada con fotografías del astro y había encargado un jarrón esmaltado con su foto junto a él obtenida en ocasión de tan memorable visita. Se destacaba sobre su escritorio, siempre lleno de flores.
Kanako se sentó y dijo:
-Hoy dieron a conocer el reparto -frunció su boca en un mohín.
-¿Ah, sí? -apenada por Kanako, Masako fingió no estar enterada del asunto.
-No he conseguido más que un pequeño papel. Nunca lograré algo mejor. Es como para descorazonarme. Me siento como una chica que, en un espectáculo musical, permanece año tras año en el coro.
-Estoy segura de que el año que viene te darán un buen papel.
Kanako sacudió la cabeza:
-Mientras tanto, envejezco. Sin siquiera advertirlo, pronto seré como Koyumi.
-No seas tonta. Todavía te faltan veinte años.
Aquella noche no hubiera sido apropiado, para ninguna de las jóvenes, mencionar, en el curso de la conversación, el objeto de sus plegarias elevadas al cielo. Pero, aun sin preguntarlo, todas lo sabían. Masako deseaba una aventura con R.; Kanako un buen protector, y ambas no dudaban de que Koyumi pedía dinero.
Estaba claro que sus plegarias tenían diferentes objetivos todos ellos muy razonables. Si la Luna no se los otorgaba, sería el astro, y no ellas, quien fallaría. Sus esperanzas se reflejaban simple y honestamente en sus rostros y eran deseos tan humanos que cualquiera que contemplara a aquellas tres mujeres caminando a la luz de la luna, no podría dudar de que el astro de la noche reconocería su sinceridad y respondería a sus plegarias.
-Vendrá alguien con nosotros esta noche -anunció Masako.
-¿Quién?
-Una sirvienta. Se llama Mina y ha llegado del campo hace un mes. Le dije a mi madre que no quería que viniera conmigo, pero Mamá insistió en que se quedaría preocupada si no enviaba a alguien para acompañarme.
-¿Cómo es? -preguntó Kanako.
-Ya la verás. Es, lo que podríamos llamar, bien desarrollada
En aquel momento Mina entreabrió las puertas corredizas ubicadas tras ellas y asomó la cabeza.
-Ya te he dicho que cuando abras las puertas corredizas deberás, primero, arrodillarte, y luego, abrirlas -el tono de Masako era altanero.
-Sí, señorita.
Kanako contuvo la risa frente a la aparición de la muchacha que llevaba un vestido entero hecho con retazos y parches de tela de kimono. Sus cabellos se rizaban en una apretada permanente y unos brazos extraordinariamente morenos asomaban de sus mangas y rivalizaban con el colorido de su rostro. Las mejillas abultadas aplastaban sus rasgos abotagados y sus ojos parecían dos ranuras. Aun cuando cerrara la boca, sus dientes irregulares y prominentes se ingeniaban para aparecer entre los labios. Resultaba difícil descubrir en aquel rostro expresión alguna.
-¡Un buen guardaespaldas! -murmuró Kasako al oído de su amiga.
Masako adoptó un tono severo:
-Vuelvo a repetir lo que ya les he dicho antes. En cuanto salgamos de esta casa, ya no podrán abrir la boca, pase lo que pase, hasta que hayamos cruzado los siete puentes. Una sola palabra y no obtendrán lo deseado. Si alguien conocido nos habla, mala suerte. Sin embargo, no creo que exista ningún peligro en ese sentido. Algo más. No pueden usar dos veces el mismo camino, y es menester que nos limitemos a seguir a Koyumi, quien lo dirigirá todo.
Masako había tenido que presentar en la Universidad una monografía sobre Marcel Proust pero, en lo referente a cuestiones de esta naturaleza, la moderna educación recibida en la escuela no le hacía mella alguna.
-Sí, señorita -contestó Mina, de quien no podía saberse si había comprendido o no.
-Como tienes que venir de todos modos, también puedes formular un deseo. ¿Has pensado en algo?
-Sí, señorita -y una sonrisa se extendió lentamente por su rostro.
-¡Bueno, bueno, parece que reacciona como todo el mundo! -comentó Kanako.
En aquel momento apareció Koyumi, palmeándose alegremente el estómago:
-Ya estoy lista -anunció.
-¿Has elegido buenos puentes? -preguntó Masako.
-Comenzaremos con el puente Miyoshi. Como pasa sobre dos ríos, ¡cuenta como dos puentes! ¿No es cierto que eso facilita las cosas? Si se me permite decirlo, apuntaré que esta elección significa una gran muestra de inteligencia de mi parte.



Sabiendo que una vez afuera ya no podrían pronunciar una sola palabra, las tres mujeres comenzaron a hablar en voz alta y todas al mismo tiempo como para desquitarse del obligatorio silencio que luego deberían guardar. La conversación prosiguió hasta llegar a la puerta de la cocina. Las Geta de laca negra de Masako la esperaban sobre el piso de tierra junto a la puerta, y mientras deslizaba sus pies desnudos en ellas, las uñas esmaltadas de sus dedos brillaron suavemente en la oscuridad.
-¡Esto sí que es elegancia! ¡Esmalte de uñas y geta negras! ¡Ni la Luna podrá resistirlo! -exclamó Koyumi.
Las cuatro mujeres, guiadas por Koyumi, salieron a la avenida Showa. Pasaron frente a una playa de estacionamiento donde gran cantidad de taxis, ya finalizado el trabajo del día, reflejaban la luna en sus negras carrocerías. Se escuchaba el rumor de los insectos alojados bajo los autos. El tráfico era aún denso en la Avenida Showa, pero la calle ya estaba dormida y el rugido de las motocicletas resonaba tristemente solitario sin el habitual acompañamiento de ruidos callejeros.
Algunas pequeñas nubes cruzaban el cielo iluminado por la Luna. Apenas rozaban el gran banco de nubarrones que se cernía en el horizonte. La luna brillaba limpiamente.
Cuando se silenciaba el rumor del tráfico, el repiquetear de las geta sobre la calzada parecía repercutir directamente en la superficie azul del cielo.
A Koyumi, que caminaba al frente, le agradaba ver ante sus ojos la ancha calle desierta. Se jactaba de no tener que depender de nadie y estaba contenta porque tenía el estómago lleno. Mientras caminaba alegremente le costaba vislumbrar la razón por la cual ansiaba más dinero. Sentía como si su verdadero deseo fuera fundirse suave e involuntariamente en la luz de la luna que bañaba el pavimento. Fragmentos de vidrio brillaban aquí y allá. Hasta el vidrio podía resplandecer bajo la luz de la luna... Reflexionó y se dijo que, quizás, su deseo tan largamente acariciado era como aquel vidrio roto.
Masako y Kanako, con los meñiques entrelazados, iban pisando la larga sombra que Koyumi arrastraba a sus espaldas. El aire de la noche era fresco y ambas sentían cómo la brisa suave penetraba en sus mangas enfriando sus pechos húmedos por la transpiración provocada en la excitación de la partida. A través de los dedos entrelazados se comunicaban sus ruegos aún con más elocuencia que por intermedio de la palabra.
Masako soñaba con la dulce voz de R., con sus largos ojos bien delineados, con su pelo ondulándose bajo las sienes. Ella, como hija del dueño de un restaurante de primera categoría en Shimbashi, no podía ser confundida con otras admiradoras..., no veía, pues, ningún motivo para que su plegaria no fuera escuchada. Recordó que al hablarle R. al oído, su aliento era fragante y sin rastros de alcohol. No podía olvidar aquel aliento joven, masculino, lleno de calor como el heno en verano. Cuando estos recuerdos la asaltaban sentía algo semejante a una onda de agua deslizándose sobre su piel desde las rodillas hasta los muslos. Estaba segura, y tan insegura también, de que el cuerpo de R. existía en alguna parte del mundo. La duda la torturaba constantemente.
Kanako soñaba con un hombre maduro, rico y gordo. Tenía que ser gordo, pues si no, no parecería rico. Pensó en la felicidad que le dispensaría ¡cerrar los ojos y sentirse rodeada de su liberal y generosa protección! Kanako estaba acostumbrada a soñar, pero hasta aquel momento su experiencia le había demostrado que, al abrir los párpados nuevamente, el hombre en cuestión había desaparecido.
Como movidas por un mismo impulso, las dos muchachas volvieron la cabeza y por encima de sus hombros vieron que Mina las seguía pesadamente. Apretaba sus mejillas con las manos, se balanceaba en forma grotesca e iba golpeando el ruedo de su vestido a cada paso. Masako y Kanako coincidieron en que la presencia de Mina constituía un insulto a sus plegarias.


Giraron hacia la derecha, en la Avenida Showa, en el punto donde se encuentran el primero y segundo barrio del Ginza Este. La luz de los faroles bajaba como caída de agua a intervalos regulares a lo largo de los edificios. En la calle angosta, las sombras ocultaban la luz de la luna.
En seguida contemplaron el Puente Miyoshi frente a ellas. Era el primero de los siete puentes que deberían cruzar.
Está construido en forma curiosa. Se asemeja a una "Y" debido a la bifurcación del río en dicho lugar.
En la orilla opuesta los sombríos edificios de la Oficina del Distrito Central parecían achatarse y la blanca cara de un reloj en su torre proclamaba una hora absurda e incorrecta contra el cielo oscuro.
El puente Miyoshi tiene una balaustrada de escasa altura, y en cada esquina de su parte central, allí donde se encuentran los tres brazos del puente, hay un farol antiguo del que cuelgan un grupo de lamparillas eléctricas.
No todas estaban encendidas y los globos apagados lucían opacos y mortecinos bajo la luz de la luna. Gran cantidad de insectos voladores se arremolinaban junto a las luces.
El agua del río se encrespaba bajo el resplandor lunar.
Antes de cruzar el puente, las mujeres, dirigidas por Koyumi, juntaron las manos para formular sus ruegos. Una débil luz brillaba en la ventana de un edificio cercano y un hombre, que aparentemente había cumplido labores fuera de horario, salió de él. Estaba echando llave a la puerta, cuando, advirtiendo el extraño espectáculo, suspendió su ocupación.
Las mujeres comenzaron a cruzar el puente lentamente. No era sino una prolongación del pavimento; pero al hollarlo, sus pasos se hicieron más pesados e inseguros, como si estuvieran subiendo a un escenario. Faltaban pocos metros para franquear el primer brazo del puente, pero ello les infundió una sensación de alivio y tarea cumplida.
Koyumi se detuvo bajo un farol y juntó nuevamente las manos. Las demás la imitaron. De acuerdo con los cálculos de Koyumi, el cruzar dos de los tres brazos del puente, equivalía a dos puentes por separado. Esto significaba que deberían formular sus peticiones cuatro veces en el Puente Miyoshi.
Masako observó los rostros asombrados de los pasajeros de un taxi que pasaba. Pero Koyumi no prestaba atención a tales cosas. Cuando las mujeres llegaron frente a la Oficina del Distrito, oraron por cuarta vez. Kanako y Masako comenzaron a sentir que, junto con el alivio que les proporcionaba el haber cruzado sin inconvenientes los dos primeros puentes, las oraciones, que hasta aquel momento no habían tomado demasiado en serio, representaban algo de trascendental importancia.
Masako llegó a convencerse de que prefería estar muerta si no podía consumar su encuentro con R. El solo hecho de cruzar dos puentes había multiplicado la intensidad de sus deseos. Por otra parte, Kanako creía ahora que la vida no merecía la pena de ser vivida si no encontraba un buen protector. Sus corazones se llenaron de emoción y los ojos de Masako se humedecieron repentinamente.
A su lado, Mina, con los ojos cerrados, mantenía reverentemente las manos juntas. Masako no dudó de que, cualquiera fuera la plegaria de Mina, jamás sería tan importante como la suya. Sintió desprecio y también envidia por la cueva vacía e insensible que era el corazón de la sirvienta.



Caminaron hacia el Sur, siguiendo el río hasta la estación de tranvías. El último coche había partido hacía ya largo rato, y las vías que quemaban durante el día bajo el sol de otoño, eran ahora dos líneas blancas y frías.
Aun antes de llegar a la estación, Kanako había comenzado a sentir extraños dolores en su abdomen. Algo le había caído mal. Los primeros síntomas de un calambre se desvanecieron a los dos o tres pasos seguidos por la sensación de alivio al olvidar el dolor. Mientras se felicitaba por ello, el calambre comenzó a atenacearla nuevamente.
El Puente Tsukiji era el tercero en la lista. Al término de este sombrío puente, ubicado en el centro de la ciudad, distinguieron un sauce plantado a la usanza tradicional. Era un sauce solitario que, normalmente, no se hubieran detenido a mirar mientras pasaban rápidamente en auto. Crecía en una pequeña franja de tierra salvada del cemento. Sus hojas, fieles a la tradición, temblaban con la brisa del río. A aquellas avanzadas horas de la noche los edificios bulliciosos morían a su alrededor. Sólo el sauce se agitaba, vivo.
Koyumi se detuvo bajo el sauce y juntó las manos para orar. Era quizás su responsabilidad como guía, pero lo cierto es que su rolliza figura se erguía en forma desacostumbrada. En realidad, hacía ya tiempo que Koyumi había olvidado el motivo de sus ruegos. En aquel momento, lo más importante era, para ella, cruzar los siete puentes sin inconvenientes. Esta determinación era la manifestación de que cruzar los puentes se había convertido en el objeto de sus oraciones. Podrá parecer ésta una meta bastante peculiar, pero, como sus repentinos ataques de hambre, pertenecía a su modo de vivir. Mientras caminaba bajo la luna, estos pensamientos se convirtieron en extrañas convicciones. Mantuvo la espalda más derecha que nunca y fijó la mirada hacia adelante.
El Puente Tsukiji es un puente totalmente desprovisto de encanto. Los cuatro pilares de sus extremos carecen de todo atractivo. Sin embargo, mientras lo cruzaban, las cuatro mujeres pudieron oler por primera vez algo parecido al aroma del mar. Soplaba un viento con reminiscencias de brisa salada. Hasta un aviso de neón rojo perteneciente a una compañía de seguros, que podía divisarse hacia el sur, parecía un faro proclamando la proximidad del océano.
Cruzaron el puente y oraron de nuevo. Kanako sintió que su dolor, ahora agudo, le provocaba náuseas. Pasaron por la terminal de tranvías y caminaron entre los viejos edificios amarillos de las empresas S. y el río. Kanako comenzó a rezagarse. Masako, preocupada, aminoró el paso, pero no pudo romper el silencio para preguntarle si se sentía mal. Finalmente, Kanako se hizo entender oprimiendo su vientre y haciendo muecas de dolor.


Sin advertir lo que sucedía, Koyumi seguía marchando triunfalmente hacia adelante. Se agrandó la distancia entre ella y sus compañeras.
Cuando por fin un excelente protector aparecía frente a sus ojos, tan cerca que sólo necesitaba estirar la mano para tocarlo, Kanako sintió con desesperación que sus manos no podrían estirarse lo suficiente. Su rostro estaba mortalmente pálido y una pegajosa transpiración brotaba de su frente.
El corazón humano es sorprendentemente mudable. A medida que el dolor de su abdomen se hacía más intenso, Kanako comprendió que cuanto había deseado con tanto fervor minutos atrás, perdía toda realidad y sólo quedaba reducido a un sueño pueril, irreal y fantástico. Mientras luchaba contra el palpitante e implacable dolor, pensó que, si abandonaba aquellas tontas ilusiones, sus sufrimientos cesarían de inmediato.
Cuando, por fin, el cuarto puente apareció ante sus ojos, Kanako posó suavemente una mano sobre el hombro de Masako y, con ademanes semejantes al lenguaje de la danza, señaló su estómago y sacudió la cabeza. Los mechones de pelo pegados a sus mejillas por la transpiración expresaban bien a las claras que no podía continuar. Abruptamente volvió la espalda y se alejó precipitadamente rumbo a la estación terminal de tranvías.
El primer impulso de Masako fue el de seguirla; pero, recordando que su plegaria quedaría anulada si la interrumpía, se contuvo y sólo miró alejarse a Kasako.
Sólo al llegar al puente, Koyumi advirtió que algo andaba mal. Para ese entonces, Kanako corría frenéticamente bajo la luna sin importarle su aspecto desaliñado. Su kimono azul y blanco flameaba en la brisa y sus geta resonaban entre los edificios cercanos. Un taxi solitario parecía esperarla providencialmente en una esquina.
El cuarto puente era el de Irifuna. Era menester atravesarlo en dirección opuesta a la del Puente Tsukiji.
Las tres mujeres se congregaron en el extremo del puente y oraron con idéntico fervor. Masako sentía pena por Kanako, pero su compasión no brotaba tan espontáneamente como de costumbre. Sólo reflexionaba fríamente que quien desertara del grupo, tomaría, de ahora en adelante, un camino diferente al suyo.
Las plegarias de cada una eran una cuestión personal y ni siquiera en una emergencia era dable esperar que Masako cargara con responsabilidades ajenas.
Las palabras "Puente de Irifuna" se destacaban en letras blancas sobre una placa metálica clavada horizontalmente en un poste al extremo del puente. Éste se destacaba en la oscuridad con su lisa superficie de cemento recortada por el crudo reflejo de la estación de gasolina Caltex, ubicada en la otra orilla. Podía verse una lucecita en el río, bajo la sombra del puente. Aparentemente pertenecía a la choza semiderruida de un hombre que vivía en el extremo del muelle de pescadores. La choza estaba adornada con plantas y un letrero anunciaba allí "Botes de placer, Remolcadores, Botes de Pesca y Botes para redes".
El cielo nocturno parecía abrirse sobre los techos de la apretada fila de edificios que descendía gradualmente del otro lado del puente. Las jóvenes advirtieron que la luna, tan brillante minutos atrás, apenas se traslucía a través de finas nubes. El cielo estaba, ahora, completamente nublado.
Las mujeres cruzaron el puente Irifuna sin ningún contratiempo.
El río dobla allí en ángulo recto. El quinto puente se encontraba bastante alejado. Sería menester seguir el río por el terraplén ancho y desierto hasta el puente Akatsuki.



Hacia la derecha la mayoría de los edificios eran restaurantes. En cambio, en la orilla izquierda, montañas de piedra, arena y pedregullo esperaban ser empleadas en alguna construcción. En ciertos lugares su masa oscura ocupaba más de la mitad de la carretera. Poco después contemplaron el edificio del Hospital de San Lucas, que emergía, lúgubre, bajo la velada luna. La enorme cruz dorada instalada en su techo estaba brillantemente iluminada y las luces rojas, destinadas al tráfico aéreo, emitían destellos y delimitaban techos contra el cielo: No había luz en la capilla ubicada a los fondos del Hospital, pero su ventanal gótico se distinguía claramente. Algunas luces permanecían encendidas en las ventanas del Hospital.
Las tres mujeres marchaban en silencio. Masako, la mente ocupada por la tarea que la esperaba, no podía pensar en otra cosa. Sin advertirlo, habían acelerado la marcha y ahora estaba bañada en su transpiración.
El cielo se oscureció en forma amenazadora, y Masako sintió las primeras gotas de lluvia sobre su frente. Afortunadamente, aquello parecía no tener intenciones de convertirse en un aguacero.
En aquel momento apareció frente a ellas el Puente Akatsuki. Era el quinto del recorrido. Los postes de cemento pintados de blanco emitían una tonalidad fantasmal en medio de la noche.
Masako juntó las manos para orar en el extremo del puente, sin advertir las imperfecciones del suelo Trastabillando casi, hubo de dar con sus huesos sobre un caño de hierro en reparación.
En el otro extremo del puente se encontraba el desvío para automóviles del Hospital San Lucas.
El puente no era largo. Las mujeres caminaban tan rápidamente que lo cruzaron en un breve lapso. Sin embargo, la adversidad aguardaba a Koyumi. Una mujer con el pelo suelto y mojado y con una vasija de metal en la mano se acercaba en dirección opuesta. Masako miró fugazmente a la mujer y se atemorizó ante la palidez mortal de aquel rostro bajo el pelo mojado.
La mujer se detuvo en la mitad del puente:
-Pero, ¡si es Koyumi! Han pasado tantos años, ¿no es cierto? ¡Koyumi! ¿Estás fingiendo que no me reconoces? ¡Koyumi!
Estiró su cuello hacia Koyumi, cerrándole el paso.
Koyumi bajó los ojos y no contestó. La voz de la mujer era aguda y destemplada como el viento a través de una grieta.
Su monólogo no parecía dirigido a Koyumi, sino a otra persona que no se encontraba allí:
-En este momento volvía de la casa de baños. ¡Hace realmente tanto tiempo! ¡Mira que encontrarnos aquí!
Al sentir la mano de la mujer sobre su hombro, Koyumi abrió finalmente los ojos. Comprendió que era inútil negarse a responder a la mujer, ya que el hecho de que alguien le dirigiera la palabra era suficiente como para anular el efecto de la plegaria.
Masako observó el rostro de la mujer. Reflexionó un instante y siguió caminando, dejando atrás a Koyumi.
Masako recordó a la recién llegada. Era una vieja geisha que había aparecido en Shimbashi durante algún tiempo, inmediatamente después de la guerra. Se llamaba Koen. Había comenzado a comportarse en forma extraña, como una chiquilla, y ello le había valido ser borrada del registro de geishas. No era sorprendente, pues, que Koen hubiera reconocido a Koyumi, una vieja amiga. Sin embargo, era una coincidencia afortunada que no recordara a Masako.
El sexto puente, el Sakai, era sólo una pequeña estructura con un cartel de metal pintado de verde. Masako apresuró sus rezos y echó a correr para cruzarlo. Volviendo la cabeza, comprobó con alivio que Koyumi se había perdido de vista. Mina, en cambio, la seguía con su acostumbrada expresión de malhumor.
Ya sin guía, Masako no sabía cómo encontrar el séptimo y último puente. Sin embargo, razonó que si continuaba andando por la misma calle, tarde o temprano alcanzaría algún puente paralelo al Akatsuki. Sólo faltaba un puente para que sus plegarias fueran escuchadas.
Una fina llovizna humedeció su rostro. La calle que se extendía frente a ella estaba colmada de depósitos de mercaderías y casuchas de material ocultaban la vista del río. La oscuridad era total. A la distancia, las brillantes luces de la calle volvían aún más negras las tinieblas. Masako no tenía miedo de andar a aquellas altas horas. Tenía un carácter aventurero, y su meta, el logro de sus plegarias, le infundía coraje. A sus espaldas el eco de las geta de Mina, se le antojó una carga insoportable de llevar. En realidad, el eco tenía una alegre irregularidad, pero el porte de Mina, en contraste con sus pasitos, parecía encarnar una burla hacia Masako.
La presencia de Mina sólo produjo cierto desprecio en el corazón de Masako hasta el momento en que Kanako abandonó el grupo. Desde aquel instante comenzó a pesarle y ahora que estaban solas, Masako no podía evitar sentirse molesta frente al enigma que significaban las plegarias de la muchacha campesina.
No era agradable verse seguida por una mujer impasible, de insondables ruegos. No, no era tan desagradable como inquietante y la incomodidad de Masako aumentó gradualmente hasta convertirse en algo parecido al terror. Masako nunca había advertido cuán perturbador resulta no conocer el pensamiento de otra persona.
Tenía la sensación de llevar a sus espaldas una gran masa negra. No era como cuando la seguían Kanako o Koyumi, cuyas plegarias eran tan transparentes que resultaba fácil ver a través de ellas. Masako intentó desesperadamente estimular su anhelo por R. hasta volverlo aún más febril que antes. Pensó en su rostro, en su voz. Recordó su aliento lleno de juventud. Pero la imagen se desvanecía inmediatamente y no intentó reconstruirla.
Era menester cruzar el último puente lo antes posible. Hasta entonces no pensaría ya en nada más.
Las luces de una calle que había divisado en la lejanía parecían ser, ahora, las de un puente. Comprendió que se estaba aproximando a una vía pública importante. Había indicios de que el puente no podía estar lejos.
En efecto, llegó primero a un pequeño parque donde las luces brillaban sobre oscuros charcos producidos por la lluvia, y, luego, apareció el puente con su nombre, "Puente Bizen", escrito en una columna de cemento. En lo alto del pilar una lamparita irradiaba una luz mortecina. Masako divisó a su derecha el Templo de Tsukiji Honganji con su techo verde levemente abovedado. Debería cuidarse al cruzar el puente de no regresar por el mismo camino.
Masako suspiró con alivio. Entrelazó sus dedos para orar en el extremo del puente, y esta vez, para enmendar la superficialidad de sus rezos anteriores, lo hizo cuidadosa y devotamente. Por el rabo del ojo podía observar a Mina, quien, remedándola, apretaba piadosamente las gruesas palmas de sus manos. Verla molestó tanto a Masako, que se apartó de la oración para murmurar a media voz: "¡Ojalá no la hubiera traído! ¡Es verdaderamente exasperante!"
En aquel mismo instante una voz de hombre la interpeló. Masako se puso tensa. Un policía se había detenido a su lado:
-¿Qué está haciendo aquí a estas horas de la noche?



Masako no podía contestar. Una palabra lo arruinaría todo. Advirtió de inmediato, a través del apurado interrogatorio, que el policía, al verla orando en medio del puente, la había tomado por una suicida en potencia. Masako no podía hablar. Era necesario hacer comprender a Mina que lo hiciera en su lugar. Tironeó del vestido de la sirvienta e intentó despertar su inteligencia. Por más obtusa que fuera Mina, parecía imposible que no pudiera comprender sus señas. Seguía con los labios obstinadamente sellados. Masako advirtió con desaliento que Mina -fuera por obedecer las instrucciones originales o por proteger sus propias plegarias- estaba resuelta a no hablar.
El tono del policía se hizo aún más áspero:
-¡Contésteme! ¡Exijo una respuesta!
Masako decidió que lo mejor que podía hacer era intentar ganar el otro lado del puente y explicarlo todo cuando hubiera finalizado el cruce. Se soltó de la mano del policía y se internó corriendo en el puente. Alcanzó a ver cómo Mina se precipitaba tras ella.
El policía alcanzó a Masako en la mitad del puente.
-Tratando de escapar, ¿eh? -gritó, tomándola de un brazo.
-¿Quién piensa en escaparse? ¡Me está lastimando! -Masako había gritado impulsivamente. Advirtiendo, entonces, que sus plegarias habían quedado en la nada, miró hacia el lado derecho del puente con los ojos llameantes de indignación.
Mina, a salvo en el otro extremo, completaba su catorceava y última plegaria.
Cuando regresaron, Masako se quejó histéricamente a su madre, quien, sin saber lo que sucedía, reprendió a Mina.
-¿Puedes decirme qué pedías en tus plegarias? -preguntó.
Por toda respuesta, Mina se limitó a sonreír estúpidamente.
Algunos días después y ya un poco más tranquila, Masako continuó importunando a Mina:
-¿Qué pedías? -le preguntó por centésima vez-. Cuéntamelo. Con toda seguridad ya me lo puedes contar.
Pero Mina sólo esbozaba una sonrisa evasiva.
-¡Eres espantosa! Mina, ¡eres realmente insoportable!
Y riéndose, Masako pellizcó el hombro de Mina con sus uñas cuidadosamente afiladas por la manicura.
La piel elástica y pesada repelió las uñas. Los dedos de Masako quedaron insensibles y ya no supo qué hacer con su mano.