domingo, 7 de octubre de 2012

FELICES, SI HAY REMEDIO.../ EL CUENTO DEL AUTOR

NO FUE SOLO UN MAL SUEÑO
por José Ignacio Restrepo




Todos tuvimos quien nos diera de mamar una primera vez. Aunque fuera una partera de pago, laborando por horas, o una enfermera ordenada y hacendosa, con el biberón en su mano, de esas que aguza los oídos para escuchar antes que todos, las pisadas de los patrones. O por lo menos, una vieja sirvienta que todavía recuerda su labor, regida por los gimoteos de los nenes en algún hospital lejano. Algunos contaron con una familia y fueron formados legalmente, como dios manda, pues padres, hermanas y hermanos les repetían una y otra vez, come con el cubierto, lávate las manos, métete la camisa, no te hurgues la nariz, siéntate derecho. Todas esas fórmulas fatigosas de cumplir pero socialmente útiles, para ser capaces a lo último de salir al ruedo…y parecerse a los demás.

Yo apenas tuve algo de eso. Ni padres, ni hermanos, solo un poco de guía nada más. Al que sirvió de ejemplo, lo recuerdo siempre alzando la voz y dando gritos, y por su nombre incomparable: Casio. Él medía casi dos metros y siempre le vi en su batola de enfermero, pues cuando salía del hospicio ya vestía con otra ropa y no podíamos verlo. Esa ala del edificio, la de los administradores, era independiente y no lindaba con la nuestra. Alzaba mucho la voz cuando no estábamos atentos, y casi enseguida el grito nos decía que no lo estábamos haciendo de la forma correcta. Desde entonces supe que sería como ellos, como los administradores, entendí que el orfanato solo era el sitio de pruebas, y que de superarlas con algún mérito, simplemente pasaría al siguiente nivel. Lo busqué una vez, hace un tiempo, para agradecerle, para darle algún beneficio por haberme formado tan a las malas, pero tan resistente. Ya no existe, algún pazguato cobrador que le fue a cobrar una deuda, lo dejó tirado y sangrante en el embaldosado artificial de su viejo apartamento.

Bueno, eran solo algunas cuitas para entrar sobre el tema, cuando uno está abatido le llegan esas noticias, inmutables y propias, los llamados recuerdos se presentan para dar con que entender lo que el presente nos deja.

Si hubiera tenido abuela, no tendría males de boca. Las abuelas son tanto más tiernas, cuanto más rebelde sea el crío. Eso sí son buenas, porque gente volada del infierno hay por toda parte, te lo digo yo con total conocimiento. Y este mal de boca que me aqueja de seguro ni siquiera lo tendría, si en vez de aquel violento empleado de hospicio, el enfermero Casio, hubiera tenido a mi lado, por días y noches sin término, a una abuelo o abuela de esos de los cuentos, formándome como se hace con los santos…para que una vez muertos se vayan derechito al cielo.

Pasar la lengua por el borde, es un calvario. Solo les digo que tengo todos los nervios a punto, a cien…No obstante estar intactos, y aunque no estén cubiertos por ningún diente, mis dientes me recuerdan esos abuelos que no tuvieron a su cuidado. Esto no empezó tan lejos, como para no poder contarlo. Si hago una sinopsis os haré entender cómo vine a quedar sin siquiera un diente, antes que aparezcan los contrarios…No deben tardar, pues cómo veo las cosas, me llevan media jornada, debí haber dormido algo más de tres horas, por la maldita anestesia. Y  que lo dicho testifique, que no fue por los dientes, que este maldito aquí sentado va a perder sin hacer repulsa lo que tiene.

Y, ¿lo podrás comprender?, de un oscuro comienzo como el mío, en un orfanato del Estado, nadie quisiera hablar, y yo tampoco. Me puedo remitir mejor, a esa iniciación tardía, como la llamo yo. La primera prueba ante aquel patrón fue simplemente un homicidio, él quería saber si se podía contar conmigo, y yo solo gasté dos cartuchos de los doce que traía la pistola. En eso vio él, que yo también era ahorrativo, que sería cuidadoso en las finanzas, que no era botarate a la hora de comprar, pues quien así se comporta buscará realizar el negocio que sea, para poderlo tirar luego. Ahí se distinguen los que traicionan, los que venden, pues nunca lo que tienen les es suficiente. Escalé en un envión lo que a otros les lleva toda una vida, pues puse bajo el escrutinio del más grande, ese bien valor llamado carácter, que se ata sin reparo a la honestidad, a la confianza, a la ética. Quién dijo que los delincuentes no tenían de esas cosas, si es en sus escenarios donde más se necesitan. De uno a otro encargo, me di a la tarea de cumplirle siempre de manera perfecta. Y los resultados no tardaron en llamar positivamente su atención. Pasé de ser operario del gatillo, a ser parte de la plana media, con más de cincuenta hombrachos a mi cargo, y ellos aprendieron a respetarme, pues en mi boca no cabía una palabra que no viniera directamente de la boca del jefe. Y ése hombre para ellos, estaba en el nivel del mismo dios…

Fue un asunto de mecánica celeste. El Don fue sorprendido por uno de esos jineteros, que quieren llegar primero por solo hacer el trabajo sucio, de alguno que promete demasiado y jamás cumple. Solo cuando le vi en el ataúd, supe que ese destierro eterno ha de ser plácido, pues la cara del jefe mostraba un franco semblante, como el que presenta aquel que entrega el deber cumplido. Tenía puesta en el rostro esa sonrisa coherente, que los padres muestran a sus hijos tercos, cuando ya han aprendido la lección que ellos mismos con dificultad asimilaron. Afable, era ese el gesto. Él, que siempre lo vio serio y hosco observaba aquella condición anormal, que  se había quedado a dormir en cada uno de los músculos que componían su faz. Y los que le distinguimos con nuestro aprecio, no podíamos dejar de echar un vistazo a esa última expresión paternal.

Al cónclave asistieron bastantes, en todo caso sí llegaron todos los estrictamente necesarios, y tras el ágape que se acostumbra, todos votamos en la urna de Jacintos, cuyos visos de color azul hacían de esta función, un momento casi sacro. En la organización, únicamente algunos pocos habían votado más de dos veces, para elegir  al sucesor de un Jefe. En términos estelares, yo apenas había llegado al grupo. Pero, contra toda posibilidad, fui erigido en jefe esa misma noche, solo dos personas cercanas, prefirieron a otro de los comensales allí presentes. Y ese fue el comienzo. Con semejante aval, ya era yo el responsable de coordinar cada viraje de esta nave, buscar por todas las formas que nuestras tareas subrepticias e ilegales, tuvieran un más allá de reconocimiento y fortuna. Tal es en últimas el propósito de enfrentarse a quienes demandan de todos el cumplimiento de las estatutos. La ley es para nosotros una trampa para evitar que conquistemos otro peldaño de la escalera, donde al final nos espera el poder y la riqueza.

Hace trece años que nadie vota otra elección, en esa bonita vasija color azul blancuzco…Y llegó la hora de que me resguarde, de que cubra mis pasos. Cada minuto gobernando esta administración sin nombre, aumentando mis bienes y mis herencias, y las de todos los asociados, es una batalla ganada a los ataques permanentes de nuestros enemigos. Estoy cansado de correr. No le voy a echar la culpa al trajín, pues mucha agua ha pasado bajo el puente, y esto lo elegí con cada decisión que tomé, hace ya mucho tiempo. Yo sabía que llegaría la hora de desaparecer, con lo que no contaba era con las dificultades que tendría en este momento.

Hecha la síntesis, hagamos claridad sobre lo que tengo, lo que debo, y sobre el escenario donde están ocurriendo todas estas inspiradas reflexiones, no sea que el que lea se aburra y se impida por propia mano, de llegar junto conmigo a la rezada de ese fatal, postrero Padre Nuestro. No hay casi luz en este pequeño dispensario, desde que llegué ya lo había notado. Fue entonces y no ahora, cuando debí hacer algo al respecto. Pensé que con esa lámpara rectangular el trabajo de este, cómo le llamo, especialista, quedaría bien hecho, y él podría ofrecer por el todas las previstas garantías. Pero bueno, me equivoqué. Se demoró un poco en perfilar cada pieza, sirviéndose de una fresa que era la luz de su instrumental, todos y cada uno de los dientes y muelas, que reposaban como prueba de mi identidad en mis antecedentes delictivos. Poseer el detalle completo de mí historia dental, junto con la huella de la mordida, los hacía cercanos a mí. Era igual que poseer, el dactilograma completo de los veinte dedos de mis manos, que desde el año anterior ya sencillamente no era exacto, pues mis yemas habían dejado de existir.

En todo caso, no quisiera ser espejo si fuera a reflejar la imagen de mi boca abierta. Tras dos días ininterrumpidos de intervenir mi boca, y con los dos brazos atados por pura prevención al descansa manos, una estúpida conversación había saltado de aquí para allá, hasta coronarse como suele pasar en estas situaciones, con una decena de lentas afirmaciones de mi cabeza. Sin yo darme casi la maldita cuenta, confirmé con éstas aserciones una sospecha, que para el dentista se convirtió en la peor y mejor de las noticias, y en un motivo insalvable para dejarme atado aquí, con la boca llena de esas horribles tuercas, unas roscas metálicas donde deberían encajar los nuevos dientes, que podía ver a mi derecha sobre un estante, en una caja aún sin desempacar.


Debí estar mudo o por lo menos callado, y no creerme tanto o más que aquel a quien suplí en este cargo. Al parecer, era yo el responsable de la muerte de su querida, que ocurrió hace diez meses y algo, y todas las preguntas y derivas que yo había respondido afirmativamente, le dieron la prueba sobre el particular. Estaba atado firmemente a la silla de aquel odontólogo, sin uno solo de mis dientes, comenzando a recuperar la conciencia del dolor, esperando a que regresara acompañado de quienes nos hacen todo el tiempo la guerra diciéndole al mundo entero que nosotros somos los malos, y no ellos. Y no tenía nada más que hacer, sino esperar, pues él debía ponerme mis nuevos dientes. O algo temporal, con qué poderme ver sin que me de un ataque de pánico ante el espejo.

Y si no, ¿cómo podría comer la maldita comida para puercos, que sirven en la cárcel?



2

Nadie puede afirmar, y yo no voy a hacerlo, que uno puede acostumbrarse al maltrato, a la mal comida y a la falta de salud, por el hecho simple e innegable de sentirse como un cerdo, por ver reflejada la propia maldad y la responsabilidad por los malos actos cometidos, en todo lo que a diario le circunda. Pero, por momentos se olvida la calamidad de ser el que eres, si observas con cuidado y con tiempo suficiente, a todos aquellos que están contigo, pasando este mal rato, que para mi, está escrito durará así como va, dizque algunos años. La costumbre como la paciencia, son aptitudes que llegan a apreciarse, si están acompañadas de la necesidad de sobrevivencia. Este es mi presente, un hecho limitado y temporal.

Tardaron varios meses en completar el trabajo dental. Ese otro malnacido que le dejó atado a la silla, esperando por la tomba, le había dejado literalmente en carne viva, por su supuesta venganza, que en todo caso no va aquedarse ahí. Ya ha hecho lo necesario para que se le encuentre y le sea cobrado todo lo que debe. Da muy mala imagen, además de estar pagando cana, ser burlado y ofendido sin hacer lo propio para recuperar algo de honor. Y él suele cobrarlo todo, de una sola vez. Lo averiguaron muchos antes de ahora y fue en ese instante lo último que supieron. Ese odontólogo de mierda ha de estar pagando su escondrijo a peso. 

Bueno, sus dientes le duelen cada que se mastica un banano maduro, parece simplemente que no fueran de él sino de otro vergajo, que tuviera unos nuevos en su boca chiquita…Él se aguanta lo que sea, porque ese siempre ha sido su carácter, aguantarse lo malo para poder ver realizado lo bueno, más pronto que tarde, así le enseñaron, y siempre ha obtenido rédito de ello.Todo lo espera, mientras los de afuera hacen el trabajo oscuro, sus buenos y bien pagados abogados. Ellos deben encontrar a los pone quejas, a los testigos de la fiscalía, a sus familiares, esas cosas. Averiguar, si alguien tiene casi prendido su rabo de paja, el juez, su esposa, la niña bien de la casa. De algo se tiene que servir uno, porque para eso está hecho el sistema de justicia, y uno tiene que utilizar cualquier arma que tenga a la mano. Sería tontería, un crimen, una salvajada, purgar años de cárcel sin tener que pagar nada.

Ya en una semana viene el ortodoncista, para terminar de poner las dos últimas coronas en los dientes del frente. Ahora mismo, casi no come nada duro, protegiendo las carillas. Si se llegan a quebrar, quedarían afuera, al sol y al aire, esos feos tornillos que parecen del propio Arnold Schwarzenegger, cuando hizo Terminator…Los compas se ríen en la mesa, cuando parte todo en el plato, en pedacitos muy pequeños, para así no hacer mucha fuerza a la hora de masticar. Le bufan, le llaman bebé, y cosas peores. Pero, él solo quiere volver a tener buenos sus dientes, porque después de tanto tiempo de acá para allá en su misma boca, toda esta movida solo por querer ocultarse del pasado, termina pareciéndose a esas pesadillas, en las que todos los personajes son realmente uno mismo, todos vestidos diferente saliendo de cada parte, con sus diálogos y gestos, diversos y elocuentes, siempre con el mismo rostro, el que tienes en el espejo cuando te afeitas por la mañana…Siete días y todo volverá a estar perfecto en su boca, y entonces podrá sentarse a esperar, y ver como desaparecen los obstáculos que lo tiene aquí engranado. Falta poco para recuperar su libertad, y volver a su hacienda, mucho más respetado después de soportar esta batalla, y ganarla a pura mano…


*  *  *
El odontólogo entra al dispensario, que con los cambios sobrevenidos en las cárceles en los últimos años, es un lugar amplio, realmente completo y moderno, con todos los implementos necesarios para hacer del trabajo odontológico algo profesional y sin riesgos, que ofrezca a pesar del sitio, las mejores garantías. Al fin y al cabo, aquí adentro están viviendo muchos de los hombres más ricos y poderosos de este país…La asistente ya lo ha dejado todo preparado para que el doctor me coloque las dos porcelanas en lugar de las carillas que traigo…

-     Muy buenos días…
-     Buenos días, doc…
-   Estaremos ocupados algo más de dos horas, y luego tendrá completa su dentadura. Me llamo Demóstenes Sinisterra, estoy reemplazando a Aldo Cedeña, que salió de vacaciones…
-   Ya le veía la cara un poco más alargada y barrosa, y me preguntaba de qué carro en movimiento lo habían tirado, contra su voluntad…
-     El famoso buen humor carcelario…Bueno, señor…
-   …Dígame el Don, todos me llaman así, como se hacía ahora tiempos…

El odontólogo se le quedó viendo un instante largo, y luego comenzó a elegir todo el instrumental necesario, entre el dejado en el mueble auxiliar por la asistente…Tenía una mirada profunda y de lentos parpadeos, que recordaba vagamente los ojos de las vacas. Se demoraba la preparación de la intervención, y una cierta inquietud fue haciendo presa del paciente, que tenía por virtud o defecto enfrentar esa sensación, silbando las canciones que se hacían famosas en la radio. Su boca tenía realmente algún virtuosismo al hacer éso, y seguramente el intérprete estaba ansioso de verla completa y como nueva…

-   Bueno…Vamos a comenzar. 
El Don experimentó una hermosa sensación. Una suerte de epifanía le recorrió, pues sabía que en breve este infierno de ver su boca como una cosa marchita, por fin terminaría. Las palabras de aquel profesional desconocido eran cada una, como una redención para este episodio de loca insatisacción. Lo miró con la mejor de las miradas, esa que solo utilizaba con las mujeres, la rompecaderas la llamaba él, y que tenía tan abandonada como las tenía a ellas, a su pesar obviamente.

-     Primero lo primero…

Le vio preparando una jeringuilla, con tal propiedad que ese singular pánico que toda la vida les había guardado, se perdió entre la atenta observación. Pensó, todo sea por coronar…

-    …Serán dos pinchazos, arriba en el paladar, no vaya a moverse…

Sintió como entraba la aguja e inmediatamente, la sensación pasó de desagradable a inexistente. Una sacra confianza en que cada cosa que empieza finalmente acaba, comenzó a invadirle y el relax inició su recorrido, previo el trabajo que culminaría con la visión tranquila y esperada, frente al espejo de mano que guardaba bajo la almohada, de su dentadura hermosamente recuperada. 

-    Algunos pacientes temen mucho esta clase de intervenciones, en las que obligatoriamente debemos usar anestesia para completarlas. Piensan que pueden quedarse dormidos, tantas cosas se han dicho que terminan siendo solamente habladurías dañinas para el ejercicio de nuestra labor. Claro, casos han habido. Pero siempre hay detrás un clásico error, que solo se hace público en raras ocasiones, llamado inexperticia, inexperencia, incapacidad, impropiedad, desconocimiento, incompetencia, ineptitud, insuficiencia…

Había comenzado a hacer efecto la droga que le evitaría el dolor. Él escuchaba los comentarios del médico algo separados, como si vinieran de una distancia mayor de la que tenían entre si. Las palabras del final, comenzaron a sonar casi como dogmática retahíla, y él sonríó con la sensación vaga de demorarse para completar el gesto. Claro, la anestesia ya había adormilado los músculos de la boca, y estaba llevándolo casi hasta la somnolencia. Podía ver al odontólogo con ojos de vaca, envuelto en una especie de vaporoso éter, que le dibujaba perfectamente el blanco de su bata.

-  …claro…nada de ésto hubiera pasado, y ni nos habríamos conocido usted y yo, si mi padre no hubiera sido arrollado por ese coche negro…Usted estaría acá, cumpliendo su condena, esperando a su odontólogo de cabecera, para que le completara este trabajo, y yo, almorzaría con mi padre, ese otro odontólogo que solo hacía justicia cuando le dejó la boca hecha un infierno, ¿recuerda?...Sentados al frente de mi almacén de implementos para el dibujo, la talla y la cerámica, almorzando, hablando sobre el calor inmundo que está haciendo por estos días…

Era inmensa la necesidad de rendirse al sueño, y no veía cómo podrían colocarle las…


*  *  *

La asistente vio salir al médico, un poco antes de lo esperado, y sin embargo, por una conducta aprendida desde la facultad, le dispensó una despedida corta, que no alcanzó a completar…

-   No, aun no acabó…Está un poco intranquilo, esperaremos unos minuticos para colocarle las piezas…Prefiero que no lo moleste. No demoro, ya vuelvo…

Ella le sonrió. Siempre hacía eso si necesitaba expresarse ante la autoridad, como signo de respeto.

Adentro del consultorio, el paciente parecía dormir profundamente. De no saber que recién había recibido una dosis de anestesia, uno pensaría que estaba muerto. De verdad….


JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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sábado, 21 de julio de 2012

QUE LA MUERTE NO PUEDE, NI PODRÁ... / Con Julio Cortázar


LA NOCHE BOCA ARRIBA
Por
JULIO CORTÁZAR



Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;

 le llamaban la guerra florida.


A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.



Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

domingo, 17 de junio de 2012

LAS PERIPECIAS DE ALAR, EL ILIRIO / Un escrito de Álvaro Mutis

LA MUERTE DEL ESTRATEGA
por 
Álvaro Mutis


Algunos hechos de la vida y la muerte de Alar el Ilirio, Estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, ocuparon la atención de la Iglesia cuando, en el Concilio Ecuménico de Nicea, se habló de la canonización de un grupo de cristianos que sufrieran martirio a manos de los turcos en una emboscada en las arenas sirias. Al principio, el nombre de Alar se mencionaba junto con el de los demás mártires. Quien vino a poner en claro el asunto fue el patriarca de Laconia, Nicéforo Kalitzés, tras examinar algunos documentos relativos al Estratega y a su familia, que aportaron nuevas luces sobre la vida de Alar y alejaron cualquier posibilidad de entronizarlo en los altares. Finalmente, cuando se dieron a conocer en el Concilio las cartas de Alar a Andrónico, su hermano, la Iglesia impuso un denso silencio en torno al Ilirio y su nombre volvió a la oscuridad, de donde lo rescatara la ambición política de la Iglesia de Oriente.

Alar, llamado el Ilirio por la forma peculiar de sus ojos hundidos y rasgados, era hijo de un alto funcionario del Imperio, que gozó del favor del Basileus en tiempos de la lucha de las imágenes. El hábil cortesano se ocupó bien poco de la educación de su hijo y convino en que la recibiera en Grecia, bajo la influencia de los últimos neoplatónicos. En el desorden de la decadente Atenas, perdió Alar todo vestigio, si lo tuvo algún día, de fe en el Cristo. Tampoco el padre se había distinguido por su piedad, y su alta posición en la Corte la ganó más por su inagotable reserva de sutilezas diplomáticas que por su fervor religioso. Pero cuando el muchacho regresó de Atenas el padre no pudo menos de asombrarse ante la forma descuidada y ligera como se refería a los asuntos de la iglesia Y, aunque se vivía entonces los momentos de más cruenta persecución iconoclasta, no por eso dejaba el Palacio de Magnaura de estar erizado de mortales trampas teológicas y litúrgicas. Gente mejor colocada que Alar y con mayor ascendiente con el Autocrátor, había perdido los ojos, y, a menudo, la vida, por una frase ligera o una incompostura en el templo.

Mediante hábiles disculpas, el padre de Alar consiguió que el Emperador incorporase al Ilirio a su ejército y el muchacho fue nombrado Turmarca en un regimiento acantonado en el puerto de Pelagos. Allí comenzó la carrera militar del futuro Estratega. Como hombre de armas, Alar no poseía virtudes muy sólidas. Un cierto escepticismo sobre la vanidad de las victorias y ninguna atención a las graves consecuencias de una derrota, hacían de él un mediocre soldado. En cambio, pocos le aventajaban en la humanidad de su trato y en la cordial popularidad de que gozaba entre la tropa. En lo peor de la batalla, cuando todo parecía perdido, los hombres volvían a mirar al Ilirio que combatía con una amarga sonrisa en los labios y conservando la cabeza fría. Esto bastaba para devolverles la confianza y, con ella, la victoria. Aprendió con facilidad los dialectos sirios, armenios y árabes y hablaba corrientemente el latín, el griego y la lengua franca. Sus partes de campaña le fueron ganando cierta fama entre los oficiales superiores por la claridad y elegancia del estilo. A la muerte de Constantino IV, Alar había llegado al grado de General de Cuerpo de Ejército y comandaba la guarnición de Kipros. Su carrera militar, lejos de las peligrosas intrigas de la Corte, le permitió estar al margen de las luchas religiosas que tan sangrientas represiones despertaron en el Imperio de Oriente. En un viaje que el Basileus León hizo a Paphos en compañía de su esposa, la bella Irene, la joven pareja fue recibida por Alar, quien supo ganarse la simpatía de los nuevos autocrátores, en especial la de la astuta ateniense, que se sintió halagada por el sincero entusiasmo y la aguda erudición del General en los asuntos helénicos. También León tuvo especial placer en el trato con Alar, y le atraía la familiaridad y llaneza del Ilirio y la ironía con que salvaba los más peligrosos temas políticos y religiosos.

Por aquella época, Alar había llegado a los treinta años de edad. Era alto, con cierta tendencia a la molicie, lento de movimientos, y a través de sus ojos semicerrados e irónicos dejaba pasar cautelosamente la expresión de sus sentimientos. Nadie le había visto perder la cordialidad, a menudo un poco castrense y franca. Se absorbía días enteros en la lectura con preferencia de los poetas latinos. Virgilio, Horacio y Catulo le acompañaban a dondequiera que fuese. Cuidaba mucho de su atuendo y sólo en ocasiones vestía el uniforme. Su padre murió en la plenitud de su prestigio político, que heredó Andrónico, hermano menor del Estratega, por quien éste sentía particular afecto y mucha amistad. El viejo cortesano había pedido a Alar que contrajera matrimonio con una joven de la alta burguesía de Bizancio, hija de un grande amigo de la casa. Para cumplir con el deseo del padre, Alar la tomó por esposa, pero siempre halló la manera de vivir alejado de su casa, sin romper del todo con la tradición y los mandatos de la Iglesia. No se le conocían, por otra parte, los amoríos y escándalos tan comunes entre los altos oficiales del Imperio. No por frialdad o indiferencia, sino más bien por cierta tendencia a la reflexión y al ensueño, nacida de un temprano escepticismo hacia las pasiones y esfuerzos de las gentes. Le gustaba frecuentar los lugares en donde las ruinas atestiguaban el vano intento del hombre por perpetuar sus hechos. De allí su preferencia por Atenas, su gusto por Chipre y sus arriesgadas incursiones a las dormidas arenas de Heliópolis y Tebas.

Cuando la Augusta lo nombró Hypatoï y le encomendó la misión de concertar el matrimonio del joven Basileus Constantino con una de las princesas de Sicilia, el General se quedó en Siracusa más tiempo del necesario para cumplir su embajada. Se escondió luego en Tauromenium, adonde lo buscaron los oficiales de su escolta para comunicarle la orden perentoria de la Despoina de comparecer ante ella sin tardanza. Cuando se presentó a la Sala de los Delfines, después de un viaje que se alargó más de lo prudente, a causa de las visitas a pequeños puertos y calas de la costa africana, que escondían ruinas romanas y fenicias, la Basilissa había perdido por completo la paciencia. «Usas el tiempo del César en forma que merece el más grave castigo -le increpó-. ¿Qué explicación me puedes dar de tu demora? ¿Olvidaste, acaso, el motivo por el cual te enviamos a Sicilia? ¿Ignoras que eres un Hypatoï del Autocrátor? ¿Quién te ha dicho que puedes disponer de tu tiempo y gozar de tus ocios mientras estás al servicio del Isapóstol, hijo del Cristo? Respóndeme y no te quedes ahí mirando a la nada, y borra tu insolente sonrisa, que no es hora ni tengo humor para tus extrañas salidas». «Señora, Hija de los Apóstoles, bendecida de la Theotokos, Luz de los Evangelios -contestó imperturbable el Ilirio-, me detuve buscando las huellas del divino Ulyses, inquiriendo la verdad de sus astucias. Pero este tiempo, ni fue perdido para el Imperio, ni gastado contra la santa voluntad de vuestros planes. No convenía a la dignidad de vuestro hijo, el Porphyrogeneta, un matrimonio a todas luces desigual. No me pareció, por otra parte, oportuno, enviaros con un mensajero, ni escribiros, las razones por las que no quise negociar con los príncipes sicilianos. Su hija está prometida al heredero de la casa de Aragón por un pacto secreto, y habían promulgado su interés en un matrimonio con vuestro hijo, con el único propósito de encarecer las condiciones del contrato. Así fue como ellos solos, ante mi evidente desinterés en tratar el asunto, descubrieron el juego. En cuanto a mi regreso ¡oh escogida del Cristo!, estuvo, es cierto, entorpecido por algunas demoras en las cuales mi voluntad puso menos que el deseo de presentarme ante ti».

Aunque no quedó Irene muy convencida de las especiosas razones del Ilirio, su enojo había ya cedido casi por completo. Como aviso para que no incurriera en nuevos errores, Alar fue asignado a Bulgaria con la misión de reclutar mercenarios. En la polvorienta guarnición de un país que le era especialmente antipático, Alar sufrió el primero de los varios cambios que iban a operarse en su carácter. Se volvió algo taciturno y perdió ese permanente buen humor que le valiera tantos y tan buenos amigos entre sus compañeros de armas y aun en la Corte. No es que se le viera irritado, ni que hubiera perdido esa virtud muy suya de tratar a cada cual con la cariñosa familiaridad de quien conoce muy bien a las gentes. Pero a menudo se le veía ausente, con la mirada fija en un vacío del que parecía esperar ciertas respuestas a una angustia que comenzaba a trabajar su alma. Su atuendo se hizo más sencillo y su vida más austera.

El cambio, en un principio, sólo fue percibido por sus íntimos, y en el ejército y la Corte siguió gozando del favor de quienes le profesaban amistad y admiración. En una carta del higoumeno Andrés, grande amigo de Alar y conocedor avisado de las religiones orientales, dirigida a Andrónico con el objeto de informarle sobre la entrevista con su hermano, el venerable relata hechos y palabras del Ilirio que en mucho contribuyeron a echar por tierra el proyecto de canonización. Dice, entre otras cosas:

«Encontré al General en Zarosgrad. Pagaba los primeros mercenarios y se ocupaba de su entrenamiento. No lo hallé en la ciudad ni en los cuarteles. Había hecho levantar su tienda en las afueras de la aldea, a orillas de un arroyo, en medio de una huerta de naranjos, el aroma de cuyas flores prefiere. Me recibió con la cordialidad de siempre, pero lo noté distraído y un poco ausente. Algo en su mirada hizo que me sintiera en vaga forma culpable e inseguro. Me miró un rato en silencio, y cuando esperaba que preguntaría por ti y por los asuntos de la Corte o por la gente de su casa, me inquirió de improviso: “¿Cuál es el dios que te arrastra por los templos, venerable? ¿Cuál, cuál de todos?” “No comprendo tu pregunta” -le contesté-. Y él, sin volver sobre el asunto, comenzó a proponerme, una tras otra, las más diversas y extrañas cuestiones sobre la religión de los persas y sobre la secta de los brahmanes. Al comienzo creí que estaba febril. Después me di cuenta que sufría mucho y que las dudas lo acosaban como perros feroces. Mientras le explicaba algunos de los pasos que llevan a la perfección o Nirvana de los hindúes, saltó hacia mí, gritando: “¡Tampoco es ese el camino! ¡No hay nada qué hacer! No podemos hacer nada. No tiene ningún sentido hacer algo. Estamos en una trampa”. Se recostó en el camastro de pieles que le sirve de lecho y, cubriéndose el rostro con las manos, volvió a sumirse en el silencio. Al fin, se disculpó diciéndome: “Perdona, venerable Andrés, pero llevo dos meses tragando el rojo polvo de Dacia y oyendo el idioma chillón de estos bárbaros, y me cuesta trabajo dominarme. Dispénsame y sigue tu explicación, que me atañe en mucho”. Seguí mi exposición, pero había ya perdido el interés en el asunto, pues más me preocupaba la reacción de tu hermano. Comenzaba a darme cuenta de cuán profunda era la crisis por la que pasaba. Bien sabes, como hermano y amigo queridísimo suyo, que el General cumple por pura fórmula y sólo como parte de la disciplina y el ejemplo que debe a sus tropas, con los deberes religiosos. Para nadie es ya un misterio su total apartamiento de nuestra Iglesia y de toda otra convicción de orden religioso. Como conozco muy bien su inteligencia y hemos hablado en muchas ocasiones sobre esto, no pretendo siquiera intentar su conversión. Temo, sí, que el Venerable Metropolitano Miguel Lakadianos, que tanta influencia ejerce ahora sobre nuestra muy amada Irene y que tan pocas simpatías ha demostrado siempre por vuestra familia, pueda enterarse en detalle de la situación del Ilirio y la haga valer en su contra ante la Basilissa, Esto te lo digo para que, teniéndolo en cuenta, obres en favor de tu hermano y mantengas vivo el afecto que siempre le ha sido dispensado. Y antes de pasar a otros asuntos, ajenos al General, quiero relatarte el final de nuestra entrevista. Nos perdimos en un largo examen de ciertos aspectos comunes entre algunas herejías cristianas y las religiones del Oriente. Cuando parecía haber olvidado ya por completo su reciente sobresalto, y habíamos derivado hacia el tema de los misterios de Eleusis, el General comenzó a hablar, más para sí que conmigo, dando rienda suelta a su apasionado interés por los helenos. Bien conoces su inagotable erudición sobre el tema. De pronto, se interrumpió y mirándome como si hubiera despertado de un sueño, me dijo, mientras acariciaba la máscara mortuoria que le enviaste de Creta: “Ellos hallaron el camino. Al crear los dioses a su imagen y semejanza dieron trascendencia a esa armonía interior, imperecedera y siempre presente, de la cual manan la verdad y la belleza. En ella creían ante todo y por ella y a ella sacrificaban y adoraban. Eso los ha hecho inmortales. Los helenos sobrevivirán a todas las razas, a todos los pueblos, porque del hombre mismo rescataron las fuerzas que vencen a la nada. Es todo lo que podemos hacer. No es poco, pero es casi imposible lograrlo ya, cuando oscuras levaduras de destrucción han penetrado muy hondo en nosotros. El Cristo nos ha sacrificado en su cruz, Buda nos ha sacrificado en su renunciación, Mahoma nos ha sacrificado en su furia. Hemos comenzado a morir. No creo que me explique claramente. Pero siento que estamos perdidos, que nos hemos hecho a nosotros mismos el daño irreparable de caer en la nada. Ya nada somos, nada podemos. Nadie puede poder”. Me abrazó cariñosamente. No me dijo más, y abriendo un libro se sumió en su lectura. Al salir, me llevé la certeza de que el más entrañable de nuestros amigos, tu hermano amantísimo, ha comenzado a andar por la peligrosa senda de una negación sin límites y de implacables consecuencias».

Es de comprender la preocupación del higoumeno. En la Corte, las pasiones políticas se mezclan peligrosamente con las doctrinas de la Iglesia. Irene estaba cayendo, cada día más, en una intransigencia religiosa que la llevó a extremos tales, como ordenar que le sacaran los ojos a su hijo Constantino por ciertas sospechas de simpatía con los iconoclastas. Si las palabras de Alar eran repetidas en la Corte, su muerte sería segura. Sin embargo, el Ilirio cuidábase mucho, aun entre sus más íntimos amigos, de comentar estos asuntos, que constituían su principal preocupación. Su hermano, que sorteaba hábilmente todos los peligros, le consiguió, pasado el lapso de olvido en Bulgaria, el ascenso a la más alta posición militar del Imperio, el grado de Estratega, delegado personal y representante directo del Emperador en los Themas del Imperio. El nombramiento no encontró oposición alguna entre las facciones que luchaban por el poder. Unos y otros estaban seguros de que no contarían con el Ilirio para fines políticos y se consolaban pensando en que tampoco el adversario contaría con el favor del Estratega. Por su parte, los Basileus sabían que las armas del Imperio quedaban en manos fieles y que jamás se tornarían contra ellos, conociendo, como conocían, el desgano y desprendimiento del Ilirio hacia todo lo que fuera poder político o ambición personal.

Alar fue a Constantinopla para recibir la investidura de manos de los Emperadores. El Autocrátor le impuso los símbolos de su nuevo rango en la catedral de Santa Sofía y la Despoina le entregó el águila de los stratigoi, bendecida tres veces por el patriarca Miguel. Cuando el Emperador León tomó el juramento de obediencia al nuevo Estratega, sus ojos se llenaron de lágrimas. Muchos citaron después este detalle como premonitorio del fin tristísimo de Alar y del no menos trágico de León. La verdad era que el Emperador se había conmovido por la forma austera y casi monástica como su amigo de muchos años recibía la más alta muestra de confianza y la más amplia delegación de poder que pudiera recibir un ciudadano de Bizancio, después de la púrpura imperial.

Un gran banquete fue servido en el Palacio de Hiéria. Y el Estratega, sin mencionar ni agradecer al Augusto el honor inmenso que le dispensaba, entabló con León un largo y cordialísimo diálogo sobre algunos textos hallados por los monjes de la isla de Prinkipo y que eran atribuibles a Lucrecio. Irene interrumpió en más de una ocasión la animada charla, y en una de ellas sembró un temeroso silencio entre los presentes y fue memorable la respuesta del Estratega. «Estoy segura -apuntó la Despoina- que nuestro Estratega pensaba más en los textos del pagano Lucrecio que en el santo sacrificio que por la salvación de su alma celebraba nuestro patriarca». «En verdad, Augusta -contestó Alar- que me preocupaba mucho durante la Santa Misa el texto atribuido a Lucrecio, pero precisamente por la semejanza que hay en él con ciertos pasajes de nuestras sagradas escrituras. Sólo el Verbo, que da verdad eterna a las palabras, está ausente del latín. Por lo demás, bien pudiera atribuirse su texto a Daniel el profeta, o al apóstol Pablo en sus cartas». La respuesta de Alar tranquilizó a todos y desarmó a Irene que había hecho la pregunta en buena parte empujada por el Metropolitano Miguel. Pero el Estratega se dio cuenta de cómo su amiga había caído sin remedio en un fanatismo ciego que la llevaría a derramar mucha sangre, comenzando por la de su propia casa.

Y aquí termina la que pudiéramos llamar vida pública de Alar el Ilirio. Fue aquella la última vez que estuvo en Bizancio. Hasta su muerte permaneció en el Thema de Lycandos, en la frontera con Siria, y aún se conservan vestigios de su activa y eficaz administración. Levantó numerosas fortalezas para oponer una barrera militar a las invasiones musulmanas. Visitaba de continuo cada uno de estos puestos avanzados, por miserable que fuera y por perdido que estuviera en las áridas rocas o en las abrasadoras arenas del desierto.

Llevaba una vida sencilla de soldado, asistido por sus gentes de confianza, unos caballeros macedónicos, un anciano retórico dorio por el que sentía particular afección a pesar de que no fuera hombre de grandes dotes y de señalada cultura, un juglar provenzal que se le uniera cuando su visita a Sicilia y su guardia de fieles “kazhares” que sólo a él obedecían y que reclutara en Bulgaria. La elegancia de su atuendo fue cambiando hacia un simple traje militar al cual añadía, los días de revista, el águila bendita de los stratigoi. En su tienda de campaña le acompañaban siempre algunos libros, Horacio infaliblemente, la máscara funeral cretense, obsequio de su hermano, y una estatuilla de Hermes Trismegisto, recuerdo de una amiga maltesa, dueña de una casa de placer en Chipre. Sus íntimos se acostumbraron a sus largos silencios, a sus extrañas distracciones y a la severa melancolía que en las tardes se reflejaba en su rostro.

Era evidente el contraste de esta vida del Ilirio con la que llevaban los demás Estrategas del Imperio. Habitaban suntuosos palacios, haciéndose llamar “Espada de los Apóstoles”, “Guardián de la Divina Theotokos”, “Predilecto del Cristo”. Hacían vistosa ostentación de sus mandatos y vivían con lujo y derroche escandalosos, compartiendo con el Emperador esa hierática lejanía, ese arrogante boato que despertaba en los súbditos de las apartadas provincias, abandonadas al arbitrio de los Estrategas, una veneración y un respeto que tenía mucho de sumisión religiosa. Caso único en aquella época fue el de Alar el Ilirio, cuyo ejemplo siguieron después los sabios emperadores de la dinastía Comnena, con pingües resultados políticos. Alar vivía entre sus soldados. Escoltado únicamente por los “kazhares” y por el regimiento de caballeros macedónicos, recorría continuamente la frontera de su Thema que limitaba con los dominios del incansable y ávido Ahmid Kabil, reyezuelo sirio que se mantenía con el botín logrado en las incursiones a las aldeas del Imperio. A veces se aliaba con los turcos en contra de Bizancio y, otras, éstos lo abandonaban en neutral complicidad, para firmar tratados de paz con el Autocrátor.

El Estratega aparecía de improviso en los puestos fortificados y se quedaba allí semanas enteras, revisando la marcha de las construcciones y comprobando la moral de las tropas. Se alojaba en los mismos cuarteles, en donde le separaban una estrecha pieza enjalbegada. Argiros, su ordenanza, le tendía un lecho de pieles que se acostumbró a usar entre los búlgaros. Allí administraba justicia, discutía con arquitectos y constructores y tomaba cuentas a los jefes de la plaza. Tal como había llegado, partía sin decir hacia dónde iba. De su gusto por las ruinas y de su interés por las bellas artes le quedaban algunos vestigios que salían a relucir cuando se trataba de escoger el adorno de un puente, la decoración de la fachada de una fortaleza o de rescatar tesoros de la antigua Grecia que habían caído en poder de los musulmanes. Más de una vez prefirió rescatar el torso de una Venus mutilada o la cabeza de una medusa, a las reliquias de un santo patriarca de la Iglesia de Oriente. No se le conocieron amores o aventuras escandalosas, ni era afecto a las ruidosas bacanales gratas a los demás Estrategas. En los primeros tiempos de su mandato solía llevar consigo una joven esclava de Gales que le servía con silenciosa ternura y discreta devoción; y cuando la muchacha murió, en una emboscada en que cayera una parte de su convoy, el Ilirio no volvió a llevar mujeres consigo y se contentaba con pasar algunas noches, en los puertos de la costa, con muchachas de las tabernas con las que bromeaba y reía como cualquiera de sus soldados. Conservaba, sí, una solitaria e interior lejanía que despertaba en las jóvenes cierto indefinible temor.

En la gris rutina de esta vida castrense, se fue apagando el antiguo prestigio del Ilirio y su vida se fue llenando de grandes sombras a las cuales rara vez aludía, ni permitía que fuesen tema de conversación entre sus allegados. La Corte lo olvidó o poco menos. Murió el Basileus en circunstancias muy extrañas y pocas semanas después Irene se hacia proclamar en Santa Sofía “Gran Basileus y Autocrátor de los Romanos”. El Imperio entró de lleno en uno de sus habituales períodos de sordo fanatismo, de rabiosa histeria teológica, y los monjes todopoderosos impusieron el oscuro terror de sus intrigas que llevaban a las víctimas a los subterráneos de las Blanquernas, en donde les eran sacados los ojos, o al hipódromo, en donde las descuartizaban briosos caballos. Así era pagada la menor tibieza en el servicio del Cristo y de su Divina Hija, Estrella de la Mañana, la Divina Irene. Contra el Estratega nadie se atrevió a alzar la mano. Su prestigio en el ejército era muy sólido, su hermano había sido designado Protosebasta y Gran Maestro de las Escuelas, y la Augusta conocía la natural aversión del Ilirio a tomar partido y su escepticismo hacia los salvadores del Imperio, que por entonces surgían a cada instante.

Y fue entonces cuando apareció Ana la Cretense, y la vida de Alar cambió de nuevo por completo. Era ésta la joven heredera de una rica familia de comerciantes de Cerdeña, los Alesi, establecida desde hacía varias generaciones en Constantinopla. Gozaban de la confianza y el favor de la Emperatriz, a la que ayudaban a menudo con empréstitos considerables, respaldados con la recolección de los impuestos en los puertos bizantinos del Mediterráneo. La muchacha, junto con su hermano mayor, había caído en manos de los piratas berberiscos, cuando regresaban de Cerdeña en donde poseían vastas propiedades. Irene encomendó al Ilirio negociar el rescate de los Alesi con los delegados del Emir, quien amparaba la piratería y cobraba participación en los saqueos.

Pero antes de relatar el encuentro con Ana, es interesante saber cuál era el pensamiento, cuáles las certezas y dudas del Estratega, en el momento de conocer a la mujer que daría a sus últimos días una profunda y nueva felicidad y a su muerte una particular intención y sentido. Existe una carta de Alar a su hermano Andrónico, escrita cuatro días antes de recibir la caravana de los Alesi. Después de comentar algunas nuevas que sobre política exterior del Imperio le relatara su hermano, dice el Ilirio: «...y esto me lleva a confiar mi certeza en la fugacidad de ese peligroso compromiso de las mejores virtudes del hombre que es la política. Observa con cuánta razón nuestra Basilissa esgrime ahora argumentos para implantar un orden en Bizancio, razón que ella misma hace diez años hubiera rechazado como atentatoria de las leyes del Imperio y grave herejía. Y cuánta gente murió entretanto por pensar como ella piensa hoy. Cuántos ciegos y mutilados por haber hecho pública una fe que hoy es la del Estado. El hombre, en su miserable confusión, levanta con la mente complicadas arquitecturas y cree que aplicándolas con rigor conseguirá poner orden al tumultuoso y caótico latido de su sangre. Nos hemos agarrado las manos en nuestra misma trampa y nada podemos hacer, ni nadie nos pide que hagamos nada. Cualquier resolución que tomemos, irá siempre a perderse en el torrente de las aguas que vienen de sitios muy distantes y se reúnen en el gran desagüe de las alcantarillas para confundirse en la vasta extensión del océano. Podrás pensar que un amargo escepticismo me impide gozar del mundo que gratuitamente nos ha sido dado. No es así, hermano queridísimo. Una gran tranquilidad me visita y cada episodio de mi rutina de gobernante y soldado se me ofrece con una luz nueva y reveladora de insospechadas fuentes de vida. No busco detrás de cada cosa significados remotos o improbables. Trato más bien de rescatar de ella esa presencia que me da la razón de cada día. Como ya sé con certeza total que cualquier comunicación que intentes con el hombre es vana y por completo inútil, que sólo a través de los oscuros caminos de la sangre y de cierta armonía que pervive a todas las formas y dura sobre civilizaciones e imperios podemos salvarnos de la nada, vivo entonces sin engañarme y sin pretender que otros lo hagan por mí ni para mí. Mis soldados me obedecen, porque saben que tengo más experiencia que ellos en ese trato diario con la muerte que es la guerra; mis súbditos aceptan mis fallos, porque saben que no los inspira una ley escrita, sino lo que mi natural amor por ellos trata de entender. No tengo ambición alguna, y unos pocos libros, la compañía de los macedónicos, las sutilezas del Dorio, los cantos de Alcen el Provenzal y el tibio lecho de una hetaira del Líbano colman todas mis esperanzas y propósitos. No estoy en el camino de nadie ni nadie se atraviesa en el mío. Mato en la batalla sin piedad, pero sin furia. Mato porque quiero que dure lo más posible nuestro Imperio, antes de que los bárbaros lo inunden con su jerga destemplada y su rabioso profeta. Soy un griego, o un romano de oriente, como quieras, y sé que los bárbaros, así sean latinos, germanos o árabes, vengan de Kiev, de Lutecia, de Bagdad o de Roma, terminarán por borrar nuestro nombre y nuestra raza. Somos los últimos herederos de la Hellas inmortal, única que diera al hombre respuesta valedera a sus preguntas de bastardo. Creo en mi función de Estratega y la cumplo cabalmente, conociendo de antemano que no es mucho lo que se puede hacer, pero que el no hacerlo sería peor que morir. Hemos perdido el camino hace muchos siglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de sangre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazón del hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. Hemos tapiado todas las salidas y nos engañamos como las fieras se engañan en la oscuridad de las jaulas del circo, creyendo que afuera les espera la selva que añoran dolorosamente. Lo que me cuentas del Embajador del Sacro Imperio Romano me parece ejemplo que ajusta a mis razones y debieras, como Logoteta que eres del Imperio, hacerle ver lo oscuro de sus propósitos y el error de sus ideas, pero esto sería tanto como...».

La caravana de los Alesi llegó al anochecer al puesto fortificado de Al Makhir, en donde paraba el Estratega en espera de los rehenes. El Ilirio se retiró temprano. Había hecho tres días de camino sin dormir. A la mañana siguiente, después de dar las órdenes para despachar la caballería turca que los había traído, dio audiencia a los rescatados ciudadanos de Bizancio. Entraron en silencio a la pequeña celda del Estratega y no salían de su asombro al ver al Protosebasta de Lycandos, a la Mano Armada del Cristo, al Hijo dilecto de la Augusta, viviendo como un simple oficial, sin tapetes, ni joyas, acompañado únicamente de unos cuantos libros. Tendido en su lecho de piel de oso, repasaba unas listas de cuentas cuando entraron los Alesi, eran cinco y los encabezaba un joven de aspecto serio y abstraído y una muchacha de unos veinte años con un velo sobre el rostro. Los tres restantes eran el médico de la familia, un administrador de la casa en Bari y un tío, higoumeno del Stoudion. Rindieron al Estratega los homenajes debidos a su jerarquía y éste los invitó a tomar asiento. Leyó la lista de los visitantes en voz alta y cada uno de ellos contestó con la fórmula de costumbre: «Griego por la gracia del Cristo y su sangre redentora, siervo de nuestra divina Augusta». La muchacha fue la última en responder y para hacerlo se quitó el velo de la cara. No reparó en ella Alar en el primer momento, y sólo le llamó la atención la reposada seriedad de su voz que no correspondía con su edad.

Les hizo algunas preguntas de cortesía, averiguó por el viaje y al higoumeno le habló largo rato sobre su amigo Andrés a quien aquél conocía superficialmente. A las preguntas que Alar hiciera a la muchacha, ella contestó con detalles que indicaban una clara inteligencia y un agudo sentido crítico. El Estratega se fue interesando en la charla y la audiencia se prolongó por varias horas. Siguiendo alguna observación del hermano sobre el esplendor de la Corte del Emir, la muchacha preguntó al Estratega: «Si has renunciado al lujo que impone tu cargo, debemos pensar que eres hombre de profunda religiosidad, pues llevas una vida al parecer monacal». Alar se la quedó mirando y las palabras de la pregunta se le escapaban a medida que le dominaba el asombro ante cierta secreta armonía, de sabor muy antiguo, que se descubría en los rasgos de la joven. Algo que estaba también en la máscara cretense, mezclado con cierta impresión de salud ultraterrena que da esa permanencia, a través de los siglos, de la interrelación de ojos y boca, nariz y frente y la plenitud de formas propias de ciertos pueblos del Levante. Una sonrisa de la muchacha le trajo de nuevo al presente y contestó: «Conviene más a mi carácter que a mis convicciones religiosas este género de vida. Por mi parte lamento no poder ofrecerles mejor alojamiento».

Y así fue como Alar conoció a Ana Alesi, a la que llamó después La Cretense y a quien amó hasta su último día y guardó a su lado durante los postreros años de su gobierno en Lycandos. El Estratega halló razones para ir demorando el viaje de los Alesi y, después, pretextando la inseguridad de las costas, dejó a Ana consigo y envió a los demás por tierra, viaje que hubiera resultado en extremo penoso para la joven.

Ana aceptó gustosa la medida, pues ya sentía hacia el Ilirio el amor y la profunda lealtad que le guardara toda la vida. Al llegar a Bizancio, el joven Alesi se quejó ante la Emperatriz por la conducta de Alar. Irene intervino a través de Andrónico para amonestar al Estratega y exigirle el regreso inmediato de Ana. Alar contestó a su hermano en una carta, que también figura en los archivos del Concilio y que nos da muchas luces sobre su historia y sobre las razones que lo unieron a Ana. Dice así:

«En relación con Ana deseo explicarte lo sucedido para que, tal como te lo cuento, se lo hagas saber a la Augusta. Tengo demasiada devoción y lealtad por ella para que, en medio de tanto conspirador y tanto traidor que la rodea, me distinga, precisamente a mí, con su injusto enojo.

»Ana es, hoy, todo lo que me ata al mundo. Si no fuera por ella, hace mucho tiempo que hubiera dejado mis huesos en cualquier emboscada nocturna. Tú lo sabes mejor que nadie y como nadie entiendes mis razones. Al principio, cuando apenas la conocía, en verdad pretexté ciertos motivos de seguridad para guardarla a mi lado. Después, se fue uniendo cada vez más a mi vida y hoy el mundo se sostiene para mí a través de su piel, de su aroma, de sus palabras, de su amable compañía en el lecho y de la forma como comprende, con clarividencia hermosísima, las verdades, las certezas que he ido conquistando en mi retiro del mundo y de sus sórdidas argucias cortesanas. Con ella he llegado a apresar, al fin, una verdad suficiente para vivir cada día. La verdad de su tibio cuerpo, la verdad de su voz velada y fiel, la verdad de sus grandes ojos asombrados y leales. Como esto es muy parecido al razonamiento de un adolescente enamorado, es probable que en la Corte no lo entiendan. Pero yo sé que la Augusta sabrá cuál es el particular sentido de mi conducta. Ella me conoce hace muchos años y en el fondo de su alma cristiana de hoy reposa, escondida, la aguda ateniense que fuera mi leal amiga y protectora.

»Como sé cuán deleznable y débil es todo intento humano de prolongar, contra todos y contra todo, una relación como la que me une a Ana, si la Despoina insiste en ordenar su regreso a Constantinopla no moveré un dedo para impedirlo. Pero allí habrá terminado para mí todo interés en seguir sirviendo a quien tan torpemente me lastima».

Andrónico comunicó a Irene la respuesta de su hermano. La Emperatriz se conmovió con las palabras del Ilirio y prometió olvidar el asunto. En efecto, dos años permaneció Ana al lado de Alar, recorriendo con él todos los puestos y ciudades de la frontera y descansando en el estío, en un escondido puerto de la costa en donde un amigo veneciano había obsequiado al Estratega una pequeña casa de recreo. Pero los Alesi no se daban por vencidos y con ocasión de un empréstito que negociaba Irene con algunos comerciantes genoveses, la casa respaldó la deuda con su firma y la Basilissa se vio obligada a intervenir en forma definitiva, si bien contra su voluntad, ordenando el regreso de Ana. La pareja recibió al mensajero de Irene y conferenciaron con él casi toda la noche. Al día siguiente, Ana la Cretense se embarcaba para Constantinopla y Alar volvía a la capital de su provincia. Quienes estaban presentes no pudieron menos de sorprenderse ante la serenidad con que se dijeron adiós. Todos conocían la profunda adhesión del Estratega a la muchacha y la forma como hacía depender de ella hasta el más mínimo acto de su vida. Sus íntimos amigos, empero, no se extrañaron de la tranquilidad del Ilirio, pues conocían muy bien su pensamiento. Sabían que un fatalismo lúcido, de raíces muy hondas, le hacía aparecer indiferente en los momentos más críticos.

Alar no volvió a mencionar el nombre de la Cretense. Guardaba consigo algunos objetos suyos y unas cartas que le escribiera cuando se ausentó para hacerse cargo del aprovisiona-miento y preparación militar de la flota anclada en Malta. Conservaba también un arete que olvidó la muchacha en el lecho, la primera vez que durmieron juntos en la fortaleza de San Esteban Damasceno.

Un día citó a sus oficiales a una audiencia. El Estratega les comunicó sus propósitos en las siguientes palabras:

«Ahmid Kabil ha reunido todas sus fuerzas y prepara una incursión sin precedentes contra nuestras provincias. Pero esta vez cuenta, si no con el apoyo, sí con la vigilante imparcialidad del Emir. Si penetramos por sorpresa en Siria y alcanzamos a Kabil en sus cuarteles, donde ahora prepara sus fuerzas, la victoria estará seguramente a nuestro favor. Pero una vez terminemos con él, el Emir seguramente violará su neutralidad y se echará sobre nosotros, sabiéndonos lejos de nuestros cuarteles e imposibilitados de recibir ninguna ayuda. Ahora bien, mi plan consiste en pedir refuerzos a Bizancio y traerlos aquí en sigilo para reforzar las ciudadelas de la frontera en donde quedarán la mitad de nuestras tropas.

»Cuando el Emir haya terminado con nosotros, sería loco pensar lo contrario, pues vamos a luchar cincuenta contra uno, se volverá sobre la frontera e irá a estrellarse con una resistencia mucho más poderosa de la que sospecha y entonces será él quien esté lejos de sus cuarteles y será copado por los nuestros.

»Habremos eliminado así dos peligrosos enemigos del Imperio con el sacrificio de algunos de nosotros. Contra el reglamento, no quiero esta vez designar los jefes y soldados que deban quedarse y los que quieran internarse conmigo. Escojan ustedes libremente y mañana, al alba, me comunican su decisión. Una cosa quiero que sepan con certeza: los que vayan conmigo para terminar con Kabil no tienen ninguna posibilidad de regresar vivos. El Emir espera cualquier descuido nuestro para atacarnos y ésta será para él una ocasión única que aprovechará sin cuartel. Los que se queden para unirse a los refuerzos que hemos pedido a nuestra Despoina formarán a la izquierda del patio de armas y los que hayan decidido acompañarme lo harán a la derecha. Es todo».

Se dice que era tal la adhesión que sus gentes tenían por Alar, que los oficiales optaron por sortear entre ellos el quedarse o partir con el Estratega, pues ninguno quería abandonarlo. A la mañana siguiente, Alar pasó revista a su ejército, arengó a los que se quedaban para defender la frontera del Imperio y sus palabras fueron recibidas con lágrimas por muchos de ellos. A quienes se le unieron para internarse en el desierto, les ordenó congregar las tropas en un lugar de la Siria Mardaita. Dos semanas después, se reunieron allí cerca de cuarenta mil soldados que, al mando personal del Ilirio, penetraron en las áridas montañas de Asia Menor.

La campaña de Alar está descrita con escrupuloso detalle en las «Relaciones Militares» de Alejo Comneno, documento inapreciable para conocer la vida militar de aquella época y penetrar en las causas que hicieron posible, siglos más tarde, la destrucción del Imperio por los turcos. Alar no se había equivocado. Una vez derrotado el escurridizo Ahmid Kabil, con muy pocas bajas en las filas griegas, regresó hacia su Thema a marchas forzadas. En la mitad del camino su columna fue sorprendida por una avalancha de jenízaros e infantería turca que se le pegó a los talones sin soltar la presa. Había dividido sus tropas en tres grupos que avanzaban en abanico hacia lugares diferentes del territorio bizantino, con el fin de impedir la total aniquilación del ejército que había penetrado en Siria. Los turcos cayeron en la trampa y se aferraron a la columna de la extrema izquierda comandada por el Estratega, creyendo que se trataba del grueso del ejército. Acosado día y noche por crecientes masas de musulmanes, Alar ordenó detenerse en el oasis de Kazheb y allí hacer frente al enemigo. Formaron en cuadro, según la tradición bizantina, y comenzó el asedio por parte de los turcos. Mientras las otras dos columnas volvían intactas al Imperio e iban a unirse a los defensores de los puestos avanzados, las gentes de Alar iban siendo copadas por las flechas musulmanas. Al cuarto día de sitio, Alar resolvió intentar una salida nocturna y por la mañana atacar a los sitiadores desde la retaguardia. Había la posibilidad de ahuyentarlos, haciéndoles creer que se trataba de refuerzos enviados de Lycandos. Reunió a los macedónicos y a dos regimientos de búlgaros y les propuso la salida. Todos aceptaron serenamente y a medianoche se escurrieron por las frescas arenas que se extendían hasta el horizonte. Sin alertar a los turcos, cruzaron sus líneas y fueron a esconderse en una hondonada en espera del alba. Por desgracia para los griegos, a la mañana siguiente todo el grueso de las tropas del Emir llegaba al lugar del combate. Al primer claror de la mañana una lluvia de flechas les anunció su fin. Una vasta marea de infantes y jenízaros se extendía por todas partes rodeando la hondonada. No tenían siquiera la posibilidad de luchar cuerpo a cuerpo con los turcos; tal era la barrera impenetrable que formaban las flechas disparadas por éstos. Los macedónicos atacaron enloquecidos y fueron aniquilados en pocos minutos por las cimitarras de los jenízaros. Unos cuantos húngaros y la guardia personal del Estratega rodearon a Alar que miraba impasible la carnicería.

La primera flecha le atravesó la espalda y le salió por el pecho a la altura de las últimas costillas. Antes de perder por completo sus fuerzas, apuntó a un mahdi que desde su caballo se divertía en matar búlgaros con su arco y le lanzó la espada pasándolo de parte a parte. Un segundo flechazo le atravesó la garganta. Comenzó a perder sangre rápidamente, y envolviéndose en su capa se dejó caer al suelo con una vaga sonrisa en el rostro. Los fanáticos búlgaros cantaban himnos religiosos y salmos de alabanza a Cristo, con esa fe ciega y ferviente de los recién convertidos. Por entre las monótonas voces de los mártires comenzó a llegarle la muerte al Estratega.

Una gozosa confirmación de sus razones le vino de repente. En verdad, con el nacimiento caemos en una trampa sin salida. Todo esfuerzo de la razón, la especiosa red de las religiones, la débil y perecedera fe del hombre en potencias que le son ajenas o que él inventa al torpe avance de la historia, las convicciones políticas, los sistemas de griegos y romanos para conducir el Estado, todo le pareció un necio juego de niños. Y ante el vacío que avanzaba hacia él a medida que su sangre se escapaba, buscó una razón para haber vivido, algo que le hiciera valedera la serena aceptación de su nada, y de pronto, como un golpe de sangre más que le subiera, el recuerdo de Ana la Cretense le fue llenando de sentido toda la historia de su vida sobre la tierra. El delicado tejido azul de las venas en sus blancos pechos, un abrirse de las pupilas con asombro y ternura, un suave ceñirse a su piel para velar su sueño, las dos respiraciones jadeando entre tantas noches, como un mar palpitando eternamente; sus manos seguras, blancas, sus dedos firmes y sus uñas en forma de almendra, su manera de escucharle, su andar, el recuerdo de cada palabra suya, se alzaron para decirle al Estratega que su vida no había sido en vano y que nada podemos pedir, a no ser la secreta armonía que nos une pasajeramente con ese gran misterio de los otros seres y nos permite andar acompañados una parte del camino. La armonía perdurable de un cuerpo y, a través de ella, el solitario grito de otro ser que ha buscado comunicarse con quien ama y lo ha logrado, así sea imperfecta y vagamente, le bastaron para entrar en la muerte con una gran dicha que se confundía con la sangre manando a borbotones. Un último flechazo lo clavó en la tierra atravesándole el corazón. Para entonces, ya era presa de esa desordenada alegría, tan esquiva, de quien se sabe dueño del ilusorio vacío de la muerte.

FIN

miércoles, 16 de mayo de 2012

CON MI ETERNO AGRADECIMIENTO Y APLAUSO / DOS CUENTOS DE CARLOS FUENTES

LA MUÑECA REINA
por
Carlos Fuentes


I
Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.

Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.

Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o guardarla en las páginas del libro.Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.

II
Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina... ¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle.

Me buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos blancos-, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.

La casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos inquilinos saben a dónde.
Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo importaba por su sorpresa fugaz.
Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguán.
-Buenas tardes. ¿Podría decirme...?
Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:
-¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.

III
En el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.
-¿Deseaba?
-Me envía el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.
-¿Valdivia? -La mujer me interroga sin alarma; sin interés.
-Sí. El dueño de la casa.
Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.
-Ah sí. El dueño de la casa.
-¿Me permite?...
Creo que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue con paso menudo:
-¿Por aquí?
La señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.
A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
-El señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.
La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.
-La manda saludar y...
Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.
-...y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...
Mis ojos buscan rápidamente.
-...Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?
Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.
-...¿por lo menos quince años, no es cierto...?
No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de pintura...
-...¿usted, su marido y...?
Me mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.
-Entonces, regresaré esta misma tarde con mis papeles...
La señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.

IV
La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.
-¿No podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.
La señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.
-¿Para qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...
Y esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.
-No sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.
-Usted seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a través de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo largo del piso, hacía donde está la señora...
Cierro mi libro de notas.
-Continuemos, señora.
Al darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del zaguán.
Ridículamente, murmuró: -Buenas tardes... -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica un pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida. La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.
-Valdivia murió hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
-Amilamia...
Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:
-¿Usted la conoció?

Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?
-Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
-¿Qué edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.
-Tendría siete años. Sí, no más de siete.
La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
-¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por favor...
Cierro los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen tendido en la azotea...
Toman mis brazos y no abro los ojos.
-¿Cómo era, señor?
-Tenía los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles...
Me conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...
-Díganos, por favor...
-El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...
No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.

-¿Cómo era, cómo era?
-Se sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio, dócil.
Los viejos se han hincado, sollozando.
Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.
Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:
-No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.




V
Si no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo, aceptarían este regalo.
Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raíz en el polvo.
Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.
-¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!

Sobre la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante, ahora miedoso.
-No, Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:
-¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?
Y el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de historietas.

FIN







CHAC  MOOL
por 
CARLOS FUENTES


Hace poco tiempo. Filiberto, murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por el sudor de la cocina tropical, bailar el sábado de gloria en La Quebrada, y sentirse "gente conocida" en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien, pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, y a medianoche, un trecho tan largo! Frau Müller no permitió que se velara-cliente tan antiguo-en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido en su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos; el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos de lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.
Salimos de Acapulco, todavía en la brisa. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Con el desayuno de huevos y chorizo, abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico viejo; cachos de la lotería; el pasaje de ida-¿sólo de ida?-. Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómito, y cierto sentimiento natural de respeto a la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría-sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá, sabría por qué fue declinando, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni "Sufragio Efectivo". Por qué, en fin, fue corrido, olvidada la pensión, sin respetar los escalafones.
"Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. E1 licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta.
Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían la baja extracción o falta de elegancia.
Yo sabía que muchos (quizá los más humildes) llegarían muy alto, y aquí, en la escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hay volví a sentarme en las sillas, modernizadas -también, como barricada de una invasión, la fuente de sodas-, y pretendí leer expedientes. Vi a muchos, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían, o no me querían reconocer. A lo sumo-uno o dos-una mano gorda y rápida en el hombro. Entre ellos y yo, mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé en los expedientes. Desfilaron los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando, y al cabo, quién sabrá a dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera. Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? No dejaba, en ocasiones, de asaltarme el recuerdo de Rille.
La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. FIoy, no tendría que volver la vista a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina."
"Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. É1 es descreído, pero no le basta: en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si no fuera mexicano, no adoraría a Cristo, y...-No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adores a un Dios, muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?... Figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! E1 cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos de caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.
"Pepe sabía mi afición, desde joven, por ciertas formas del arte indígena mexicano. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala, o en Teotihuacan. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en La Lagunilla donde venden uno de piedra, y parece que barato. Voy a ir el domingo.
"Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al director, a quien sólo le dio mucha risa. E1 culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. ¡Ch...!"
"Hoy, domingo, aproveché para ir a La Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de 1a postura o1o macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga para convencer a los turistas de la autenticidad sangrienta de la escultura.
"El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol, vertical y fogoso; ése fue su elemento y condición. Pierde mucho en la oscuridad del sótano, como simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. E1 comerciante tenía un foco exactamente vertical a la escultura, que recortaba todas las aristas, y le daba una expresión más amable a mi Chac Mool. Habrá que seguir su ejemplo."
"Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina, y se desbordó, corrió por el suelo y llegó hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron; y todo esto, en día de labores, me ha obligado a llegar tarde a la oficina."
"Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base." "Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación."
"Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse y las lluvias se han colado, inundando el sótano."
"El plomero no viene, estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra."
"Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a un apartamento, y en el último piso, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero no puedo dejar este caserón, ciertamente muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana, pero que es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una casa de decoración en la planta baja."
"Fui a raspar la lama del Chac Mool con una espátula. E1 musgo parecía ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No era posible distinguir en la penumbra, y al dar fin al trabajo, con la mano seguí los contornos de la piedra. Cada vez que repasaba el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de La Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he puesto encima unos trapos, y manana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total."
"Los trapos están en el suelo. Increíble. Volví a palpar al Chac Mool. Se ha endurecido, pero no vuelve a la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, lo aprieto como goma, siento que algo corre por esa figura recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos."
Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina: giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es imaginación, o delirio, o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool."
Hasta aquí, la escritura de Filiberto era la vieja, la que tantas veces vi en memoranda y formas, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, parecía escrita por otra persona. A voces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:
"Todo es tan natural; y luego, se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si pinta un bromista de rojo el agua... Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados...? Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué...? Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí, y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en un caracol. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hay: era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o la muerte que llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad que sabíamos estaba allí, mostrenca, y que debe sacudirnos para hacerse viva y presente. Creía, nuevamente, que era imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un Dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volví a abrir los ojos, aún no amanecía. E1 cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.
Casi sin aliento encendí la luz.
"Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaban los dos ojillos, casi bizcos, muy pegados a la nariz triangular. Los dientes inferiores, mordiendo el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casquetón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia la cama; entonces empezó a llover."
Recuerdo que a fines de agosto? Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del director, y rumores de locura y aun robo. Esto no lo creía. Sí vi unos oficios descabellados, preguntando al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, lo habían crispado. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:
"Chac Mool puede ser simpático cuando quiere... un glu-glu de agua embelesada... Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales, el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce, su hija descarriada; los lotos, sus mimados; su suegra: el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las chanclas flamantes de ancianidad. Con risa estridente, el Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon, y puesto físicamente en contacto con hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y la tempestad, natural; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado al escondite es artificial y cruel. Creo que nunca lo perdonará el Chac Mool. É1 sabe de la inminencia del hecho estético.
"He debido proporcionarle sapolio para que se lave el estómago que el mercader le untó de catsup al creerlo azteca. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tláloc, y, cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, en mi cama."
"Ha empezado la temporada seca. Ayer, desde la sala en la que duermo ahora, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí y entreabrí la puerta de la recámara: el Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño... Luego, bajó jadeante y pidió agua; todo el día tiene corriendo las llaves, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido no empapar la sala más."
Filiberto no explica en qué lengua se entendía con el Chac Mool.
"El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado, dije que lo iba a devolver a La Lagunilla. Tan terrible como su risilla-horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o animal-fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de brazaletes pesados. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era distinta: yo dominaría al Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez-¿quién lo dijo?- es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa, y se pone las batas cuando empieza a brotarle musgo verde.
El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, por siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme. Mientras no llueva-¿y su poder mágico? -vivirá colérico o irritable."
"Hoy descubrí que en las noches el Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una canción chirriona y anciana, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y cuando no me contestó, me atreví a entrar. La recámara, que no había vuelto a ver desde el día en que intentó atacarme la estatua, está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas."
"Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; ha hecho que telefonee a una fonda para que me traigan diariamente arroz con pollo. Pero lo sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir, me fulminará; también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz, _ debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la _ oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazas helados las escamas de su piel renovada, y quise gritar.
"Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse en piedra otra vez. He notado su dificultad reciente para moverse; a voces se reclina durante horas, paralizado, y parece ser, de nuevo, un ídolo. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme, como si pudiera arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables en que relataba viejos cuentos; creo notar un resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: se está acabando mi bodega; acaricia la seda de las batas; quiere que traiga una criada a la casa; me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Creo que el Chac Mool está cayendo en tentaciones humanas; incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado. Pero también, aquí puede germinar mi muerte: el Chac no querrá que asista a su derrumbe, es posible que desee matarme.
"Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para adquirir trabajo, y esperar la muerte de Chac Mool: sí, se avecina, está canoso, abotagado. Necesito asolearme, nadar, recuperar fuerza. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo el Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua."
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise volver a pensar en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicológico. Cuando a las nueve de la noche llegamos a la terminal, aún no podía concebir la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto y desde allí ordenar su entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
-Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...
-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.


FIN