lunes, 31 de mayo de 2010

CONSIDERACIONES SOBRE EL CONOCIMIENTO DE LO SOCIAL Y LA SOCIALIZACION POLITICA



A manera de preámbulo, debo empezar diciendo que creía saber más sobre estos asuntos, sobre todo porque durante mi pregrado de sociología sostuve un enamoramiento platónico con el estructural-funcionalismo, el cual debo admitir hoy no fue tan largo, profundo ni productivo como tantas veces cavilé. Los nuevos encuentros, más cortos, han despertado aquel viejo apego del año 92, que de alguna manera dormía un sueño perezoso y malsano, y que convirtió el Estructural-Funcionalismo en uno de los cuerpos doctrinales envejecidos prematuramente sin culpa en mi cerebro.

Entonces, lanzo un viva andaluz por todo esto. Con un poco de vergüenza intentaré componer estas consideraciones, que acaso surgirán incompletas y hasta contradictorias, pero llenas del ánimo del reencuentro con estos temas del Conocimiento Social y el desarrollo de la Inteligencia Social en la Interacción con el medio.

Tengo una concepción personal acerca de la forja de la noción del otro y la toma de perspectiva durante la infancia. Creo que la estadística social todavía tiene mucho quehacer en este asunto. La impresión que dejan las lecturas es que la confrontación cada vez más cualitativa, choca con los “viejos” estudios de hace treinta y cuarenta años, que no alcanzaron a construir un corpus suficiente, dejando vaguedades en la formulación de los modelos comparativos, lo que ha hecho muy difícil su uso para los nuevos interesados. Además, sumado a este primer asunto, creo que es posible servirse de la transdisciplinariedad, puesto que los objetos a buscar con el soporte de estas teorías pueden variar de un lugar a otro, lo que hace improbable obtener resultados renovados y certeros al trabajar cada uno, como se sigue haciendo, en pos de preguntas particulares y sobre hipótesis construidas en laboratorio. De tal forma que la nueva ortodoxia apunta a la combinación de técnicas y esfuerzos profesionales y a la consideración de elementos sistémicos que se presenten en los diferentes modelos, los cuales sirvan como guías en la formulación y valoración teórica.

Frente a este tema en particular, los llamados dominios (escenarios sociales que congregan funciones de los elementos que componen un sistema social) aparecen como guías para quienes hacen parte de los grupos dotados y tambien para quienes subsisten en medio de un juego de tensiones. Los elementos que sistematizan la cultura de los individuos deben ser leidos de forma clara, puesto que solo esta premisa funcional permite que los conflictos alimenten el sistema, en sus diversos momentos de desarrollo. Las prácticas de resolución de tensiones no son más que experimentos de laboratorio, que han superado diversas fases de prueba, las cuales entregan su resultado en la realidad social hasta convertirse en garantías. El Funcionalismo se convierte en una máquina que permite a la sazón comprender cómo una amalgama de sentidos razonados por una comunidad, a partir de garantías construidas sobre la interacción de tensiones de diversa índole, hace a todas y todos con sus símbolos y creencias sujetos importantes para la sobrevivencia del sistema.

Pero, ¿qué pasa cuando se rompen garantías tales como la regeneración social del sistema, cuando dejan de sostenerse tensiones necesarias para el mantenimiento de las garantías políticas, económicas y sociales? El propósito de la regeneración de los arquetipos es de tan complejo orden, que valorarlo en unas notas se hace imposible: valga explicar que representaciones como la educación, la familia, el ordenamiento de los poderes y los gastos de la administración del estado, podrían relacionarse por algún punto desde la óptica de los sistemas, y el respeto por su acción no puede provenir de la importancia que algún grupo social le otorgue según el monto de sus intereses, en el plano de las garantías. Por el contrario, para efectos del sostenimiento de los equilibrios del cuerpo social, debe ponderarse con igual importancia cualquiera de los aspectos que participen activamente del presente.

La necesidad de fortalecer el sistema educativo y algunas acciones del sistema de seguridad social, que permitan al Estado allanar los vacíos de estructura que actualmente presenta la población de más escasos recursos, es uno de los movimientos iniciales, que supondría una decisión a favor de la tensión sistémica(la educación y la protección de los bienes culturales son acciones que generan confianza en quienes soportan la tensión de ser gobernados, lo que hace de dicha gestión política un acto de fortalecimiento de las garantías sociales) La puesta en marcha de mejoras sustanciales en este renglón demorará, por colocarnos en un supuesto estimable, más de un lustro. No será uniformemente ejecutada y posiblemente solo arrojará resultados al cabo de una generación. La dilatación en el diseño, planeación y puesta en marcha de estos programas producirá la pérdida de características estructurales en nuestros perfiles sociales, algunos de los cuales están ya muy deteriorados, al ser objeto de actos de discriminación que provienen de muchos lugares de la sociedad.

El reconocimiento de los conductos simbólicos que permiten a una sociedad su regeneración continua, en la salvaguarda de los procesos determinantes para el sostenimiento de su desarrollo potencial, da origen al estudio de la Fenomenología Social. Los aspectos cotidianos de la vida humana, el desarrollo de la Mismidad, de la noción de perspectiva sobre las cosas y los otros son aspectos de la vida limitadamente legibles, por estar cargados de la dificultad de interpretación simbólica que ha dado lugar a su estudio y abstracción. Desde estos lugares aparentemente reconocidos por todos, se ejecutan los actos de construcción y deconstrucción de las estructuras sociales, que es igual a decir que allí nacen las sociedades. La externalización se detiene cuando ya no somos capaces de ponerle sentido o claridad a un acto cotidiano, sobre el cual descansaba un valor simbólico objetivado, una tradición o un bien cultural. Cuando hemos transformado la familia, por poner un ejemplo, lo hemos hecho fundando un sentido sobre otro, aunque muchas veces debamos reconocer que lo que hacemos es dejarnos vencer del sin sentido histórico perdiendo además un bien en él. Y si la Educación es una herramienta necesaria para la correcta Internalización de los procesos culturales, en la existencia de los individuos, ¿cómo garantizar un grado de respeto por las acciones de construcción cultural, si estas no tiene más guía que los apetitos volcados de los sujetos, animados por el mercado y los medios masivos de comunicación?

La internalización como proceso necesario para la permanencia y reposición de las estructuras culturales, económicas y políticas, no puede cumplirse de manera equilibrada, si no se concede la importancia que tiene como soporte de la Externalización. Y esa concesión, es más un acto político de adiestramiento colectivo que se concreta a favor de los continuos sociales, que una autorización de un grupo hacia otro que ha demandado esa acción. La Educación es sometida a cónclave en las altas esferas del poder administrativo, no para recibir estímulos presupuestales que permitan ampliar programas para quienes han sido expulsados del circuito educativo, sino para sustraer a la necesidad de los más pobres la expectativa o posibilidad de mejoría social. Es decir, se pacta en la antesala política para impedir el recambio social que debe ocurrir a partir de la preparación de las mayorías en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

La internalización como proceso formativo, permite la acción de los individuos en los dominios, determina el vigor y la forma de los enfrentamientos por roles y funciones, y delimita los marcos de regulación moral y ética, que sufren transformaciones en la medida que cambian los factores relacionales, en lo político y en lo socioeconómico. Sin embargo, es allí y no en las representaciones colectivas, donde deben construirse los pilares y las plataformas deben probar su fortaleza y ubicuidad antes de intervenir el terreno de las relaciones adultas, sean de individuos con ellos mismos, o de grupos que pugnan por un bien, un derecho o un beneficio.

En el transfondo, con marcos móviles y escenarios contrapuestos, los grandes sistemas de símbolos parecen ordenarse por sus propias fuerzas e intenciones. Los grupos sociales que no han recibido suficiente construcción, como los cientos de miles de jóvenes sin formación, que esperan como todos los demás una oportunidad para salir adelante, operan bajo contextos semánticos refugiados en la realidad por razones de autoridad o de miedo. Suelen ser sustraidos de su potestad para actuar en procura de sus objetivos, como si sus derechos tuvieran menos urgencia de ser resueltos y además sin su participación pudieran negociarse.

Los derechos de internalización social son las garantías que tiene cualquier población para comportarse adecuadamente en el sistema de tensiones del que forma parte, llamado Sociedad.

Entonces, debe ser la política el campo de la renegociación. La incapacidad del cuerpo social para reconocer la necesidad de fortalecer estas dinámicas, con el propósito de defender el campo de dignidades y los márgenes de acción de grupos e individuos dentro del sistema de dominios, se convierte en el problema mayúsculo que enfrenta al hombre de nuestro tiempo, no solo al que lo vive como conejillo de indias, en las regiones apartadas de la legitimidad o del buen hacer, sino tambien, y sobre todo, para aquel acostumbrado por sus circunstancias a obtener el beneficio de las acciones sociales, económicas y políticas de un país.

ZONA DE CUENTO/ EL MISTERIO DE LOS DOMINGOS

EL MISTERIO DE LOS DOMINGOS
 por José Ignacio Restrepo


Si, esa es una conducta que me ha dejado perplejo desde que sostuve por primera vez una conversación con uno de aquellos amigos, con los que pasas el tiempo invirtiendo el orden de aparición de los asuntos prioritarios. Uno de esos que no llevaste a casa hasta que fue inevitablemente obligatorio, uno, como hay pocos, que supo de antemano,  merced a qué artilugio aun hoy lo ignoro, que él sería lampiño como un príncipe mientras que a mí la barba oscura me iría hasta la espalda. Ese amigo que se enamoró platónicamente de tu madre y te hizo mirarla detalladamente una y otra vez para intentar entender tal virtuosismo.

Con mí amigo Rafael, que continúa siendo ese elegido que sin embargo no lo es, he dialogado el viejo tema del misterio oprobioso e ineluctable que se da solamente los domingos, sin que hallamos podido alcanzar una conclusión que nos serene completamente, que aleje la cuestión por fin de nuestras mentes calenturientas que desdeñan los grandes asuntos de la política mundial y nacional, no porque no convenga tratarlos sino porque harta suela les hemos pasado por encima, tanta que ya nuestro mejorcito calzado nos empuja hacia pastos más verdes, más caminables.

Así que nuevamente nos encontramos hoy, otro domingo sin algún juego con pelota en la TV, es decir domingo sin televisión, porque para aquellos que conservamos un poco de nuestras cabezas en su sitio nos fue dado comprobar que el cable es una trampa mucho peor que la televisión pública, es como una rubia oxigenada de senos implantados y operada en los juanetes pero que tiene el mismo pito para orinar que nosotros, vale mejor decir que es un invento marica, te ponen todas las películas que de adolescente no viste en estreno como todos, porque a ti te faltaba dinero para  lujos semejantes, te colocan además  todas las del año pasado y el antepasado para recordarte las penurias que tuviste y habrás de tener, junto a los miserables pensamientos derrotistas y autocompasivos que te acompañarán en el autobús regresando de quien sabe donde, por no haber podido comprar ni a plazos las cositas que anunciaban en los televentas, que a vos te hubieran servido para vivir mejorcito la vida y que para ellos no calificaban siquiera para la escenografía de las producciones más baratas. Y, por último, te exhiben las novedades y te anuncian aquellas que están actualmente en producción, para que sientas bien dentro y de antemano esa especie de angustia no bien localizada por carecer de un bien tan preciado y despreciado, en el que trabajan tantísimas personas que tu  nunca vas a conocer, y que de oídas te sientan mal, salvo sonoramente cuando ves algunas en muy contadas excepciones.

Y por eso Rafael y yo hemos asentido de tácito en no mencionar más el asunto del misterio de los domingos, mucho menos en los domingos. Les presagio que será intuitivamente comprensible para cualquiera que vaya leyendo esta jácara, sobre todo si lo hace para su placer o su congoja, un maldito domingo de estos. Pero a todos nos ha pasado,  al menos una vez en la vida,  faltar a una promesa de esas que cumplir o no cumplir en nada cambiaba a favor nuestro o en el de nadie más; entender eso es fácil, hasta para cualquier mentecato bien amable de esos que vemos por ahí.

Justo eso nos ocurrió ayer domingo. Domingo a secas, porque no traía ningún otro regalito encima como de Ramos, de Gloria, de Pascua o de Resurrección. Y enfrentándonos a ese silencio mutilante que parece quemar el paladar y poner las manos inquietas de los puros nervios, el tema que rondaba de hace días para hacernos incumplir el juramento sin palabra ni sustento, se apareció de improviso en la persona de don Juvenal, maestro en uso de buen retiro. Eso fue justo cuando ambos observábamos sin misión concreta la calle, a través de la ventana del saloncito que hace las veces de sala en el apartamento de soltero-separado que tiene Rafa en la Circunvalar, la que antes se llamaba Avenida 25 y que todos conocíamos por el nada exquisito apodo de Calle de los Fusilados, unos que fueron mártires de causa, unos agónicos ilustrados, que decidieron morirse atravesados por la pólvora de sus enemigos antes de reconocer que a ellos posteriormente les darían la razón. Pero después, como en efecto ocurrió.

Don Juvenal, ignorante por completo que era objeto de nuestra observación, tomó la acera absolutamente aperezado y somnoliento, dando por sentado y con razón que no lo iba a atropellar un pontiac ni ningún otro, mientras casi se moría tratando de completar la apertura bucal que le permitiera rematar su quincuagésimo noveno bostezo vespertino. Sin tener conciencia ninguna sobre ello, despertó el estímulo largamente adormilado que haría posible que en domingo y contra toda prescripción, Rafael Villalba y Gildardo Benavides, Rafa y BENFICA, según nuestros motes de adolescencia, iniciáramos una disertación ayudados de seis maltas, mejor dicho, con media docena de cervezas, para pilotear luego medio chamuscados hasta la vivienda de cada uno. En fin, tras una brevedad henchida de nuestro personal amodorramiento, superado con absoluta seguridad por semejante boqueada leonina de don Juve, nos abalanzamos sin piedad sobre el misterio de los domingos, argumentando más allá de sus debatidos contornos, con tal de hallar esta vez una profundidad superior, que nos dejara tranquilos y deseosos de volcarnos más luego sobre otro constelado argumento.

Rafa, lanza en ristre como casi siempre, se proyectó con una explicación bastante peculiar, que arrancaba por allá a mediados del siglo IV después del que sabemos, cuando el Imperio Romano ya comenzaba a deteriorarse(o se había caído en pedazos, no sé), merced claro a lo descomunal de su tamaño, al gigantesco desarrollo de la corrupción, al envilecimiento de sus gobernantes y a la gran contradicción entre obediencia e independencia que se da en todo territorio que no puede gobernar a quienes moran dentro de sus fronteras. Para aquellas épocas, explicaba mi buen amigo, las líneas colindantes del imperio estaban ya demasiado apartadas del poder de Roma y sus senadores y aunque los intereses eran claros para el que gobernaba no lo eran tanto para quien era gobernado. Como bien puede suponerse, todo aquello que presumía un delito o una contravención, o al menos podía tomarse por una inflexión alejada del sentido de la ley, y que beneficiaba la experiencia cotidiana de los asociados por la posibilidad  de conseguir tal o cual propósito, se convertía en la medida que todos seguían. Eran muchísimas las ocasiones en las que siendo preguntados los propretores por la impertinencia o legalidad de una conducta o de un procedimiento, ellos que eran los encargados por el senado romano de hacer cumplir la ley, simplemente adujeran que no recordaban bien la letra de la ley, acaso por una razón bien sencilla de entender: su incapacidad para leer el más sencillo de los textos. Muchos de ellos en Hispania, en Galia, en el Rhin, o en el ancho Danubio, o los que habían sido enviados a lugares más lejanos e inhóspitos como el norte de África o la desértica Turquía, habían dejado de ser exclusivamente romanos, convirtiéndose con el paso de los años en pobladores del lugar con derechos un poco más amplios, condición que les privaba de otros dones y los hacía ante los ojos de los parroquianos unos bichos más o menos raros. Esos sencillos pobladores también estaban exentos de saber la norma y su contenido, pues ellos del mismo modo ignoraban como leer, escribir y contar, y sabido es que la difusión de boca en boca acerca de estos y otros tópicos determina grandes malentendidos, no solo entonces sino en todas las épocas de la historia.

Como en modo  alguno yo había llegado a entender hacia donde diablos se dirigía mi compa Rafa con aquella disertación algo anterior a la fecha de diseño de su juego de sala,  y como esa parte de mi ser que a veces  no entendía utilizaba o compartía algunas neuronas importantes con mis músculos faciales, el resultado fue que mi rostro había adquirido para aquel instante una contorsión suma, tan pronunciada, tan aguda y franca, que quien me viera en aquellos momentos estoy seguro me confundiría con otra persona. Él, pese a todo, parecía no advertir que yo era su única audiencia, y había olvidado que la amistad que teníamos no me había inhibido nunca ni lo haría tampoco en este momento,  de decirle sus tres verdades y otro poquito en caso de que cupiese hacerlo.

-       Eche Rafa, no me creas tan bobo... Tú estás hablando de otra cosa, no joda. ¿Qué tiene que ver el maldito imperio romano con nuestro jodido misterio del domingo?

El hombre me miró como si fuera la primera vez que viera un yeti de los apalaches canadienses caminando por algún frondoso corredor para caminantes y atletas, de esos que cruzan el Central Park en la famosa isla de Manhattan. Parecía estar mirando al gigante, vestido para invierno, pero en plena temporada de calor frisando los 40 grados. Y el monstruo, o sea yo, también lo miraba, con los ojos abiertos a lo que daba y los brazos en jarras, pidiendo claridad. O si no nos vamos con la aburrición a meterla en envases vacíos de clarita, no fuera tan poquita nuestra suerte, o qué.

Rafita hizo ese guiño de excusa que le conozco desde cuando flirteaba con mi mamá, y lo siguió haciendo mientras continuaba con su tema, hablando caminó hacia su minúscula cocina, y ya andaba por el siglo doce cuando con su mano derecha abría el enfriador y sacaba dos águilas absolutamente heladas, como diciéndome que le perdonara tantísimas curvas, que las necesitaba para poder llegar a quien sabe donde, con un mínimo de claridad. Continuó por donde iba, todavía nadie leía, nadie respetaba, muy poquitos comprendían el real sentido de la ley. Y esta había sido escrita hacía tanto tiempo y tan lejos que simplemente gobernaba el diestro al zurdo, el que era fuerte al que era manso y el que tomaba en su mano el dinero de los otros para hacer con él lo que a bien tuviere, en nombre de dios o de quien fuera. Las personas se dejaban regir, justo como lo hacen ahora, porque les gusta tener a alguien más fuerte a quien criticar o sobre quien despotricar. A la gente de todas las épocas no hay nada que le venga mejor, que un sonoro hijueputa al final de una tarde de lunes, una de esas imprecaciones que oyen todos los vecinos y que a los dos días a vos te toca explicar que fue un primo de La Góndola que vino de fin de semana el que lamentablemente quedó hincho de tanto ron que bogó, y le dio por maltratar desde la casa la honra del presidente y hasta la de tu exesposa. Y es que ni los lunes, ni ningún otro día se debe uno poner a hacer la lista de las vainas que se desean, sopena de comprobar dolorosamente que son las mismas de hace quince años. De eso no hay culpable, no existe responsable.  No hay Dios que sea así de malo (no existen pruebas por lo menos), entonces no queda más que cargar contra el indecoroso presidente, que aunque ningún juez lo acuse por alguna pifia relacionada con sus funciones es realmente convicto de mucho de lo malo que pasa, seguro que también de esta mañana mía, de este domingo mío de pobres, sin un punto cardinal hacia donde dirigirse para hallar algo positivo.

Nuevamente miro en los ojos de Rafita, para ver la curva que me aguarda. Hoy redescubro su tic, ese brinquito argumentativo de su ceja izquierda que lo hizo tan popular entre las féminas de la universidad, el cual siempre fue malinterpretado. Todas suponían que era un gesto napoleónico, una especie de guiño que advertía que se estaba en presencia de una verdadera luminaria, un espécimen extraordinario del género humano que se había dignado quien sabe por que motivo posar sus ojos en la que atentamente lo observaba, quien era casi siempre titular de  una llamativa figura, con talle torneado, bello rostro y pocas ideas que discutir. En realidad, ese gesto mecánico, díscolo y avieso tenía su origen en la ingestión desproporcionada de bebidas alcohólicas con el estómago completamente vacío, conducta absolutamente reprochable que Rafa mantuvo durante el tiempo de la academia, previo a su noviazgo con Carmen, la dama trajo a su vida una cierta comodidad color berenjena, con la consistencia de las tartas de banano, quiero decir él dejó de tomar, dejó de fumar y de andar con amigos, y se dedicó todo el tiempo a lamerle los muslos, a chuparle todo aquello que se asemejara a un tejido blando, todo menos el cabello y las uñas de los pies, según me rebelara en otra famosísima rasca. El maldito negocio salió mal, Rafa varias veces rodó por las escalas de la casa que a duras penas estaba pagando. Carmen solía guardar herramientas de la cocina, léase cuchillos para cortar el pavo, y el finísimo sacacorchos inglés que habían regalado en promoción por comprar el ineficaz lava cubiertos westinhouse, en los cajones bajos de la cómoda, con el propósito de ganar algunos puntos si se presentaba un “coloquio” con su marido. Porque si hablamos de una discusión de más de una hora, la primorosa morena era en sí misma un arma: una noche de viernes en que Rafa no la llamó para avisarle que tenía que entregar un proyecto para la cuenta de Curtimbres Besta, ella lo saludó normalmente cuando él entró por el vestíbulo, asintió con una sonrisa cuando él dijo que tomaría una ducha antes de cenar y solo detuvo el martillo de minero que hacía agujeros amorfos de alrededor de cuatro centímetros de círculo sobre el parabrisas de su modesto Land Rover, cuando Rafael entró corriendo al garaje, desnudo y mojado como un pingüino perdido en algún nuevo muelle de Vancouver.

En fin. El bendito tic este reaparecía, como un recién llegado con el vértigo estomacal patente en las líneas del rostro, y yo me detuve a auscultarlo mientras medio oía la voz de Rafa intentando juntar la distancia de una coma, con el espasmo corto de un punto y coma, y tengo que reconocer que tenía extraviado el dorado hilo de la historia. El misterio del domingo reapareció en la lejana Yugoslavia, cuando estaba toda ella juntita en el mapa de Europa, y en todos sus poblados se podía ver a al gente despacharse una siestita entre las doce y media y las dos y media de la tarde, con el estómago llenito y medio litro de Bianchi empezando a lavar el cerebro. La gente lo que dice es voy a tirarme un dominguito, a extenderme con los ojos cerrados para ver los elefantes volando bajo la lluvia mientras destiñen el Rosado nuevo de su extensa piel pintada. Que es por todo el mundo, empieza a impacientarse Mi Compa Rafa, de la costa al interior, del ras del mar a la altura de los páramos, en los confesionarios mientras se oyen las ajenas faltas, en los cobertizos esperando a la que ya no llega, en los bares sin filiación que quedan en pueblitos de cortito nombre, en los colegios de varones y en las normales que forman maestritas, en los ancianatos donde el domingo dura toda la semana, en los cuarteles donde bosteza sin reato alguno hasta el más in garante de los lerdos policías, en los cines porno, colgando ropa vieja en las anchas azoteas, con medio plato lleno o si se quiere vacío de las mejores lentejas, que siguen siendo apenas unas tristes semillitas cocinadas.

Rafa me está mirando. Cuanto lleva haciendo eso no lo sé, pero ha conseguido develar el entresijo que ha separado los domingos de sus otras funciones conocidas, tras disertar largamente por vericuetos conceptualmente peligrosos, conste aquí que lo ha hecho del todo sin mi ayuda, consiguiendo llegar al último punto que cerraba el tema del todo y para siempre, ya no más inventarnos cualquier cosa para hacer a partir de la una de la tarde, como la colocadita del paraguas y las sillas en el patio de atrás buscando consolarnos con asado de una carne, metido entre seis empanadas, caladas en media docena de cervecitas,  después de lograr que mis seres queridos se marcharan para otro sitio del globo, la casa de mi suegra por ejemplo, para luego quedar contrariados hasta el cuello con la lloviznita eventual que se convirtió en un diluvio universal. O esa caminata por el bastión de las Antenas, hace unos meses, en donde dicen puedes ver a ojo limpio fácilmente el vuelo de mariposas de veinte centímetros, de alas acrisoladas, increíbles, sin haberte  tomado nada antes, que se convirtió no sabemos  como en un trozo del film “Una temporada en el Infierno”, cuando nos retuvieron esos policías mal vestidos, parecidos a guardabosques albaneses que no hubiesen sido nombrados todavía, y que más bien nos hicieron pensar en aquellos voluntarios partisanos de la guerra europea, perpetuada por los documentales de Discovery, que en el ’45 recibieron a los aliados americanos con la esperanza de renovar su guardarropa no bien concluyera el litigio y que debieron mostrar esa tristeza gatuna en los ojos y en las uñas al verlos llegar y luego partir, igual que esos que encontramos, que nunca se cansaron de decirme que se me veía  bonito el Rolex, me lo repitieron como ocho veces, pero que no me salía en nada con mis zapatos de lona parda, aunque si uno no se fijaba en el reloj de todas maneras los zapatos también se notaban de buena calidad.

-       De manera que así fue la cosa, Rafa... Yo no lo  ignoraba del todo, pero si me causa cierta sorpresa, es decir, tal vez el orden de la argumentación yo no lo habría dispuesto de ese modo...

El hombre estaba de espaldas, asintiendo muy despacio a lo que yo le decía. No era el momento ni el lugar para poner los puntos sobre las íes, ya llegaría la hora en que me guindaría por el tobillo, como decimos por aquí. Lo mejor era ya pasar a otro tema que no estuviera tan embodegado pero me iría antes hasta la licorera a traer un buen chileno de los que a él le encantan, y mientras pensaría lo del temita, una cosa sencilla como el asunto este de las mujeres en el fútbol o la homosexualidad del clero, conveniencias o no, etc... Porque lo que era ese misterio de los domingos  a duras penas le cogí el inicio; me quedaría duro, durísimo, retomar con eso algún camino y  mucho menos encontrar la salida fatal que deja cerrada Rafael, invariablemente, cuando uno tiene la grosería de marcharse virtualmente en mitad del tema, sin hacer siquiera un seña del culo para despedirse.

Tenía que ser un buen chileno. Yo ya tenía resuelto el misterio ése desde hacía mucho tiempo, pero no quería que fuera a pensar que porque las siestas mías tenían compañía en la cama y las modorras aburridas de él ya no, entonces el sueño sin fútbol por TV de los largos domingos, era de lejos más fácil de explicar para mí que para él... No Rafa, pelao, de los bostezos de concurso no viene la dormilona macabra que está atravesada en cada minuto del primer día de la semana, sino de saber sin duda que al día siguiente comienza la faena del esclavo. Y me cargo la historia compañero, donde le ponga bolas a tu cuento me salgo durmiendo, y en este instante estuviéramos berracos y con sueño. De lejos, Rafa. Voy por el chileno, y más bien si veo a Corbata, o al hijo, lo contrato pa’ técnico...


JOSE IGNACIO RESTREPO ARBELAEZ

ZONA DE CUENTO / UNA NUEVA TEORIA

UNA NUEVA TEORÍA

por José I. Restrepo

 


Desde la mesa, que es redonda y de una madera oscura y bruñida, el mensaje postal que el mesero ha dejado resalta como lo haría un camello encerrado en una gran jaula de turpiales, tanto así que algunos de los apuestos comensales por momentos tuercen sus cabezas y observan, me observan, como apostando sobre el tiempo que tardaré en abrir el sobre y lo que este sencillo hecho provocará luego.

Mí ojos se pasean sin buscar nada en particular y sin que nada de lo que hay en el salón capture mi atención. Hace tres horas me sobrevino la seguridad de que aquello pasaría. Entonces era mediodía: La canícula y el cielo abierto mostraban la intensidad del verano de Canarias, más fuerte por estos días que el de las costas españolas y las marroquíes. Los cambios de humor, la presencia de inesperadas tormentas y bajones de temperatura que no prevé ningún reporte, son eventos muy comentados por las hordas de turistas y viajeros, a quienes al parecer siempre les es nuevo todo y pareciera que compitieran por probar a los demás como son de impresionables. En cuanto a eso, una cosa es la competencia y otra bien distinta es la apuesta, tanto así que en las olimpíadas y otros eventos de importancia uno y otro acto se complementan, y no podríamos realmente decir cual de ellos da origen al otro: si no fuera por los juegos de invierno, no habría transmisiones de televisión a más de 150 países, ¿O será al contrario? Hay quienes afirman que el deporte ha pasado a ser una especie de oficina subsidiaria de las grandes cadenas y que estas a su vez han cambiado tanto de manos, que ya ni se sabe para quien producen tanto dinero.

Mientras me desprendo del mar de ideas que parecía irrumpir en un torbellino incontrolable, mis ojos escrutan el paisaje que muestra la ventana. Mi rostro está ensayando una sonrisa, que yo sé, es solamente una mueca enigmática causada por la certeza de saber algo que los demás ignoran. Los bañistas han comenzado a salir de la playa, las hermosas chicas que hace un rato se exhibían al sol y a las cálidas miradas empiezan a correr sin mucha compostura, como rompiendo el guión, pues el brillo del cielo y la quietud anuncian ahora con su oscuro cobalto, la promesa de relámpagos y lluvia, y estas condiciones no estaban en el programa de nadie, salvo en mi hojilla de apuestas virtual de las 9:30 de la mañana, una operación más que de haber tenido un contrincante y un monto habría determinado una ganancia de quien sabe cuantos miles, que ahora estarían pasando a engrosar mi cuenta de ahorros; el que no haya ocurrido ni lo uno ni lo otro es una clara evidencia de mi pasión por elucubrar sobre el destino final de las cosas, conducta irresponsable y casi siempre inocua, cuya frecuencia lamentablemente es inferior a las ocasiones en que merced a ella, me lleno de un cándido placer por el gusto inefable de acertar.

Pero, hasta en el juego hay que ser dignos, de vez en cuando. Había ganado pero también había perdido, pues no solo era una sino dos apuestas las que había pactado voluntariamente al comienzo de la soleada mañana, con aquel ego suyo al que dejaba creer casi siempre que era más que él. En cuanto al clima, el acierto era más que notorio. Ahora bien, Mabel lo había dejado allí, en ese odioso estado denominado “¿qué estoy haciendo aquí?” que lo tenía sopesando el efecto de las variaciones climatológicas sobre el resto de eventos, sobre los habitantes pasajeros y permanentes de aquel bello lugar, con sus vidas insatisfechas, llenas de ocio y malestares imaginarios, que a él para nada le interesaban... salvo si algo de eso tenía que ver con alguna apuesta. Había perdido con La Inteligente Mabel de La Peña, que lo detestaba cada vez que hacia público el hecho de ser próxima de sangre a la familia real, algo que constantemente, desde que era una chica, había provocado su enojo, sin que hasta el momento ninguno de sus cercanos, entre los que yo afortunadamente me contaba, supiéramos en el fondo la razón de dicho sentimiento.

El postre se ve de veras delicioso, pero apostaría que el exceso de almíbar causaría fogosos estragos en mi sistema digestivo, que irían desde este momento hasta la hora de la cena, y eso es demasiado tiempo de sacrificio para mi régimen nervioso solo por darle gusto a la boca. Puedo pensar en una colección de momentos cuasi trágicos cuya existencia se debió, fundamentalmente, a que no medité con antelación que sistemas y subsistemas se verían gravemente perjudicados a posteriori... algo así como un primitivo monopoly individual, en el cual el premio por acertar es justamente el derecho a asumir una apuesta más importante. El riesgo es a igual tiempo el apremio y el galardón. El afeminado mesero llega a retirar el postre, que luego de haber ordenado no consumí. Con actitud discrecional, que quizá prejuiciosamente no esperaba, me ofreció un café el cual acepté, recomendándole me agregara una pequeña copa de brandy francés.

Con solo mover mis ojos un poco dentro de sus órbitas, pude corroborar que el color del firmamento y el movimiento de las nubes realmente estaban empeorando. En poco tiempo anunciarían el cierre temporal del aeropuerto. Pensé, que el cerebro humano suele en ocasiones semejarse a un tobogán descendiendo por un bosque de abetos jóvenes, un gran golpe aquí, un doblarse algo acá, un sonido seco, indescriptible, que supone nacientes desgarrones, trozos de materia noble simplemente botados por ahí, ante el propósito rebelde de tener que continuar con la feroz carrera, pensé... pensé, en lo inútiles que demuestran ser con el paso de los años ciertas artilugios aprendidos, que usamos casi siempre de forma inconsciente en la convivencia con los demás, que es más que todo una confrontación de sucesivas etapas, cada vez más complejas, cada vez menos placenteras. Uno no puede simplemente... llegó el café, gracias... uno no puede elegir, porque en un amplio contexto se ha hecho uso de todo eso, en diversos momentos y circunstancias, bajo consabidas presiones bla, bla, bla... y al obtener un resultado más o menos decoroso, o al menos presentable, hemos convertido en respuesta mecánica o conducta el uso de ese mecanismo. Es decir, confiamos en que la utilización de dicho mecanismo nos evite el esfuerzo de pensar singularmente en la presencia de otra ocasión, que al parecer comparte algunas características con una pasada, o unas... Que café tan exquisito, me felicito por no comerme esas brevas. Visto así, parecería una absoluta tontería la labor de la experimentación, y la educación no sería otra cosa que el tratado o la fenomenología de la Maroma. Claro, ustedes deben concordar conmigo en que hay feligreses para todo.

Si, claro, estaríamos cometiendo errores, muchos errores, en situaciones similares, pero esto no se debería a defectos de carácter sino simplemente problemas de concentración, la ausencia de una importante condición, en los primates más grandes, familia no lo olviden a la cual pertenecemos. En últimas, algunos divulgaríamos los secretos para desarrollar esta sencilla condición... quizá sobre eso se basarían los textos de autoayuda, esos que ahora pretenden vender modelos de egoísmo maquillado, autoestima para manipular y desarrollo de las habilidades pero en su superficie. El cultivo de la inspección, la intuición, la curiosidad, la reflexión silenciosa y, por supuesto, de la aventura de apostar se convertirían en temas propios de la ciencia suma, donde concurrirían disciplinas y aplicaciones. Claro que todo esto podría llegar a debatirse, quizás con... con...

¡Mabel!!!...

Yo sabía que esta apuesta la tenía ganada.



JOSÉ IGNACIO RESTREPO ARBELAEZ


23 de Diciembre de 2001

ZONA DE CUENTO / NON SEQUITURS

Non sequiturs

manos del teclado, deja todo y recuéstate un poco; respira, siente que todo el mundo es una mierda pero tú lo único que quieres es desear que lo deseado sea; respira, siente que todo el mundo es una fascinación perpetua y tú lo único que quieres es desear que lo deseado sea parte de esa fascinación. Descansa las manos y esa mirada que llevas cargando desde que tienes ocho años. Interrumpe el modo como opera actualmente tu cerebro. Trata se soñar despierto. Déjate llevar. ¿Puedes hacerlo? Siente que has despertado, que es de mañana y estás en el cuarto de un hotel en una ciudad desconocida. El aire, es tropical. A lo lejos, un edificio, o quizás sea el mar. Recuerdas todas las cosas que te hacen enojar de tu padre. Recuerdas la vez que sentiste literalmente que tu corazón se vaciaba. Recuerdas humo de crack o smog en tus pulmones. Sonríes sin pensar, sin saber porqué. Devuélvete a aquella noche en la que te recostaste a los diez años en el asiento trasero de un carro y viajabas hacia la ciudad donde había parientes tuyos. Devuélvete a los sonidos de otras ciudades. Recuerda la primera vez que probaste agua carbonatada. Nada de esto sirve. Todo se disipa. Se pierde. Es bruma. Ruido noble. A veces rojizo. A veces acompañado de una historia, un relato, las arrugas de una tía en la comisura de tus labios. Recuerda a tu primer amigo. Tu primer rasguño. La vez que te caíste de, la vez que comiste tal o cual cosa, la vez que comenzaste una idea que no pudiste terminar. Todo esto se disipa. Aire blanco. Días humo de tabaco, el de los viejos, el aroma de los puros es el aroma de los viejos, cargan con el relato de las batallas, aquellas viejas agruras de los tiempos, la salsa sonando, una Sonora perdida en el anonimato. Siempre hay que cuidar de la memoria. Come dulces. Olvidar que olvidamos, recordar que tenemos que olvidar. Pero hoy en día, olvidamos distinto. Tenemos que dejar ese teléfono, detener el carro, abrir la puerta, recostarse en el suelo, en medio de la carretera, y esperar a que vuelva el brillo de las estrellas. Éstas, y éste brillo, se perdieron hace mucho. No es melancolía, pero sí es pérdida. Una muela que cae y resuena en la charola del dentista. Las agujetas del zapato que portaste durante casi toda ti primaria. El momento en que distinguiste el engaño de la pendejada, al loco del hijo de la chingada, la estupidez y la violencia, el drama y sus dramatizaciones, el momento en que fuiste parte de una historia que no escuchaste, cuando llegaste a tu casa y te comentaron que hablaban de ti. Quién sabe quién eres tú. Otro más u otro menos. Con el potencial para la magia y la pasión, con la posibilidad del poema y el grito y el orgasmo, la estupidez y la violencia, con la disipación siempre activa de la pérdida de la infancia. Y con el más dulce cuidado, el cuidado de un cabello de ángel dibujándose en el aire, respiras. Date vuelta. Siente culpabilidad. Busca un espejo. Ahí estás tú. Otro. Siempre otro. Siempre dulce siempre patético siempre nadie. Siempre. Ahí. Como si nada. En espera de algún posible espasmo, de algunas posibles mordidas de un buen bocado, puede ser un helado de plátano con fresa puede ser el derretimiento de la masa de un tamal. Cada sabor un recuerdo. Demasiada información para una mente obligada a esperar, aguardar a que se difumine la experiencia. Donde en ocasiones es la muerte vista de frente, ahí, en tu mirada que se escapa mirando fijamente el cuerpo, ahí, en el descubrimiento de una sorpresa que dolerá, un piquete de aguja en la nalga, el sonido del avión a punto de aterrizar. La frase recogida incidentalmente cuando cruzas de un lado a otro, la realidad operándose frente a ti. Nada qué hacer. Nada por hacer. Todo por delante. Y siempre estamos en medio. Entre el pasado y el futuro. Piensa en las migajas que alguna vez has dejado en sillones y camas y asientos de autos. Piensa en los desagradecidos hijos de puta de tus padres y su insistencia en que seas lo que no quieres, no puedes, no tienes la intención de ser. Ser sl sujeto y predicado de sus futuros inciertos. Piensa en eso que llamamos mí. Recoge las migajas, déjalas que se peguen en las yemas de tus dedos. Puedes, tienes permiso de llevar las migajas a tu lengua. Dispérsalas, deja que se derritan en tu encía superior, en la cavidad de tu boca, un rastro de aroma de galleta en la comisura de tus labios. Deja que eso te recuerde que estás vivo, que estás aquí, entre otros, entre aquellos más que no conoces y jamás conocerás. La gente que no importa, a veces, es la que más importa. Porque dominan tus acciones, o mejor dicho, dominan tus deseos. Quieres llegar al final de la fila, quieres ese cono de nieve, quieres esa taza de café, y los otros no te dejan. Sonríe. Es fácil. Aunque no necesario. Algunos dicen que sí. Yo una vez dejé de sonreír por más de seis meses. Ni sonrisas ni palabras, ni comentarios ni suspiros. Un simple caminar con la mirada fija en las baldosas de las banquetas. Pude ver muchas hojas que caían de los árboles y sus pequeñas historias. Es inútil y a la vez revelador darnos cuenta de la cantidad de historias que contiene nuestro entorno. Trozos de ropa encima de un bote de basura, una cara de preocupación en una mujer que cruza la calle, una carta que lleva dos semanas en el buzón de la casa por la que pasas todos los días. ¿Qué quieren las historias de ti? Tienes que creer en la posibilidad de un lenguaje para las hormigas. O creer, nomás porque sí. Abrir los ojos y esperar que lo que viene hacia ti es todo lo que puedes comprender de este mundo. Luego descansar, los ojos, las manos, la mirada incierta infante inocente siempre inocente, humana siempre humana, jamás un lenguaje más allá de las palabras.

EN FUGA DESDE EL ATICO



Mis textos buscan el suicidio
de  Rafael Zamudio

Iba a empezar este texto diciendo: “Kant dice que…”. Iba. Luego mejor no lo hice. Me quedé pensando que empezarlo así era empezar “doce mil millones de millones” de textos que no me pertenecen (que no quiero que me pertenezcan), y que esa hiperintertextualidad, en el caso específico de este texto, resultaba más bien grotesca. Porque este texto, que pretende hablar de algo usando otro texto que usa otro texto que usa (etcétera), ya es en sí, desde dentro, en su estructura preescritura y metadiscursiva, una quimera de voces moduladas bajo el efecto de dos líneas de coca, quince cigarrillos y siete tazas de café, que si ya le aportan nada pues empezarlo con una cita lo degrada todavía más. Aparte de que no es el tema, sino lo otro, lo que queda dentro, entre corchetes, lo que se ve cuando ya se aplica el código.


Entonces, para no romper tanto el texto, y fingir que no existe todo el barullo intercraneum, lo empecé de otro modo, con una anécdota, que es la siguiente:



Tenía toda la hora pensando en cogérmela. No en cogérmela cogérmela, porque respeto a las novias de mis amigos, sino en cogérmela cuando llegara a la casa, de noche, a solas, en mi cama, con los ojos cerrados y el puño deslizante. Pensaba en dedicársela, ipso facto, ahí mismo, en el baño: la verdad que se la merecía, toda rica, toda mami, toda nalgaje de alto voltaje, toda para prenderme al reguetonero interno que me sale de vez en cuando, sobre todo los viernes a las diez y media después de dos caguamas.

Era su pelo, su boca, sus nalgas forradas y sabrosas, la idea de su culo nuevo, la idea de romper el sello de garantía, de sentir que uno a uno sus tendones anales se desgarraban en suaves tiras de algodón y luego seda dulce. Pero nomás la idea, porque respeto a las novias de mis amigos. Nomás las ganas, la intención de levantarme y encerrarme en un baño, y luego una automaldición por no haberme replegado a la trinchera previo a la activación del cañón, a ese maldito ojo de Polifemo rayo fulminante que secciona todo movimiento hasta la puta madre lejos (Que a tanta vista el Líbico desnudo / Registra el campo de su adarga breve) y que de pararme me juzgaría desde mí, porque ahí tengo al cañón a punto de disparar, al ojo buscando, en la punta de la cabeza, en la punta de la cabeza de mi verga rojísima y sensible que se muere por eyacular tras tanto frote accidental producto del intento de evitar el mismo frote.

¡Cuánta desesperación! ¡Y qué banal, qué vulgar, qué común! ¡Todos lo hemos vivido antes!

Proust lo habría descrito de otro modo, lo habría dicho con otras palabras, habría pincelado el cuadro, seguramente, cayendo primero desde la iluminación amarilla que entraba por las ventanas altas, en diagonal, hacia el cabello rizado de ella, cortando de tajo su profundidad y volviéndola unidimensional, como al estampado de un tapiz medieval de Genoveva de Brabante, de quien ella descendía, y con quien yo no encontraba parecido, ése que se le atribuye en las historias pasadas de boca en boca por la tradición y, en vez de eso, yo la veía tan ordinaria como a cualquier otra mujer de Tijuana, tan… /

Pero tenía ya el problema de la predictabilidad que, desde el otro comienzo, el de “Kant dice que…”, ya se me venía imponiendo como una marca distintiva a mi texto, y eso yo no lo quería, aunque todo fuera tan predecible ahora, ahora que “todo está escrito” y “no hay nada nuevo bajo el sol”. Yo quería algo diferente, aunque fuera en un punto, algo que justo después de la introducción resonara y se imprimiera en los vellos de los brazos de mis lectores, se tatuara en algunos labios para que se besara constantemente, algo así, de ese modo, porque para mí no puede ser que todo esté escrito y que no haya nada nuevo bajo el sol porque no existe el “abajo” en el espacio y, pues, el sol está en el espacio, ni arriba ni abajo ni a la derecha ni a la izquierda, simplemente en el espacio. Para mí significa otra cosa.


Decir que “todo está inscrito” va más allá del (aparentemente) sencillo problema que es presuponer que “todo” “existe” “desde siempre” “como siempre ha sido”. Que Todo Es lo que Es. Decirlo es aceptar un árbol finito de posibilidades que parten de un origen nulo hasta una apertura incuantificable (pero finita) que se desglosa y desglosa conforme es posible una adición, una sustracción, de un simple carácter, por decir lo mínimo: una paradoja, en cuanto a que implica que desde el principio, desde la nulidad, ya deben estar presentes las condiciones de ramificación para que las posibilidades sean verosímiles; ende, no puede existir algo que desde el punto de inicio, que es vacío, no pueda desglosarse de algo distinto al punto de inicio, y si del vacío se puede desglosar todo, pero de nada se puede desglosar el vacío, todo lo que ya ha sido escrito, que es todo siendo nada, no se ha dicho todavía sino que apenas se va diciendo. O que sí, ya se dijo todo, desde el futuro, el futuro que nunca va a ser porque nunca llega a ser hasta que es pasado tergiversado por la memoria, falacia.


Decir que “todo está escrito”, pues, presupone que Proust no tiene el menor mérito, ni ha de despertar el menor interés, que si se le lee ha de ser porque ahí está a la mano (y todo se va dando a la mano sin que la mano atraiga hacia sí), y que, al hacer esto, al leerse así, desinteresadamente, ha de golpearnos como una ola alta y repentina que no esperamos mientras le damos la espalda al mar plácido. Kant dice que la contemplación estética debe hacerse sin un interés práctico en el objeto de contemplación para que las cualidades de lo bello, que le son inherentes, se vean reflejadas en el juicio crítico. Así, leer a Proust con fines prácticos lo hace tedioso, lento, cansino, denso, y todo eso que pasa siempre que tenemos al frente un texto que tenemos que revisar por cuestión de trabajo y entonces, aunque sabemos que si fuera por mero placer desinteresado lo disfrutaríamos, se convierte en una carga pesada, porque estamos buscando con quién tenemos que hablar, a quién tenemos que pedirle un favor, a quién debemos halagar, y todo eso que los círculos literarios marcan como conducta reglamentaria porque, claro, Proust está lleno de medallas y por eso debemos admirarlo y alabarlo y adentrarnos exhaustivamente sin cuestionarnos siquiera en qué batalla se ganó el mérito a usar esa medalla.


Escribí la siguiente parte de la anécdota, que transcribo a continuación, con esto en mente, tratando ya no tanto de ser impredecible sino de dejar que fluyera la narración apegándome a los hechos ficticios tal como sucedieron:



Habló René y, como siempre, su voz, su ímpetu al hacer una pausa en la lectura en voz alta ajena para insertar una disertación sobre un tema de materia filosófica, de estética, me cortó el flujo deseante como a esa voz antes le cortó la articulación; amputado, como ante toda lección de humildad, perdí la erección progresivamente, sin darme cuenta, habiendo caído la luna al horizonte cuando la última vez que la noté se encontraba sobre el cénit —que sé ahora pero no en ese momento, porque ahora estoy distante— y me adentré, casi sincrónicamente, en esa aclaración de que Swann no habría sido capaz de percatarse de lo que significaba toda la faramaña de una recepción aristocrática de no ser porque se encontraba alejado, separado absolutamente, completamente desinteresado, de la fiesta —a diferencia de antes, antes de Odette, antes de abrir esa brecha abismal entre lo mundano y su persona, cuando llegaba él a un palacio y dejaba su abrigo a un groom y, ensimismado por la necesidad de encontrar a tal duquesa o marquesa, de arrellanar al lado de un pintor de vanguardia para discernir sobre Ver Meer, de un director de orquesta para cuestionar la base mitológica del Götterdämmerung.

Y si Swann no hubiera tomado esa iniciativa de ir a esa fiesta, desganado, sólo por ir a algo, por mantener sus amistades por si eran requeridas para satisfacer a Odette, si Swann no hubiera actuado igual como actuaría Marcel tras esa estancia en Venecia en que, al volver y ver sobre su mesa un montículo indiscreto de invitaciones inatendidas, decidió acudir a la fiesta de la princesa de Guermantes desinteresadamente para toparse en ella esa repentina ola fresca y revolcante que lo incitaría a escribir la obra —En busca del tiempo perdido— entonces no hubieran las siguientes páginas en que Swann ve primero la belleza de la servidumbre, de esa raza mixta entre lo más clásico griego y moderno sajón, y se admira de la organización, de los rostros, de los gestos, de los mecanismos de acción, todo bajo esta contemplación estética de artista, para después chocar, al salir del submundo humano por la Escalera de los Gigantes cuidada por Marte y Neptuno para entrar al Olimpo y encontrarse con que todos los dioses son monstruosos seres deformes, desencarnados, pisciformes, como esas bestias que rodean a la Injusticia de Giotto en los frescos de Padua que se esconden en la selva.

Y así como nada de esto se encuentra aislado, todo está sujeto a una reflexión que proviene del cuerpo vivo de la obra, así es que empieza la descripción Marcel dándonos a un Swann sumergido en el éxtasis de la contemplación que sólo le fue posible por haberse llegado a la fiesta desprovisto de todo interés práctico, y así que /

Otra vez lo corto, porque lo sigue en la anécdota es mera perorata, esa mala costumbre mía de repetir de varias formas distintas lo mismo para dejarlo bien clavado en el lector. O, más que eso, para solidificar una idea que me viene llegando desde una vaguedad insostenible a través de una región impalpable en algo un poco más tangible: hacer realidad mi texto, darle carácter veraz a eso que llamo “mi texto” pero que me deja de pertenecer desde el momento en que me es dado desde otras latitudes, desde sabe qué distancias.


Por ejemplo, la parte siguiente, que no es ya mía sino de René, que es su propia anécdota dentro de mi anécdota de la clase, que dejo aquí ahora casi textualmente:



Esto me recuerda a una experiencia que viví una vez. Había ido yo a Cuba, estuve unos diez días en la Havana, y ya estaba de regreso. Llegué al aeropuerto de Cancún, porque así estaba programado el vuelo: Havana-Cancún-México. Y fue exactamente como le sucedió a Swann que, después de poco tiempo, unos diez días, uno se acostumbra a ciertas cosas, y esa mezcla racial que existe en Cuba, esa… digamos… escala, presente en el mestizaje cubano, que viene desde españoles y negros y taínos y demás, que es muy hermosa, como todos los mestizajes, se me había impregnado como referente de “lo humano”, o de lo que entonces era para mí un imaginario de la humanidad. Así me bajé del avión, todavía disfrutando en la memoria de las fisionomías de Cuba, cuando entré al andén y ¡entré en shock, tremendo, indescriptible, casi temblando! Pues al ver a esa gente, después de Cuba, como Swann, ¡sentí que caminaba entre pinacates, lagartijas, alebrijes!

Así me sentía, como Swann frente a este señor de Palancy que “paseaba lentamente por todas las fiestas su cabezota de carpa”: imaginen eso, una cabeza que termina en punta, casi cónica, horrible; “con ojos redondos, y que de cuando en cuando, alargaba las mandíbulas como para buscar su orientación”, ¿pueden visualizar esa imagen? ¡Como un pez que voltea a los lados moviendo la boca para oler su camino! y que: “parecía que llevaba consigo tan sólo un fragmento accidental y acaso puramente simbólico del cristal de su pecera”. Maestro. Qué maravilla.

Y ante la promesa de terminar el texto ahí, con una cita, pese a haber escuchado una vez que “terminar un texto con una cita no le da contundencia sino que aminora el peso de tu discurso”, analicé esa costumbre mía de terminar algunos textos con citas justo por eso mismo, para matar mi discurso con otro que me apropio, y concluí que con estos juegos de oposiciones en los que conscientemente hago “lo que no debo hacer” doy apertura a que la misma escritura fluya por sí misma y no por los designios de mi deseo temático. Dejo que el propio texto se suicide tras su culminación, que se suicide por acción ajena.


Lo que pasa es que empiezo por decantar, palabra a palabra, ese interés inicial con el que empujo la escritura desde, no una nada, sino una saturación previa. Quemo las naves. Me llevo a ese estado de desfase absoluto en el que Swann y Marcel comienzan a vestirse, ajenos, superficiales, a lo que es el fondo del texto, al cual es imposible acceder —no es posible sumergirse— sin haberse deshecho, por medio de la misma escritura, de todo lo innecesario, de todos los bloqueos, de todo predominio de la intención. Se desnuda así la naturaleza verdadera del texto y parece inconexa, tal vez, con lo que se empieza narrando, que es de lo que se quería hablar.


Siendo honesto, yo quería hablar de un culo que se me antojó, quería hablar de mis ganas de que me la mamara ahí, enfrente de todos, y tirarla sobre el escritorio para enderezarle hasta el sigmoides, morderle la línea de la columna, las orejas, jalarle el cabello con violencia, sofocar sus grititos de placentero dolor con mi mano que metería para emular otra verga mientras le pellizco con fuerza las tetas, sabiendo que nadie se entrometería porque nadie, ni el novio, sería tan grosero como para detener una cogida tan deliciosa, ahí, a la vista, en vivo, como nunca, sino que esperarían hasta el final para entonces denunciarnos, caernos los brazos encima y los golpes del novio, etcétera. O, más bien, más certero, habrían salido antes otras vergas y otras tetas al aire, habríanse masturbado frente a nuestro performance pórnico, habrían acopládose en parejas, tríos, cuartetos, a nosotros y, al final, en el único final, lo que pasaría (y es que nada más puede pasar) sería que ellos mismos, ustedes, lectores de toda la escena de veracidad artificial, me devorarían, nos devorarían, a mí y a la esencia del texto, como a Grenouille.


***


Nota: el fragmento de Proust al que me refiero está tras esta “liga”.
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EL ARTE DE INVENTAR PALABRAS

Lo que se ha venido a llamar “acuñación recreativa”, es decir, inventar palabras por diversión, puede ser muy entretenido, sobre todo si estas palabras nuevas rellenan lagunas léxicas.

Muchos abordan el asunto de incorporar nuevas palabras a nuestro vocabulario con un recelo acaso excesivo, propio de quienes arrastran un montón de tópicos por bagaje. En el otro extremo, están los que niegan la importancia de mantener unas reglas lexicográficas elementales, que suelen darle patadas al diccionario a la mínima ocasión, más por incultura o desidia que por verdadero convencimiento.

Es difícil, pues, posicionarse en un punto medio sin enzarzarse en diatribas ideológicas acerbas.

Es un fenómeno curioso, pero no nuevo. Los defensores de la primera posición, que suelen ser los más doctos aunque también los menos flexibles, tienen como referente el Diccionario de la Real Academia y consideran una enfermedad venérea la invasión de anglicismos que sufre nuestro idioma. Ellos sostienen: si ya existe una forma de decir algo ¿para qué cambiarlo?

Son sin duda es el tipo más peligroso, pues también es el tipo más respetado y hasta venerado por la elite intelectual. Pero estos señores catedráticos ignoran algo: que el idioma es un organismo vivo que se pliega y se debe plegar a las necesidades cotidianas. Originalmente, por ejemplo, tildar a alguien de “as” era un insulto muy grave, pues se le estaba asociando con un “asnejón”, un “burro”; pero hoy en día nadie se siente ofendido si se le cataloga como el “as del balón”.

Los defensores de la pureza de la lengua ya han aceptado este cambio en el significado de una palabra, pero siguen siendo remisos a asumir otros, y ya no digamos a aceptar nuevos vocabularios, sobre todo si éstos provienen del ámbito de la tecnología o constituyen préstamos de otros idiomas.

A mi modo de ver, pues, los garantes de la pureza del idioma incurren en este error: no hay nada más inútil que un idioma escasamente dinámico incapaz de rellenar lagunas léxicas. Se deben conocer las acepciones de las palabras, por supuesto, y también hay ser estrictos con su uso; pero nunca hay que perder de vista la realidad social en la están inmersas las palabras. ¿Por qué tardó tanto tiempo en aceptarse el verbo chatear? ¿Para cuando MMORPG o upload?

Pero no es el fin de este artículo criticar la estrechura de miras de muchos lingüistas sino animar a los hablantes y escritores a jugar con las palabras, sobre todo con las palabras que todavía no existen. Por ejemplo, las jitanjáforas. Las jitanjáforas son palabras que no figuran en ningún diccionario del mundo y que se emplean en poesía simplemente porque suenan bien: podemos inventar la que queramos, persiguiendo exclusivamente la eufonía.

Luego están las palabras que en círculos íntimos solemos usar a modo de jerga; una jerga que sólo nuestros allegados son capaces de entender. Yo uso mucho la palabra “pirulacho” para designar algo que es divertido, trapisondo o interesante. También he acuñado palabras para alguna de mis novelas, como en Jitanjáfora, donde se emplea con normalidad el verbo “temperar”, que viene a significar el cuidar más la calidad de los conocimientos que su cantidad, el abordar cualquier asunto con objetividad, el no tomarse en serio ni siquiera lo que uno mismo propugna. O incluso, aficionado como soy a bucear en diccionarios, empleo términos en desuso, como “escible”: algo que puede o debe ser sabido.

“Temperar” también es esa clase de palabras que rellenan un vacío léxico. Ser inteligente no es exactamente temperar, ni tampoco lo es ser culto, ni rápido mentalmente, ni abierto de mente, ni nada parecido. “Temperar” es, sencillamente, una actividad para la cual no existía antes vocablo alguno.

En ese sentido, Douglas Adams (autor de la desopilante Guía del autoestopista galáctico) publicó el siguiente razonamiento en The Deeper Meaning of Liff: En la vida, hay muchos cientos de experiencias, sentimientos, situaciones y hasta objetos comunes que todos conocemos y sabemos distinguir, pero para los que no existe una palabra. Por otro lado, el mundo está atestado de miles de palabras de repuesto que pasan el tiempo ni hacer nada que no sea holgazanear en señales que indican determinados lugares.

Bajo esta premisa, Adams propuso definiciones a nombres de lugares a los que nadie necesita ir:

-Shoeburyness: la sensación vaga e incómoda que nos invade al sentarnos en una silla que conserva aún el calor del trasero de quien la había estado ocupando.

-Lamlash: las carpetas que suelen haber sobre la mesa de las habitaciones de los hoteles y que contienen informaciones sobre el mismo.

Y es que, además de entretenido, resulta muy útil jugar a la acuñación recreativa de palabras. Aquí propongo una que he vivido en mis propias carnes: en cualquier reunión, tras haber soltado alguna genialidad, la decisión de guardar silencio el resto de la noche para no empañar esa genialidad con alguna obtusidad o incorrección; o sea, retirarse en el momento justo.

Aquí una relación de palabras nuevas extraídas de la columna Style Invitational del Washington Post, el libro Word Figitives, de Barbara Wallraff, y El mundo de las palabras, de Steven Pinker:

-Elbonics: las acciones de dos personas que maniobran para ocupar el mismo posabrazos en la butaca del cine.

-Furbling: andar entre una maraña de cintas en el aeropuerto o el banco aunque no haya nadie más haciendo cola.

-Phonesia: marcar un número de teléfono y, en el preciso instante en que descuelgan, olvidarse de a quién se está llamando.

-Sarchasm: el abismo que media entre el escritor sarcástico y la persona que no se entera.

-Pandephonium o ringchronicity: confusión momentánea que un grupo de personas experimenta cuando suena un teléfono móvil y nadie está seguro de si es o no el suyo.

-Parentriloquism: decir algo a tu hijo para luego darte cuenta de que le dices lo mismo que tu padre o tu madre te decían a ti.

¿Se os ocurre alguna más? Steven Pinker propone algunos conceptos muy comunes para los que no existe le mot juste: una melodía que se nos va de la cabeza; un hecho que se puede aprender cientos de veces sin que se nos quede en la memoria; o el insomnio de las primeras horas de la mañana debido a que la vejiga está llena, pero uno está demasiado cansado para levantarse, ir al baño y dormirse de nuevo.

Sigamos inventando (a más palabras, mayor variedad y riqueza en nuestro catastro léxico). Y que se fastidien los puristas.

jueves, 27 de mayo de 2010

PANDORA PEDAGOGICA

SOCIALIZACIÓN Y CAMBIO EN TORNO A LAS REPRESENTACIONES SOCIALES
SOBRE LA INFANCIA

APUNTES AL ARTICULO DE YOLANDA PUYANA


La historia de Colombia podría muy bien volverse a escribir tomando como insumo exclusivamente, los relatos que tenemos sobre el desarrollo de los niños, que han nacido, crecido y desaparecido en la adultez, sin casi ser nombrados por los eventos vividos durante esos años. Parece exceso de palabrería, pero no lo es. La historia de la infancia en Colombia posee todos los rasgos de una epopeya inconclusa, toda vez que lleva atada a uno de sus extremos, la dilatada y arquetípica construcción de la familia, posesión que simultáneamente se apropian la Iglesia, la Educación y el Estado. Y además irresuelta.

La infancia ha debido ser esa especie de pequeño laboratorio donde podía leerse el buen o mal resultado de las decisiones tomadas en otros escenarios. El establecimiento de cambios al interior de las instituciones, que intentaban modificar tradiciones en la formación de los hijos o el mantenimiento de la prole, podían reconocerse con el paso de los años al observar los actos en uno u otro sentido de toda una generación de adolescentes.

El paso abrupto de una vida rural a otra urbana hizo de la formación una aventura sin apenas garantías. Se consolidó en Colombia una socialización que carecía de raíces, de historia, que guardaba obediencia a unas circunstancias de fuerza mayor, remitidas a la supervivencia del mundo adulto. Los niños habían nacido rodeados de árboles, tratando de igual a igual con animales productores de bienestar, en contacto con referentes vitales que significaban el contexto sin dificultad. En las ciudades, la procedencia de los valores de uso y de intercambio tenía muy diverso origen, y conlleva gran dificultad su asimilación y desglose.

Ante dicho fenómeno, toda una generación fue desprovista de sus referentes contextualizantes, es decir, se vio privada del conjunto articulador de lo valorativo, debiendo adquirir por la fuerza referentes ajenos, donde predomina la valoración maniquea referida al valor de uso o de cambio, ejecutada en los actos repetidos por los niños de la ciudad.

Los niños que llegaron del campo eran menos que los establecidos en la urbe, pues no dominaban los valores de la representación. Los padres ignoraban que la educación debía centrarse en la valoración certera de estos detalles y la escuela mantenía vivas sus intenciones de construir ciertas clases de sabiduría en medio de la pobreza, casi para probar que detrás de los muros del colegio no existía la exclusión. La iglesia ha valorado la orfandad y la pobreza de una manera sospechosa, pues la exclusión de los pobres y desprotegidos guarda mucha relación con la riqueza y el poder de unos pocos.

La historia reciente ofrece variada información que explica el entronizamiento de los factores que gestan nuestra estructura de clases, perfectamente dispuestos y operando en aquellos escenarios donde debiera prevalecer el derecho de los niños. Mas que comprender el dilema histórico que hizo posible la existencia de dichas estructuras, lo que debiéramos estar razonando son los métodos para desactivar estos dispositivos de autodestrucción social. En el lapso de dos generaciones hemos disuelto nuestra relación con el campo, al sacar por la fuerza a sus propietarios en nombre y en beneficio de la guerra, privando a los niños de la autoconstrucción de sus referentes de sentido. Hemos logrado que la urbanidad se remita a la pérdida, al escamoteo, a la vergüenza. Hemos determinado que la prioridad es edificar una nueva clase social, que es más pobre aún que la gente más pobre: Los hijos de los excluidos, que marchitan su infancia produciendo ganancia para adultos insensatos son la clase social más agobiada de cuantas habitan este país. Ante su presencia, las propuestas de enmienda acrisoladas en el modelo de recuperación social que puede brindar la educación estatal, aparece como pura mitología bienintencionada. La gran fractura procede de la ausencia de sentido vital, de privación del imaginario colectivo que necesitaba construirse en canciones y en juegos, para luego manifestarse en trabajo y creencia.

Los niños que ahora crecen en las calles de la ciudad aun desconocen los derechos que protegen su inexistente desarrollo. También muchos de los adultos que los ven pasar. Unos y otros parecen ignorar que el futuro llegará de forma irrevocable, estemos o no claros acerca de los atributos que deseemos que posea.

JOSE IGNACIO RESTREPO
Sociólogo