jueves, 27 de mayo de 2010

PANDORA PEDAGOGICA

SOCIALIZACIÓN Y CAMBIO EN TORNO A LAS REPRESENTACIONES SOCIALES
SOBRE LA INFANCIA

APUNTES AL ARTICULO DE YOLANDA PUYANA


La historia de Colombia podría muy bien volverse a escribir tomando como insumo exclusivamente, los relatos que tenemos sobre el desarrollo de los niños, que han nacido, crecido y desaparecido en la adultez, sin casi ser nombrados por los eventos vividos durante esos años. Parece exceso de palabrería, pero no lo es. La historia de la infancia en Colombia posee todos los rasgos de una epopeya inconclusa, toda vez que lleva atada a uno de sus extremos, la dilatada y arquetípica construcción de la familia, posesión que simultáneamente se apropian la Iglesia, la Educación y el Estado. Y además irresuelta.

La infancia ha debido ser esa especie de pequeño laboratorio donde podía leerse el buen o mal resultado de las decisiones tomadas en otros escenarios. El establecimiento de cambios al interior de las instituciones, que intentaban modificar tradiciones en la formación de los hijos o el mantenimiento de la prole, podían reconocerse con el paso de los años al observar los actos en uno u otro sentido de toda una generación de adolescentes.

El paso abrupto de una vida rural a otra urbana hizo de la formación una aventura sin apenas garantías. Se consolidó en Colombia una socialización que carecía de raíces, de historia, que guardaba obediencia a unas circunstancias de fuerza mayor, remitidas a la supervivencia del mundo adulto. Los niños habían nacido rodeados de árboles, tratando de igual a igual con animales productores de bienestar, en contacto con referentes vitales que significaban el contexto sin dificultad. En las ciudades, la procedencia de los valores de uso y de intercambio tenía muy diverso origen, y conlleva gran dificultad su asimilación y desglose.

Ante dicho fenómeno, toda una generación fue desprovista de sus referentes contextualizantes, es decir, se vio privada del conjunto articulador de lo valorativo, debiendo adquirir por la fuerza referentes ajenos, donde predomina la valoración maniquea referida al valor de uso o de cambio, ejecutada en los actos repetidos por los niños de la ciudad.

Los niños que llegaron del campo eran menos que los establecidos en la urbe, pues no dominaban los valores de la representación. Los padres ignoraban que la educación debía centrarse en la valoración certera de estos detalles y la escuela mantenía vivas sus intenciones de construir ciertas clases de sabiduría en medio de la pobreza, casi para probar que detrás de los muros del colegio no existía la exclusión. La iglesia ha valorado la orfandad y la pobreza de una manera sospechosa, pues la exclusión de los pobres y desprotegidos guarda mucha relación con la riqueza y el poder de unos pocos.

La historia reciente ofrece variada información que explica el entronizamiento de los factores que gestan nuestra estructura de clases, perfectamente dispuestos y operando en aquellos escenarios donde debiera prevalecer el derecho de los niños. Mas que comprender el dilema histórico que hizo posible la existencia de dichas estructuras, lo que debiéramos estar razonando son los métodos para desactivar estos dispositivos de autodestrucción social. En el lapso de dos generaciones hemos disuelto nuestra relación con el campo, al sacar por la fuerza a sus propietarios en nombre y en beneficio de la guerra, privando a los niños de la autoconstrucción de sus referentes de sentido. Hemos logrado que la urbanidad se remita a la pérdida, al escamoteo, a la vergüenza. Hemos determinado que la prioridad es edificar una nueva clase social, que es más pobre aún que la gente más pobre: Los hijos de los excluidos, que marchitan su infancia produciendo ganancia para adultos insensatos son la clase social más agobiada de cuantas habitan este país. Ante su presencia, las propuestas de enmienda acrisoladas en el modelo de recuperación social que puede brindar la educación estatal, aparece como pura mitología bienintencionada. La gran fractura procede de la ausencia de sentido vital, de privación del imaginario colectivo que necesitaba construirse en canciones y en juegos, para luego manifestarse en trabajo y creencia.

Los niños que ahora crecen en las calles de la ciudad aun desconocen los derechos que protegen su inexistente desarrollo. También muchos de los adultos que los ven pasar. Unos y otros parecen ignorar que el futuro llegará de forma irrevocable, estemos o no claros acerca de los atributos que deseemos que posea.

JOSE IGNACIO RESTREPO
Sociólogo

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