martes, 27 de marzo de 2012

EL CUENTO DEL AUTOR / ESOS LAMENTOS QUE SE QUEDAN DENTRO...


OBITUARIO DE SUEÑOS

por
JOSÉ IGNACIO RESTREPO


1
Habíamos pensado siendo todavía niños, que la muerte era un castigo que debía recibirse como una dádiva, con toda deferencia y sin reparo, pero que ésta condición no liberaba a ninguno de los que aquí se quedaban de sentir culpa por continuar viviendo, mientras el muerto se marchaba para siempre a los lugares descritos en esos viejos cuentos, que ni siquiera los adultos, sabíamos, tenían por ciertos. Hablo de pensamientos, pero eran realmente sentimientos hechos de profusas emociones que han sido urdidas, mejor, trenzadas, en todo lo ya para entonces reconocido como inolvidable. Nos hemos sepultado unos a otros, algunos sin aun yacer vamos por ahí muertos en vida... Acaso eso, con respecto a mí, es menos una opinión y más un fundamento.

 Inevitablemente, a veces, hemos de reaparecer...

En un pasillo algo alejado de la nave central del mausoleo, a más de diez metros del concurrido grupo, observo como suben hasta una cripta nueva los despojos mortales de mi última tía, Beatriz, la hermana preferida de mi madre y lo más semejante a una que pude haber tenido. Hace mucho tiempo me convertí en un solitario, pero en este momento siento sobre mí la tortura intempestiva, el vacío de quien lo ha perdido todo. Mientras la guardan en su nicho, tengo tiempo para contemplar en los rostros conocidos los gestos de aquellos a los que estoy unido por lazos de sangre: Algunos primos, que si algo me dijeran no tendría el contenido más que “juiciosos sentidos”, nada de intercambios creativos que nacieran de alguna diatriba, algo que hiciera fruncir el entrecejo u oscurecer sin advertencia algún caminito poco recorrido del alma... Las palabras como el dinero, han sufrido tal desgaste que no puede intentarse remediar con ellas lo que se nos quedó irredento por los actos, y menos aspirar con su presencia a descubrir la verdad, ese misterioso objeto que entre dormido ronda el aire circundante de las cosas y acaso también reposa en la hondura ya fría de nuestras huellas.

¿Estarás pensando lector, que preparo un secreto testimonio? ¿Piensas que lentamente, entre palabra y palabra, te voy a inducir a un hallazgo del que tú y yo luego obtengamos un indulto, aunque sea injusto pago por una deuda jamás legítimamente contraída? ¿O acaso tragas saliva porque presientes la vecindad de algo íntimo, una confidencia que no pudo revelarse, en la cual los que infligieron el daño no se parezcan a ti, y los que aún están manchados puedan redimirte en su baldada virtud, de tus triunfos malogrados, de tu esencia marchita por otros, de tu profunda aunque invisible llaga?

Es lamentable.  Unidos tú y yo por semejante hilo tan delgado y ahora, merced a esto, envueltos en este mudo celofán de tan contrahecha transparencia...



2
En los angostos peldaños que llevaban a la alta azotea, cientos de veces golpeó en un eco entrecortado y disímil, el sonido corto, inconfundible, de su nombre. Lo inquirían cinco veces más que a mí, acaso por su maniática erudición pueril jamás inculcada, para satisfacer el llamado de ternura de los otros hacia él, condición que además de ajena me pareció muchas veces sospechosa. Iván también tenía ese don inexplicable de poder esconderse de los otros. Hallar refugio, incluso en sitios insospechados, se convirtió para él en ejercicio grato, como lo era para mí refugiarme a solas en la buhardilla, jugando a detener el tiempo, en tanto tendía puentes con deshecho de fique o cáñamo sobre carreteras de viruta, extendida a la fuerza, o en ocasiones, fabricar aurigas con inservibles carreteles de colores, obras que cobraban vida mágicamente en la descubierta azotea del cuarto piso. Nuestros rostros gemelos, que constituyeron para nosotros una inquietante experiencia de observación, no parecían ocasionar en los adultos más que la certeza sobre la evidencia de un error en duplicado, especialmente para nuestros padres. Realmente ni Iván, ni yo, sentimos la presencia calurosa de aquellos que nos trajeron al mundo. Las distancias eran imponderables y absolutamente asombrosas, si estábamos por ejemplo, en presencia de otros niños y de sus papás... Un cariño frío, frente al que estaba fuera de lugar nuestra casi siempre tácita competencia, en el que la comunicación más excelsa lo era, precisamente, por verse enmarcada en los largos silencios que expresaban con pena nuestros ojos, fue la respuesta entre nosotros al sentimiento de escaso valor y a la avara atención recibidos de ellos en nuestra infancia.

Es costumbre en la mayoría de las familias que el triunfo de los hijos, se torne misteriosamente en valor producido por los padres. Parece poder reconvertir fríos y frustraciones, cicatrizados en el carácter volcándolos nuevamente a su actitud de humildes progenitores, reyes y vasallos de los sentimientos y las búsquedas infantiles, mejor dicho, cuidanderos y garantes de la felicidad de sus pequeños.

Recuerdo que cuando pasó todo, sentí que yo era el mismísimo demonio. En las noches de culpa auto infligida reñía a gritos bajo las cobijas con el ángel de la guarda, curiosa evidencia sobreviviente y esforzada de la catequesis elemental recibida de adultos diferentes de nuestros padres. Lo instaba a explicarme personalmente la ausencia de Iván, lo maldecía por no llegar a tiempo con su tan pregonado afán volátil, que hubiera sido la única posibilidad de evitar que mi hermano perdiera la vida. Mi hermano había nacido doce minutos después de mí, y ahora se había ido con muchísima ventaja. Ni su ángel, ni el mío, tontos personajes míticos de sospechoso perfil asexuado, y que no demostraron antes o luego algún detalle que permitiera al menos, dudar de su inexistencia, iban a acudir al borde de la escalera aquella mañana en que Iván, al bajar en frenética carrera a avisarme que mamá se marcharía a escondidas nuestras, antes de lo convenido, perdió pie en el veintidosavo escalón y cayó, sin lanzar un solo grito en el vuelo hasta el suelo del patio, llevándose al final del descenso las sábanas limpias y un mantel de flores. Quedó allí con su cuello partido, sin haber protestado con el más fugaz reclamo, caprichosamente envuelto en una tela ornada, como en el lecho de un gran vergel en el cual le habían movido de un sitio para otro, sin atinar a donde ponerlo. Siete años gemelos, nunca más mi espejo rostro confiando averiguar porqué siendo iguales, parecíamos dos charcas contiguas y breves, de aceite y agua.

Yo no estaba en la azotea, ni en la buhardilla. Andaba desinflando un viejo neumático, olvidado de todos como me gustaba, dueño por un rato del frío misterioso del desordenado garaje. No pude advertir las carreras de todos, ni pude vislumbrar sobre el piso del patio el pacífico rostro de la muerte, posado casi distraídamente encima de la faz de mí hermano, la mía propia...

Fue mi primer sepelio, mi primera involución, mi única gran pérdida. Todos pensaron que mi silencio administraba el embargo de una enorme culpa y lo creían un pobre pago por su muerte, pero dentro de mí no ignoraba que los verdaderos responsables, no de su muerte solamente sino de todos los dolores vividos y por vivir, eran nuestros padres. Iván y yo no tuvimos conciencia de ser valiosos, no nos habían obsequiado el vigor que todos los niños reciben, esa fuerza que brilla y que se forja entre besos y palabras animosas, repetidas fervorosamente, una y otra vez.

Me enviaron a vivir con la abuela y luego a los doce años, ingresé a un internado. Ya era un adulto para entonces, y mi silencio y seriedad me apartaban mecánicamente de aquellos que tenían mi edad. Desde entonces, mi presencia fue para mis padres un evento tan extraordinario como para mí, y compartimos la naturaleza forzada demostrando conductas diferentes: Mis padres nunca volvieron a hablarme, se valían de la servidumbre casi siempre para comunicarme lo que querían. Ni en el día de la muerte de la abuela, ni en el de mi graduación – a la que ni siquiera asistieron -, ni esa otra vez, que fue a la postre la última oportunidad para disminuir la distancia abrumadora, alimentada durante tanto tiempo.

No hay nadie aquí, lector, realmente, que pueda alivianar tus culpas. La tragedia referida es pasada, absolutamente privada, y los protagonistas ya han fallecido...Nada puede ofrecerte tan corto espejismo, en lo encumbrado y cuidadoso que tenga, que le pueda devolver algún perdido trozo a tu frágil humanidad lastrada, agraviada por una ofensa lamentable que yo ignoro pero en la que tú seguro has de haber sido tanto verdugo como víctima. Tampoco yo, al escribir, experimento alguna reparación: el tiempo enigmático ha cortado todo con un mismo tajo, y un matiz de gris otoñal rocía escarcha ahora sobre los recuerdos, las ilusiones frustradas, la usura innegable de las búsquedas inútiles.


3
Aquella oportunidad...

Quizá toda una vida puede uno ir vagando por ahí a la captura de un solo instante, sin conceder que el trámite de todos los momentos se ciñe en un tenso recorrido, de cuya dirección y verdadero sentido nos percatamos como intérpretes y angustiados cartomantes, medio ebrios, en la inesperada y nunca planeada lectura de los azares sufridos, la cual suele estar inscrita en ocasiones ufanas y sencillas. Y no solo eso: de repente comprendemos que toda una vida puede ser redimida en un abyecto, corto, y a la postre, torpe segundo, como aquel, que de seguro muchos han conservado en su propio álbum de recuerdos. Entonces, en este punto y hora, todos abríamos de comprender que somos nada más briznas de paja reseca, pelillos de diente de león en un largo y desventajoso éxodo que en virtud del viento y de la topografía vamos de un asombro para otro por viajar tan alto. E ignorando con pavoneos los errores ante el rumbo dispuesto, cuando por suerte vemos que adelantamos una pulgada más hacia un incierto destino.

En ese labrado yeso de anticuados bajorrelieves que decoraba el dintel de la puerta del comedor casi monástico, se pasearon mucha miradas al llegar, sin verlo realmente. Solo eran conductas estimadas. En ese día estábamos todos reunidos esperándolo, a él, al dueño del apellido, y esa aguardada señal que sus siempre impertérritos rostros tuvieran que admitir como válida y ecuánime, simplemente no apareció. Después de los años, estoy seguro que todos en aquel recibimiento para mi padre, quien lucía rejuvenecido luego de recibir una condecoración en Flandes, orgullo sólo ostentado por él a todo lo largo y ancho de catorce generaciones de nuestra familia, sabíamos que era aquel el momento culminante, el punto decisivo, el último paso del río desde el cual podría ver para atrás antes de despeñarse en el abismo de no poder ser sino el que era. No habría otro instante de tan definitiva reciprocidad y con tan noble origen para intentar dirimir los arduamente cuestionados ardides del tiempo, que tan efectivamente nos había separado. No habría como contestar con presteza un nuevo examen que al final anunciara el sobreseimiento de las antiguas penas, convertidas ya por el uso excesivo en preciadas posesiones.

El abrazo de la madre, la palabra recia y amorosa del padre escuchándose casi ellas mismas dentro del alma, ofrendando un ahogo largamente aguantado, gestos que tuvieron vida muchos años en el subsuelo del rostro, voces que no fueron moduladas y yacen en un esquizofrénico montón, encajado entre las falsas y las ciertas costillas, pugnando por romperse y desaparecer contra los tejidos del corazón ya partido en mil pedazos, otras mil veces, sin poder repararse a fuerza de autocompasión. Ni ella, y él mucho menos, que era agasajado por sus tibios admiradores de siempre, pudieron esconder que sabían de aquel momento, el último paso posible sobre el peligroso río. Cuando me acercaba para congraciarlo, mi padre se interrumpió abruptamente olvidando cubrir el micrófono con sus manos para no enterar a todo el auditorio de un asunto familiar. Pronunció en un tono bajo pero absolutamente audible “ni siquiera lo intentes”, sorprendiéndose de escuchar sus palabras simultáneamente con los asistentes. Todos escuchamos. Hubo tristeza en sus rostros. Debo reconocer ese tácito apoyo.


No puedo más que nutrir esta desazón ¿Por qué no forcé aquel episodio? ¿Por qué no le hice sentir más que frío, miedo de ser responsable, angustia de no tener que decir después de siglos de avaro silencio?

¿Por qué no me lancé sobre mamá y le pedí perdón a gritos, perdón, aunque solo fuera para salvarlos?


4
Viví, estos últimos tres años. Recibí el aliento cálido de un suave y misterioso ángel de la guarda al que hoy dimos sepultura. Estos mágicos seres, que realmente no pueden volar, están distribuidos por el mundo, lo sé, perviví a la sombra de uno cuando quedé sin ventaja suficiente, cuando comprendí que yo era el egoísta, el ciego repartidor de culpas nunca diestramente otorgadas, acaso siniestras. Ella, la finada, permaneció junto a mí desde aquella ocasión en que mi padre musitó su advertencia ante el micrófono, que estaba allí dispuesto para amplificar sus palabras de agradecimiento por el agasajo.

Mis padres no concluyeron un vuelo. Murieron, estoy seguro, tomados de las manos... Imagino esto y me tranquilizo mucho. Mi tía Beatriz descorrió el visillo entre el elocuente pasado y los otros instantes que lograron emerger hasta mis manos, tan análogos a nobles mandarines de un viejo ejército que desconoce que hace allí en el centro de cualquier sitio, en medio de una época extraviada, igual que soldados que ignoran que causa defienden, en nombre de la querella de cual rey aguardan a un enemigo entre la estepa y la nada.

Ahora me toca a mí, lentamente abrir esta puerta. No sé dónde esté esperando mi siguiente punto de encuentro, o si lo habrá. A nado, en esta zona oscura del brillante océano de mis recuerdos transeúntes, me dejo mirar a babor, luego a estribor, y creo entreverte lector desconocido, comenzando a librarte del juego de nudos de este corto enlace. Mientras dirimo con un adiós la última cláusula, un abrazo nuevamente tardío, inexpresivo e incompartido permanece amarrado de mis brazos, y solo atino en la oscuridad a romper aquella última fotografía de mi infancia, a modo de simbólica despedida para todos los que se quedan.

FIN

miércoles, 21 de marzo de 2012

CENAN LOS VIEJOS, MIENTRAS LOS NIÑOS COMEN CON LAS MANOS... / Visita de Agatha Christie

LA CASA DE SUS SUEÑOS 
POR

Agatha Christie's room at the Hotel Pera Palas...
Agatha Christie's room at the Hotel Pera Palas in Istanbul, where she wrote Murder on the Orient Express (Photo credit: Wikipedia)
Esta es la historia de John Segrave: de su vida, que fue insatisfactoria; de su amor, no correspondido; de sus sueños, y de su muerte. Y si en estos últimos encontró lo que en aquellos le había sido negado, podría considerarse que en suma disfrutó de una vida venturosa. ¿Quién sabe? 

La familia de John Segrave andaba de capa caída desde hacía un siglo. Sus antepasados habían sido ricos hacendados desde la época isabelina, pero no quedaban ya más tierras por vender. Se había juzgado oportuno que al menos uno de los hijos se instruyese en el provechoso arte de amasar fortuna. Una involuntaria ironía del destino quiso que fuese John el elegido. 

Viendo su boca peculiarmente sensual y sus ojos garzos y alargados, apenas dos rendijas que le conferían un aire de elfo o fauno, de criatura montaraz salida de los bosques, resultaba incomprensible que fuese él la ofrenda, el sacrificio en el altar de las finanzas. El olor de la tierra, el sabor del salitre en los labios, el cielo raso sobre la cabeza... esas eran las cosas que John Segrave más quería, y a las que debía decir adiós. 

A los dieciocho años entró como joven empleado en una importante compañía. Siete años más tarde seguía siendo empleado, ya no tan joven pero con idéntica categoría. Su modo de ser no incluía la facultad de «prosperar en la vida». Era puntual, voluntarioso, diligente... un empleado y nada más que un empleado. 

Y sin embargo podría haber sido... ¿qué? Él mismo era incapaz de responder a esa pregunta, pero tenía la firme convicción de que en alguna parte existía una vida en la que su presencia sería digna de consideración. Poseía una fuerza, una rapidez de percepción, una cualidad indefinida que sus compañeros de fatigas no imaginaban siquiera. Les caía bien. Despertaba simpatía por su despreocupada cordialidad, y nadie reparaba en el hecho de que excluía a los demás de cualquier forma de verdadera intimidad, aunque, eso sí, con igual despreocupación. 

El sueño se presentó de manera súbita. No era una fantasía infantil aumentada y desarrollada a lo largo de los años. Lo asaltó una noche a mediados de verano, o para ser más exactos ya de madrugada. 

John Segrave se despertó estremecido e intentó denodadamente retenerlo mientras se esfumaba, escurriéndosele entre los dedos con la evanescencia propia de los sueños. 

Se aferró a él con desesperación. No debía dejarlo escapar. No debía. Debía fijar aquella casa en su memoria. Era la casa, sin duda. La casa que tan bien conocía. ¿Era una casa real o existía únicamente en sus sueños? No lo recordaba; pero desde luego la conocía, la conocía muy bien. 

La luz tenue y gris del alba se filtraba en la habitación. La quietud era extraordinaria. A las cuatro y media de la mañana Londres, el cansado Londres, hallaba un breve instante de paz. 

John Segrave permaneció inmóvil, arrebujado en su júbilo, en la exquisita belleza del prodigioso sueño. ¡Con qué habilidad había conseguido grabárselo en la mente! Por norma, los sueños pasaban de manera fugaz, se desvanecían mientras uno, con la gradual conciencia del despertar, trataba de atraparlos y detenerlos con sus torpes manos. Pero él había sido más rápido que aquel sueño. Lo había asido cuando se deslizaba velozmente ante él. 

Era un sueño fuera de lo común. Aparecía la casa y... Un sobresalto interrumpió sus cavilaciones, pues al pararse a pensar cayó en la cuenta de que nada recordaba aparte de la casa. 

Y de pronto, con un asomo de decepción, descubrió que en realidad no conocía aquella casa. Ni siquiera había soñado antes con ella. 

Era una casa blanca, construida en lo alto de un promontorio. Se veían árboles alrededor y colinas azules a lo lejos; pero su peculiar encanto no residía en el paisaje, puesto que (y ahí estaba la clave, el climax del sueño) era una casa preciosa, singularmente preciosa. Se le aceleró el corazón al revivir de nuevo la insólita belleza de la casa. 

El exterior, por supuesto, ya que nunca había estado dentro. A ese respecto no había duda, la menor duda. Luego, a medida que cobraban forma los lóbregos contornos de su habitación de alquiler, experimentó la desilusión del soñador. Quizá, después de todo, el sueño no había sido tan prodigioso, ¿o acaso la parte prodigiosa, la parte esclarecedora, se le había escapado, mofándose de sus vanos esfuerzos por aprehenderla? Una casa blanca, en lo alto de un promontorio... Aparentemente no había en eso motivo alguno para tanto entusiasmo. Era una casa grande, recordaba, con muchas ventanas, y todas las persianas bajadas no porque sus moradores se hubiesen marchado (de eso estaba seguro), sino porque era tan temprano que nadie se había levantado aún. 

De pronto se rió del sinsentido de sus imaginaciones y recordó que esa noche tenía que cenar con el señor Wetterman. 

Maisie Wetterman era la única hija de Rudolf Wetterman y estaba acostumbrada a conseguir todo cuanto quería. En una visita al despacho de su padre se había fijado en John Segrave. A petición de su padre, el joven había entrado unas cartas. Cuando salió, Maisie preguntó por él a su padre. Wetterman le habló con franqueza. 

—Es hijo de sir Edward Segrave. Una familia de alcurnia, pero ida a menos. Este muchacho nunca llegará a nada. Yo lo aprecio, pero es un cero a la izquierda. Le falta empuje. 

Quizá a Maisie el empuje la traía sin cuidado. Era una cualidad a la que su progenitor atribuía más valor que ella. Fuera como fuese, quince días después convenció a su padre de que invitase a John Segrave a cenar. Sería una cena íntima: Maisie, su padre, John Segrave y una amiga que pasaba una temporada en casa con ella. 

La amiga no pudo reprimir ciertos comentarios. 

—Supongo, Maisie, que tienes derecho a devolución. Después, si estás satisfecha de la adquisición, tu padre lo envolverá para regalo y se lo traerá a su querida hijita, comprado y pagado como debe ser. 

—¡Allegra, eres el colmo! 

Allegra Kerr se echó a reír. 

—Maisie, no te privas de ningún capricho, bien lo sabes. Me gusta ese sombrero, me lo quedo. Si puede hacerse con los sombreros, ¿por qué no con los maridos? 

—No digas tonterías. Apenas he hablado con él todavía. 

—No. Pero ya has tomado una decisión —repuso Allegra—. ¿Qué ves en él, Maisie? 

—No lo sé —dijo pausadamente Maisie Wetterman—. Es... distinto. 

—¿Distinto? 

—Sí. No sabría explicártelo. A su manera es apuesto, sí, pero no se trata de eso. Cuando estás ante él, parece no verte. A decir verdad, no creo que me mirase siquiera el otro día en el despacho de mi padre. 

Allegra volvió a reír. 

—Ese es un truco muy viejo. Un joven astuto, diría yo. 

—¡Allegra, eres odiosa! 

—Anímate, querida. Papá se encargará de traerle un manso corderito a su pequeña Maisie. 

—No es ese mi deseo. 

—El amor con mayúsculas, ¿eso es lo que esperas? —preguntó Allegra. 

—¿Por qué no iba a enamorarse de mí? 

—Por nada en particular. Ojalá se enamore. 

Allegra sonrió y observó a su amiga de arriba abajo. Maisie Wetterman era una muchacha de corta estatura, tirando a rellena, y cabello castaño cortado a lo garçon y artísticamente ondulado. Los colores de moda en polvos y carmín realzaban su excelente cutis. 

Tenía la boca proporcionada y los dientes regulares, los ojos pequeños y chispeantes, y la barbilla quizá un poco pronunciada. 

Vestía con buen gusto. 

—Sí —añadió Allegra una vez concluido su escrutinio—. Estoy convencida de que se enamorará. En conjunto causas un efecto francamente bueno, Maisie. 

Maisie la miró con escepticismo. 

—Lo digo en serio —aseguró Allegra—. Lo digo en serio, palabra de honor. Pero supón por un momento que eso no ocurre; que se enamore quiero decir. Supón que llega a sentir por ti un afecto sincero pero platónico. Entonces, ¿qué? 

—Puede que no me guste cuando lo conozca mejor. 

—Es posible. Sin embargo también podría ser que te gustase mucho más. Y en tal caso... 
Maisie se encogió de hombros. 

—Espero tener orgullo suficiente... 

—El orgullo —la interrumpió Allegra— sirve para disimular los sentimientos, no para evitarlos. 

—En fin, no veo razón para no admitirlo —contestó Maisie, ruborizada—: soy un buen partido.


 Desde su punto de vista, claro; la hija de su padre y esas cosas. 

—Una futura participación en el negocio y todo eso —dijo Allegra—. 

Sí, Maisie; eres hija de tu padre, de eso no hay duda. Me complace oírte hablar así. Me encanta que mis amigos se comporten como es propio de ellos. 

El ligero tono de burla molestó a Maisie. 

—Eres detestable, Allegra. 

—Pero estimulante, querida. Por eso me acoges en tu casa. Me interesa la historia, como tú sabes, y siempre me había intrigado el motivo por el cual se toleraba y de hecho se fomentaba la figura del bufón de la corte. Ahora que yo misma lo soy, he conseguido por fin entenderlo. A algo tenía que dedicarme, y ese no es un mal papel.
Ahí estaba yo, orgullosa y sin blanca, como la heroína de una novela rosa, bien nacida y mal educada. «"¿Y ahora qué haré? Sabe Dios", dijo ella.» Según observé, se tenía en gran estima a la consabida pariente pobre, siempre dispuesta a pasar sin fuego en la habitación y contenta de aceptar encargos y «ayudar a su querida prima Fulana de Tal». En realidad no la quiere nadie, excepto aquellos que no pueden permitirse criados y la tratan como a una esclava. 

»Así que opté por el papel de bufón. Insolencia, franqueza, una pizca de ingenio de vez en cuando (no demasiado por temor a defraudar luego las expectativas de los demás), y detrás de todo eso una perspicaz observación de la naturaleza humana. A la gente le gusta oír lo horrible que es; por eso acude en tropel a escuchar a los predicadores. Y he tenido un gran éxito. Recibo continuas invitaciones. Puedo llevar una vida desahogada a costa de mis amigos, y me guardo bien de fingir gratitud. 

—Eres única, Allegra. Hablas sin pensar. 

—En eso te equivocas. Pienso mucho todo lo que digo. Mi aparente espontaneidad es siempre calculada. Tengo que andarme con cuidado. Este trabajo debe durarme mientras viva. 

—¿Por qué no te casas? —preguntó Maisie—. Me consta que has tenido muchas ofertas. 

Una expresión severa apareció de pronto en el rostro de Allegra. 

—Nunca me casaré. 

—Porque... —Maisie, mirando a su amiga, dejó la frase inacabada. 

Allegra movió la cabeza en un breve gesto de asentimiento. 

Se oyeron unas pisadas en la escalera. El mayordomo abrió la puerta y anunció: 

—El señor Segrave. 

John entró sin especial entusiasmo. No imaginaba por qué lo había invitado el viejo. Si hubiese podido librarse del compromiso, lo habría hecho. Aquella casa, con su sólida magnificencia y el suave pelo de sus alfombras, lo deprimía. 

Una muchacha se acercó y le estrechó la mano. Recordaba vagamente haberla visto en el despacho de su padre. 

—Mucho gusto, señor Segrave. Señor Segrave, la señorita Kerr. 

John salió súbitamente de su apatía. ¿Quién era esa otra joven? ¿De dónde había surgido? A juzgar por los ropajes ígneos que flotaban en torno a su cuerpo y las diminutas alas de Mercurio que coronaban su pequeña cabeza griega, se habría dicho que era un ser transitorio y fugaz, destacándose sobre el apagado fondo con un efecto de irrealidad. 

Al cabo de un momento entró Rudolf Wetterman, acompañado por los crujidos de su amplia y reluciente pechera. Sin mayores formalidades comenzaron a cenar. 

Allegra Kerr conversó con su anfitrión. John Segrave tuvo que dedicar su atención a Maisie, pese a que no podía apartar de su pensamiento a la otra muchacha. Poseía un gran encanto, aunque era un encanto, pensó, más afectado que natural. Sin embargo detrás de eso se percibía algo más, un fulgor trémulo, irregular, fluctuante, como los fuegos fatuos que antaño atraían a los hombres desde los pantanos. 

Tuvo por fin ocasión de hablar con ella. Maisie transmitía a su padre un mensaje de algún amigo que había visto aquel día. Pero llegado el momento se sintió cohibido y la miró en silencio con expresión suplicante. 

—Temas de sobremesa —dijo ella para romper el hielo—. Podemos comenzar por los teatros o con una de esas innumerables preguntas de apertura: «¿Le gusta a usted...?». 

John se echó a reír. 

—Y si descubrimos que a los dos nos gustan los perros o nos desagradan los gatos rubios —contestó—, se formará entre nosotros lo que llaman un «lazo afectivo». 

—Sin duda —afirmó Allegra con fingida seriedad. 

—Es una lástima, creo, ceñirse a un guión. 

—Sin embargo eso pone la conversación al alcance de todos. 

—Cierto —convino John—, pero con consecuencias desastrosas. 

—Conviene conocer las reglas, aunque solo sea para transgredirlas. 

John sonrió. 

—Supongo, pues, que usted y yo nos abandonaremos a nuestras particulares ocurrencias, aun a riesgo de sacar a la luz la genialidad, que es prima hermana de la locura. 

Con un movimiento brusco y descuidado, la muchacha golpeó con la mano una copa de vino. La copa cayó al suelo y se rompió ruidosamente. Maisie y su padre dejaron de hablar. 

—Lo siento mucho, señor Wetterman —se disculpó Allegra—. Ahora me dedico a tirar copas al suelo. 

—Mi querida Allegra, no tiene la más mínima importancia, la más mínima. 

Entre dientes, John Segrave masculló: 

—Cristales rotos. Eso trae mala suerte. Ojalá... no hubiese ocurrido. 

—No se preocupe —dijo Allegra—. ¿Cómo era aquella frase? «No es posible traer mala suerte al lugar donde la mala suerte habita.» 

Allegra se volvió de nuevo hacia Wetterman. John, reanudando la conversación con Maisie, trató de situar la cita. Por fin lo consiguió. 

Eran las palabras pronunciadas por Sieglinde en Las valquirias cuando Siegmund propone abandonar la casa. 

¿Ha querido decir...?, pensó John. 

Pero Maisie le preguntaba ya su opinión sobre la última revista musical. Poco antes John había admitido su afición por la música. 

—Después de la cena pediremos a Allegra que toque un rato —sugirió Maisie. 

Pasaron al salón todos juntos, hombres y mujeres, costumbre que Wetterman, en secreto, consideraba incivilizada. Él prefería la ceremoniosa solemnidad del ofrecimiento de cigarros y la botella de vino circulando de mano en mano. Pero quizá aquella noche fuese mejor así. No imaginaba de qué demonios podría hablar con el joven Segrave. Maisie estaba excediéndose con sus caprichos. Aquel tipo no era precisamente atractivo —atractivo de verdad— y menos aún simpático. Sintió alivio cuando Maisie pidió a Allegra que tocase algo. 

Así la velada no se prolongaría tanto. Aquel joven idiota ni siquiera jugaba al bridge. 

Allegra tocaba bien, aunque sin la seguridad de un profesional. Interpretó música moderna: Debussy, Strauss y un poco de Scriabin. A continuación ejecutó el primer movimiento de la Sonata patética de Beethoven, esa expresión de dolor infinito, de un pesar tan inmenso y eterno como el tiempo, que sin embargo destila de principio a fin el ánimo de quien no acepta la derrota, y en la majestuosidad de esa perpetua aflicción avanza con el ritmo del conquistador hacia su sino. 

En los últimos compases Allegra vaciló, tocó un acorde disonante y se interrumpió bruscamente. Miró a Maisie y rió con una mueca burlona. 

—Como ves, no me dejan en paz —dijo. 

De inmediato, sin esperar respuesta a su enigmático comentario, acometió una melodía extraña e inquietante de misteriosos acordes y curioso compás, distinta de cualquier otra música que Segrave hubiese oído hasta entonces. Era delicada como el vuelo de un pájaro suspendido en el aire. De pronto, sin transición previa, se convirtió en una confusa sucesión de notas discordantes, y Allegra, riendo, se levantó y se apartó del piano. 

Pese a su risa, se la notaba alterada, casi asustada. Se sentó junto a Maisie, y John oyó susurrar a esta: 

—No deberías hacerlo. En serio, no deberías. 

—¿Qué era eso último? —preguntó John con vivo interés. 

—Una composición mía —contestó Allegra con tono seco y cortante. 

Wetterman cambió de tema. 

Aquella noche John Segrave volvió a soñar con la casa. 

John se sentía desdichado. Nunca antes su vida le había resultado tan tediosa. Hasta ese momento la había aceptado con resignación, como una necesidad desagradable que, no obstante, dejaba intacta en esencia su libertad interior. De repente todo había cambiado. Los mundos exterior e interior se confundían. 

No se engañó en cuanto a la causa de tal cambio. Se había enamorado de Allegra Kerr a primera vista. ¿Qué haría al respecto? 

Aquella primera noche, dado el inicial desconcierto, no había planeado nada. Ni siquiera había intentado verla de nuevo. Poco tiempo después, cuando Maisie Wetterman lo invitó a pasar un fin de semana en la casa de campo de su padre, acudió entusiasmado; pero, para su decepción, Allegra no estaba allí. 

La mencionó una vez tímidamente, y Maisie le explicó que se hallaba de visita en Escocia. John no insistió más. Habría deseado seguir hablando de ella, pero no consiguió articular palabra. 

Ese fin de semana su comportamiento dejó perpleja a Maisie. No parecía darse cuenta... en fin, no parecía darse cuenta de lo evidente. 
Maisie no se anduvo con rodeos, pero con él de nada servían sus directos métodos. John la consideraba amable pero un tanto abrumadora. 
Sin embargo las Moiras fueron más poderosas que Maisie, y quisieron que John volviese a ver a Allegra. 
Se encontraron casualmente en el parque un domingo por la tarde. John la vio de lejos, y el corazón empezó a latirle con fuerza contra las costillas. ¿Y si se había olvidado de él...? 

Pero Allegra lo recordaba. Se detuvo y habló con él. Minutos después paseaban juntos por la hierba. John se sentía absurdamente feliz. De improviso preguntó: 

—¿Cree usted en los sueños? 

—Creo en las pesadillas —repuso Allegra. 

La aspereza de su contestación sorprendió a John. 

—Las pesadillas —repitió él como un estúpido—. No me refería a las pesadillas. 

—No —dijo ella—. En su vida no ha habido pesadillas, eso se nota. 

De pronto su voz sonaba distinta, más tierna. 

John, tartamudeando ligeramente, le habló de la casa blanca de sus sueños. Había soñado con ella ya seis veces, no, siete. Siempre la misma. Y era hermosa, muy hermosa. 

—¿Se da cuenta? En cierto modo tiene que ver con usted —prosiguió John—. Soñé con ella por primera vez la noche antes de conocerla. 

—¿Conmigo? —Allegra dejó escapar una risa breve y amarga—. No, eso es imposible: la casa era hermosa. 

—Y usted también —aseguró John Segrave. 

Un tanto enojada, Allegra se ruborizó. 

—Disculpe. He dicho una tontería. Ha dado la impresión de que buscaba un halago, ¿verdad? Pero nada más lejos de mis deseos. 

Exteriormente no tengo mala presencia, ya lo sé. 

—Aún no he visto la casa por dentro —dijo John—. Cuando la vea, sin duda la encontraré tan hermosa como por fuera —Hablaba despacio, con seriedad, dando a las palabras un sentido que Allegra prefirió pasar por alto—. Quiero decirle otra cosa, si está dispuesta a escucharme. 

—Escucharé —contestó Allegra. 

—Voy a dejar mi empleo. Tenía que haberlo dejado hace mucho, ahora lo veo claro. Me he conformado con mi suerte, consciente de mi fracaso, sin preocuparme demasiado, viviendo día a día. Ese no es comportamiento propio de un hombre. Un hombre debe buscar una actividad para la que esté capacitado y triunfar en ella. Voy a dejar esto y dedicarme a otra cosa, algo muy distinto. Se trata de una especie de expedición a África Occidental. No puedo entrar en detalles; me he comprometido a mantenerlo en secreto. Pero si todo sale según lo previsto... en fin, seré rico. 

—¿También usted, pues, mide el éxito en función del dinero? 

—Para mí el dinero solo significa una cosa: ¡usted! Cuando regrese... 

—John se interrumpió. 

Allegra agachó la cabeza. Había palidecido. 

—No fingiré haber entendido mal. Porque he de decirle algo ahora mismo, de una vez para siempre: nunca me casaré. John reflexionó por un momento y luego, con extrema delicadeza, preguntó: 

—¿No puede decirme por qué? 

—Podría, pero decírselo es lo que menos deseo en este mundo. 

John quedó de nuevo en silencio. De repente alzó la vista y una sonrisa singularmente atractiva iluminó su rostro de fauno. 

—Comprendo —afirmó—. No quiere permitirme entrar en la casa, ni siquiera a echar una breve ojeada. Las persianas deben seguir bajadas. 

Allegra se inclinó y apoyó una mano en la de él. 

—Solo le diré una cosa. Usted sueña con su casa. Yo en cambio no tengo sueños; tengo pesadillas. 

Y dicho esto se alejó, súbitamente, dejándolo en el mayor desconcierto. 

Aquella noche John soñó de nuevo. Últimamente había comprobado que la casa estaba sin duda habitada. Había visto una mano que apartaba una persiana; había vislumbrado siluetas que se movían en el interior. 

Aquella noche la casa parecía más hermosa que nunca. Sus paredes blancas resplandecían al sol. La imagen era de una paz y una belleza absolutas. 

De pronto lo asaltó un júbilo más intenso. Alguien se acercaba a la ventana. Lo sabía. Una mano, la misma que había visto antes, cogió la persiana y la apartó. En unos segundos vería... 

Se despertó, estremecido aún a causa del horror, de la indescriptible aversión experimentada al contemplar a la criatura que lo había mirado desde la ventana de la casa. 

Era una criatura inconcebiblemente horrenda, una criatura tan abominable y repulsiva que su mero recuerdo le producía náuseas. Y John sabía que lo más espantoso y repugnante de ella era su presencia en aquella casa, la casa de la belleza. 

Ya que donde aquella criatura moraba había horror, un horror que se alzaba y hacía añicos la paz y la serenidad que correspondían a la casa por derecho propio. La belleza, la extraordinaria e inmortal belleza de la casa, había quedado mancillada de manera irremediable, pues entre sus sagradas paredes habitaba la sombra de una criatura inmunda. 

Segrave sabía que si volvía a soñar con la casa, despertaría de inmediato sobresaltado, por miedo a que desde su blanca belleza lo mirase de pronto la criatura. 

Cuando salió de la oficina al día siguiente, fue derecho a casa de los Wetterman. Tenía que ver a Allegra Kerr. Maisie sabría dónde localizarla. 

Cuando lo llevaron ante Maisie, ella saltó de su asiento. John no percibió el destello de ilusión que iluminó sus ojos. Con la mano de Maisie aún en la suya, titubeando, formuló su pregunta: 

—La señorita Kerr... Nos encontramos ayer, pero no sé dónde vive. 

John no notó la súbita flaccidez en la mano de Maisie al retirarla, ni extrajo conclusión alguna de la repentina frialdad de su voz. 

—Allegra está aquí, hospedada en esta casa. Pero, sintiéndolo mucho, ahora no puede verla. 

—Pero... 

—Su madre ha muerto esta mañana —continuó Maisie—. Acabamos de recibir la noticia. 

—¡Oh! —exclamó John, desconcertado. 

—Ha sido muy triste —dijo Maisie. Vaciló por un instante y luego añadió—: Verá, ha muerto... bueno, prácticamente en un manicomio. 

Ha habido muchos casos de demencia en la familia. El abuelo se pegó un tiro; una de las tías de Allegra es una débil mental desahuciada, y otra murió ahogada, también por suicidio. 

John Segrave dejó escapar un balbuceo inarticulado. 

—He pensado que debía saberlo —dijo Maisie con tono virtuoso—. 

Para eso están los amigos, y nosotros lo somos, ¿no? Ya sé que Allegra es muy atractiva. Muchos hombres han pedido su mano, pero como es lógico ella no quiere casarse. No sería correcto, ¿no cree? 


—Ella está bien —afirmó John, y su propia voz le sonó ronca y poco natural—. No le pasa nada. 

—Eso nunca se sabe. Su madre, de joven, tampoco parecía tener ningún problema. Y últimamente... en fin, no es que fuese solo un poco rara; estaba loca de atar. Es espantosa, la demencia. 

—Sí, horrible —dijo John, comprendiendo de pronto qué era la criatura que lo había mirado desde la ventana de la casa. 

Maisie seguía hablando. 

—En realidad —la interrumpió John bruscamente— he venido a despedirme, y agradecerle de paso su amabilidad. 

—¿No irá a... marcharse de la ciudad? —preguntó Maisie con manifiesta inquietud. 

John sonrió de medio lado; era una sonrisa triste y seductora. 

—Sí —contestó—. A África. 

—¡África! —repitió Maisie, perpleja. 

Aún no había salido de su asombro cuando John Segrave le estrechó la mano y se fue, dejándola allí plantada, con los puños tensos a los costados y una mancha de airado rubor en cada mejilla. 

Abajo, en el umbral de la puerta, John Segrave se encontró cara a cara con Allegra, que entraba de la calle. Vestía de negro y tenía el rostro pálido y sin vida. Le lanzó una mirada y le pidió que la acompañase a una pequeña sala. 

—Maisie ya lo ha puesto al corriente —dijo Allegra—. Lo sabe, ¿verdad? 

John asintió con la cabeza. 

—Pero ¿qué más da? Usted está bien. Algunos... se libran. 

Allegra lo contempló con expresión sombría y lastimera. 

—Usted está bien —insistió él. 

—No lo sé —susurró Allegra—. No lo sé. Ya le dije que tengo pesadillas. Y cuando toco el piano, esos otros se adueñan de mis manos. 

John la observaba paralizado. Mientras Allegra hablaba, algo asomó fugazmente a sus ojos. Desapareció en un instante, pero John lo reconoció: era la criatura que lo había mirado desde la casa. 

Allegra advirtió su leve respingo. 

—Me ha comprendido —musitó—. Me ha comprendido... Pero lamento que Maisie se lo haya dicho. Lo ha privado a usted de todo. 

—¿De todo? —preguntó John. 

—Sí. Ni siquiera le quedarán los sueños. A partir de ahora nunca más se atreverá a soñar con la casa. 

En África Occidental caía un sol de justicia y apretaba el calor. 

John Segrave seguía gimiendo. 

—No la encuentro. No la encuentro. 

El médico inglés de corta estatura, cabello rojo y pronunciada mandíbula observaba a su paciente con expresión ceñuda y su característica actitud intimidatoria. 

—Repite eso una y otra vez —comentó—. ¿A qué se refiere? 

—Habla, creo, de una casa —susurró la hermana de la caridad de la misión católica con su afable imperturbabilidad, contemplando también al enfermo. 

—Una casa, ¿eh? Bien, pues tiene que quitársela de la cabeza, o no se recuperará. El problema está en su mente. ¡Segrave! ¡Segrave! 

El enfermo consiguió concentrar su errática atención. Cuando posó la mirada en el rostro del médico, pareció reconocerlo. 

—Escuche, se pondrá bien. Voy a curarlo. Pero no debe preocuparse más por esa casa. No va a escaparse, ¿entiende? Así que por ahora deje de buscarla. 

—De acuerdo —respondió Segrave con aparente docilidad—. 

Considerando que ni siquiera existe, supongo que no puede escaparse. 

—¡Claro que no! —El médico rió con su natural optimismo—. Ahora no tardará ya en recuperarse —Y sin perder tiempo en ceremonias se marchó. 

Segrave se quedó en la cama meditabundo. La fiebre había remitido por el momento, y podía pensar con lucidez. Tenía que encontrar la casa. 

Durante diez años había temido encontrarla. La idea de que se le apareciese de improviso era su mayor terror. Y de pronto un día, cuando sus miedos se habían adormecido, la casa lo encontró a él. 

Recordaba con toda claridad el angustioso terror inicial, y la posterior sensación de alivio, repentina, profunda. ¡Ya que la casa estaba vacía! 

Por completo vacía y en una paz absoluta. Seguía igual que en sus recuerdos de diez años atrás. No la había olvidado. Un enorme furgón de mudanzas negro se alejaba lentamente de la casa. Por lo visto, el último inquilino se marchaba con sus muebles. John se acercó a los responsables del furgón y habló con ellos. El furgón, totalmente negro, tenía algo siniestro. Los caballos, con las crines y las colas al viento, eran también negros, y los hombres llevaban trajes y guantes negros. Todo aquello le recordaba algo, algo que no lograba precisar. 

Sí, sus suposiciones habían sido acertadas. El último inquilino se mudaba; su contrato de arrendamiento había expirado. De momento, hasta que el propietario regresase del extranjero, la casa permanecería deshabitada. 

Y al despertar lo había inundado la apacible belleza de la casa vacía. 

Un mes más tarde recibió una carta de Maisie (perseverante, le escribía una vez al mes). En ella le comunicaba que Allegra Kerr había fallecido en el mismo manicomio que su madre, ¿no era una lástima? Aunque también, en sus circunstancias, una bendición. 

Había sido muy extraño, recibir la noticia en aquel momento, poco después del sueño. John no entendía exactamente por qué, pero se le había antojado extraño. 

Y lo peor era que desde entonces no había conseguido encontrar la casa. Por alguna razón, había olvidado el camino. 

La fiebre lo atacó de nuevo. Se agitó inquieto. ¡Claro, la casa estaba en lo alto de un promontorio! ¿Cómo había podido olvidarlo? Tenía que subir hasta allí. Pero escalar precipicios era peligroso, muy peligroso. Arriba, arriba, arriba... ¡Oh! Había resbalado. Tenía que empezar de nuevo desde abajo. Arriba, arriba, arriba... 

Transcurrieron días, semanas, quizá incluso años, aunque no estaba seguro. Y seguía subiendo. 
En una ocasión oyó la voz del médico. Pero no podía detenerse a escuchar. Además, el médico le pediría que dejase de buscar la casa. 

Él, en su ignorancia, creía que era una casa corriente. 

Recordó de pronto que debía permanecer sereno, muy sereno. Solo manteniéndose muy sereno era posible encontrar la casa. De nada servía buscarla con prisas o impaciencia. 

Si conseguía conservar la serenidad... ¡Pero hacía tanto calor! ¿Calor? 

Hacía frío. Sí, frío. No escalaba por un precipicio, sino por un iceberg, por la pared gélida y recortada de un iceberg. 

Empezaba a flaquear. Abandonaría la búsqueda; era un esfuerzo inútil. ¡Pero allí había un sendero! Eso al menos era mejor que un iceberg. ¡Qué a gusto se estaba en aquel sendero verde, sombreado y fresco! Y aquellos árboles eran magníficos. Se parecían mucho a... ¿cómo se llamaban? No se acordaba, pero daba igual. 

¡Y había también flores! ¡Flores doradas y azules! Era todo precioso, y misteriosamente familiar. Sí, claro, había estado allí antes. Entre los árboles se veía ya el resplandor de la casa, en lo alto del promontorio. ¡Qué hermosa era! El sendero verde, los árboles y las flores no eran nada en comparación con la belleza suprema y placentera de la casa. 

Apretó el paso. ¡Y pensar que nunca había entrado en ella! ¡Qué tonto había sido! Al fin y al cabo, siempre había tenido la llave en el bolsillo. 

Y naturalmente la belleza exterior de la casa era insignificante al lado de la belleza interior, sobre todo ahora que el propietario había regresado del extranjero. Ascendió por la escalinata hacia la gran puerta. 

Unas manos poderosas y crueles tiraron de él hacia atrás. 

Forcejearon con él, zarandeándolo en todas direcciones. 

El médico lo sacudía, le bramaba al oído. 

—Aguante, puede conseguirlo. No se abandone. No se abandone. 

En sus ojos brillaba la fiereza de quien ha visto al enemigo. Segrave se preguntó quién era el enemigo. La monja del hábito negro rezaba. 

También eso le resultó extraño. 

Él solo quería que lo dejasen tranquilo. Solo quería volver a la casa. 

Pues la casa se desvanecía por momentos. 

Eso se debía sin duda a la extraordinaria fortaleza del médico. John era incapaz de resistirse al médico. Ojalá pudiese. 

¡Pero, un momento! Existía una escapatoria: el modo en que los sueños se esfumaban al despertar.


No había fuerza capaz de retenerlos; inevitablemente pasaban de largo. Si se escabullía entre sus manos, el médico nada podría hacer para impedírselo. ¡Sólo tenía que escabullirse! 

Sí, esa era la solución. Veía de nuevo las paredes blancas; oía la voz del médico cada vez más lejana y apenas notaba sus manos. 

Descubrió de pronto cómo se regodeaban los sueños cuando lo eludían a uno. 

Se hallaba ya ante la puerta de la casa. Nada perturbaba la absoluta quietud. Introdujo la llave en la cerradura y abrió. 

Aguardó solo un instante, para percibir en toda su dimensión la perfecta, la inefable, la satisfactoria plenitud de su júbilo. 

Finalmente traspasó el umbral.

FIN




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