miércoles, 30 de junio de 2010

EL CUENTO DEL AUTOR / letras por capítulos 1

EL SABOR DE VIZCAYA (1)

por José Ignacio Restrepo




El furioso latigazo del viento trazó algún deseo medieval, encadenado en el bosque cercano desde entonces, y halló puerto sobre mi superciliar derecho, un segundo antes – de hecho, casi simultáneamente –que este chocara contra el gastado pavimento, que ardía.
La bellísima Raleigh americana de color amarillo, liviana como una ninfa en días de asueto, quedó tirada en una posición innombrable, con uno de sus manillares rotos y el aro delantero torcido por el golpe fuerte e inesperado contra el borde del andén. Empecé a recuperar el conocimiento con los pitos de los coches que pedían el reinicio del tráfico, el cual estaba interrumpido por aquellos vehículos cuyos conductores me miraban sin decir nada, con la pretensión de auxiliarme o ver por fin un muerto que no fuera en televisión.
El pequeño de gorra ladeada de los gigantes, que estaba de cuclillas a mi lado rompió el hielo certeramente.
-       Fue aquella rama,- dijo señalando la saliente de una especie de arbusto alto.
-       Ah, muchas gracias por tu ayuda...repliqué con la boca seca y bastante mareado, mientras volteaba el cuello para ver el árbol, que por su follaje parecía estar celebrando el retorno del verano, como el resto de seres vivos de toda la península.

Al oírme contestar, las siete u ocho personas que se habían aglomerado, entre las que seguramente estaba el dueño de la Station Wagon Mitsubishi color ámbar, que me había obstruido llevándome hacia el árbol, parecieron entender que este joven ciclista que lucía como uno de ésos que lleva encargos a domicilio y que realmente lo era, se encontraba lo suficientemente bien para no dar el espectáculo que aguardaban, más bien estaba listo para recuperar el sentido. Y, como seguro pensaron que de todos modos yo no lucía capaz de levantarme queriendo matar a alguien, entonces se esfumaron conversando, pues esta no era hora para andar por ahí buscando un show gratuito.
La línea del tráfico se recompuso y yo me quedé con el chico de la gorra que miraba con auténtico respeto el abultado y descarnado chichón, que comenzaba a crecer en mi ya cicatrizada rodilla derecha. Sin percatarnos, uno de los paquetes que se había salido de mi bolso en la caída, quedó olvidado sobre el asfalto del lugar y uno de los curiosos lo recogió, ocultándolo, y luego se retiró de allí. Habrían de pasar diez días y un mil sucesos para que el paquete común y corriente se pusiera de nuevo en camino hacia su destinatario, quien ansiaba con urgencia tenerlo en sus manos.


En el boliche, las sonoras exclamaciones cuando uno de los contendores derriba toda la apuesta, suenan igual si el sitio tiene nombre en París o en la zona rosa de ciudad de Méjico. O en este sitio de Bangkok, para extremar el concepto. Miguel había enviado el libro, el directorio del comendador por correo certificado, así luciera menos seguro. Cualquiera de la  organización habría criticado el hecho pero él, que siempre confiaba en los canales comunes, sabía que existían ojos y oídos por todas partes, y más para seguir las lides de su trabajo, entonces era mejor hacer uso de las maneras formales, que nadie sospechaba fueran competentes para nuestras necesidades, Al llenar la ficha con 18 chuzas, y un 87% de efectividad, decidió pasar por el bar y buscar a Elisa, para echarse un polvillo corto y luego ir a dormir, las ocho horas completas, rutina que aprendió de su tía, quien hizo de mamá, cuando la mafia venida de Cantón, le robó a sus padres y al restorán que sería su herencia cuando era solamente un chico. A los dieciocho años, Miguel, ya había acumulado suficiente dinero para jubilarse temprano, pero ese no era su sueño, el quería poder, poder del bueno. Al llegar al bar, le dijeron que Elisa ya no trabajaba allí, el sueño le invadió y se fue a dormir. Mientras hacia la cama, hizo una síntesis de lo que llevaba y de lo que esperaba. Hasta aquí, los trabajos lo habían apurado y logro acercarse lo suficiente para obtener los detalles contables de la cuarta cuenta de Balbuena, con la que cubría todo el robo de autos y la prostitución en Bangkok. Esperaba que el libro llegara a Madrid, después de hacer una escala en Viscaya, en donde el dueño del carguero que entraría por Gijón, lo entregaría a un correo seguro, para que él lo llevara personalmente a la tasca de Franco, en Madrid, y se cumpliera el ciclo, el ciclo que terminaría con Gabriel Balbuena, quien en mala hora había sido encargado de los negocios de Franco en este lugar de Oriente. Cuando terminara todo esto, emergería en toda su dimensión la capacidad de conducir una organización del tamaño y la importancia que esta tenia. Franco Vallesi habría de reconocer que el filio del restorán, había nacido para ser grande, inmenso. Tras enfocar en su mente las siete letras de esta palabra, cerro lo ojos y concilio el sueño.    (continuará)

SOBRE LA MAGIA DEL TIEMPO

PREMISA

Con el particular aturdimiento
que sucede al puño en tu barbilla,
todo mal pronóstico cumplido describe ondas crecientes
que en este momento nos lucen interminables,
imposibles de controlar, inmensas

Mágico el rol del tiempo..
Divaga inexorable,
esperando en alguna esquina
por la que en breve pasaremos,
con rostro de armisticio,
de ecuánime silencio
y olvido.

José Ignacio Restrepo




RUTINA

Largo cortejo, largo...
Sábado sin fecha,
la vida es un velero que se hunde
en  un azul negro, inmenso,
más grande que todos...
Uno llora más,
fué el abuelo, otro viejo cualquiera
que se cayó del caballo en la noche
y ha resuelto su último asunto partiéndose el cuello.
Ese llora duro, duro,
sin ningún empacho,
era que el abuelo,
-este muerto grande de cerrados ojos-
era su manual de respuestas cortas,
hacedor de dudas,
cantador de sueños,
el más caudaloso, el sobreviviente,
el inolvidable...

José Ignacio Restrepo



DILETANTE DE SUEÑOS

Uno que escribe en la noche
golpea su máquina ruidosa
sin respeto por los seres del sueño que habitan por aquí,
mientras todos duermen;
su ventana está abierta y sale humo...
Puedo imaginarlo,
en el lento afán de hallar una palabra,
o burlando un acento indeseado,
arropándose con imágenes sin voz,
su pelo revuelto,
sus ojos rojos...
Quizá a las tres,
o a las cuatro,
mientras una acidez estomacal lo toma preso,
escriba el peor párrafo de todos,
y entonces sin más por hacer
se vaya a la cama...

José Ignacio Restrepo

martes, 29 de junio de 2010

INVITACION AL VIENTO / POESIA DE JOSE IGNACIO RESTRTEPO


FOTO
Y entre tanto,
no sin antes contarles que de eso a acá
habían transcurrido ya diez años,
fuimos sumidos en el mismo dolor
al ver esa cartulina viva bajo el vidrio,
que no quebrantaba ya nada
salvo esos umbríos monasterios
que vas construyendo en el alma,
que se estaban cayendo a pedazos
con solo observarla.
Tenía el misterio de una cara 
lavada por las lágrimas
y al mismo tiempo en sus ojos,
la felicidad brotaba como un himno tardío...
Se me caían por pedazos
esos umbríos monasterios
que llamamos recuerdos
al respirar algún aire antiguo
y  rememorar como amaba mis ojos.



ESPACIO      
El viento mece las ramas,
mece las ramas y las hojas secas que danzan
sin saber ni como, ni  cuando son movidas,
ni la causa.
Es ya madrugada
la luna fue temprano espectadora
y ya emprendió la marcha
y oculta en la montañas ya no puede
escuchar mi canta.
Solo, y las chicharras repitiendo su coro repetido
el que entonan hace tanto,
cuando yo no lloraba, no entendía de manos amorosas
o de ojos con prisa por mirarme,
o de bocas aladas...
El viento riza mi pelo, me habla de su romance con la luna,
que ha emprendido su huida en esta noche oscura
de quejosas chicharras;
yo la disculpo,
le digo que es el orden de los astros,
que ella vuelve mañana más temprano...
El me pregunta sobre el brillo que anida en mis ojos.
dice que es el mismo que le llena
cuando sale su luna, y se duerme en su canta
hasta que el alba la esconde en la montaña...



VESPERTINA
Antes de los ocasos
cuando los dias han sido bochornosos,
pero no abrumadores sino bellos,
podemos advertir sin siquiera proponérnoslo,
solo  por virtud de quien se yo,
un sabor en el aire,  en los tonos de las jóvenes mejillas
que se dilatan un poco al hacer  una sonrisa graciosa,
porque somos mancebos y ellas hembras.

Acaso en los atardeceres, esos de tonos naranjas y bermejos,
tambien las cantimploras se vacían,
y se bebe buen anís,
y se da gratuita la energía
a lides que no tendrán posición en la historia,
acaso solo apatía en el recuerdo...
Y se escriben poemas, no muy buenos,
y se ama noblemente y se desea.



LLANTO
Cuando se me acaban las palabras
y mis manos no pueden alcanzarte,
siento los desastres que me rondan
como asombrados pájaros azules
de ese tono oscuro que no me gusta;
simplemente
observando la forma en que muevo mis espaldas,
cansinamente, ignorándolo todo.
Y ellos esperando  que no vea el lodo.
que no repare en lo liso de la grava,
y caiga,
para tenderse sobre  mi
y desaparecerme...

Cuando se me acaban las palabras
y mis ojos lloraron ya
hasta cansarse,
y mis manos se toman insidiosas,
y aun no te alcanzo,
esos asombrados pájaros azules
ya están hartos de saciarse en mis vísceras
y se han marchado.

TODOS LO DERECHOS RESERVADOS

lunes, 28 de junio de 2010

ZONA 2 CUENTOS / JULIO CORTAZAR

BESTIARIO
por  Julio Cortazar
 
 
Entre la última cucharada de arroz con leche -poca canela, una lástima- y los besos antes de subir a acostarse, llamó la campanilla en la pieza del teléfono e Isabel se quedó remoloneando hasta que Inés vino de atender y dijo algo al oído de su madre. Se miraron entre ellas y después las dos a Isabel, que pensó en la jaula rota y las cuentas de dividir y un poco en la rabia de misia Lucera por tocarle el timbre a la vuelta de la escuela. No estaba tan inquieta, su madre e Inés miraban como más allá de ellas, casi tomándola como pretexto; pero la miraban.

-A mí, créeme que no me gusta que vaya -dijo Inés-. No tanto por el tigre, después de todo cuidan bien ese aspecto. Pero la casa tan triste, y ese chico sólo para jugar con ella...

-A mí tampoco me gusta -dijo la madre, e Isabel supo como desde un tobogán que la mandarían a lo de Funes a pasar el verano. Se tiró en la noticia, en la enorme ola verde, lo de Funes, lo de Funes, claro que la mandaban. No les gustaba pero convenía. Bronquios delicados, Mar del Plata carísima, difícil manejarse con una chica consentida, boba, conducta regular con lo buena que es la señorita Tania, sueño inquieto y juguetes por todos lados, preguntas, botones, rodillas sucias. Sintió miedo, delicia, olor de sauces y la u de Funes se le mezclaba con el arroz con leche, tan tarde y a dormir, ya mismo a la cama.

Acostada, sin luz, llena de besos y miradas tristes de Inés y su madre, no bien decididas pero ya decididas del todo a mandarla. Antevivía la llegada en break, el primer ayuno, la alegría de Nino cazador de cucarachas, Nino sapo, Nino pescado (un recuerdo de tres años atrás, Nino mostrándole unas figuritas puestas con engrudo en un álbum, y diciéndole grave : "Este es un sapo y éste un pes-ca-do"). Ahora Nino en el parque esperándola con la red de mariposas, y las manos blandas de Rema -las vio que nacían de la oscuridad, estaba con los ojos abiertos y en vez de las cara de Nino zás las manos de Rema, la menor de los Funes. "Tía Rema me quiere tanto", y los ojos de Nino se hacían grandes y mojados, otra vez vio a Nino desgajarse flotando en el aire confuso del dormitorio, mirándola contento. Nino pescado. Se durmió queriendo que la semana pasara esa misma noche, y las despedidas, el viaje en tren, la legua en break, el portón, los eucaliptos del camino de entrada. Antes de dormirse tuvo un momento de horror cuando pensó que podía estar soñando. Estirándose de golpe dio con los pies en los barrotes de bronce, le dolieron a través de las colchas, y en el comedor grande se oía hablar a su madre y a Inés, equipaje, ver al médico por lo de la erupciones, aceite de bacalao y hamamelis virgínica. No era un sueño, no era un sueño.

No era un sueño. La llevaron a Constitución una mañana ventosa, con banderitas en los puestos ambulantes de la plaza, torta en el Tren Mixto y gran entrada en el andén. Número catorce. La besaron tanto entre Inés y su madre que le quedó la cara como caminada, blanda y oliendo a rouge y polvo rachel de Coty., húmeda alrededor de la boca, un asco que el viento le sacó de un manotazo. No tenía miedo de viajar sola porque era una chica grande, con nada menos que veinte pesos en la cartera, Compañía Sansinena de Carnes Congeladas metiéndose por la ventanilla con un olor dulzón, el Riachuelo amarillo e Isabel repuesta ya del llanto forzado, contenta, muerta de miedo, activa en el ejercicio pleno de su asiento, su ventanilla, viajera casi única en un pedazo de coche donde se podía probar todos los lugares y verse en los espejitos. Pensó una o dos veces en su madre, en Inés -ya estarían en el 97, saliendo de Constitución-, leyó prohibido fumar, prohibido escupir, capacidad 42 pasajeros sentados, pasaban por Banfield a toda carrera, ¡vuuuúm! campo más campo más campo mezclado con el gusto del milkibar y las pastilla de mentol. Inés le había aconsejado que fuera tejiendo la mañanita de lana verde, de manera que Isabel la llevaba en lo más escondido de su maletín, pobre Inés con cada idea tan pava.

En la estación le vino un poco de miedo, porque si el break... Pero estaba Ahí, con don Nicanor florido y respetuoso, niña de aquí y niña de allá, si el viaje bueno, si doña Elisa siempre guapa, claro que había llovido -Oh andar del break, vaivén para traerle el entero acuario de su anterior venida a los Horneros. Todo más a menudo, más de cristal y rosa, sin el tigre entonces, con don Nicanor menso canoso, apenas tres años atrás, Nino un sapo, Nino un pescado, y las manos de Rema que daban deseos de llorar y sentirlas eternamente contra su cabeza, en una caricia casi de muerte y de vainillas con crema, las dos mejores cosas de la vida.

Le dieron un cuarto arriba, entero para ella, lindísimo. Un cuarto para grande (idea de Nino, todo rulos negros y ojos, bonito en su mono azul; claro que de tarde Luis lo hacía vestir muy bien, de gris pizarra con corbata colorada) dentro de otro cuarto chiquito con un cardenal enorme y salvaje. El baño quedaba a dos puertas (pero internas, de modo que se podía ir sin averiguar antes dónde estaba el tigre), lleno de canillas y metales, aunque a Isabel no la engañaban fácil y ya en el baño se notaba bien el campo, las cosas no eran tan perfectas como en un baño de ciudad. Olía a viejo, la segunda mañana encontró un bicho de humedad paseando por el lavabo. Lo tocó apenas, se hizo una bolita temerosa, perdió pie y se fue por el agujero gorboteante.

Querida mamá tomo la pluma para - Comían en el comedor de cristales, donde se estaba más fresco. El Nene se quejaba a cada momento del calor, Luis no decía nada pero poco a poco se le veía brotar el agua en la frente y la barba. Solamente Rema estaba tranquila, pasaba los platos despacio y siempre como si la comida fuera de cumpleaños, un poco solemne y emocionante. (Isabel aprendía en secreto su manera de trinchar, de dirigir a las sirvientitas). Luis casi siempre leía, los puños en las sienes y el libro apoyado en un sifón. Rema le tocaba el brazo antes de pasarle el plato, y a veces el Nene lo interrumpía y lo llamaba filósofo. A Isabel le dolía que Luis fuera filósofo, no por eso sino por el Nene tenía pretexto para burlarse y decírselo.

Comían así: Luis en la cabecera, Rema y Nino en un lado, el Nene e Isabel del otro, de manera que había un grande en la punta y a los lados un chico y un grande. Cuando Nino quería decirle algo de veras le daba con el zapato en la canilla. Una vez Isabel gritó y el Nene se puso furioso y le dijo malcriada. Rema se quedó mirándola, hasta que Isabel se consoló en su mirada y la sopa juliana.

Mamita, antes de ir a comer es como en todos los otros momentos, hay que fijarse si - Casi siempre era Rema la que iba a ver si se podía pasar al comedor de cristales. Al segundo día vino al living grande y les dijo que esperaran. Pasó un rato largo hasta que un peón avisó que el tigre estaba en el jardín de los tréboles, entonces Rema tomó a los chicos de la mano y entraron todos a comer. Esta mañana las papas estuvieron resecas, aunque solamente el Nene y Nino protestaron.

Vos me dijiste que no debo andar haciendo - Porque Rema parecía detener, con su tersa bondad, toda pregunta. Estaba tan bien que no era necesario preocuparse por lo de las piezas. Una casa grandísima, y en el pero de los casos había que no entrar en una habitación; nunca más de una, de modo que no importaba. A los dos días Isabel se habituó igual que Nino. Jugaban de la mañana a la noche en el bosque de sauces, y si no se en el bosque de sauces le quedaba el jardín de los tréboles, el parque de las hamacas y las costra del arroyo. En la casa era lo mismo, tenían sus dormitorios, el corredor del medio, la biblioteca de abajo (salvo un jueves en que no se pudo ir ala biblioteca) y el comedor de cristales. Al estudio de Luis no iban porque Luis leía todo el tiempo, a veces llamaba a su hijo y le daba libros con figuras; pero Nino los sacaba de ahí, se iban a mirarlos al living o al jardín del frente. No entraban nunca en el estudio del Nene porque tenían miedo de sus rabias. Rema les dijo que era mejor así, se los dijo como advirtiéndoles; ellos ya sabían leer en sus silencios.

Al fin y al cabo era una vida triste. Isabel se preguntó una noche por qué los Funes la habrían invitado a veranear. Le faltó edad para comprender que no era por ella sino por Nino, un juguete estival para alegrar a Nino. Sólo alcanzaba a advertir la casa triste, que Rema estaba como cansada, que apenas llovía y las cosas tenían, sin embargo, algo de húmedo y abandonado. Después de unos días se habituó al orden de la casa, a la no difícil disciplina de aquel verano en Los Horneros. Nino empezaba a comprender el microscopio que le regalara Luis, pasaron una semana espléndida criando bichos en una batea con agua estancada y hojas de cala, poniendo gotas en la placa de vidrio para mirar los microbios. "Son larvas de mosquito, con ese microscopio no van a ver microbios", les decía Luis desde su sonrisa un poco quemada y lejana. Ellos no podían creer que ese rebullente horror no fuese un microbio. Rema les trajo un caleidoscopio que guardaba en su armario, pero siempre les gustó más descubrir microbios y numerarles las patas. Isabel llevaba una libreta con los apuntes de los experimentos, combinaba la biología con la química y la preparación de un botiquín. Hicieron el botiquín en el cuarto de Nino, después de requisar la casa para proveerse de cosas. Isabel se lo dijo a Luis: "Queremos de todo: cosas". Luis les dio pastillas de Andreu, algodón rosado, un tubo de ensayo. El Nene, una bolsa de goma y un frasco de píldoras verdes con la etiqueta raspada. Rema fue a ver el botiquín, leyó el inventario en la libreta, y les dijo que estaban aprendiendo cosas útiles. A ella o a Nino (que siempre se excitaba y quería lucirse delante de Rema) se le ocurrió montar un herbario. Como esta mañana se podía ir al jardín de los tréboles, anduvieron sacando muestras y a la noche tenían el piso de sus dormitorios lleno de hojas y flores sobre papeles, casi no quedaba donde pisar. Antes de dormirse, Isabel apuntó: "Hoja número 74: verde, forma de corazón, con pintitas marrones". La fastidiaba un poco que casi todas las hojas fueran verdes, casi todas lisas, casi todas lanceoladas.

El día que salieron a cazar las hormigas, vio a los peones de la estancia. Al capataz y al mayordomo los conocía bien porque iban con las noticias a la casa. Pero estos otros peones, más jóvenes, estaban ahí del lado de los galpones con un aire de siesta, bostezando a ratos y mirando jugar a los niños. Uno le dijo a Nino: "Pa que vaj a juntar tó esos bichos", y le dió con dos dedos en la cabeza, entre los rulos. Isabel hubiera querido que Nino se enojara, que demostrase ser el hijo del patrón. Ya estaba con la botella hirviendo de hormigas y en la costa del arroyo dieron con un enorme cascarudo y lo tiraron también adentro para ver. La idea del formicario la habían sacado del Tesoro de la Juventud, y Luis les prestó un largo y profundo cofre de cristal.. Cuando se iban, llevándolo entre los dos, Isabel le oyó decirle a Rema: "Mejor que se estén así quietos en casa". También le pareció que Rema suspiraba. Se acordó antes dormirse, a la hora de las caras en la oscuridad, lo vio otra vez al Nene saliendo a fumar al porche, delgado y canturreando, a Rema que le levaba el café y él que tomaba la taza equivocándose, tan torpe que apretó los dedos de Rema al tomar la taza, Isabel había visto desde el comedor que Rema tiraba la mano atrás y el Nene salvaba apenas la taza de caerse, y se reían con la confusión. Mejor hormigas negras que coloradas: más grandes, más feroces. Soltar después un montón de coloradas, seguir la guerra detrás del vidrio, bien seguros. Salvo que no se pelearan. Dos hormigueros, uno en cada esquina de la caja de vidrio. Se consolarían estudiando las distintas costumbres, con una libreta especial para cada clase de hormigas. Pero casi seguro que se pelearían, guerra sin cuartel para mirar por los vidrios, y una sola libreta.

A Rema no le gustaba espiarlos, a veces pasaba delante de los dormitorios y los veía con los formicarios al lado de la ventana, apasionados e importantes. Nino era especial para señalar en seguida las nuevas galerías, e Isabel ampliaba el plano trazado con tinta a doble página. Por consejo de Luis terminaron aceptando hormigas negras solamente, y el formicario ya era enorme, las hormigas parecían furiosas y trabajaban hasta la noche, cavando y removiendo con mil órdenes y evoluciones, avisado frotar de antenas y patas, repentinos arranques de furor o vehemencia, concentraciones y desbandes sin causa visible. Isabel ya no sabía que apuntar, dejó poco a poco la libreta, dejó poco a poco la libreta y se pasaban estudiando y olvidándose los descubrimientos. Nino empezaba a querer volver al jardín, aludía a las hamacas y a los petisos. Isabel lo despreciaba un poco. El formicario valía más que todo Los Horneros, y a ella le encantaba pensar que las hormigas iban y venían sin miedo a ningún tigre, a veces le daba por imaginarse un tigrecito chico como una goma de borrar, rondando las galerías del formicario; tal vez por eso los desbandes, las concentraciones. Y le gustaba repetir el mundo grande en el de cristal, ahora que se sentía un poco presa, ahora que estaba prohibido bajar al comedor hasta que Rema les avisara.

Acercó la nariz a uno de los libros, de pronto atenta porque le gustaba que la consideraran; oyó a Rema detenerse en la puerta, callar, mirarla. Esas cosas las oía con tan nítida claridad cuando era Rema.

-¿Por qué así sola?
-Nino se fue a las hamacas. Me parece que ésta debe ser una reina, es grandísima.

El delantal de Rema se reflejaba en el vidrio. Isabel le vio una mano levemente alzada, con el reflejo en el vidrio parecía como si estuviera dentro del formicario, de pronto pensó en la misma mano dándole la taza de café al Nene, pero ahora eran las hormigas que le andaban por los dedos, las hormigas en vez de la taza y la mano del Nene apretándole las yemas.

-Saque la mano, Rema -pidió.
-¿La mano?
-Ahora está bien. El reflejo asusta a las hormigas.
-Ah. Ya se puede bajar al comedor.
-Después. ¿El Nene está enojado con usted, Rema?

La mano pasó sobre el vidrio como un pájaro por una ventana. A Isabel le pareció que las hormigas se espantaban de veras, que huían de reflejo. Ahora ya no se veía nada, Rema se había ido, andaba por el corredor como escapando de algo. Isabel sintió miedo de su pregunta, un miedo sordo y sin sentido, quizá no de la pregunta como se verla irse así a Rema, del vidrio otra vez límpido donde las galerías desembocaban y se torcían como crispados dedos dentro de la tierra.

Una tarde hubo siesta, sandía, pelota a paleta en la red que miraba al arroyo, y Nino estuvo espléndido sacando tiros que parecían perdidos y subiéndose al techo por la glicina para desenganchar la pelota metida entre dos tejas. Vino un peoncito del lado de los sauces y los acompañó a jugar, pero era lerdo y se le iban los tiros. Isabel olía hojas de aguaribay y en un momento, al devolver con un revés una pelota insidiosa que Nino le mandaba baja, sintió como muy adentro la felicidad del verano. Por primera vez entendía su presencia en Los Horneros, las vacaciones, Nino. Pensó en el formicario, allá arriba, y era una cosa muerta y rezumante, un horror de patas buscando salir, un aire vaciado y venenoso. Golpeó la pelota con rabia, con alegría, cortó un tallo de aguaribay con los dientes y lo escupió asqueada, feliz, por fin de veras bajo el sol del campo.

Los vidrios cayeron como granizo. Era en el estudio del Nene. Lo vieron asomarse en mangas de camisa, con los anchos anteojos negros.

-¡Mocosos de porquería!
El peoncito escapaba. Nino se puso al lado de Isabel, ella lo sintió temblar con el mismo viento que los sauces.
-Fue sin querer, tío.
-De veras, Nene, fué sin querer.
Ya no estaba.

Le había pedido a Rema que se llevara el formicario y Rema se lo prometió. Después charlando mientras la ayudaba a colgar su ropa y a ponerse el piyama, se olvidaron. Isabel sintió la cercanía de las hormigas cuando Rema le apagó la luz y se fue por el corredor a darle las buenas noches a Nino todavía lloroso y dolido, pero no se animó a llamarla de nuevo, Rema hubiera pensado que era una chiquilina. Se propuso dormir en seguida, y se desveló como nunca. Cuando fue el momento de las caras en la oscuridad, vio a su madre y a Inés mirándose con un sonriente aire de cómplices y poniéndose unos guantes de fosforescente amarillo. Vio a Nino llorando, a su madre y a Inés con los guantes que ahora eran gorros violeta que les giraban y giraban en la cabeza, a Nino con ojos enormes y huecos -tal vez por haber llorado tanto- y previó que ahora vería a Rema y a Luis, deseaba verlos y no al Nene, pero vio al Nene sin los anteojos, con la misma cara contraída que tenía cuando empezó a pegarle a Nino y Nino se iba echando atrás hasta quedar contra la pared y lo miraba como esperando que eso concluyera, y el Nene volvía a cruzarle la cara con un bofetón suelto y blando que sonaba a mojado, hasta que Rema se puso delante y él se rió con la cara casi tocando la de Rema, y entonces se oyó volver a Luis y decir desde lejos que ya podían ir al comedor de adentro. Todo tan rápido, todo porque Nino estaba ahí y Rema vino a decirles que no se movieran del living hasta que Luis verificara en qué pieza estaba el tigre, y se quedó con ellos mirándolos jugar a las damas. Nino ganaba y Rema lo elogió, entonces Nino se puso tan contento que le pasó los brazos por el talle y quiso besarla. Rema se había inclinado, riéndose, y Nino la besaba en los ojos y la nariz, los dos se reían y también Isabel, estaban tan contentos jugando así. No vieron acercarse al Nene, cuando estuvo al lado arrancó a Nino de un tirón, le dijo algo del pelotazo al vidrio de su cuarto y le empezó a pegar, miraba a Rema cuando pegaba, parecía furioso contra Rema y ella lo desafió un momento con los ojos, Isabel asustada la vio que lo encaraba y se ponía delante para proteger a Nino. Toda la cena fue un disimulo, una mentira, Luis creía que Nino lloraba por un porrazo, el nene miraba a Rema como mandándola que se callara, Isabel lo veía ahora con la boca dura y hermosa, de labios rojísimos; en la tiniebla los labios eran todavía más escarlata, se le veía un brillo de dientes naciendo apenas. De los dientes salió una nube esponjosa, un triángulo verde, Isabel parpadeaba para borrar las imágenes y otra vez salieron Inés y su madre con guantes amarillos; las miró un momento y pensó en el formicario: eso estaba ahí y no se veía; los guantes amarillos no estaban y ella los veía en cambio como a pleno sol. Le pareció casi curioso, no podía hacer salir el formicario, más bien lo alcanzaba como un peso, un pedazo de espacio denso y vivo. Tanto lo sintió que se puso a buscar los fósforos, la vela de noche. El formicario saltó de la nada envuelto en penumbra oscilante. Isabel se acercaba llevando la vela. Pobres hormigas, iban a creer que era el sol que salía. Cuando pudo mirar uno de los lados, tuvo miedo; en plena oscuridad las hormigas habían estado trabajando. Las vio ir y venir, bullentes, en un silencio tan visible, tan palpable. Trabajan allí adentro, como si no hubieran perdido todavía la esperanza de salir.

Casi siempre era el capataz el que avisaba de los movimientos del tigre; Luis le tenía la mayor confianza y como se pasaba casi todo el día trabajando en su estudio, no salía nunca no dejaba moverse a los que venían del piso alto hasta que don Roberto mandaba su informe. Pero también tenían que confiar entre ellos. Rema, ocupada en los quehaceres de adentro, sabía bien lo que pasaba en la planta alta y arriba. Otras veces nada, pero sin don Roberto los encontraba afuera les marcaba el paradero del tigre y ellos volvían a avisar. A Nino le creían todo, a Isabel menos porque era nueva y podía equivocarse. Después, como andaba siempre con Nino pegado a sus polleras, terminaron creyéndole lo mismo. Eso, de mañana y tarde; por la noche era el Nene quien salía a verificar si los perros estaban atados o sin no habían quedado rescoldo cerca de las casas. Isabel vio que llevaba el revólver y a veces un bastón con puño de plata.

A Rema no quería preguntarle porque Rema parecía encontrar en eso algo tan obvio y necesario; preguntarle hubiera sido pasar por tonta, y ella cuidaba su orgullo delante de otra mujer. Nino era fácil, hablaba y refería. Todo tan claro y evidente cuando él lo explicaba. Sólo por la noche, si quería repetirse esa claridad y esa evidencia, Isabel se deba cuenta de que la razones importantes continuaban faltando. Aprendió pronto lo que de veras importaba: verificar previamente si de veras se podía salir de la casa o bajar al comedor de cristales, al estudio de Luis, a la biblioteca. "Hay que fiar en don Roberto", había dicho Rema. También en ella y en Nino. A Luis no le preguntaba porque pocas veces sabía. Al Nene que sabía siempre, no le preguntó jamás. Y así todo era fácil, la vida se organizaba para Isabel con algunas obligaciones más del lado de los movimientos, y en algunas menos del lado de la ropa , de las comidas, la hora de dormir. Un veraneo de veras, como debería ser el año entero.

... verte pronto. Ellos están bien. Con Nino tenemos un formicario y jugamos y llevamos un herbario muy grande. Rema te manda beso, está bien. Yo la encuentro triste, lo mismo a Luis que es muy bueno. Yo creo que Luis tiene algo, y eso que estudia tanto. Rema me dio unos pañuelos de colores preciosos, a Inés le van a gustar. Mamá esto es lindo y yo me divierto con Nino y don Roberto, es el capataz y nos dice cuando podemos salir y adónde, una tarde casi se equivoca y nos manda a la costa del arroyo, en eso vino un peón a decir que no, vieras qué afligido estaba don Roberto y después Rema, lo alcanzó a Nino y lo estuvo besando, y a mí me apretó tanto. Luis anduvo diciendo que la casa no era para chicos, y Nino le preguntó quiénes eran los chicos y se rieron, hasta el Nene se reía. Don Roberto es el capataz.

Si vinieras a buscarme te quedarías unos días y podrías estar con Rema y alegrarla. Yo creo que ella...

Pero decirle a su madre que Rema lloraba de noche, que la había oído llorar pasando por el corredor a pasos titubeantes, pararse en la puerta de Nino, seguir, bajar la escalera (se estaría secando los ojos) y la voz de Luis, lejana: "¿Qué tenés Rema? ¿No estás bien?", un silencio, toda la casa como una inmensa oreja, después de un murmullo y otra vez la voz de Luis: "Es un miserable, un miserable...", casi como comprobando fríamente un hecho, una filiación, tal vez un destino.

...está un poco enferma, le haría bien que vinieras y las acompañaras. Tengo que mostrarte el herbario y unas piedras del arroyo que me trajeron los peones. Decile a Inés...

Era una noche como le gustaba a ella, con bichos, humedad, pan recalentado y flan de sémola con pasas de corinto. Todo el tiempo ladraban los perros sobre las costa del arroyo, un mamboretá enorme se plantó de un vuelo en el mantel y Nino fue a buscar una lupa, lo taparon con un vaso ancho y lo hicieron rabiar para que mostrase los colores de las alas.

-Tirá ese bicho -pidió Rema-. Les tengo un asco.
-Es un buen ejemplar -admitió Luis-. Miren como sigue mi mano con los ojos. El único insecto que gira la cabeza.
-Qué maldita noche- dijo el Nene detrás de su diario. Isabel hubiera querido decapitar al mamboretá , darle un tijeretazo y ver qué pasaba.
-Déjalo dentro del vaso -pidió a Nino-. Mañana lo podríamos meter en el formicario y estudiarlo.

El calor subía, a las diez y media no se respiraba. Los chicos se quedaron con Rema en el comedir de adentro, los hombres estaban en sus estudios. Nino fue el primero en decir que tenía sueño.

-Subí solo, yo voy después de verte. Arriba está todo bien. -y Rema lo ceñía por la cintura, con un gesto que a él le gustaba tanto.
-¿Nos contás un cuento, tía Rema? -
Otra noche.

Se quedaron solas, con el mamboretá que las miraba. Vino Luis a darles las buenas noches, murmuró algo sobre la hora en que los chicos debían irse a la cama, Rema les sonrió al besarlo.

-Oso gruñón- dijo, e Isabel inclinada sobre el vaso del mamboretá pensó que nunca había visto a Rema besando al Nene y a un mamboretá de un verde tan verde. Le movía un poco el vaso y el mamboretá rabiaba. Rema se acercó para pedirle que fuera a dormir.

-Tirá ese bicho, es horrible.
-Mañana, Rema.


Le pidió que subiera a darle las buenas noches. El Nene tenía entornada la puerta de su estudio y estaba paseándose en mangas de camisa, con el cuello suelto. Le silbó al pasar.

- Me voy a dormir, Nene.
- Oíme: decíle a Rema que me haga una limonada bien fresca y me la traiga aquí. Después subís no más a tu cuarto.

Claro que iba a subir a su cuarto, no veía por qué tenía él que mandárselo. Volvió al comedor para decirle a Rema, vio que vacilaba.

-No subás todavía. Voy a hacer la limonada y se la llevás vos misma.
-El dijo que ...
- Por favor. Isabel se sentó al lado de la mesa. Por favor. Había nubes de bichos girando bajo la lámpara de carburo, se hubiera quedando horas mirando la nada y repitiendo: Por favor, por favor. Rema, Rema. Cuánto la quería, y esa voz de tristeza sin fondo, sin razón posible, la voz de la tristeza. Por favor. Rema, Rema... Un calor de fiebre le ganaba la cara, un deseo de tirarse a los pies de Rema, de dejarse llevar en los brazos por Rema, una voluntad de morirse mirándola y que Rema le tuviera lástima, le pasara finos dedos frescos por el pelo, por los párpados...

Ahora le alcanzaba una jarra verde llena de limones partidos y hielo.

-Llevásela...
-Rema ...


Le pareció que temblaba, que se ponía de espaldas a la mesa para que ella no le viese los ojos.

-Ya tiré el mamboretá, Rema.

Se duerme mal con el calor pegajoso y tanto zumbar de mosquitos. Dos veces estuvo a punto de levantarse, salir al corredor o ir al baño a mojarse las muñecas y la cara. Pero oía andar a alguien, abajo, alguien se paseaba de un lado al otro del comedor, llegaba al pie de la escalera, volvía... No eran los pasos oscuros y espaciados de Luis, no era el andar de Rema. Cuánto calor tenía esa noche el Nene, cómo se habría bebido a sorbos la limonada. Isabel lo veía bebiendo de la jarra, las manos sosteniendo la jarra verde con rodajas amarillas oscilando en el agua bajo la lámpara; pero a la vez estaba segura de que el Nene no había bebido la limonada, que estaba aún mirando la jarra que ella le llevara hasta le mesa como alguien que mora una perversidad infinita. No quería pensar en la sonrisa del Nene, su hasta la puerta como para asomarse al comedor, su retorno lento.

-Ella tenía que traérmela. A vos te dije que subieras a tu cuarto.

Y no ocurrírsele más que una respuesta tan idiota:

-Está bien fresca, Nene.
Y la jarra verde como el mamboretá.

Nino se levantó el primero y le propuso ir a buscar caracoles al arroyo. Isabel casi no había dormido, recordaba salones con flores, campanillas, corredores de clínica, hermanas de caridad, termómetros en bocales con bicloruro, imágenes de primera comunión, Inés, la bicicleta rota, el tren Mixto, el disfraz de gitana de los ocho años. Entre todo eso, como delgado aire entre hojas de álbum, se veía despierta, pensando en tantas cosas que no eran flores, campanillas, corredores de clínica. Se levantó de mala gana, se lavó duramente las orejas. Nino dijo que eran las diez y que el tigre estaba en la sala del piano, de modo que podía irse en seguida al arroyo. Bajaron juntos, saludando apenas a Luis y al Nene que leían con las puertas abiertas. Los caracoles quedaban en la costa sobre los trigales. Nino anduvo quejándose de la distracción de Isabel, la trató de mala compañera y de que no ayudaba a formar la colección. Ella lo veía de repente tan chico, tan un muchachito entre sus caracoles y su hojas.

Volvió la primera, cuando en la casa izaban la bandera para el almuerzo. Don Roberto venía de inspeccionar e Isabel le preguntó como siempre. Ya Nino se acercaba despacio, cargando la caja de los caracoles y los rastrillos, Isabel lo ayudó a dejar los rastrillos en el porch y entraron juntos. Rema estaba ahí, blanca y callada. Nino le puso un caracol azul en la mano.

-Para vos, el más lindo.

El Nene ya comía, con el diario al lado, a Isabel le quedaba apenas sitio para apoyar el brazo. Luis vino el último de su cuarto, contento como siempre a mediodía. Comieron, Nino hablaba de los caracoles, los huevos de caracoles en las cañas, la colección por tamaños o colores. Él los mataría solo, porque a Isabel le daba pena, los pondría a secar contra una chapa de cinc. Después vino el café y Luis los miró con la pregunta usual, entonces Isabel se levantó la primera para buscar a don Roberto, aunque don Roberto ya le había dicho antes. Dio vuelta al porch y cuando entró otra vez, Rema y Nino tenían las cabezas juntas sobre los caracoles, estaban como en una fotografía de familia, solamente Luis la miró y ella dijo: "Está en el estudio del Nene", se quedó viendo como el Nene alzaba los hombros, fastidiado, y Rema que tocaba un caracol con la punta del dedo, tan delicadamente que también su dedo tenía algo de caracol. Después Rema se levantó para ir a buscar más azúcar, e Isabel fue detrás de ella charlando hasta que volvieron riendo por una broma que habían cambiado en la antecocina. Como a Luis le faltaba tabaco y mandó a Nino a su estudio, Isabel lo desafió a que encontraba primero los cigarrillos y salieron juntos. Ganó Nino, volvieron corriendo y empujándose, casi chocan con el Nene que se iba a leer el diario a la biblioteca, quejándose por no poder usar su estudio. Isabel se acercó a mirar los caracoles, y Luis esperando que le encendiera como siempre el cigarrillo la vio perdida, estudiando los caracoles que empezaban despacio a asomar y moverse, mirando de pronto a Rema, pero saliéndose de ella como una ráfaga, y obsesionada por los caracoles, tanto que no se movió al primer alarido del Nene, todos corrían ya y ella estaba sobre los caracoles como si no oyera el grito ahogado del Nene, los golpes de Luis en la puerta de la biblioteca, don Roberto que entraba con perros, y Luis repitiendo: "¡Pero si estaba en el estudio de él! ¡Ella dijo que estaba en el estudio de él!", inclinada sobre los caracoles esbeltos como dedos, quizá como los dedos de Rema, o era la mano de Rema que le tomaba el hombro, le hacía alzar la cabeza para mirarla, para estarla mirando una eternidad, rota por su llanto feroz contra la pollera de Rema, su alterada alegría, y Rema pasándole la mano por el pelo, calmándola con un suave apretar de dedos y un murmullo contra su oído, un balbucear como de gratitud, de innombrable aquiescencia.
 
 
TODOS LOS FUEGOS EL FUEGO
 
Así será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el momento de la sorpresa prometida; el procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a la vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos del amo. Sin volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel y monótona. Licas, el viñatero, y su mujer Urania son los primeros en gritar un nombre que la muchedumbre recoge y repite: "Te reservaba esta sorpresa", dice el procónsul. "Me han asegurado que aprecias el estilo de ese gladiador". Centinela de su sonrisa, Irene inclina la cabeza para agradecer. "Puesto que nos haces el honor de acompañarnos aunque te hastían los juegos", agrega el procónsul, "es justo que procure ofrecerte lo que más te agrada". "¡Eres la sal del mundo!", grita Licas. "¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra pobre arena de provincia!" "No has visto más que la mitad", dice el procónsul, mojándose los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebe un largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol. En un brusco silencio de expectativa que lo recorta con una precisión implacable, Marco avanza hacia el centro de la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el viejo velario deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga negligente de la mano izquierda. "¿No irás a enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?", pregunta excitadamente Licas. "Mejor que eso", dice el procónsul. "Quisiera que tu provincia me recuerde por estos juegos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse". Urania y Licas aplauden esperando la respuesta de Irene, pero ella devuelve en silencio la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la llegada del segundo gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus grebas doradas.

"Hola", dice Roland Renoir, eligiendo un cigarrillo como una continuación ineludible del gesto de descolgar el receptor. En la línea hay una crepitación de comunicaciones mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpe un silencio todavía más oscuro en esa oscuridad que el teléfono vuelca en el ojo del oído. "Hola", repite Roland, apoyando el cigarrillo en el borde del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata. "Soy yo", dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira en una posición más cómoda. "Soy yo", repite inútilmente Jeanne. Como Roland no contesta, agrega: "Sonia acaba de irse".

Su obligación es mirar el palco imperial, hacer e saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo y que verá a la mujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la mujer le sonreirá como en los últimos juegos. No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa arena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de palma han dibujado los curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las luchas precedentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado con un camino solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien ha murmurado que el procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha molestado en preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano del gladiador muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la galería, hacia los clamores de fuera. El calor es insoportable, le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol contra el velario y las gradas. Un pez, columnas rotas; sueños sin un sentido claro, con pozos de olvido en los momentos en que hubiera podido entender. Y el que lo armaba ha dicho que el procónsul no le pagará con monedas de oro; quizá la mujer del procónsul no le sonría esta tarde. Los clamores le dejan indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro, lo aplauden menos que a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha vuelto para hablar con Urania, donde el procónsul negligentemente hace una seña, y todo su cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puño de la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la galería opuesta; no es por allí que asoma su rival, se han alzado crujiendo las rejas del oscuro pasaje por donde se hace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la gigantesca silueta del reciario nubio, hasta entonces invisible contra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda razón, sabe que el procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el sentido del pez y las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre el reciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerpo sigue contraído como si tuviera miedo, algo en su carne se pregunta por qué el reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo pregunta entre ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríe para apoyar sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo y se cree obligado a apostar a favor de Marco; antes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que el procónsul doblará la apuesta a favor del nubio, y que después la mirará amablemente y ordenará que le sirvan vino helado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania la estatura y la ferocidad del reciario nubio; cada movimiento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar la copa de vino o el gesto de la boca de Urania mientras admira el torso del gigante. Entonces Licas, experto en incontables fastos de circo, les hará notar que el yelmo del nubio ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a dos metros del suelo, y alabará la soltura con que ordena sobre el brazo izquierdo las escamas de la red. Como siempre, como desde una ya lejana noche nupcial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por fuera condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente el signo de muerte que el procónsul ha disimulado en una alegre sorpresa pública, el signo que sólo ella y quizá Marco pueden comprender, pero Marco no comprenderá, torvo y silencioso y máquina, y su cuerpo que ella ha deseado en otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el procónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como siempre, desde el primer instante) va a pagar el precio de la mera imaginación, de una doble mirada inútil sobre el cadáver, de un tracio diestramente muerto de un tajo en la garganta.

Antes de marcar el número de Roland, la mano de Jeanne ha andado por las páginas de una revista de modas, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gato ovillado en el sofá. Después la voz de Roland ha dicho: "Hola", su voz un poco adormilada y bruscamente Jeanne ha tenido una sensación de ridículo, de que va a decirle a Roland eso que exactamente la incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el único, irónico espectador fumando en un silencio condescendiente: "Soy yo", dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella misma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como en un telón de fondo, algunas chispas de sonido. Mira su mano, que ha acariciado distraídamente al gato antes de marcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una voz distante que dicta números a alguien que no habla, que sólo está allí para copiar obediente?), negándose a creer que la mano que ha alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su mano, que la voz que acaba de repetir: "Soy yo", es su voz, al borde del límite. Por dignidad, callar, lentamente devolver al receptor a su horquilla, quedarse limpiamente sola. "Sonia acaba de irse", dice Jeanne, y el límite está franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno confortable.

"Ah", dice Roland frotando un fósforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos entornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras veces -el procónsul lo sabe, y vuelve la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír- ha aprovechado de ese mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para bloquear con el escudo la amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un movimiento fulgurante, hacia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene fuera de distancia, encorvadas las piernas como a punto de saltar, mientras el nubio recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. "Está perdido", piensa Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de la baraja que le ofrece Urania. "No es el que era", piensa Licas lamentando su apuesta. Marco se ha encorvado un poco, siguiendo el movimiento giratorio del nubio; es el único que aún no sabe lo que todos presienten, es apenas algo que agazapado espera otra ocasión, con el vago desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesitaría más tiempo, las horas tabernarias que siguen a los triunfos, para entender quizá la razón de que el procónsul no vaya a pagarle con monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final, con un pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa de la mujer del procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo piensa no cree ya que el pie de Marco se hinque en el pecho de un nubio degollado.

"Decídete", dice Roland, "a menos que quieras tenerme toda la tarde escuchando a ese tipo que le dicta números a no sé quién. ¿Lo oyes?" "Sí", dice Jeanne, "se lo oye como desde muy lejos. Trescientos cincuenta y cuatro, doscientos cuarenta y dos". Por un momento no hay más que la voz distante y monótona. "En todo caso", dice Roland, "está utilizando el teléfono para algo práctico". La respuesta podría ser la previsible, la primera queja, pero Jeanne calla todavía unos segundos y repite: "Sonia acaba de irse". Vacila antes de agregar: "Probablemente estará llegando a tu casa". A Roland le sorprendería eso, Sonia no tiene por qué ir a su casa. "No mientas", dice Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofendido. "No era una mentira", dice Roland. "Me refería a la hora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que me molestan las visitas y las llamadas a esta hora". Ochocientos cinco, dicta desde lejos la voz, cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado los ojos, esperando la primera pausa en esa voz anónima para decir lo único que queda por decir. Si Roland corta la comunicación le restará todavía esa voz en el fondo de la línea, podrá conservar el receptor en el oído, resbalando más y más en el sofá, acariciando el gato que ha vuelto a tenderse contra ella, jugando con el tubo de pastillas, escuchando las cifras, hasta que también la otra voz se canse y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el receptor que empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta que habrá que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y todavía más lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría ser una mujer tímida pregunta entre dos chasquidos: "¿La estación del Norte?"

Por segunda vez alcanza a zafarse de la red, pero ha medido mal el salto hacia atrás y resbala en una mancha húmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en vilo al público, Marco rechaza la red con un molinete de la espada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el escudo el golpe resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados comentarios de Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. "Ahora o nunca", dice el procónsul. "Nunca", contesta Irene. "No es el que era", repite Licas, "y le va a costar caro, el nubio no le dará otra oportunidad, basta mirarlo". A distancia, casi inmóvil, Marco parece haberse dado cuenta del error; con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida, el tridente que oscila hipnóticamente a dos metros de sus ojos. "Tienes razón, no es el mismo", dice el procónsul. "¿Habías apostado por él, Irene?" Agazapado, pronto a saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre lo abandona. Si tuviera un momento de calma podría romper el nudo que lo paraliza, la cadena invisible que empieza muy atrás pero sin que él pueda saber dónde, y que en algún momento es la solicitud del procónsul, la promesa de una paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y sentirse ahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del sueño frente a la red que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las desgarraduras del velario. Todo es cadena, trampa; enderezándose con una violencia amenazante que el público aplaude mientras el reciario retrocede un paso por primera vez, Marco elige el único camino, la confusión y el sudor y el olor a sangre, la muerte frente a él que hay que aplastar; alguien lo piensa por él detrás de la máscara sonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el cuerpo de un tracio agonizante. "El veneno", se dice Irene, "alguna vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte, espera tu hora". La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras. Jeanne a creído siempre que los mensajes que verdaderamente cuentan están en algún momento más acá de toda palabra; quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el que las está escuchando atentamente, como para ella el perfume de Sonia, el roce de la palma de su mano en el hombro antes de marcharse han sido tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural que Sonia no se conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas las letras, saboreándolo hasta lo último. "Comprendo que para ti será muy duro", a repetido Sonia, "pero detesto el disimulo y prefiero decirte la verdad". Quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve. "No me importa si va a tu casa o no", dice Jeanne, "ahora ya no me importa nada". En vez de otra cifra hay un largo silencio. "¿Estás ahí?", pregunta Jeanne. "Sí", dice Roland dejando la colilla en el cenicero y buscando sin apuro el vaso de coñac. "Lo que no puedo entender...", empieza Jeanne. "Por favor", dice Roland, "en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y además no se gana nada con entender. Lamento que Sonia se haya precipitado, no era ella a quien le tocaba decírtelo. Maldito sea, ¿no va a terminar nunca con esos números?" La voz menuda, que hace pensar en un mundo de hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo de un silencio más cercano y más espeso. "Pero tú", dice absurdamente Jeanne, "entonces, tú..."

Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha gustado escoger sus palabras, evitar los diálogos superfluos. Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase, acentuándolas de una manera diferente; que hable, que repita mientras él prepara el mínimo de respuestas sensatas que pongan orden en ese arrebato lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de una finta y un avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar el orden del ataque, que el tridente se adelantará al tiro de la red. "Fíjate bien", explica Licas a su mujer, "se lo he visto hacer en Apta Iulia, siempre los desconcierta". Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar en el campo de la red, Marco se tira hacia delante y sólo entonces alza el escudo para protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la mano del nubio. Ataja el borde de la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangre salta del muslo de Marco, mientras la espada demasiado corta resuena inútilmente contra el asta. "Te lo había dicho", grita Licas. El procónsul mira atentamente el muslo lacerado, la sangre que se pierde en la greba dorada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera gustado acariciar ese muslo, buscar su presión y su calor, gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle daño. Se lo dirá esa misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando el punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el final como ahora finge un interés civil en la lucha que hace aullar de entusiasmo a una plebe bruscamente excitada por la inminencia del fin. "La suerte lo ha abandonado", dice el procónsul a Irene. "Casi me siento culpable de haberlo traído a esta arena de provincia; algo de él se ha quedado en Roma, bien se ve." "Y el resto se quedará aquí, con el dinero que le aposté", ríe Licas. "Por favor, no te pongas así", dice Roland, "es absurdo seguir hablando por teléfono cuando podemos vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo quería evitarte ese golpe". La hormiga ha cesado de dictar sus números y las palabras de Jeanne se escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y eso sorprende a Roland, que ha preparado sus frases previendo una avalancha de reproches. "¿Evitarme el golpe?", dice Jeanne. "Mintiendo, claro, engañándome una vez más". Roland suspira, desecha las respuestas que podrían alargar hasta el bostezo un diálogo tedioso. "Lo siento, pero si sigues así prefiero cortar", dice, y por primera vez hay un tono de afabilidad en su voz. "Mejor será que vaya a verte mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos". Desde muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. "No vengas", dice Jeanne, y es divertido oír las palabras mezclándose con las cifras, no ochocientos vengas ochenta y ocho. "No vengas nunca más, Roland". El drama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimiento como cuando Marie Josée, como cuando todas las que lo toman a lo trágico. "No seas tonta", aconseja Roland, "mañana lo comprenderás mejor, es preferible para los dos". Jeanne calla, la hormiga dicta cifras redondas: cien, cuatrocientos, mil. "Bueno, hasta mañana", dice Roland admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la puerta y se ha detenido con un aire entre interrogativo y burlón. "No perdió tiempo en llamarte", dice Sonia dejando el bolso y una revista. "Hasta mañana, Jeanne", repite Roland. El silencio en la línea parece tenderse como un arco, hasta que lo corta secamente una cifra distante, novecientos cuatro. "¡Basta de dictar esos números idiotas!", grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de alejar el receptor del oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el arco que suelta su flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red que no tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la espada demasiado corta inmóvil en el extremo del brazo tendido. El nubio afloja la red una, dos veces, la recoge buscando la posición más favorable, la hace girar todavía como si quisiera prolongar los alaridos del público que lo incita a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa de lado para dar más impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto, y es una torre que se desmorona contra una masa negra, la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la arena le entra en la boca y en los ojos, la red cae inútilmente sobre el pez que se ahoga.

Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen, hincándose en una crispación instantánea, el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las patas en la actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese último instante en el que el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huye de su cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el tridente en la espada de su rival boca abajo. Cae sobre el cuerpo de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado; Marco mueve lentamente un brazo, clavado en la arena como un enorme insecto brillante.

"No es frecuente", dice el procónsul volviéndose hacia Irene, "que dos gladiadores de ese mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo. Esta noche se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de su tedioso matrimonio".

Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento movimiento inútil como si quisiera arrancarse el tridente hundido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en la arena, con el mismo tridente clavado hasta el asta. Pero el procónsul no movería el brazo con esa dignidad última; chillaría pataleando como una liebre, pediría perdón a un público indignado. Aceptando la mano que le tiende su marido para ayudarle a levantarse, asiente una vez más; el brazo ha dejado de moverse, lo único que queda por hacer es sonreír, refugiarse en la inteligencia. Al gato no parece gustarle la inmovilidad de Jeanne, sigue tumbado de espaldas esperando una caricia; después, como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco, maúlla destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y soñoliento.

"Perdóname por venir a esta hora", dice Sonia. "Vi tu auto en la puerta, era demasiada tentación. Te llamó, ¿verdad?" Roland busca un cigarrillo. "Hiciste mal", dice. "Se supone que esa tarea les toca a los hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y es una buena muchacha". "Ah, pero el placer", dice Sonia sirviéndose coñac. "Nunca le he podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si te digo que empezó por reírse, convencida de que le estaba haciendo una broma". Roland mira el teléfono, piensa en la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómodo porque Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo mientras hojea una revista literaria como si buscara ilustraciones. "Hiciste mal", repite Roland atrayendo a Sonia. "¿En venir a esta hora?", ríe Sonia cediendo a las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo morado cubre los hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor de multitud en movimiento, la carrera precipitada de los que buscan adelantarse a la salida y ganar las galerías inferiores, Irene sabe que los esclavos estarán arrastrando los cadáveres, y no se vuelve; le agrada pensar que el procónsul ha aceptado la invitación de Licas a cenar en su villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la ayudará a olvidar el olor a la plebe, los últimos gritos, un brazo moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es difícil olvidar, aunque el procónsul la hostigue con una minuciosa evocación de tanto pasado que la inquieta; un día Irene encontrará la manera de que también él olvide para siempre, y que la gente lo crea simplemente muerto. "Verás lo que ha inventado nuestro cocinero", está diciendo la mujer de Licas. "Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche..." Licas ríe y saluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra la marcha hacia las galerías después de un último saludo que se hace esperar como si lo complaciera seguir mirando la arena donde enganchan y arrastran los cadáveres. "Soy tan feliz", dice Sonia apoyando la mejilla en el pecho de Roland adormilado. "No lo digas", murmura Roland, "uno siempre piensa que es una amabilidad". "¿No me crees?", ríe Sonia. "Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos". Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las gradas inferiores; el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia para que le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo más distante del viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia de chispas cae sobre el público que busca confusamente la salida. Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e inmóvil. "Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja", grita Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae cobre las espaldas de los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares, buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos dedos, delicadamente. "No podremos salir", dice, "están amontonados ahí abajo como animales". Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del brazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos. "Es en el décimo piso", dice el teniente. "Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos".
 
Tomado con respeto de
http://www4.loscuentos.net/cuentos/

ZONA DEL AUTOR / PRAXIS POESIA

MUJER
Estás ahí, prendida con un dedo de la luna,
sostenida de tu afán de ser, quizás sola,
pero hecha de mar, de un sinfín de tiernos oleajes
y violentas mareas.

Has hecho hombres, guerreros, silentes
del fondo de tu mar brotaron
y el simiente su marca en el recuerdo
como huella en alto acantilado.

Has hecho a quienes te quisieron
y a quienes te olvidaron...
Estás ahí, en el fondo de tus ojos
las estrellas


TIEMPOS ILESOS                                                         
No entran los espejos en esta ebria explicación nocturna
porque en algún lugar de otra época
para blindarse bastó romper uno,
forrar la diestra entre una cuerda y la siniestra esconderla
en algún  trapo por suerte hallado,
era hermoso verse armado, verse convertido
en un guerrero de tierra sin lenguaje, dispuesto al duelo,
ilustrador de alguna alegoría, todo uno ígneo,
pura materia volcánica en los ojos.
Y por horas, o así me luce ahora,
por no caer de algún golpe, forcejear con la gravedad
tirar con todo, sin conseguir hacer daño manifiesto;
allí el testigo era el atardecer llevándose la luz, 
y nosotros, ignorando la captura del medieval momento
que imagen de vitral, que cuento!aún sentimos
al tocar con el envés la larga cicatriz, que nadie había
que hoy contar pudiera, como se veían los duelistas...






COMEDIA
Es menester alcanzar con vida la noche...
La danza de los ciegos no comienza
sin la presencia diríamos aciaga
de algunos gatos negros, que han prestado algunas de sus vidas,
a otros que ya muertos han queridos acudir al aquelarre.
Y advenedizos, con cara de hambre,
de vejez,
de ira,
caminan lerdamente mientras miran
a rameras que no venden sus servicios hace ya muchos años y
con argucia en las voces intentan maquillar sus cuerpos viejos.
Los cálidos colores del infierno
crepitan en los muertos ojos,
en las carnes pisoteadas por el alud del tiempo,
y no hay quien pinte en un lienzo este instante...
Un nuevo Dante, que escriba de esta escena
acaso desde lejos nos observa?

JOSE IGNACIO RESTREPO
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domingo, 27 de junio de 2010

TRES DELEITES

DE DARIO JARAMILLO

Ese otro que también me habita,
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este cuerpo ajeno o de ambos,
ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel,
ese otro que está solo siempre que estoy solo, ave o demonio,
esa sombra de piedra que ha crecido en mi adentro y en mi afuera,
eco o palabra, esa voz que responde cuando me preguntan algo,
el dueño de mi embrollo, el pesimista y el melancólico y el inmotivadamente alegre,
ese otro,
también te ama



DE OLIVERIO GIRONDO

No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible

- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?

¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?

¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.


DE PABLO NERUDA

SAUDADE

Saudade -Qué será?... yo no sé... lo he buscado
en unos diccionarios empolvados y antiguos
y en otros libros que no me han dado el significado
de esta dulce palabra de perfiles ambiguos.

Dicen que azules son las montañas como ella,
que en ella se oscurecen los amores lejanos,
y un noble y buen amigo mío (y de las estrellas)
la nombra en un temblor de trenzas y de manos.

Y hoy en Eca de Queiroz sin mirar la adivino,
su secreto se evade, su dulzura me obsede
como una mariposa de cuerpo extraño y fino
siempre lejos -tan lejos!- de mis tranquilas redes.

Saudade... Oiga, vecino, sabe el significado
de esta palabra blanca que como un pez se evade?
No... Y me tiembla en la boca su temblor delicado.
Saudade...

ZONA FECUNDA / FERNANDO GONZALEZ


EL REMORDIMIENTO

Manizales, marzo 2 de 1935

 Querido Fernando:

     Al sacar en limpio los originales de EL REMORDIMIENTO hice supresión de escenas y cambios de vocabulario en las dos primeras partes, es decir, en la confesión a manera de penitente escrupuloso. Tu personaje se confiesa un poco demasiado honradamente. Me pareció impúdico y he querido velar, en busca de aquello que te decía Tomás Carrasquilla: “Escriba un libro para las mujeres, que todas quieren leerlo y los curas no las dejan”.

 La confesión de tu personaje es plato demasiado fuerte para Colombia; aquí tiene que ser por la reja; aquí la necesidad de confesarse no ha nacido todavía. A tu pequeño Rousseau o Agustín, lo van a lapidar; le van a gritar que vaya a confesarse con el padre Mejía, de Envigado. ¿De dónde diablos sacaste a ese tipo? Parece hijo de jesuita… Es demasiada gana de contar la que tiene y… ¡nian [sic] virgen estaría la Tony!

 Yo conozco los secretos de la creación artística. Sé muy bien que has creado personajes, sacándolos un mucho de ti mismo y otro mucho de tus observaciones. Pero la gente dirá que eres tú, y sólo tú y todo tú y armarán el escándalo…

 El tratado sobre el remordimiento, tercera parte, quedó tal como está en tus originales. Me parece perfecto. Duro, escolástico y hace agradable contraste con el arte de la novela. Aparecen el filósofo y el artista, el que medita y el creador. Dos estilos, dos vestidos.

 Aunque me autorizaste para hacer “lo que me pareciera bien” en todos tus libros, no he querido entregar estas páginas al editor sin tu aprobación. Temo haber dañado la unidad psicológica de la obra y mortificarte con las supresiones y cambios, como sucedió en Viaje a pie.

 .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..

 Alfonso González

EL REMORDIMIENTO

Marzo 19 de 1935.

Envigado (Villa “Bucarest”)

Querido Alfonso:

Ayer recibí la copia-extracto del libro “Mademoiselle Tony”, desde páginas 35 a 53 inclusive, y fue como si me hubieran dado garrotazo en el cerebro. Inmediatamente sentí congestión y profunda tristeza. Te puse telegrama en que impruebo el trabajo. Dormí mal, pasé con toda la energía vital herida y esta mañana decidí entrar en polémica contigo, pues veo que esto será disgusto para ti también y que es absolutamente imposible que Tony “ve a la luz pública”. (Pongo esta frase, para indicar cómo escribe la gente “bien educada”, es decir, que para todo tiene una frase hecha, pudorosa; para todo tiene un reflejo).

 No se publicará el libro, pero vas a ver cómo tengo razón. Si la Tony, si la vida no es propia para Colombia, si no tiene la belleza legal colombiana, ¡mejor! Si yo escribiera libros aprobados aquí, no valdría nada, sería un Laureano Gómez. Vamos por partes.

 Tú extractaste mi libro, extractaste de él los himnos y las conclusiones y le pusiste camisa púdica; abandonaste la vida. Es como si hubieras cogido un árbol y arrancándole las flores, para adornar una sala, ¡porque las señoras y los señores no pueden ver las raíces y las ramas! Eso se llama enjolivement; es el arte preciosista, cosa triste, muerta y que repugna al gran estilo; eso no se puede hacer con Goethe ni conmigo. ¿Es posible coger un niño sano, vital, y quitarle las nalgas, el vientre, los pies, los órganos genitales, y decir que los ojos, sólo los ojos, son presentables, son bellos? Para quien ame lo bonito, sí. Pero tal no es la belleza de la vida, animal profundo, devenir de un pasado remoto y oscuro mañana, animal que se nutre de todos los instintos, de todos los jugos. El arte proviene de embriaguez causada por los instintos vitales en su cúspide. El verdadero arte huele a semilla, a semen, a humus. Es ceiba retorcida que extiende sus raíces a los ríos, pantanos y descomposiciones. La bonitura es arreglo, artificio, es planta sin raíces y mútila.

 Vamos a las supresiones: ¿Crees tú que la escena de los calzoncitos de Tony es inmoral? ¿Es mala? Entonces eres moralista, has perdido la inocencia vital. ¿No gozabas tú oliendo la ropa de nuestro padre? ¿No me deleito yo con el olor de las cabezas de mis hijos? Mientras más se intensifica el sentimiento amoroso, más los huelo deleitadamente. Oler es el primer acto del amor. Huele la vaca a su mamón, todos los animales, hasta nosotros, dizque privilegiados, olemos para amar, olemos para excitar la energía. Tal escena, que tiene raíces en la vida, es bellísima, casi la esencia del libro; sin ella, no tienen sentido las conclusiones. Tal era mi tentación, que olía sus ropitas; tal era el guiño tentador que me hacía la vida, que yo me medía sobre su cama, a solas, para ver como quedaba uno allí. Y todo eso lo suprimiste, para que pudieran leerlo las palúdicas, santas de palo.

¿Cómo te atreviste a poner “calzones” de Tony, en vez de “calzoncitos”? La muchacha tiene “calzoncitos”, o sea, pequeños, limpios, y Pacho-loco, el mendigo que acaba de entrar a casa, tiene “calzones”.

Pusiste “prendas de su feminidad íntima”, en lugar de “ropitas de Tony”. “Prendas” es como dicen los Padres Ochoa y Mejía, curas de Envigado, en el púlpito, o sea, pornografía, hipocresía, vergüenza, pecado. “Ropitas” fue lo que yo vi y olí en la cómoda de la muchacha, o sea, unas camisitas y calzoncitos de seda, requetedoblados con el arte que tienen en Francia. Si yo le hubiera ofrecido a la Virgen “los calzones de Tony”, ésta sería la hora en que estuviera avergonzado... “Calzones” y “prendas” tiene Fernanda Ramírez.

“Oye risas, y no lo recupera hasta que haya entrado por la angosta y sospechosa escalera...” No; así queda hipócrita; se presta para las suposiciones de estudiantes jesuíticos. Es: “... hasta que haya entrado por la angosta y oscura escalera, a faire l'amour, de dos hasta cincuenta francos...” El gran arte es la inocencia perfecta, la reconciliación con la vida, eso que la gente enjolivée apellida perversidad.

“Camisas vaporosas” o “túnicas vaporosas”, en lugar de “túnicas que llegan hasta las barrigas”, es de Pacho Pérez, prototipo del enjolivé.

Todo lo que quitaste, todo lo que cambiaste en estas páginas, era la columna vertebral de la potranca. Atentaste contra la vida, suprimiste la lógica que preside al devenir. Hiciste verdadera pornografía. Pornografía es tenerle miedo a la vida, a la verdad de la vida, tener los instintos vitales encapuchados en la oscuridad de la vergüenza.

El libro tiene que quedar tal como me nació, sin cambios, sin supresiones, porque si no, tendríamos sermonario para señoritas histéricas.

La Estética es efecto de culminación vital. Lo bello es vitalidad. Se trata de fenómenos semejantes en todo a la fecundidad fisiológica. La misma energía preside al aparecer de organismos y de obras de arte. Si en una madre hay carencia de poder organizador, si la fuerza vital no consigue hacerle derechas las piernas al niño, di: feo. Si el niño sale con ojos bonitos, si la madre pare únicamente unos ojos, di: monstruosidad. Pero si pare un muchacho con nalgas, con ano, con todo y todo consonante, di que hay belleza, o sea, poder vital.

Tal la enormidad de Miguelángel: era como la vida, era creador de organismos, aun más poderosos que los de la vida actual: hombres y mujeres más fuertes, más plenos que los de ahora, más capaces.

Por eso, la historia del Padre Izu es esencial en mi libro. Mi polémica con ese jesuita es la misma que tengo conmigo. A él le preguntaba: “¿Por qué va a ser malo oler la ropita de Tony?” Y tú suprimiste tal escena y dejaste las conclusiones, donde dice: “¿Por qué hay cosas buenas y cosas malas” Tal como lo dejaste, pueden preguntar: ¿Quién es éste tan sermonero, tan filósofo en el vacío? ¿Quién, éste tan carajo?

Y suprimiste las escenas con Jorge, los celos porque Jorge pudiera mirar a la Tony. Suprimiste la escena en el café “La Cigarra”. Suprimiste las frases en francés, cuando yo viví esa vida en francés y el amor de Tony me sabe a francés. ¡De sesenta páginas a dos espacios dejaste veinte! Eso lo podrán hacer los futuros hombres púdicos con el título de “FERNANDO GONZÁLEZ PARA NIÑOS Y SEÑORITAS BIEN EDUCADAS”. Pero yo, el solitario que renunció a honores fáciles, que vive en pobreza, para no verse obligado a juntarse con López, Laureanos y Olayas, yo soy artista de la vida, pintor de animales en celo.

 Tú capaste a la novilla. Así como los jesuitas a la “Historia Natural” en que nos enseñaban a ser perversos: ¡le recortaban las páginas en que se describían los órganos genitales!

Tú dices que mi libro, tal como me nació, es pornográfico e ilegible, y yo te contesto que pornográfica es toda esta Suramérica hija de clérigos, hombres tapados por la vergüenza a la vida. Por eso, nuestra raza es estéril, avergonzada: raza de hombres que hacen las cosas y se esconden, avergonzados de estar vivos. Miguelángel y yo sentimos todos los instintos agrandados y no hacemos nada perverso; creamos seres con pechos, pene, ano, piernas, brazos, pies y manos, tronco y cabeza. Yo no le hice mal a Tony, no la dejé abandonada, desempeñando el oficio de ramera. El instinto aristocrático me impidió causarle miseria. ¡Y yo soy el perverso, yo soy el pornográfico! Cualquier colombiano la habría arrojado a la calle de la Pouterie, les habría contado a los compañeros para que fueran a acabar la obra de manchar, de envejecer, de prostituir; sí, les habría contado, pero en voz baja, en voz parecida a “prenda de vestir”... Y yo cuento todo lo que sucedió, las tentaciones que tuve, mis impulsos e inhibiciones. ¡Yo dizque soy el pornográfico! El otro, el virtuoso, aquél que contaría la indignación con que arrojó a Tony de su hogar, cuando ella le escribió y puso en la bata de baño un papelito con estas palabras: JE VOUS AIME.

Y resulta, en definitiva, que yo quiero tener la inocencia y santidad de los grandes falos que ponían en los aleros de las casas de Pompeya; quiero tener la inocencia de la vida griega y que en Colombia me llamen impuro. Prefiero ser hijo de la vida, palpitante, armonioso, y no un santo de palo, como estos suramericanos hijos del pecado y de la miseria.

Así, pues, la Tony quedará en manuscritos, para mí. No quiero darla a este pueblo de hipócritas.

Y la vida misma me justifica: allá están Tony y Teanós; ambas me quieren aún y, cuando cometan bajezas, se acordarán del “monsieur Fernandó”, con nostalgia.

Para los colombianos, yo soy pornográfico. Pueblo mísero, envilecido por centurias de dominio español, convento de clérigos vestidos hasta las orejas, pueblo cuya capital es Bogotá, ciudad habitada por hombres que piensan, escriben y viven para “cubrirse”, porque son pecados andantes. Miguelángel, Goethe, el Libertador y yo no nos tapamos.

¡Deja virgen a Tony! Que no se publique. Aquí serían capaces de ir a buscarla a “rue d'Arenc” para hacerle mal y para venir a decir en las iglesias: “¡Qué mala esa muchacha! Acúsome Padre de que me dejé inducir al mal por una muchacha de Marsella...”

Todo es esencial en mi libro. Si suprimiste, renuncio a la publicación.

Te abraza,

Fernando

INTRODUCCIÓN

¡Qué animales tan hermosos hizo el Señor al crear las muchachas! Desde hace días me tienen perturbado. ¿Y qué dice usted de los árboles, troncos, ramas, hojas y flores? ¿Y qué del agua en sus variados aspectos, de mar, lago, río, riachuelo, quebrada, amagamiento, fuente, llovizna, nube, nubecilla?... ¿Qué dice de luz y sombra, de sol y estrellas? Entre todas esas cosas se pasea, diosa en su palacio, la muchacha, que nos tienta, que nos incita, que nos tumba, que nos hace nacer y morir. ¡Que bellas, qué insuperables para el amor! Y qué bobas para conversar, para todo lo demás… ¡Ser perfecto es la muchacha!

Amo a Dios: luz, forma, todas las ideas. ¡Oh, único, muchacha de las muchachas, árbol de los árboles, mar de los mares! ¡Oh Tú, el ejemplar, Tú, el que no eres sino bueno!

¡Ven y sáciame, porque corro desalado! ¡Ábreme, porque estoy tocando a todas las puertas! ¡Ven, que ya me estoy muriendo de amor!

¿Eres Tú, Señor, el que te mueves así en el cuerpo de la Tony? Sí. Eres Tú, que estás jugando conmigo y ya me matas. ¡Déjate coger! ¡Déjate ya de guiños y de símbolos!

¿Eres Tú el que te manifiestas en ramas, en brazos retorcidos, en esta ceiba? Déjame poseer todas las formas, todas las maneras todas las turgencias, todas las curvas, todos los pechos indiciales, y promesas y realidades, porque si no... ¿qué haré con mi amor que no quiere una sola muchacha, ni un solo árbol ni de una sola agua?

¡Ven, Tú, el ejemplar, y tápame! Tápame Tú, porque no acepto bellezas en comodato, ni copias; quiero poseerte a ti, que no mueres ni enfermas. Quiero amar al que no envejece, al que tiene siempre dientes juveniles; quiero amarte a ti, Señor, eterna y perfecta juventud.

¡Dame, pues, el pecho ejemplar, matriz de todos los pechos; los ojos, dechado de todos los ojos; la curva perfecta; la turgencia modelo! Dáteme, Señor, pronto, porque voy detrás de las muchachas, árboles, luces y sombras, y no me satisfacen sino que me dirigen a ti, me dan tu dirección.... y ya estoy desfallecido de buscarte.

Envigado, febrero de 1935

PRIMERA

PARTE

ANÁLISIS

Esta muchacha, mademoiselle Tony, era un poderoso animal. De nuestros amores nacieron el remordimiento y algunas consideraciones. 

Todo sucedió en Marsella, a orillas del Mediterráneo, en donde habita la belleza con sus amantes.

No la vi en vestido de baño, como a Teanós; apenas desnuda en París, en el hotel de una calle que desemboca en el bulevar de Bonnes Nouvelles.

Este libro se refiere a Tony, a pesar de que en mis notas de aquel tiempo se dicen más cosas de “Salomé”, de la señorita Baby y de madame Rousseau, pues indudablemente es ella la que ocupa y ocupaba el centro de mis pensamientos.

No hubo entre nosotros nada que no pueda contarse.

De Teanós se dice algo apenas, porque Tony fue quien la reemplazó como institutriz y mis apuntes comenzaron a poco de la llegada de ésta a mi hogar.

Indudablemente que Teanós fue interesante, pero hay que limitarse para la obra de arte. La vi en vestido de baño; durante un verano me acompañó sobre la arena de El Paseo de la Playa, por las mañanas cuando yo iba a fumar el cigarrillo; se echaba arena entre las piernas, para dejar su forma. Un día en que las olas eran muy fuertes, la cogí por los brazos y el agua la arrojaba contra mí... Y fue precisamente en esa noche ardorosa de agosto: yo estudiaba teología en mi despacho; sabía que Teanós estaba reposando en el jardín, bajo el plátano, extendida en una perezosa, vestida con negligencia. Este conocimiento no me dejaba estudiar, y cerré la puerta. De pronto, sentí que por debajo de ella arrojaban un papelito. Decía: Je t'ai donné tout et pour toi c'etait l'ombre d'un caprice... Decía otras cosas, pero se me quedó en la memoria esa frase que encierra un problema muy difícil, más que mis estudios acerca de Dios. ¿Qué cosa sería la que me había dado Teanós? ¿Qué entienden las mujeres por darlo todo?  Era griega de Atenas, tenía gran elasticidad y amaba el estudio. Su boca era pequeña como un pellizco, y suspiraba muy bueno en las noches de verano.... Le guardo un poco de rencor, a causa de que puse el papelito en mi bata de baño y allí lo encontró Mlle. Baby, que repetía: “¡Ella te lo ha dado todo!...” ¡Dios mío! ¿Qué entienden las mujeres por todo? Jamás he podido explicarle; nunca podrá creer que Teanós no me dio sino estímulos para meditar.

*

Siento necesidad de sacar en limpio, comentar y terminar las notas escritas durante la época en que vivió en casa la señorita Tony. Deseo que conozcan tanto de mí como yo y que sepan que jamás he consentido en el pecado. Además, las mañanas cuando no hay presión atmosférica y salgo para Envigado a beber café bajo las ceibas, la imagen de Tony me tienta. Siento remordimiento de no haberle recibido el cuerpo que me ofreció. ¡Si el lector la conociera! Era un poderoso animal.

Esa fue la sensación que tuve la mañana invernal en que entró a casa con el periódico en la mano. Yo soy intuitivo. Tocó a la puerta; abrí; preguntó por madame; subió las escaleras, y yo iba detrás, anonadado sintiendo que IBA A ENTRAR EN MI CASA UN PODEROSO ANIMAL. Yo quería decir que no; tenía el deber de negarme a recibirla. Peor ya Dios había dispuesto otra cosa, para que me perfeccionara en el estudio del remordimiento.

Tres son las mujeres con quienes he imitado a José: La criada Margarita, en mi niñez, cuando estudiaba donde los jesuitas y vivía con mi tío Baltasar. Con ésta fue por incapacidad material, que es el más cruel de todos los remordimientos. Teanós, de Atenas, y Tony, de Alsacia. ¡Variados remordimientos que me causan las tres mujeres que me amaron y de quienes no gocé, ya por impotencia, ya por estar enamorado de una imagen propia, o sea, enamorado de la superación!

*

Respecto de Tony, deseo ser perfecto. Diré nada más que lo referente a ella; concentraré todo mi organismo a revivirla. Tal es la perfección artística. Contaré todo lo que sucedió y nada más. Será pues únicamente mademoiselle Tony no podrá confundirse con ninguna otra muchacha ni con otro libro. Lo que nació de nuestros amores es EL REMORDIMIENTO.

Lo cierto es que ahora, cuando mi carne cuarentona recupera la sinergia, por aquí, en Envigado, la Tony me remuerde. Poco a poco lo comprenderá el lector. ¿Cómo decirlo? Así: En Envigado tengo un remordimiento de no haberme acostado con Tony, que me está matando.

¿Comprenden? Por entre estas cañadas, en los mamelones de la finca de Pacho Pareja, en donde Dios hizo a Eva de catorce años y medio, mi carne cuarentona resurge y me grita: “¿Por qué no te acostaste con Tony? ¡Ya es irremediable!...” 

Estas cosas que deseo explicar sucedieron en Marsella, y, la última, en el hotel de una calle que desemboca al bulevar de Bonnes Nouvelle y que se llama LA CAJA DEL AMOR.

Precisamente la tristeza de este libro consiste en que nada sucedió; apenas nacieron fenómenos morales; hubo intenciones.  Nuestras almas se desgarraron, sobre todo la mía. La de Tony, no lo creo... Yo fui el que perdió la virginidad moral, el que perfeccionó en ese hotel sus ideas morales. Tony se quedó en París, virgen y desilusionada indudablemente. Porque era muy pasional, completa juventud, carecía de la facultad de volver sobre sus amagos de actos. Sin duda que no podrá comprender mi conducta y que me desprecia, sobre todo cuando se entregue al hombre que ya debió poseerla. Sí; tan joven era, que me parece imposible que comprenda las inhibiciones que tuve al lado de su cuerpo tonificante. Era de baja estatura, fornida y rubia; los ojos verdes; olor vitaminoso, agradable, de las jóvenes en celo. Caminaba a pasos largos, resultado de su mitad de sangre teutona y tenía manos anchas de alsaciana. Y ¡la elasticidad!, ¡el poder recuperador de su carne!: hundía yo el dedo y percibía la juventud...

[…]

Pues lo mismo sucedió con Teanós y con Tony: allá las dejé vírgenes en las orillas del Huveaune, pero me preñaron a mí de remordimiento. Hoy sé por qué progresa moralmente el hombre; conozco el mecanismo del libre albedrío, a causa de estas dos mujeres. 

Por eso, mis novelas no acaban; en ellas, la gente no se casa; a veces se muere, así como mueren los seres reales, porque estaban viejos o enfermos. Ayer examiné un libro de Chejov y vi que Andrés Efimich se murió en el último capítulo, a consecuencia de los dos primeros. En los míos, no: Tony no se muere, ni se casa, ni le sucede nada. Se queda virgen; casi no trato de ella en mis cuadernos de Marsella, y, sin embargo, es trascendental, eje de los problemas que se me pusieron, incitadora de mi actividad, materia de mi experimentación, y madre de un hijo que tuve y que me sirve para explicar el mecanismo del progreso: EL REMORDIMIENTO.

¿Quién es el superhombre? El que se domina a sí mismo, para ascender en conciencia. Una vez que se logra ser el modelo, se crea otro ideal, etcétera.

Así, pues, la teología que yo estudiaba en el instante en que Teanós me echó por debajo de la puerta el papelito, era sí, reconstruida poco más  menos:

ENSAYO TEOLÓGICO

I

El hombre es un porvenir: porque todos se desprecian en el instante presente.  Recorramos las situaciones en que puede estar un hombre: tiene esta hacienda, y quiere poseer la otra. Sabe una cosa, y no admira sino al que sabe dos. Lo ama una mujer, y sólo le gustan las demás. Todos los santos se han creído malos. Alfonso López, que deseó tanto como Pedro Nel la presidencia, ya tiene cara de hastío. Y, por ejemplo, cuando entramos Tony y yo a “LA CAJA DEL AMOR”, nos atendió y desarregló la cama una parisiense de dieciocho años, y recuerdo muy bien que durante un instante me pasó por la conciencia lo siguiente, prueba del divino descontento humano: “¡Si Tony se fuera y se quedara ésta!...” Me da pena confesarlo, pero siempre sucedía igual cosa, que por hermosa que fuera la mujer con quien iba a disciplinarme moralmente, prefería la muchacha que nos destendía la cama y que murmuraba desfallecida: “Monsieur, on doit payer d'avance. C'est Phabitude...”

Por eso, yo aceptaría diez mil años, porque apenas así lograría progresar, pues en la vida del espíritu se asciende dificultosamente. En sesenta años no hay modificación, y de ahí que algunos observadores sostengan que el carácter es inmutable. Ni en cuatro mil años se contempla el paso del mono al animal erecto.

II

 El hombre asciende en virtud del remordimiento: Despreciamos al ser actual y actuante que somos, porque la inteligencia nos muestra seres que obran mejor y deseamos ser como ellos. De allí que nuestros actos nos remuerdan.

Por ejemplo, en esa época en que no quise acostarme con Tony, era porque me acordaba de los remordimientos. Eso constituía una motivación para no acostarme. Ya era el ser ideal de otros tiempos, el que no se acostaba. Pero, al mismo tiempo, me remordía el hecho de atizar la pasión de Tony, de hacer esfuerzos para inducirla. Mi ideal había progresado. Había logrado ser el que no se acuesta y quería ser el que no atiza a las muchachas.

¿Por qué atizaba a Tony y a Teanós? ¡No sé! Porque era cuarentón y me parecía que las muchachas no podrían amarme tanto como yo a ellas y que, por eso, mis sacrificios al espíritu valían casi nada. Quería que me amaran mucho, para que mis sacrificios fueran de verdad, y, por eso, Tony es más importante que Teanós, quien no era virgen, ni tenía diecinueve años. ¡Era más gracia con Tony!

Cuando llegaban gentes al Consulado y veía que casi todas eran menores que yo, me preguntaba: “¿Qué diablos voy a ofrecer al espíritu? ¿Qué primaveras puedo sacrificar?” Por eso atizaba estos amoríos de mi carne madura, y cuando Tony me entregó un papelito que decía, “J.V.A.”, yo te amo, corrí a la iglesia de la calle Paraíso, me arrodillé y le dije al espíritu: “Vengo a ofrecerte este papelito...; en cambio dame conocimiento...”

Como estaba resuelto a no acostarme, me parecía que había progresado en conciencia, y, al pensar en Colombia, me decía: “¿Quién hay por allá, como yo, capaz de estos sacrificios al espíritu?” Cuando me destituyeron, pensaba: “En Colombia no rige la causalidad. ¿Creen por allá que uno de éstos que han mandado a los restaurantes, sea capaz de ofrecer una cosa como Tony al espíritu?... Puede haber gente en Colombia que no se haya acostado con Tony, por feos o por miedo al infierno, pero ¿por desprecio del instante presente, por superación? No.... Pocos somos los que hemos sido preñados por las muchachas, o sea, por la belleza. Muy pocos, y los demás se han dedicado a prolongar el fenómeno de la carne organizada, el triste fenómeno de la mediocridad suramericana”.

III

 El hombre no es libre, pero la inteligencia lo liberta: pruebas. Ni las necesita, pues nadie escoge lo que le parece menos bueno. La mayor motivación nos lleva a obrar. Esto es un postulado. Desde que un acto se ejecuta, hubo motivación.

Así, no hay premios ni castigos. El cielo consiste en el estado de conciencia adquirido a tiempo de morir. Lo mismo, el infierno. Es un estado-resumen de la conciencia. Al morir, cesa la posibilidad que se llama tiempo y espacio, posibilidad de ascender. Cesa la apariencia; no existimos después de la muerte, sino que somos. La inteligencia liberta al hombre por medio del siguiente mecanismo: conocimiento (ideal); remordimiento (desprecio del instante presente); arrepentimiento, tentación, etc. Fenómenos morales.

Porque resulta que la inteligencia objetiva nuestros actos y los critica; nos objetivamos y nos criticamos. Entonces dice: “Podrías haber obrado de otro modo mejor; ser más noble, etc.” La imaginación nos hace ver las lejanas promesas de seres que seremos, más bellos, que no hacen lo que hicimos. Somos el animal erecto que mira siempre al horizonte, línea que siempre se aleja, ideal que nunca se alcanza.

En cuanto conocemos, deseamos y en cuanto deseamos, estamos descontentos de la realidad.

Podemos hacer una definición de remordimiento: es dolor producido por la objetivación de los actos propios que no están acordes con el ideal que percibe nuestra inteligencia.

De ahí viene mi antigua práctica de echar delante, materializado, a Jacinto Salazar, el hombre carón, risueño, fornido pero muy ágil: es la persona que deseo llegar a ser, y cambia cada semana.

Obrar, meditar, arrepentirse, anhelar: ahí me tenéis la vida del hombre. El fin es irnos libertando de nosotros mismos. La vejez, teóricamente y contemplada en Sócrates, es mejor que la juventud.

El remordimiento crea repugnancias por los actos impropios del ideal que tenemos en determinada época, o sea, crea arrepentimiento. Motivaciones para no obrar como lo hicimos.

IV

 Tenemos derecho a experimentar: sabido es que la santidad consiste en el vencimiento. Un hombre puede conducirse con decencia y la gente vulgar creer que hay santificación, pero no la hay si no existe el esfuerzo. Por eso, “sólo Dios conoce a sus santos”. ¿Quién afirma que Sarret, el notario marsellés que mató a Chambón y a su amante, para robarles, y que disolvió con ácidos, en una bañera, sus cadáveres, es menor que el juez que lo condenó a la guillotina? Habría que medir la cantidad de pasiones activas y pasivas, la cantidad de posibilidades en cada uno, la cantidad de esfuerzo e inteligencia espiritual. Muchas cosas habría que medir y, entonces, podríamos conjeturar apenas. 

Tenemos el derecho de cumplir los instintos, para llegar a odiarnos en virtud del remordimiento y llegar a ser otros en virtud del arrepentimiento. Es el proceso de la teología moral. Entiendo por teología moral el estudio de Dios en cuanto se relaciona con el hombre. Tenemos el derecho de gozar de todos los instintos, para sentir el dolor que causa el goce y llegar así, poco a poco, a la beatitud. Ésta consiste en estado de conciencia no sujeto al tiempo ni al espacio.

Evidentes son para mí estas cosas, pues he llegado a despreciar la vida en virtud de haberla gozado. Si le dije a Tony, NON SERVIAM, o sea, no me acostaré, fue porque ya me había acostado con otras. Y si he llegado a amar tanto la vida, como campo de experimentación y ascenso, es a causa de mis pecados y arrepentimientos. ¿Qué sabría hoy de la belleza, si hubiera huido desde el principio de pecado y fealdad? ¿Cómo podría apreciar ahora mis beatitudes, si no hubiera sufrido la sucesión, la detestable sucesión?

V

 El ser está fuera de la apariencia: esto es evidente. Dios no existe. Es. YO SOY EL QUE ES. Si de Dios se pudiera tratar, sería fenómeno. La palabra...

*

Recuerdo muy bien que iba en ese punto de mis meditaciones cuando Teanós arrojó el papelito en que decía que ella me lo había dado todo y que para mí ella era apenas la sombra de un capricho. ¡Mentiras de Teanós! Ella exageraba, pero mi carne se encabritó. Eran las once de la noche en el mes de agosto; el sol acababa de hundirse tras el castillo de If. La familia estaba en el café “La Cigarra”. Nos hallábamos solos; ella, bajo el plátano y yo dentro de Dios. Me asomé por la ventana, y el mar Mediterráneo estaba anonadado y palpitante de amor, así como el pecho de las señoras gordas cuando se emocionan, que sube y baja, que sube y baja, no de frente sino de para arriba, hasta que hace derramar las lágrimas.

Vacilé. Fui a abrir la puerta y a gritar: “Teanós, ven!”, pero me acordé del mecanismo de teología moral que acababa de descubrir, y de que dentro de pocos movimientos del péndulo ya me habría acostado con Teanós. Entonces dije al espíritu, por la ventana: “Te ofrezco a esta muchacha de Atenas, a cambio de conocimiento”.  

[…]

¡Si el lector la hubiera conocido! ¡Si la pudiera tocar y oírle aquello de ¿dónde están mis calzoncitos? (“où sont mes petites culottes?”), para que pudiera darse cuenta de mis sacrificios! Claro está que esta muchacha era lo mejor para perfeccionar mis ideas de teología moral, pues mi espíritu es rábula, pervertido en el juego con el pecado. Teanós, no. Teanós era muy afirmativa y por la menor cosa decía que ya lo había dado todo. Tony lo daba todo... y negaba. Era más rábula Tony. Era como yo, que atizo para que me quieran, y cuando me dicen que sí, me deleita la virtud, paladeo, repito que tengo grandes tentaciones... De ahí que mi vida espiritual hubiera florecido tan bellamente. Cuando me quitaron el consulado, yo era casi un dios. Sólo estoy sano cuando me parece que las muchachas me quieren y yo resisto. Eso sucedió en Marsella...

El estudio que estoy haciendo es muy serio y poca gente entenderá lo que hay de bueno aquí. Casi todos asistirán al ajetreo de que resultaron mis  conclusiones teológicas. En este libro está la explicación del hombre moral. Es completo acerca de tentación, remordimiento, arrepentimiento y confesión. Soy un moralista en Colombia.

[…]
SEGUNDA PARTE

SITUACIÓN Y PERSONAJES

[…]

LLEGADA DE TONY

Fue una mañana invernal cuando llegó a casa, en tranvía, mademoiselle Tony. Llegó afanada, con el periódico en la mano, el mismo día en que salió el anuncio. Quería ser la primera. Vestía con abrigo azul, desabrochado, y pude contemplar la forma general de su cuerpo. Bajo el brazo, su paragüitas que parecía un cigarro. Subió las escaleras apresuradamente. Olor a juventud, rostro encendido, un poderoso animal.

Así llegó y entró en casa el remordimiento, es decir, la mujer que había de amarme y a quien yo diría NO, con pena y alegría. Lo primero, porque renunciar a las cosas buenas entristece siempre, y lo segundo, porque me había creado en el curso de la vida una motivación nueva, la cual quedó satisfecha. Desde la infancia he vivido meditando, parado en los rincones o al pie de los árboles. Una mañana, durante mi niñez, amaneció una rosa en la punta de una vara alta y joven, en el patio de casa; el sol la acariciaba. Allí me quedé buscando, con el aspecto de quien busca, al menos. Cuando leí que Sócrates permanecía parado afuera, a la intemperie, durante horas y hasta días, me alegré mucho porque ya tenía un santificador. Durante la niñez y juventud me había creado motivaciones; en Bonneveine, ya estaba preparado para la llegada de Tony.

Estas cosas de Tony son pequeñas pero trascendentales. Me ilustran acerca de mí. ¿No fui un niño monosilábico, parado en los rincones, suspenso, solitario? Mi niñez fue UNA PREPARACION PARA RENUNCIAR.

Las cosas buenas no suceden sino a quien no las busca y las muchachas no aman sino a los guerreros desprendidos. Hay leyes desconocidas que rigen la vida del espíritu. Si yo no hubiera estado preparado para renunciar, Tony habría sido otra.

La escena, en el vestíbulo. Mostró los certificados. Yo estaba de espaldas al jardín y la luz que entraba por el baño caía sobre ella. Dijo que luego traería el pasaporte. Dio su dirección: 32, rue D'Arenc, por allá, por los muelles, al norte de Marsella.

Yo no la miraba, porque no debía hacerlo. Yo era un hombre contenido. Pero la veía. Veo a las mujeres en razón inversa de cuanto las miro. Desde que no las mire, es porque son dignas de un renunciamiento. Mi alma se ilumina y siento que las veo, que las estoy tocando. Me causan éxtasis las muchachas que huelen a salud, y mis facultades psíquicas funcionan. Sólo una vez miré a Tony, durante aquella escena, y recuerdo que nos asustamos. Aceptó todas las condiciones, y yo sabía que las iba a aceptar. Era un instante de conocimiento directo.

Hoy comprendo que yo atizaba desde entonces, y “el amor más arde mientras más se atiza”. Atizaba, para luego decir que no. Bregaba ya porque me amara para resistir a sus ojos, pues desde antes de llegar, desde antes de mi instalación en Marsella, desde antes de nacer, había sacrificado a Tony al espíritu.

Para el estudio de mi carácter, ahí tienen un dato de infidelidad: apenas contratamos a Tony, ya le era infiel con las muchachas posibles que podrían venir a causa del anuncio en El Pequeño Marsellés. ¿No cree el lector que en cada instante se halla todo nuestro pasado y nuestro futuro?

La infidelidad, tal como la describo, es patrimonio de las almas cuyo destino es la Divinidad. Es gran virtud. Procede del estado de imperfección que nos induce a buscar. Los hombres fieles no tienen porvenir.

Las muchachas que van a venir son imaginaciones que sostienen la vida y la entretienen. La realidad es siempre sombría. En mí no estaba el deseo de poseer mujeres, pues por millares estaban en las calles. Si Tony me hubiera prometido acostarse, me habría repugnado. La prueba está en que la felicidad proporcionada mutuamente fue porque nada nos dijimos.

NARRACIÓN

Tony se instaló en noviembre, en invierno, cuando ya las casas están cerradas, hace frío y la vida es íntima, al lado de la caldera de calefacción... Recuerdo que cuando llegó, yo estaba triste, abatido, con la conciencia de haber renunciado a ella en absoluto. Vino con su tía, a quien prometí, a solas, en el balcón del baño, velar por la joven.

La verdad es que mi carne chillaba de dolor y mi espíritu escalaba el cielo, cuando hice tal promesa. Quedé anonadado dentro de mi bata de baño.

Una vez bajé al jardín; estaba sola y corrió asustada.  Fue la primera vez que se asustó… ¿Por qué, sin o la miré y si nada le dije?  ¿Por qué temía?

Era pequeña, dura, rubia.

Recuerdo que fue una tarde cuando, paseándome por el vestíbulo, la vi por primera vez salir de su habitación con su pijama rojo. Otro día se fue de paseo, y abrí su cómoda y me parecieron muy bellos sus calzoncitos y camisas.

¿Por qué nos gustan estas cosas de las mujeres desconocidas? Con miedo de profanar el sentimiento que tuve, diré que quizás sea porque las mujeres con quienes no hemos conversado son el depósito imaginario de la felicidad y hermosura que anhelamos. Pero entonces, ¿por qué nunca pensé en la ropa de Gina? ¿Habrá afinidad que nos atrae y embriaga? ¿Se tratará del genio de la especie?

Mientras rezábamos el rosario, por las noches, Tony estaba encerrada en su cuarto. Yo me paseaba, dirigiendo el rezo, e indudablemente que mi gran ansia de felicidad remota, o el genio de la especie, traspasaba la puerta, por las rendijas, o como los rayos X, pues sentía cierta especie de comunidad entre nosotros... La prueba está en que ella me huía, me tenía miedo, sin haberla mirado nunca descaradamente, como los jóvenes impetuosos.

A mi hermano le decía: “Tony es fea...” A medida que penetro en esta confesión, me admiro más de mí, de la astucia de la subconciencia. Soy ladino, astuto, en los secretos del pecado, de estas cosas que rodean lo que llaman pecado de la carne.

Así pasaron muchos días, sin que habláramos, sin que pudiéramos mirarnos sin apartar los ojos, o, por lo menos, sin darles aspecto de indiferencia.

Yo no sabía entonces que entre tony y yo estuviera pasando algo. Ahora es cuando lo sé. Yo pensaba voluntariamente en otras cosas, en Dios, en Italia, en facultades psíquicas desconocidas. Pero ahora, examinando mis libretas, veo que Tony era el hilo, la coloración de mi conciencia, la que daba lógica a toda mi vida interior, ya se refiriera a Salomé, al café “La Cigarra”, a las ostras del Viejo Puerto... Yo la censuraba (?) la despreciaba (?), porque había roto el tintero, por sus descuidos. Pero en el fondo, en realidad, entre nosotros sucedía la historia de que sólo ahora me percato. Había mucha cosa fuera de lo aparente, mucha historia entre los dos. ¿Por qué huía temerosa y sonrosada? ¿Por qué nunca me dirigía la palabra? Porque vivimos y sabemos más cosas de las creemos. Tal la explicación.

Un día, Tony no quiso bajar al comedor a la hora del almuerzo y se encerró a llorar. Subí a consolarla. Puse la mano sobre su cabeza y le dije: “No llore, Tony... ¿Por qué está triste, usted, tan bella?...” Me deleitaba como un confesor, y todo el día estuve pecaminosamente alegre, pero sin darme cuenta de lo que sucedía.

Nosotros, los jesuitas, somos egoístas como los gatos. Es la esencia en la comunidad de los reverendos padres hermanos de la infortunada Cunegunda... Damos muchos consejos, pero el jesuita es hombre segretatus a populo. Los reverendos viven en sus caserones amplios, conversando largamente en sus paseos por los corredores, en donde caminan para adelante y para atrás, en grupos de dos filas que se enfrentan, formando así el animal de la comunidad. Nada sabe el jesuita de hambres e infortunios, sino por los libros y el confesonario. No conoce la moneda. No compra mercado. No sufre crisis. Está parado al pie del árbol de la vida, consolando a Tony.... ¿Por qué no insistiría el Padre Torres? ¡Qué gran jesuita hubiera sido yo! Y hoy viviría en Roma o en París, enseñando un poco de teología abstracta y consolando a Tony: “Hija mía, baja a almorzar; tan bella muchacha como tú, sólo debe llorar a causa del pecado... Dime, ¿es que tú acaricias, te deleitas con la tela, con los pliegues de tus ropas, al vestirte...?  ¿Gozas y sueñas con la seda de tus medias…? No temas. Cuéntamelo todo... Somos jueces, y es necesario que me desnudes tu alma...” ¡Cuán lejos iría mi poder olfativo! ¡Qué inmenso desarrollo habrían adquirido las facultades de mi intuición! Yo habría fundado nuevas casas; mis sermones estarían publicados y las muchachas de Francia habrían dicho: “C'est gentil ce Père de la Colombie!...”

Así fue como consolé a Tony. Luego, por la noche, volvió con regalos para todos, menos para mí. Pero sentí que todo, absolutamente todo, era para monsieur. Así estuve en la cima de la felicidad psicofisiológica, que únicamente conocen los guerreros desprendidos, durante tres o cuatro días. Mientras más convencido estaba de que toda ella era para mí, porque ningún regalo me llevó, y porque me temía, más lento era mi caminar entre la bata de baño, más reconcentrado mi aspecto, más despacio rezaba el rosario, y más ratos me encerraba en el consulado a fumar y meditar en las relaciones del hombre con la Divinidad.

Sólo una cosa modifiqué de mi conducta. Seguí dejando la llave, para que atendiera las llamadas al teléfono. Al salir, gritaba desde la escalera: “Mademoiselle Tony!... Tony!... voilà la clef...” Bajaba ella, con el rostro encendido, pero feliz, brincando de tres en tres los escalones. Yo la miraba amorosamente, pero con bondad espiritual; estiraba hacia arriba la mano, mientras decía voilà la clef y así permanecía hasta que Tony llegaba. Ahora comprendo los significados de tales actitudes: la mía, para poder mirarla, y la rapidez de ella, para que cesara pronto mi mirada, porque estaba feliz, pero temía.

Cuando un día, al entregarle unos juegos de facturas, me miró Tony, por la primera vez con gran capacidad de entrega, tuve que huir por las avenidas, bajo los árboles, buscando contención. El espíritu me estaba atacando y escribí este himno, metido en un café del Viejo Puerto:

[…]

TERCERA

PARTE

EL REMORDIMIENTO

DEFINICIÓN

Morder tiene significado físico: asir y apretar con los dientes una cosa, clavándolos en ella.

Remorder - Repetición de tal acto. Se usa en sentido psíquico, así: ejecuto un acto al que me veía atraído por una tendencia y alejado por otra; lo hago, pues, sin aprobación plena, indeciso. Al ejecutarlo o al ser tentado para ello, me remuerde la tendencia opositora.

REMORDIMIENTO ES LA INTRANQUILIDAD QUE PRECEDE, ACOMPAÑA O SIGUE A UNA ACCION.

EXPLICACIONES

Para que haya remordimiento es preciso que el acto sea reprobado*  por tendencia juzgada por el yo o resultante como superior a la incitadora.

Hay una dificultad aparente; se podría preguntar: ¿hay remordimiento porque no robé? Si la tendencia a robar es muy fuerte, sí. De lo contrario, hay alegría. Si ambas son muy grandes, resulta un sentimiento mixto.

Penetremos más. Siempre que hay tendencias contrarias, hay remordimiento, más o menos aparente.

Sólo hay alegría o dolor en los actos en que existe lucha interna. En toda acción hay una tendencia vencida y otra vencedora. El hombre es moral, o sea, guerrero. De ahí que nunca haya alegría simple. Sin dolor no puede haber alegría, y viceversa. Alegría y dolor, como elementos simples, no existen sino en abstracto. La emoción no se produce sino en los actos acompañados de lucha interna, y, por ende, todas son compuestas de gritos del instinto triunfante y de lamentos del vencido.

Ningún acto produce emoción simple, alegre o dolorosa; las llamamos de esos modos según lo que domine en su composición.

¿POR QUÉ EL HOMBRE ES MORAL, O SUJETO A REMORDIMIENTO?

Los constituyentes psíquicos están en perpetuo equilibrio inestable. La resultante a que llamamos yo cambia a cada instante, con las mutaciones fisiológicas y del ambiente: de ahí resultan las tentaciones, el pecado, los remordimientos.

Mientras más complejo el individuo, mayor delicadeza, mayor sensibilidad, más tormentos.

Hay seres que dan la impresión de unidad. Son antipáticos, pero muy importantes en la historia. Son los tiranos, los hombres de voluntad.

Los minerales son muy sencillos; reaccionan siempre de un mismo modo. Los vegetales comienzan a estar atormentados, pero imperceptiblemente. Los animales inferiores, un poco más, y así hasta llegar al hombre, de quien podemos decir que es un ser atormentado por el remordimiento, un ser moral.

El hombre da la impresión de que no se encuentra bien en la tierra. No hace nada con la sencillez y elegancia de los otros seres. Inventó el pecado y de ahí que tenga ojos y maneras de criminal, cuando come, cuando camina, cuando habla, cuando cohabita. Podemos afirmar que el hombre, en la tierra, no se siente completamente en casa, no está aclimatado.

Ante la variedad de constituciones en los hombres, hay que concluir que no somos libres, en el sentido que le dan a tal expresión. La meditación es la que nos liberta, pues mediante ella ascendemos a planos superiores de motivación.

ESPECIES DE REMORDIMIENTO

Tenemos que remordimiento es dolor interno causado por tendencia reprimida, o bien, sacrificada.

Por ejemplo: mi instinto de fecundación desea una mujer. Al mismo tiempo, mi instinto espiritual exige alejarme de ella. Pongo este ejemplo, prescindiendo de todas las demás motivaciones adversas y favorables, con el objeto de ser claro; pero téngase presente que la vida interior es tanto más complicada cuanto más culto el individuo. A todo acto nos incitan motivos varios y muchos otros nos retraen de él. El acto es resultante de fuerzas en guerra, en contradicción, y el panorama interno de un alma es creado por esas batallas.

Desde el instante en que deseo a la mujer y que la espiritualidad me aleja de ella, hay remordimiento. Digo que estoy tentado. Ambos instintos duelen, pues uno de ellos ha de ser víctima.

Hay, pues, estos remordimientos:

Precedente al acto.

Concomitante.

Subsiguiente.

Al primero lo llamamos tentación.

El segundo es el que da ese aspecto de tormento a las acciones humanas. No existe en los animales, y de allí que obren tan bellamente, con naturalidad terrenal. El animal vive en la tierra como en perfecto medio. No así el hombre, animal que mira para el cielo, que siempre obra sin consentimiento pleno, atormentado por el remordimiento.

Estos dos son siempre menores que el remordimiento subsiguiente, lo cual se entenderá con facilidad al meditar en que antes del acto aún no se ha sacrificado una de las tendencias, la cual todavía espera el triunfo. Pero una vez ejecutada la acción, el instinto opositor se queja amargamente, como víctima.

REMORDIMIENTOS TARDÍOS

De un acto puede uno arrepentirse al mucho tiempo de ejecutado, cuando crece la tendencia opositora y la otra disminuye. Tal es el tormento de la santificación. Los santos, a medida que se disciplinan, a medida que aumentan su amor por otra vida, más lloran por el pasado y encuentran en él manchas que antes no habían percibido.

Sucede esto porque disciplinarse es perfeccionar sus facultades, embellecer el ideal. Por lo tanto, a cada progreso se nos hace más odioso el hombre que fuimos, el animal que vamos matando en nosotros.

Por ejemplo, en la vida de los héroes encuentro que llegaron a lamentarse por actos que yo creo buenos. En este punto de nuestro análisis, podemos hacer las siguientes definiciones:

El hombre es moral, o sea, asciende en planos de motivación.

La vida moral consiste en odiar al que fuimos y amar al que seremos, o sea:

SOMOS EL ANIMAL ERECTO QUE MARCHA HACIA EL CIELO.

REMORDIMIENTOS INSTANTÁNEOS

Vimos que los hay tardíos, debido al lento devenir del hombre por medio de las disciplinas.

Pero los hay que nacen o crecen rápidamente, por las mutaciones rapidísimas en el hombre. Tal sucede, por ejemplo, en el coito, que, al efectuarse, muere instantáneamente el instinto incitador y eso permite oír las voces de las tendencias sacrificadas. EL HOMBRE DESPUÉS DEL COITO ES ANIMAL TRISTE.

Los remordimientos nacen posteriormente al acto, debido a cambios fisiológicos o psíquicos.

Significado del remordimiento

Si no nos remordiera, no ascenderíamos. El dolor es acicate. Sentir remordimiento equivale a odiarse, a estar descontento.

Si bien el remordimiento no sirve para borrar el acto, sirve para evitar su repetición y para que no se convierta en hábito.

Sin el mecanismo del remordimiento, el hombre no sería el que es. Sería un ser tranquilo, sin porvenir, como el caballo. En los otros animales no existe el remordimiento. De ahí su belleza plástica, su naturalidad.

Mientras que nosotros tenemos aspecto de promesa, de obra comenzada, de esbozo. Como animal, es detestable el hombre. El remordimiento comprueba que somos futuros diosecitos, o sea, herederos del reino.

El remordimiento es prueba de que no somos completamente terrenales; que habitamos aquí provisionalmente, como en una escuela.

No entiendo cómo Nietzsche juzgó tan rudamente este fenómeno: “Una cochinería”. El significado biológico de este fenómeno es superior a todo. A causa de él progresamos y seremos muy grandes.

El remordimiento es sublimación del dolor físico.

Mecanismo del progreso moral

El papel biológico del remordimiento es perfeccionar al hombre, así: por las facultades intelectuales percibimos un hombre ideal; el remordimiento nos hace llegar a él, para emprender una jornada nueva, etc...

*

Quisiera practicar la química y la virtud. La primera, por ser esa misteriosa alquimia, con otro nombre, y porque trata de las reacciones de los cuerpos: la virtud en los cuerpos simples. Y la segunda, para acercarme a Dios. Practicar la virtud es reaccionar, luchar y vencer.

Hasta hoy no he practicado sino el remordimiento, el más amargo de todos, porque siempre ha sido vencido mi ideal.

Me admira mucho que Sócrates no tratara del remordimiento, de la guerra interna. Esto del remordimiento apareció con el cristianismo, es el gran beneficio de esta religión.

Aquella joven

Ayer me fui pensando en el remordimiento. Aquella joven que quiso entregárseme tímida e impetuosamente, cuando yo tenía quince años... Tímida, porque medio resistía, e impetuosa, porque me urgía tácitamente... No le hice nada, por incapacidad.

Pues resulta que a los años, en momentos de euforia fisiológica, ese recuerdo me remuerde, por no haberle hecho nada.

Aquí hay problemas muy graves. Veamos. ¿De modo que también hay remordimiento de no haber obrado mal?

Entendámonos. Como no poseí esa muchacha a causa de impotencia, resulta que ningún instinto venció, ninguno puede causarme alegría.

Si no la hubiera poseído a causa de amor a la castidad, este instinto triunfante me daría alegría y únicamente sentiría remordimiento cuando preponderaran mis instintos fisiológicos.

Después de lo que hemos analizado, es fácil comprender que todo acto causa dolor y alegría, pero que le damos uno de estos nombres según la fuerza de los instintos.

HAY REMORDIMIENTO SIEMPRE QUE ES VENCIDO EL INSTINTO MÁS FUERTE Y MÁS ARRAIGADO.

A los instintos anárquicos que de vez en vez aparecen en el hombre y lo dominan momentáneamente, es a lo que llamamos el mal.

El modo de obrar aceptado por la sociedad en determinada época, es lo que se llama el bien.

Esos dos entes son la moral oficial, la del hombre-vulgo.

Así, el remordimiento de la moral vulgar es muy fácilmente determinable.

Moral y remordimiento de los santos:

Creándome ideales, puedo llegar a sentir remordimiento por la vida de que me enorgullecí durante años. El remordimiento no es otra cosa que la crítica hecha por un ser superior al actor. De ahí que los santos, mientras más se perfeccionan, mayor dolor sienten por su pasado.

Dostojewsky

Como alegría y dolor vienen a ser el triunfo o la derrota de tendencias, y como en todo acto hay vencido y vencedor, eso que llamamos dolor y alegría morales son sentimientos compuestos. Siempre hay tendencia vencida (dolor) y vencedora (alegría).

Pero la tendencia vencedora es aprobada por el yo, lo predominante en el sentimiento será alegría, y viceversa. Así se comprende muy bien aquello de Dostojewsky acerca de que en todo dolor hay alegría, de que ésta existe en los tormentos que nos causamos.

*

De estos análisis precedentes resulta la explicación del hecho de que los santos se creen malos, y más, mientras más se perfeccionan. Al subir en ideales, los antiguos motivos de conducta se convierten en bajos. Lo que para mí es bueno, para un santo es pecado.

*

Resulta así que la pena, todo castigo, debe ser disciplinario: reformar al culpable para que se critique y sienta remordimiento. El dolor físico en la pena es un medio muy vulgar, muy indirecto.

Remordimiento como índice de progreso

Es el índice del progreso en conciencia. A mayor remordimiento, mayor ascenso en la escala de los años espirituales.

El que se avergüenza de su obra (libro, estatua, etc.) está por sobre ella; el que lo hace de su pasado, está por encima de él. Quien se aprueba y vive tranquilo, es una babosa. Los santos se tienen horror a sí mismos.

Yo quiero cantar al remordimiento.

Es índice de la altura que se alcanza.

Que cada día llore por el Fernando

que vivió las veinticuatro horas de ayer...

Llorar siempre por el instante pasado;

llorar por el Fernando perezoso

que vivió mal en Envigado

y que no supo obrar noblemente...

Venid a llorar conmigo, amiga Teresa,

italo Francisco y cruel Ignacio,

porque fuimos imperfectos y morosos...

¡Quién nos diera mil años de vida!

[…]

¿Por qué afirmo que vivo a la enemiga?

Porque he luchado contra todo lo existente. No puedo tener amigos sino cuando mueran los colombianos de hoy y desparezcan los intereses actuales.

Porque me odio mucho en cuanto soy persona, o sea, odio y lucho contra mis instintos. No he logrado aprobarme un solo día. Nada de lo que hice me parece bien. Es otra la vida que quisiera para mí. Quiero ser otro. Padezco, pero medito. Tengo abundancia de instintos.

Vivo pues, como hombre moral, en lucha conmigo mismo, derrotado casi siempre; hace cuarenta años que vivo derrotado, en angustia, amando a un santo que yo podría ser y siendo un trapo sucio; llamando a Dios y oliendo las ropitas de Tony. En realidad, soy un enamorado de la belleza, pero también hombre que persigue a las muchachas, que piensa a lo animal, etc., 99% hombre vulgar. Apenas sí de vez en cuando puede mi alma mirar con hermosos ojos verdes a través de la inmundicia de mi conducta.

Y así como me odio a mí mismo, odio a la Colombia actual; y así como amo al santo que podría ser, amo a la Colombia que sueño. En consecuencia, mi lema será: Padezco, pero medito.

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 El Remordimiento (1935), Primera edición: Manizales, Editor Arturo Zapata, mayo - junio de 1935. y cuarta edición: Medellín, Universidad de Antioquia, diciembre de 1994.

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