miércoles, 16 de junio de 2010

RESEÑA DEL QUERER

Viaje azaroso (ya que por algunas letras viajan los sueños)
Francisco Pinzón-Bedoya
A mi lado se sentaron tantos personajes tan disímiles como mi aleatoria forma de escogerlos. Una hermosa mujer sin rostro, de espaldas con su cuerpo desnudo sentada al borde de una bañera, me daba la presentación de Santiago Gamboa, ese colombiano del mundo, galardonado y casi europeo que me gritaba desde su Ulises, y alertaba ilusamente mis sentidos. Ana María (Shua) y Alicia (Steimberg) en el mismo paquete me daban un recorrido por el amor apasionado que se asomaba apenas con un poema de Juan de Encina (“Mejor es sufrir / Pasión y dolores / Que estar sin amores”) por lo cual derivé mi visita hacia tantos y tan variados renglones y aterricé en los amores prohibidos. Y entonces pensaba: ¿cómo se hace para elegir ser un antologador de un tema como el amor que a todos, por muchas vías y maneras, nos ha dado por cantar en todos los tiempos? Y la respuesta me la dieron las autoras: “Toda elección es dolor: con los textos, los géneros y las ideas que dejamos a un lado, podría completarse otra antología, no menos atractiva... (que) ésta”.
“Quien no desea ser leído, no escribe” y “El acto de la escritura presupone en sí mismo una lectura”. Entonces pregunté al viento silencioso y estático de la biblioteca de la universidad: “¿Para quién serán estas letras divagantes que progresivamente van describiendo este viaje matutino por las hojas amarillentas, casi sepias, de estos volúmenes cargados de belleza que nadie mira?”. Y no tuve la respuesta. Tal vez por ello, en este camino, me llevaron de la mano Henry y Anaïs, a esa época en que el diario epistolar daba al amor su velocidad, que en tiempos del e-mail y el Internet son inimaginables. “...Le escribo... sólo palabras sobre su voz, su risa, sus manos, y él me escribe: ‘Anaïs, al recibir tu nota... nunca podré expresar algo que esté a la altura de esas palabras’ ”. ¡Qué intromiso me siento a la intimidad de dos seres que se amaron a un ritmo donde el amor tal vez era hermano gemelo de la paciencia!
Dejé de ser el lector por algún instante y capitulé ante la epístola, arte del cual soy amante, para aposentar mi suspiro en todas esas que se escribieron y que tal vez hoy... ya no se dan. Ojalá que en el secreto altar de muchas parejas siga existiendo “el ramito de violetas” de cada uno. Sé que por manos como las mías han pasado cartas y que en muchas épocas a más de un corazón he quedado atado porque ellas han dejado perenne el rastro de lo que ese otro corazón era cuando las escribió.
Regresé. Volví a pasar por Ulises: “Déjame curiosear tu vida, quiero saber de ti... Fuimos a un restaurante... Mira, Paula... esos son compatriotas de Ecuador y Perú...”, y sin saberlo mi memoria trastornó la lectura y mis recuerdos fueron tras algún poema de exilio ajeno que tuve a bien —hace ya un tiempo— dar a la luz tras las historias que un amigo me contó de su viaje mochila por Europa, cantando en las esquinas junto a otros inmigrantes indocumentados con sus quenas y charangos... y no sé qué más suspiros; así... el viaje seguía tras más letras después del encuentro con la página 81 de El Síndrome de Ulises.
Luego, más de amor, de esos que iluminan ese libro antológico. En un aparte perdido pero descubierto por mi forma de leer. Simone de Beauvoir (“Castor”) escribió a Jean-Paul Sartre en 1938 una carta en que le narraba cómo se entregó a un “ser hermoso” que a ella le encantaba después de seducirlo y... me presté a tratar de “sentir lo que sentían” esos dos amantes especiales. Sobresalen los detalles del fornicio, sin vulgaridad, sin aspavientos, sin ocultos, sin prevenciones, con despliegue desde el preludio hasta la entrega con esa hermosa y rara sinceridad de quienes han logrado ese nirvana del amarse sin poseer, sin ajustar espacios y sin presiones, “sin celos, sin fidelidad, sin hipocresía... y sin embargo, para siempre”. Las formas expresivas de recopilación y sutileza de Ana y Alicia seguían sorprendiéndome gratamente, mientras afuera el tiempo, creo, sonaba a estar detenido. Sólo de vez en cuando el ronroneo de algún motor o el pito de algún otro que se retiraba del campus parecían hacerme volver a la realidad de aquel espacio encantador.
Andrea Cote propició cambiar mi camino azaroso hacia la ribera de algún río con sus pueblos cálidos y ese dejarlo de alguien que busca nuevos horizontes, con la nostalgia de añorar, de añorarse y pretender que podía trasladarse con todo su equipaje hacia tierras de buen aire, y ello mágicamente lo dejó reflejado en este fragmento de “Un rincón para quedarse”:
“El paisaje no es donde tú estás
y la selva no es tu espesura
El paisaje no te habla nunca,
no sabe que estás aquí
y si le coses paredes
    o flores
ellas te desconocerán
y apresarán tu paisaje”.

De pronto, la calle se rompió y el espectáculo era otro. Tal vez las palabras viven en el pecho de quien las acoge, lo más seguro es que Andrea jamás pretendió hacerme sentir el exilio en mi piel, pero sí lo logró cuando me asomé a sus “Calles rotas”:
“Si sales a la puerta
ves la calle que pasa,
los niños que pasan
y los pájaros prendidos entre la tela del aire
pero todo esto es lo que quieres ver,
lo que quieres dejar atrás
pero se muere en ti”.

Desde su pequeño “Puerto calcinado”, Andrea Cote me dibujó y estrelló en mi interior esa amalgama de contradicciones de quien se va de su terruño en busca de “mejores horizontes”, y entonces... se desgajó dentro de mí una recua de recuerdos, como cuando caminaba hacia un tren que me depositaría lejos de quienes eran los míos, sin querer irme de su lado ni de la brisa marinera, ni del aliento hermoso de mi padre ni de las manos amorosas de mi madre, pero con la ilusión de que esos pájaros también se fueran conmigo pegados a la tela del aire que allí, en esa estación, entre lágrimas y risas el viento alborotaba mi cabello con visos de cometa.
Descansé un rato y tal vez hubiera querido saber fumar, enarbolar hasta un buen habano, transportarme a mi estudio y hacer sonar una música cubana de los q.e.p.d., Cachao, Celia y Celina, y echar a andar “el odre tras mi sangre” en unos buenos rones, pero de pronto... volví en mí y aquella biblioteca sola, conmigo en alguna mesa y otro estudioso lejano, no era ni parecía ser el ambiente que ya mis papilas me estaban contando.
Sentía nuevamente allí la vigencia de la poesía en esos trozos de prosa que decían en música algo como si fueran versos. Todo eran giros y ritmos, al fin... “músicas de alas” como nos lo legó Silva. Mis manos ávidas de más ya no eran sólo de Ana y Alicia y de Andrea sino que estaban de cacería sobre aquella mesa que soportaba más libros. De pronto... un pequeño libro negro con letras blancas, de la misma colección de la de Andrea, me tomó por asalto. Era el director de Ulrika, era Rafael del Castillo, era ese bardo quien en ese momento se apeaba de su Rocinante para saludarme. “Palabras escuchadas en un café de barrio” me supo a ese ejercicio que yo estoy haciendo en esta misma mesa como con varios libros que —sin ellos saber por qué— se han cruzado en mi camino. Las palabras elegidas por Rafael le merecieron un poema a cada una. Sólo dos ejemplos:
“Abolengo
del polvo
de las cenizas turbias
de los huesos roídos del tiempo
de la carne que se deslíe mordida por los venenos de la tierra
de esos versos que desmenuzó Dios
yo vengo”.

“Cóctel
Como el cantante de una orquesta pobre
que achispado y alegre
quiere mezclarse con los dueños de la fiesta
bailar
reír con ellos
y es rechazado fríamente con un
‘Usted a lo que vino fue a cantar’

Así el poeta en la fiesta del mundo
                               Para mis anfitriones pasados y futuros,
                               a manera de desagravio”.

Esos textos me mostraron la imagen de ese bohemio, de ese borracho que en un Festival Internacional de Poesía de Medellín leyó desde dentro del más inmenso olor a aguardiente sin ser invitado. Este poema me hizo acordar de esas épocas en que nos “enlagunábamos” y terminábamos en lugares “non sanctos”, o abrazando a un poste de luz mortecina en cualquier calle creyéndolo una muchacha que se movía al compás de vientos inexistentes (magreándola, como diría Serrat).
Y Rafael siguió refregándome su casa, su estudio, su hábitat, lleno de murmullos y de “algo más de lo que guarda como recuerdo de sus viajes”, “entre tantos objetos que el olvido va adoptando”, y entonces aparecieron en contraste los olvidos que tengo guardados y apilados en mi biblioteca para primeras y segundas lecturas, con las expectativas que sobre ellos tuve y que nunca cumplí. ¿Estarán esperándome ahora para acariciarme y atraerme para ser en mí lo que no han sido? No lo sé. Vaya “Cadáver” de Rafael todo lo que me pone a pensar y hasta a sentir en medio de este placer de estar al albedrío de tanto libro en este encierro tutelar voluntario y buscado en que existo más allá de mí, más allá de todo lo que soy, pero especialmente en todo lo que quiero ser.
Tras unas horas en aquel santuario, se deriva uno hacia querer decir más de lo que puede, a querer escribir más de lo que es capaz, y a relatar con enjundia y con amorosa alegría sobre aquellos libros y cantos y versos y prosas que se me arrimaron en ese viaje instantáneo por un tiempo en que no escogí con quien interactuar, sino tal vez un tiempo que me escogió a mí. Ahora divago y quisiera estar en otro lugar y otro tiempo, más ebrio de vino y de letras que de todo lo demás, más ebrio de emociones ajenas —mías y de “extraños”— que “se van moviendo pecho adentro” acompañado de las notas de Portabales o de Omara Portuondo con sus compadres de Buena Vista, pero... la ventana y su cuasiespejo se encargaron de devolverme allí, me reflejaron como un ser casi lúcido, sonriente, casi entero; eso sí, con mis manos reteniendo pequeños libros como si fueran pájaros a punto de volar después de haber dejado en mis retinas su iridiscencia, entre ellos el de Rafael. Y mi corazón seguía palpitando emotivo como ante el mismo aguardiente de donde —creo— había extraído esos poemas. ¡Qué alegría saber que, desde sus propios confines, el destino me permite “rozarme” con poetas y escribas, ebrio en un tiempo matutino de bibliómana lucidez!
¡Nutricia fuente! He de volver a ti de una manera recurrente, para que me regales sensaciones, memorias, olores de otros tiempos, para salvarme y tener a flor de lápiz, las letras y las revelaciones... unas que me sanan, otras que me acompañan y algunas que hasta logran que el agobio no me dañe, no me doblegue, no me tiente... En fin, que suspendan esta hartura que a veces me da de no creer que yo sea yo. Este repliegue fantástico en las letras es vivificante como lo es el sol para las plantas, como lo es el dulce néctar a la abeja, como esa voz que de alguna manera absurda llega casi a sustituir a otra... que no se tiene.

Libros:
  • Antología del amor apasionado. Selección de Ana María Shua y Alicia Steimberg. Alfaguara, 1999.
  • El síndrome de Ulises, Santiago Gamboa. Seix Barral, sexta edición, 2006.
  • Puerto calcinado, Andrea Cote. Universidad Externado de Colombia. Colección El Malpensante, 2003.
  • Palabras escuchadas en un café de barrio, Rafael del Castillo. Universidad Externado de Colombia. Colección El Malpensante, 2005.

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