viernes, 27 de abril de 2012

UNA VISITA ESPERADA / A renglón seguido, Juan Carlos Onetti...

ELLA
por 
Juan Carlos Onetti



Cuando Ella murió después de largas semanas de agonía y morfina, de esperanzas, anuncios tristes desmentidos con violencia, el barrio norte cerró sus puertas y ventanas, impuso silencio a su alegría festejada con champán. El más inteligente de ellos aventuró: “Qué quieren que les diga. Para mí, y no suelo equivocarme, esto es como el principio del fin”.
Tantas cosas, pobres millonarios, les había hecho tragar Ella. Y lo triste era que Ella había sido infinitamente más hermosa que las gordas señoras, sus esposas, todavía con olor a bosta como dijo un argentino.
Ahora también podían tragarse las sonrisas cordiales con que habían acogido las órdenes y las humillaciones. Porque todos sentían, sin más pruebas que discursos vociferados en la Plaza Mayor, que Ella era, en increíble realidad, más peligrosa que las oscilaciones políticas, económicas y turbias, de Él, el mandatario mandante, el que a todos nos mandaba.
Cuando al fin Ella murió, rematando esperanzas y deseos, estábamos a fin de julio; en una fecha abundante en crueldades, en frío, viento, aguacero. De los cielos negros de nubes y noche, caía una lluvia lenta, implacable, en agujas que amenazaban ser eternas. Se desinteresaban de abrigos y pieles humanas para empapar sin dilaciones huesos y tuétanos.
La humedad aumentaba el mal olor de las gastadas ropas de luto improvisado: casi inmóviles, sin palabras porque su desdicha tenía un sólo culpable y éste no podía ser nombrado aunque dueño del frío, de la lluvia, el viento y la desgracia.
Según la pequeña historia, tantas veces más próxima a la verdad que las escrita y publicadas con H mayúscula, cinco médicos rodeaban la cama de la moribunda. Y los cinco estaban de acuerdo en que la ciencia tiene sus límites.
Y en la planta baja, impaciente, paseándose, atendiendo las preguntas telefónicas que le hacían los periodistas amigos o dadivosos, había otro hombre, tal vez también médico, aunque esto no tenga la menor importancia.
Era un catalán, embalsamador de profesión conocida y llamado por Él desde hacia un mes para evitar que el cuerpo de la enferma siguiera el destino de toda carne.
Y había una lucha silenciosa pero tenaz entre los cinco de arriba y el solitario de abajo. Porque si éste sólo creía con distracción en la Virgen de Montserrat, los de encima, estaban divididos entre la de Luján, la de La Rioja, la de las Siete Llagas, entre la de San Telmo y la del Socorro.
Pero coincidían en lo fundamental, en la Santa Iglesia Apostólica Romana. Y creían en los eructos dominicales de los curas.
Para cumplir lo contratado con Él, el embalsamador catalán tenía que aplicar una primera inyección al cadáver media hora antes de ser decretado tal. Los pertinaces creyentes del piso superior se oponían a toda intención de embalsamar, pese a que el contratado catalán había repartido generoso pruebas indiscutibles de su talento. Recuerdo la foto, en un folleto, de un niño muerto a los doce años, plácidamente colocado en un sillón y luciendo un traje marinero impecable. Lo exhibían cada vez que la momia hubiera tenido que cumplir años ––él se burlaba, el tiempo no existía, sus mejillas seguían rosadas y sus ojos de vidrio brillaban con malicia–– cuando inexorablemente, cumplía una fecha de muerto. Dos veces al año ocupaba el puesto de honor y los parientes que le iban quedando ––el tiempo existía–– lo rodeaban tomando té con pasteles y alguna copita de anís.
Se oponían a la primera e imprescindible inyección. Porque la Santa Fe que los aunaba repartía almas para que escucharan eternamente música de ángeles que jamás cambiarían de pentagrama ––o tal vez sus cabecitas equívocas las hubieran grabado–– o para disfrutar suplicios nunca concebidos por un policía terrestre.
De modo que, cuando aquellos litros de morfina dejaron de respirar, se miraron asintiendo y onsultaron relojes. Eran las veinte en punto.
Alguno encendió un cigarrillo, otros rindieron sus fatigas a los sillones.
Ahora esperaban que la pudrición creciera, que alguna mosca verde, a pesar de la estación, bajara para descansar en los labios abiertos.
Porque la Santa Iglesia les ordenaba respirar cadaverina, hediondez casi enseguida, y adivinar la fatigosa tarea de siete generaciones de gusanos. Todo esto adecuado a los gustos de Dios que respetaban y temían. Los minutos pasan pronto cuando un diplomado vela por su fe.
Emilio, el más obediente a las manifestaciones indudables de la Divinidad, dijo:
––Che, aumentá la calefacción.
Más tarde, resolvieron bajar para dar la noticia, triste y esperada.
Él estaba cenando y asintió con la cabeza. Luego agradeció los servicios prestados y rogó que le fueran enviados los honorarios. Después señaló con un dedo a uno cualquiera de los uniformados y le ordenó ordenar a las radios, primicia para la suya, que difundieran la noticia.
Y quedó así, rehecha, corregida, discutida: “El Ministerio de Información y Propaganda cumple con el doloroso deber de anunciar que a las veinte y veinticinco Ella pasó a la inmortalidad”.
El médico catalán subió los escalones de dos en dos, molestado por su pequeña maleta. Preparó, la inyección y estuvo consternado palpando la frialdad del cuerpo.
Las puertas no se abrían y la multitud comenzó a porfiar y moverse.
Los policías dejaron de ofrecer vasitos de café enfriado y de inmediato aparecieron vendedores de chorizos, de pasteles, de refrescos entibiados, de maníes, de frutas secas, de chocolatines. Poco ganaron porque el primer contingente comenzó a llegar a las nueve de la noche y provenía de barriadas desconocidas por los habitantes de la Gran Aldea, de villas miseria, de ranchos de lata, de cajones de automóviles, de cuevas, de la tierra misma, ya barro. Ensuciaron la ciudad silenciosos y sin inhibiciones, encendían velas en cuanta concavidad ofrecieran las paredes de la avenida, en los mármoles de ascenso a portales clausurados. A algunas llamas las respetaban las lluvias y el viento; a otras no. Allí fijaban estampas o recortes de revistas y periódicos que reproducían infieles la belleza extraordinaria de la difunta, ahora perdida para siempre.
A las diez de la mañana les permitieron avanzar unos metros cada media hora, y pudieron atravesar la puerta del Ministerio, en grupos de cinco, empujados y golpeados, los golpes preferidos por los milicos eran los rodillazos buscando lo ovarios, santo remedio para la histeria.
A mediodía corrió la voz de cuadra en cuadra, metros y metros de cola de lento avanzar: “Tiene la frente verde. Cierran para pintarla”.
Y fue el rumor más aceptado porque, aunque mentiroso, encajaba a la perfección para los miles y miles de necrófilos murmurantes y enlutados.

FIN

lunes, 23 de abril de 2012

UNA PAUSA CON LA TEORÍA / UN CAFÉ CON EL AUTOR

LA DOTACIÓN CUALITATIVA DE LOS GÉNEROS
PARA SU ESTATUS – FUNCIÓN
por
José Ignacio Restrepo

La función de la tradición era defender la construcción de la cultura. Era la frase de un tío que se definía como pedagogo, cuando yo era solo un crío y esa palabra, completamente desconocida para mí, pronunciada con total reverencia por su boca culta, me producía un miedo que no podía explicar. Yo al tío no le entendía casi nada, su discurso me provocaba desconfianza, como el de todos los adultos, y adultos  eran todos los que no eran mis amiguitos de juego. La construcción del estatus está determinada por la educación y el espacio de tu experiencia vital, la obtención de cualidades individuales y sociales, y la adquisición de normas y sentidos. Es entonces un proceso en el cual validas permanentemente el desarrollo de tus habilidades de conocimiento del mundo adulto, mientras pruebas ante gente “profesional” que vas por muy buen camino, o que según tus posibilidades te falta aplicarte y hacer bien hechas las tareas.

La construcción del género en la sociedad contemporánea tradicional persiguió la instauración de una estructura valorativa particular, que relacionaba la formación del hogar con la escuela y la vida productiva, otorgando roles y funciones muy bien diferenciados y antagónicos. Los padres y los hijos ocupan los extremos de un huso, que tejía alternativamente sobre el contexto de la convivencia, sobre los escenarios compartidos, sistemas de relaciones que se reproducían casi de manera automática. La sociedad estaba entonces subordinada a esta forma reproductiva de la cultura, pues la unidad productora de los recursos de sentido, de la filosofía propia del hacer social nacía y se consumía en el hogar. La construcción del lenguaje de consideraciones complementarias al interior del hogar, correspondió con las transformaciones de los trabajos y con la implementación de nuevas equidades y derechos para las mujeres. Pero, más precisamente nació de la necesidad de entregar a la mujer unos dispositivos prácticos de intermediación con el mundo, con los cuales podría comprometerse en unas luchas ineludibles que la esperaban, en las cuales el enemigo sería la cultura patriarcal, remisa a transformarse en aras de su propia subsistencia.

Esa batalla por confiar, por entenderse con el otro que comparte mis miedos y está perdido entre mis búsquedas, al cual debo formar si es mi hijo, porque no me queda otro remedio, porque así me lo enseñaron, o al que debo escuchar y ayudar pues es mi compañero hasta que la muerte se lo lleve o me lleve a mi, esa lucha de enaltecimientos en la cual la tradición se corroboraba una y otra vez mediante la acción, dejando a los individuos rebeldes en lugares disfuncionales, alejados de lo prescrito como moralmente bueno, ha ido cediendo espacios importantes a partir de las transformaciones instrumentales ocurridas en la sociedad, con el advenimiento de la Modernidad. En nuestro país, que vive simultáneamente en diversas épocas de las historia, podemos cotejar las formaciones recientes de nuevos sentidos al interior de la familia. Por ejemplo, gracias a los cambios en el rol de la mujer y a las contraprestaciones que eso ocasiona en otros escenarios de su vida, que no siempre se presentan de forma armoniosa, el sistema educativo ha comenzado a descubrir las diferencias marcadas entre el desempeño de hombres y mujeres según las tareas. Allí se contrastan las cualidades adquiridas por uno y otro género, que determinan muchas veces el logro de un objetivo. Este fenómeno ya tiene tiempo de ser propuesto experimentalmente, pero la dinámica misma en los cambios de rol y función ha comenzado ha rendir su fruto, en el respeto de las condiciones femeninas. La hegemonía del macho como padre, como jefe de personal, director de orquesta o aventurero de alto riesgo es reconocida como tema del pasado. La Economía ha focalizado su atención en la estimulación de las facultades adquiridas por las mujeres jóvenes, que se han convertido en grandes productoras - compradoras  de bienes de consumo, pero la política o la administración pública  siguen restringiendo sus espacios, dominados todavía por la adscripción de género, comprobándose  la presencia bien definida de ejes de dominación.

La oposición complementaria de los roles hogareños permite reproducir los bienes culturales que han dado forma tradicionalmente a la familia. Este acto repetido y autoreferido, demanda de las instituciones una conformidad con las acciones que lo caracterizan. Las cualidades dominantes en cada uno de los roles son el resultado de siglos de construcción de sentido alrededor de la familia, desde todas las instituciones que tienen que ver. Por esta razón, debe considerarse siempre que se especule sobre la cualificación de los géneros, que existen nuevas y no bien ponderadas circunstancias de contexto, que parecen contradecir explicaciones hegemónicas. La aplicación de una formación educativa cada vez más signada por intereses de fortalecimiento individual dentro de un sistema normatizado alrededor del consumo, parece inducir una caracterización competitiva y una estimulación de estándares similares de adscripción, tanto para hombres como para mujeres.

LA NUEVA CULTURA DE GÉNERO

Y entre tanto, este discurso ha terminado por expandir extraordinariamente sus fronteras, hasta lograr una geografía irreconocible, para quienes experimentábamos con él hace unos cuantos años. Los parlamentos de Europa, que intentan sobre la marcha construir los nuevos decálogos del individualismo a la par que administran opulentos discursos estatistas, que pretenden fortalecer las imbricadas pero aun difusas relaciones entre las naciones de la Comunidad, han terminado golpeándose la crisma al encontrar la proliferación de intereses, sobre relaciones familiares, afectos filiales, necesidades sexuales, cooperativas, de convivencia y otras entre individuos homosexuales de ambos géneros, que ante las leyes operantes no parecen tener un lugar adecuado, haciéndolas inoperantes, antagónicas, e inmorales, condiciones que oprimen no solo a dichos individuos sino a la sociedad como un todo. Si el otorgamiento de roles procedía de la familia y esta terminó produciendo estos hombres, mujeres, homosexuales, lesbianas, transexuales y todos los demás, el estado y la jurisprudencia son entonces los encargados de corregir lo corregible, no prosiguiendo con la conducta exclusivista digna del patriarcado ancestral, que ha muerto en el mundo moderno, y que contraría el presente y las perspectivas apreciables. La inclusión de todos los normados hace posible la aplicación de la ley. Una pareja de hombres que se quieren desde los veinticinco años, en los cincuenta no solo son pareja, son una familia; nuestra época no puede ser tan necia, no existe ningún discurso verdadero desde el cual impedir el desarrollo de jurisprudencia inclusiva, frente a la realidad del ser humano, sus géneros y sus sistemas de relación.

Es evidente que queda mucho por hacer.  Si se intenta construir sobre viejos pilares no será bueno para nadie. Hasta los que hoy se precian de conservadores pero legislan mirando esas perspectivas, serán llamados iconoclastas por los muchachos del 2050, si logramos que la sociedad consiga construir lazos ciertos y  edifique sobre el interés general.

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
Sociólogo

jueves, 19 de abril de 2012

EL CUENTO DEL AUTOR / HAGAN MEMORIA....


EL OTRO HOMBRE

por 

José Ignacio Restrepo

La mano cuidada y casi femenina, descorrió la tela que ocultaba el interior del confesionario, y al aparecer por un instante dejó ver la argolla con el grandísimo rubí en el dedo meñique, que lució como algo endiabladamente caricaturesco. A través del visillo, que era de alambre entretejido y no de tela como alguno pensaría, pude ver el gesto orgulloso e inicuo en el rostro del sacerdote. En ese mismo instante me arrepentí, pero no de las faltas que le había comunicado unos minutos antes, sino precisamente de haberlo hecho, de haber consentido en doblegarme ante un rito, en el que hacía décadas había dejado de creer…Precisamente por este tipo de “detalles”. Me puse de pie en un solo y atlético movimiento, y sin rezar la consabida pena por las faltas cometidas caminé hacia la luz de la puerta lateral, por la que no hacía mucho había ingresado al templo, sin tener muy clara la idea del porqué, como muchas de las cosas que últimamente me ocurrían, casi como si yo fuera una nebulosa donde las zonas brillantes  son cúmulos de casualidades, que se dan sin seguir un método claro, apenas en la conjunción hospitalaria del tiempo y del espacio…

Salí de la basílica. La pena por mi propio error era similar a la que siente aquel que se presta a un juego de mentiras, me sentía sucio por haberme dejado llevar de la ingrata resonancia de viejas creencias ya sobreseídas, toda vez que la vida ya me había ayudado a resolver esos arquetípicos interrogantes, que supuestamente nunca se contestan bien en este sitio de vivos y muertos en vida. Con los diez o quince egos que pelean a cada minuto dentro de mí, por querer cada uno mandar a los otros todo el tiempo, no osaba a responderle a nadie por mi responsabilidad es este insensato movimiento. Crucé la calzada sin mirar para ambos lados, a la manera en que mi padre me instaba todas las veces a hacerlo, pues uno ignora desde dónde busca el diablo perdernos, por dónde el asesino viene a quitarnos lo único inapreciable que tenemos, de ese ángel vengador no se sabe a quién y qué lado escoja para asestar su siempre bien refrendado ataque, y en ese preciso instante como si fuera el peor de los chistes de humor negro, sentí un golpe tremendo por el lado izquierdo de mi cuerpo, acompañado del chasquido de mis huesos que se rompían, incapaces de soportar la violencia de aquel auto que me arrolló a casi 100 millas por hora. Todavía en la luz aquiescente previa a la total oscuridad, tuve presente que esta fatalidad se debería al maldito el hábito de ignorar mi creciente sordera, de no ponerme los audífonos, en últimas, por pena de las miradas femeninas que aún pudieran hallar algún atractivo en mi rostro enérgico de medio siglo, esas miradas que yo siempre correspondía con mi mejor sonrisa de perro agradecido, que hace tiempo ha perdido a su dueño. Casi echándoles la culpa de esta tragedia de final de circo, a aquellas que en mi vida habían tenido siempre un papel sin duda protagónico.


Luego, no supe nada más. Estaba muerto.


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Por la puerta de emergencias llegó sin vida, el que fuera arrollado al frente del atrio de la Basílica, por un auto que se perdió entre el denso tráfico, sin detenerse ni siquiera un poco para ver como reparaba, a pesar de quedar su placa consignada por más de trece cámaras, en ese lapso corto de aquella central avenida. Aguirre, que estaba de turno en emergencias, lo recibió sin embargo con toda la prisa que indica el protocolo, sabiendo como cualquier médico que estos pacientes son sujeto de reanimación cardiopulmonar, y que muchos alcanzan a revivir gracias a la aplicación correcta de este tratamiento. La camilla rodaba como si fuera un auto y el hombre muerto llegó a una sala que podía eventualmente hacer de quirófano, donde estaban dos enfermeras y un medico experimentado en estos casos. De inmediato, le aplicaron sobre el pecho una gel transparente que servía como conductor para el corrientazo que le iban a administrar, el cual en teoría, debía hace que retornaran los latidos a su corazón. Tras dos choques, el músculo simplemente se negó a bombear sangre, y Aguirre, que lo había recibido lo declaró muerto. No eran ni siquiera las diez de la mañana y ya habían perdido a tres pacientes, que habían llegado por accidentes de tránsito. Era probablemente una nueva marca para el Policlínico.

Ya sin prisa, un enfermero llevó la camilla con rueditas hasta el pasillo donde quedaba la morgue del hospital, y situó el armatoste cerca de la puerta, para que el encargado depositara el cadáver en el frigorífico, después de marcar el cuerpo con los datos que traía la remisión. Lo dejó allí como si se tratara de un fardo, pues eso era realmente.

El cadáver estuvo allí a solas cerca de seis minutos, y repentinamente, sin ningún espectador cercano se despertó.

El hombre retiró con mucho cuidado la sábana con la que lo habían cubierto, pero como hacía un frío francamente mortal, se la echó encima nuevamente, esperanzado de que alguien pasara por allí y le explicara la verdad sobre su situación. Pero, como nadie se acercaba decidió bajar de la camilla, envolverse en el trapo blanco y empujarla hasta el pasillo que veía al fondo, que seguramente era más transitado que este frío lugar. Con dificultad comenzó la acción pero sus fuerzas eran muy pocas, se sentía como si hubiera recorrido una gran distancia, o como si un animal grande lo hubiera arrastrado de mala manera. Tenía el plexo adolorido y por eso decidió detenerse, para mirar que cosa le había ocurrido.

Tenía el vientre atravesado de unos grandes morados y las costillas estaban seriamente golpeadas. No era un chiste, algo muy grave le había tenido que ocurrir para encontrarse de esta manera. Repentinamente se dio cuenta que no recordaba quién demonios era. Miró el papel que estaba prendido de la camilla y leyó el nombre que había allí: NN . No le decía nada de nada, y eso era aún peor que este frío que sentía por la falta de una ropa digna, una que le permitiera librarse de esta bata de loco improvisada por la que entraba el aire a sus partes nobles.

Al fin llegó hasta el pasillo. Se quedó mirando a la gente que pasaba, dudando entre hablar o aguardar pacientemente a que alguien lo reconociera, lo llamara por su nombre, y le ayudara a aclarar que le había pasado, quien era, por qué diablos lo habían dejado tirado al lado del cuarto frío. Pero se fueron pasando los minutos y no solo nadie le distinguía sino que ni siquiera lo reparaba. El sitio tenía bastante actividad y en eso se fundó él para seguir hacia adelante con su camilla de ruedas, hasta que alguien le diera razón sobre lo que le atañía.

No hubo como. Decidió tras caminar dentro del hospital durante cerca de dos horas, más bien salir, irse sin preguntar, y en algún lugar cercano buscar la información por medio de un periódico, pues cabía la posibilidad de que él hubiera causado un accidente, o maltratado, o hasta asesinado a alguien; entonces tocaba ante todo protegerse de alguna medida que en su contra otros pudieran tomar, e incluso sobrepasar en su derecho de hacer sobre su persona alguna justicia, de la que él por su desmemoria no supiera como defenderse. Sería fatal, horrible, recibir un castigo por algo que no se recuerda haber hecho, ante eso no cabe ser responsable, pues lo que no se recuerda haber vivido, realmente para uno no ha pasado.

El sitio para ponerse un poco a tono, fue un cuarto donde vio entrar a un asistente y luego lo vio salir vestido para llevar a cabo su trabajo, sin cerrar bien la puerta. Pensó en el favor innegable de los dioses, protegiendo sus decisiones consonantes, y entrando se vistió rápidamente con la ropa que el otro llevaba no hace ni cinco minutos. Y en una forma como seguramente no había hecho su ingreso, fue saliendo sin que nadie le reparase, y tampoco el ayudante, que seguramente un rato después echaría en falta la ropa, ¿alguna vez has ayudado a alguien sin siquiera saber que lo hiciste?, eso pasa cuando entornamos la puerta, debiendo pasar la llave para cerrarla.

Le supo raro el aire de la Avenida, el tráfico era denso y aunque supo que detestaba eso, daba gracias por todo, hasta el sucio asfalto le lució poéticamente necesario, y sin quererlo le brotaron lágrimas. Alguien se detuvo, le hacían preguntas por su estado, no recuerdo quien soy, un niño le llevaba de la mano, lo sentaron en un lugar cubierto, había música, le pusieron los cubiertos, él miraba a los que se detuvieron y les dio las gracias. Comió allí, el encargado le regalo una chaqueta, por si le daba la noche en su búsqueda. Le pidió el periódico del día, pero cayó en cuenta de que acaso solo habían transcurrido algunas horas desde su situación. Habría que esperar hasta mañana.

Algo muy malo empezó a dar vueltas en su cabeza. Un médico le habría recibido, seguro trato por todos los medios de salvarle la vida, y ahora él se había ido, dejándole con la responsabilidad de encontrar un cadáver perdido. Aquel médico de traumas estaba en un serio aprieto, de alguna forma le debía su vida, aunque en el momento lo hubieran declarado muerto. No soportó la sola idea de llevar a alguien a una situación semejante, una persona que aunque desconocida él sabía había tratado de salvarle, y lo había hecho. Dio las gracias y salió del negocio donde le habían ayudado. Entendió que debió ser formado en un buen ambiente, porque sus sentimientos hacia los demás eran buenos.

Con cuidado llegó nuevamente al Policlínico. El de información no podía ayudarle y lo ingresó por urgencias, luego lo recibió un galeno de habla cuidadosa y lo colocaron en una pieza para él solo, le dijeron, mientras encontraban quien debía hacerse responsable de su caso.

Hoy lo trasladan a un lugar distinto, donde la han prometido se restablecerá por completo. Parece que no le creen lo que él les dijo, valdría la pena que revisaron sus propios movimientos, solo con eso bastaría. Bueno, si no le resuelven el asunto, mañana mismo buscará una nueva ropa, otra puerta entornada, y saldrá de allí a buscar quién es, cómo se llama…

Los que tienen por lo menos claridad sobre estos dos aspectos, no saben lo que es perderlos en cualquier parte, de un momento a otro…

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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miércoles, 18 de abril de 2012

EL CUENTO DEL AUTOR / A PROPOSITO DEL ALBO COLOR

EL MILAGRO DE LUCAS
por
José Ignacio Restrepo

Con una mañana tan oscura uno pensaría que el sol aun no había salido. Lucas, sin embargo saltó contento de la cama, con una sonrisita en la boca que hacía sospechar que algo se traía, alguna cosa sabía que los demás desconocíamos. en la mesa del desayuno todos lo mirábamos, sorprendidos por verlo contento, y no huraño y malgeniado como de naturaleza se comportaba desde aquel día casi dos años atrás, cuando cayó del árbol del patio y se fracturó irremediablemente sus piernas.
La negra Aurelia lo levantó de la silla de ruedas y lo posó suavemente en el taburete con brazos donde siempre comía. Lucas nos miró a todos, amplió todavía más su sonrisa, y luego pronunció cuatro palabras perfectamente comprensibles:
- Quiero jugo de naranjas…
Todos seguimos con nuestros desayunos y el guardó silencio hasta terminar el suyo. Aurelia lo puso nuevamente en su sillita y se quedó mirándolo, esperando la seña acostumbrada que la autorizaba para levantarlo y llevarlo a su cuarto, pero esta vez Lucas la detuvo con un gesto distinto. Otra vez iluminó voluntariamente su rostro con una desconocida sonrisa, y pronunció otras cuatro palabras, en un magnífico tono de voz:
- Mañana volveré a caminar…
Sin esperar a la negra, el pequeño dio media vuelta, y empujo decididamente las ruedas de su silla, para llegar a su alcoba. Todos nos quedamos de una pieza, cada uno murmurando para dentro alguna oración corta por la salud del infante, más de uno malpensando que Lucas se nos estaba enloqueciendo. Bertha y yo nos fuimos para la cocina, nos urgía compartir los últimos sucesos, ver de que modo podíamos ayudar al niño a entender ese nuevo capítulo de su actual comportamiento.
Pero, Bertha no entendía nada. No sabe nada y está hecha un manojo de nervios. Decido confiar en mis buenos instintos de los que me he servido en mis oficios como tía, que están basados más en la confianza construida y el respeto por los actos de Lucas, que en la autoridad o el mimo, como suele ser corriente ver. En esas dos últimas categorías quedan su padre y el resto de los adultos de la casa. Al entrar, el niño ya tiene sus ojos posados en los míos:
- Sabía que vendrías…
- ¿Sí? Últimamente pareces saber muchas cosas…
- No, no son muchas,
- Anda, dime cuales…cuéntame, mi amor…
- No tía, no puede uno ir contando lo que ha sido revelado en secreto…
Miré a Lucas, concediéndole que lo que decía era verdad, y con mis ojos le aseguraba que en nombre del amor no forzaría su silencio fundado.
Al salir de su alcoba, pensé que otra persona estaba envuelta en este asunto, y decidí averiguar quien había convencido al niño de que al otro día volvería a caminar.
Me pasé todo el día hablando con el uno y con el otro, tratando de averiguar con la gente del colegio, con el padre Alcides, quien frecuentemente visitaba a Lucas, pero todo resultó infructuoso. Ya en la noche, me senté con el papá del niño, en el estudio. Mientras compartíamos una taza de café, escuché a Felipe, quien nuevamente demostró su liviandad frente a la vida, calificando las palabras de Lucas como algo natural, un juego pueril nacido de la imaginación de un chico que pasa metido demasiadas horas entre las páginas de los cuentos. Al despedirme, le rogué que estuviera en la casa al día siguiente, pero me dijo que ya a las seis estaría rumbo al aeropuerto, por una reunión de trabajo en la capital. Me fui a dormir, templada por la inquietud y ansiosa de que amaneciera.
Me desperté con la sensación desastrosa de haber dormido solamente unos instantes. Llamé a la negra Aurelia y cuando ella entró en mi alcoba, sin darle siquiera los buenos días la interrogué sobre Lucas. Comprensiva, me respondió que el pequeño todavía estaba dormido. Tomé una ducha bastante larga, mientras me convencía de que mis miedos eran solo eso, que no tenían un real fundamento. Que todo mi amor por Lucas, mi incapacidad ara librarlo de su estado, se proyectaban de forma inadecuada. Cuando terminé de vestirme quedé sorprendida por la elección de mi atuendo. Me había puesto el mismo traje que usara en la fiesta de su primera comunión, tan solo un año antes.
Cuando llegué al comedor, ya todos estaban sentados desayunando. Le hice señas a Aurelia para que fuera por el niño. La negra volvió, al instante con la cara demudada, haciendo gestos de negación con las manos; todos nos paramos y empezamos a correr por la casa, gritando y llamándolo.
Mientras todos recorrían las habitaciones yo llegué al ventanal del gran jardín y vi a Lucas. Estaba sentado bajo el gran árbol, justo donde cayera aquella fatídica tarde…Pero, no estaba su silla de ruedas…Salí caminando, queriendo correr, formulándome preguntas sin sentido que iban de mi cabeza a mi corazón.
- Lucas…
-¿Si tía?
- Que pasa mi amor,¿qué estás haciendo aquí?
- Dando mis primeros pasitos…
Sin otra explicación más, el niño apoyó firmemente sus manos en el suelo, y haciendo un esfuerzo que dudé que completara con éxito, pues era más propio de un gimnasta que de su pobre estructura corporal, simplemente levantó su torso, y luego a él, por completo…Sus piernas colgaban de forma extraña, como saltimbanqui, mientras riéndose se alejaba hacia la vega del zapotero, caminando en las manos…
JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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martes, 10 de abril de 2012

EL CUENTO DEL AUTOR / UN NUEVO CLOSE-UP...

ERA JUEVES, 
SIETE, 
DEL MES SIETE
por
José Ignacio Restrepo

La carta se cayó, dejando ver la trampa preparada. Ancízar no alcanzó ni a musitar yo no fui, cuando seis manos cerradas cortaron el aire de forma frenética, buscando su rostro y su liviano plexo, y luego lo tomaron como a saco de boxeo que se muda sin cuidado de gimnasio. Después de hacer diana sobre él tantas veces, ya no sabía si al final iba a salir con vida de ese juego de cartas, que en mala hora pensó podría ganar. La verdad era que ese siete de picas no era de las suyas, y con seguridad el truco había sido preparado para excluirlo del juego y así repartir entre los tres que le acompañaban, los casi dos mil dólares que había colocado en el pote de la apuesta…Lo había pensado al comenzar, pero uno casi nunca respeta aquello que le brota desde bien adentro, con esa voz quejumbrosa y femenina que le advierte que lo que se dispone a hacer es una absoluta y total estupidez. Completar de último un grupo exiguo de tres jugadores, entre los cuales solo a uno distinguía vagamente, equivalía a llegar de último a la vida de tres amigos, que solamente esperarán un cuarto de hora como máximo, para tumbarlo de la silla y quedarse con lo suyo. Equivalió. Justo eso.

Ancízar se recorrió el rostro con las yemas de los dedos de una sola mano, mientras la otra hacía de palanca para poder ponerse nuevamente en pie…Debía alejarse de allí, no era un sitio para hacer de ciudadano insistente pone quejas. Miró para ambos lados, su sentido de la supervivencia estaba tan agudo y maltratado, que cualquier sombra le hacía dar un respingo. No tenía ni para tomar un taxi, pero de algún modo tendría que negociar su regreso al apartamento. En el cajón de la cómoda tenía para pagar, tenía incluso con que ir a otro sitio para tratar de recuperarse. El solo pensamiento le  causó un agudo padecimiento en sus costillas, que parecía ser el lugar de su cuerpo que había recibido mayor castigo.

Salió a la avenida. Al tercer intento, un taxi lo recogió y sin mirarlo alevosamente por el sitio donde se hallaba o por la hora, le preguntó hacia dónde iba. Él contestó que lo llevara a Pelayo y Otálora, y el conductor puso segunda, y aceleró. Parecía querer hacer rendir la  jornada nocturna, y eso que apenas eran las doce pasadas. Casi al llegar, Ancízar le explicó como quien no quiere la cosa, que debía aguardarlo un poco pues le habían robado, y para cancelar el servicio debía subir a su piso y sacar el importe de la cómoda. El taxista le dijo que perdiera cuidado pero que no se demorara. Al salir del auto, se apresuró mientras se felicitaba, pues al menos le había tocado un profesional, una persona sin prejuicios y equilibrada. Era algo para sumar en esta noche dolorosa.

Subió las escaleras de dos en dos, y la cabeza le dolió, como si de nuevo estuviera recibiendo los manazos, que no hace una hora le habían propinado unos nuevos “amigos”. Al regresar, el hombre encendió la máquina. Ancízar le entregó un billete grande, sabiendo que quedaría un poco menos de la mitad para devolverle, pero en un arranque imprevisto en él pero de alguna manera motivado, le dijo que se quedara con el cambio. El conductor sonrío, pero le contestó que su política era no aceptar propinas. Arrancó, dejándole el reembolso completo en la mano derecha, la de tirar los dados y ganar. Supo que con ese dinero, empezaría la siguiente apuesta.

Ancízar se recostó en la silla, sin ganas de dormir, pues sentía el peso de los golpes recibidos sobre todo en su pecho y también en el rostro. Con dificultad se reincorporó. Encendió la luz del vestíbulo y miró con cuidado en el espejo el daño recibido. Un pequeño corte en el superciliar derecho, raspaduras en ambos pómulos y en la oreja izquierda, sobre la que había caído tras recibir el puntapié de aquel que pensó era un jugador conocido. Se quitó la camisa y observó el plexo, donde ya empezaban a surgirlos moretones. Fue a la cocina, y colocó todo el hielo que pudo en uno de los guantes de lavar, lo anudó y lo puso contra la zona adolorida, pasándola de un lugar a otro, un momento aquí, otro allí. Se pasó el rato previo al alba, colocándose hielo en donde sentía dolor, hasta que el mismo sueño obró como calmante y lo venció sin resistencia de su parte.

OooooooO

Raquel se sirvió otra copa, y observó cómo se terminaba definitivamente la botella. Contra su naturaleza metódica y ordenada, había rasgado la etiqueta desde hacía un buen rato, y ahora lucía como si se acabara el remanente de alguna reunión de amigos, o de un encuentro social planeado para finiquitar algún negocio. Era mentira. Ya casi se había tomado 950cc de un Bordeaux francés, algo joven para su gusto pero perfecto para intentar emborracharse. Y, no lo había logrado, tal era su determinación por permanecer lo suficientemente consciente, como para no poder olvidar que había perdido el dinero que le habían encomendado, lo correspondiente a las pensiones de doce empleados de una fábrica de jabón, en la cual hacía de abogada y asesora de finanzas. Bueno. Quizá éso solo sería hasta hoy, cuando el revisor advirtiera el faltante y lo comunicara a la Gerencia. Casi seis años de esfuerzos laborales tirados a la basura, todo por su ambición de llegar a alguna parte mejor antes que todos, sin un plan, guiada únicamente por su maldita e inexistente intuición. Como si esa mierda tuviera algo de método o maldita consistencia. Iba a dar con sus huesos y con su culo bien formado por horas y horas de gimnasio, al suelo frío de la cárcel. A partir de mañana, como en el tema de Alberto Cortez que había sido su favorito cuando terminaba la prepa,tendría el estatus que se merecía, con un enterizo anaranjado, una sola dirección postal, y algunos años para dirimir esta distancia entre lo buscado,lo esperado y lo logrado. Como la maldita botella de vino, que hace horas pensó que no acabaría y ahí estaba, vacía como su martirizada alma de niña buena, maldito bagazo de las monjas del Liceo de la Buena Esperanza.

Desde el sofá de su pequeña sala, que no había visto una reunión social desde aquella lejana fecha del año pasado cuando inaugurara el piso, observó el living de paredes mandarina bajo la extraña luz color agua, y luego la puerta entrecerrada del cuarto de baño, donde el sonido de abrir y cerrar de un frasco de pastillas le hacía caricias en el oído para que fuera hasta allí y le rescatara de su soledad inmensa, envuelto como estaba en el aroma farmacéutico de "solamente yo puedo curar tus aflicciones". Había comenzado a tomar pastillas para dormir desde hacía unos meses, cuando empezó a sentir que la tensión espantosa de su día de trabajo no disminuía naturalmente al sentir deseos de irse a la cama, y por el contrario aumentaba cuando era ya necesariamente urgente que su cuerpo y su mente reposaran. Todo tenía su origen en ese maldito hábito que había adquirido en las vacaciones. Allí en las islas, en la noche sin fin con olor a playa y a comidas exuberantes, sin que nadie la vigilara y en medio de un absoluto enamoramiento que nunca antes había sentido, se entregó a la pasión del juego y se convirtió desde entonces en una compulsiva visitante de cuanto garito descubría. Llevaba casi un año jugando.

El frasco de pastillas le hacía murmullitos, pero estaba tan frenética que sabía que ni siquiera seis o siete píldoras le harían el efecto deseado. Más allá, lo sabía, corría el riesgo de producirse una lesión o simplemente, quedar en su cama dormida de una vez por todas. Y de eso no se trataba, el desespero no era tanto como para observar ese extremo en este momento. Por lo menos, no aun. Se rió ante la vana idea de terminarlo todo. Caviló idioteces sobre el concepto de la muerte, la imaginó como una dama solitaria que se sienta al lado de cualquiera, solamente con el deseo nunca satisfecho de ver algo diferente en sus ojos, y ante el misterio de advertirlos tan vacíos decide causarle algún dolor en el pecho, agudo, sin matarlo de un golpe, solo para ver cómo reacciona, de qué tamaño es su miedo.Luego pensó en la suerte y la imaginó muy parecida a la primera imagen, una dama solitaria que busca a quien beneficiar, para brindarle un motivo de alegría y ver cómo cambia la cara del jugador ante este suceso de fortuna. La imaginó, mejor, como un investigador que hiciera pruebas de acierto-error, dando una ojeada a quien juega y gana, para completar un estudio gigantesco del que nadie tiene noticia, pero que actualmente se ejecuta.

Raquel decidió abruptamente salir a probar esta noche, a pesar de que estaba casi borracha. Ya otras veces se había quedado sin dormir, buscando en un acto desesperado recuperarse de su presente escabroso, donde el pronóstico era tan negro que hasta el frasco de pastillas se sentía ganador y noche tras noche estaba aguardando que ella tomara la última decisión de destaparlo, mandándose su interior de una buena y postrera vez. Bajó, y con solo sentir el aire que entraba por las celosías al garaje, recuperó buena parte de su sobrio talante, entró al auto, calentó el motor durante medio minuto y luego partió rauda con dirección al downtown

OooooooO

Árcade estaba lleno. Parecía simplemente que hubieran empezado las fiestas de fin de año, cuando apenas era mitad de Septiembre. Todos los juegos estaban funcionando a full, y el ambiente se sentía esplendoroso. La suerte daba su pasada por todos los lugares y se escuchaban gritos de triunfo cada tanto, avisando a todos los que habían decidido venir en mitad de semana, que serían muchos los ganadores en esta cita, y que este templo no tenía día o noche para ejecutar sus servicios, pues como los demás casinos de la ciudad funcionaba 365 jornadas al año, las 24horas.

Ancízar llevaba ya un buen rato jugando a la ruleta. Empezó con el dinero sobrante del servicio de taxi, que hacía dos noches lo levantara desde el sitio donde tres sujetos le habían robado su dinero, como si fuera un párvulo que ignora donde diablos está parado. Ya había duplicado la apuesta en dos ocasiones, volviendo a perder, pero ahora estaba seguro de que ganaría. Claro que esa seguridad la había sentido otras veces, sin que al final hubiera una ganancia representativa.

Ancízar la vio con atención cuando ya llevaba un rato sentada frente a él. Estaba apostándole a los mismos números que él elegía, con la cara un poco abotagada debido al licor que seguramente había ingerido. Era hermosa, pero en su tez podía verse que cargaba sobre si un suplicio de forma callada y personal, como él también tantas veces lo había hecho. La miró sin que ella lo advirtiera, mientras en rápida sucesión de movimientos continuaba apostando contra la casa, de una manera metódica y profesional, con esa seguridad de los que saben que han venido a ganar, y sin embargo no se ufanan de nada. Repentinamente, ella levantó sus bellos ojos casi amarillos de lo pardos que eran, y le brindó una sonrisa de reconocimiento, que él aceptó como un regalo. La haría durar en el fondo de su cerebelo reeducado durante el resto de la noche. Realmente, el gesto de la mujer le había recorrido la espalda, desde ese sur poblado de ensortijados vellos hasta el alto septentrión que mostraba el camino para llegar a su melena resabiada, la que llevaba algo larga para el disgusto de su mamá, pero que arrancaba miradas de aprobación del resto de las damas.

El croupier colocó la bolita y la hizo girar con fuerza sobre la rueda acostada. Ancízar colocó diez fichas de diez mil cada una, lo que de ganar significaría un verdadero avance en sus fondos de juego. Miró a la hermosa mujer, le había regresado el color al rostro merced a dos rondas ganadoras por cuenta de su elección de apostar con él, y también gracias al destino tomado por la bolita que daba vueltas frenéticas frente a los ojos de los que allí jugaban. Alzaba su ceja derecha, en un gesto algo masculino pero absolutamente atractivo, y él la miró hasta antes de que ella enfocara sus ojos en él, esos grandes ojos pardos que estaban interrogándolo sobre el motivo de estar allí para ganar sin ningún esfuerzo y por la maldita intención que lo movía a observarla sin respeto siquiera. Ancízar sentía un gran respeto por las mujeres, sobre todo por las más bellas, con las que le era posible engendrar de manera automática licenciosos platonismos.

Y cuando Raquel estaba más concentrada, buscando realizar su sexto juego atada de la suerte del misterioso hombre con la cara golpeada, su mirada coincidió con los claros ojos de él. Y mientras la bolita blanca daba vueltas para determinar si quebraban la casa, ella constató que aquel hombre que le estaba regalando su suerte era un ser verdaderamente atractivo. Con la observación sostenida de sus bellos ojos, quería que él supiera que le estaba completamente agradecida, primero por llegar allí a tan temprana hora, y segundo, por hacerlo el mismo día en que ella merced a sus delicadas circunstancias, elegía venir a gastar sus últimos cartuchos.

Y lo hicieron. 


Quebraron la casa. La bolita cayó en el siete, justo en el lugar donde el sujeto había colocado su apuesta y donde a continuación Raquel había colocado la de ella.

-  Hoy es siete de julio, del mes siete, y llevo siete rondas apostando a impares. No podría ser otro número…Creo que ya debo parar, hay un buen cerro de fichas para ir a cobrar…

El morro de fichas era realmente inmenso.

-  No sé cómo lo ha hecho…- inquirió Raquel, -pero acaba usted de salvar mi vida…Y debo agradecérselo…Yo también me detengo…

El croupier alcanzó las fichas para que cada uno pudiera tomarlas. Como eran muchas tomó dos bolsas, grabadas con la marca de la casa, y lleno cada una con el premio correspondiente. Acontinuación se las pasó, aceptando una ficha de cien puntos de parte de cada uno de los ganadores.

Raquel y Ancízar caminaron por el pasillo levemente inclinado, mirando al fondo el sector iluminado donde en varios idiomas decía Caja…

-  Yo también  estaba quebrado, casi me matan hace dos noches para robarme en un garito          extraño…-   confesó él...

- Gracias a Dios, no fue mayor cosa y pudiste venir…- contestó ella sonriendo...

Rieron a carcajadas, pues aquel era un comentario completamente egoísta y al mismo tiempo,absolutamente humano y espiritual… Raquel le narró la seguidilla de errores que la habían llevado a aquel sitio y pudo otra vez medir el tamaño de su suerte…Ancízar rió, mientras hacía en voz alta la reflexión de que solamente entre personas extrañas podían suceder estas cosas, en donde el milagro del encuentro y la congruencia de las casualidades terminaban por unir los pasos, de aquellos que solo hace unas horas caminaban solitarios, produciendo una línea de destierro voluntario y un porvenir insospechado pero seguramente nada halagüeño.

Raquel ya estaba completamente sobria y la luz de un alba naciente iluminaba su hermoso rostro. Tenía el dinero suficiente para reponer los fondos que había malversado, gracias al milagroso encuentro con este jugador ganador, que lo tomaba todo como si nada especial estuviera ocurriendo.

Ancízar le pasó la mano por el cabello y se quedó así durante un instante largo, portentosamente largo y bello. Había salvado a esta mujer de un destino destructivo y atroz que no llegó a anudarse alrededor de su cuello, y que sin embargo los puso cerca, uno frente al otro, con esa inquietud que anida en amigos que aún no se conocen, que rompieron la extrañeza que los separaba y produjeron el milagro.

Como el del alba, rota por los rayos protectores de un sol de verano, que da por finalizada una larga noche de pavor y duda, en el juego de los astros donde nada empieza y nada termina…

JOSÉIGNACIO RESTREPO
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