martes, 31 de agosto de 2010

EL PROYECTO DEL AUTOR / LOS BOSQUEJOS (4)

TIENE LA MUERTE
REBAÑO
Y CAMPANERO ( 4 )


TRES



La tarde había caído ya sobre la pequeña ciudad y en el horizonte algunas nubes rosadas y bermejas intentaban soltarse unas de otras, para mezclarse como el resto del alto firmamento en el negro azuloso de la noche.

Las luces del atardecer recortaban las siluetas de los edificios más altos, que no pasaban de siete pisos, y que dominaban al común de las construcciones, levantadas en ladrillo y madera. Una ciudad de inmigrantes, como todas las que surgieron en esta región. Hombres y mujeres venidos de capitales, pero también de pueblos pequeños, buscando el progreso que no habían conseguido en años de esfuerzo; algunos tratando de recobrar lo que una mala racha les quitara de las manos tras largo tiempo de trabajo y sacrificio.

La ciudad había crecido del lado del puerto, entre las bocas de un gran río y el litoral. Bueno, no había puerto realmente, sino una construcción inacabada, que tardó dos años, una inversión estatal gigantesca que se administró mal, distanciando a los inversionistas que prefirieron participar en la construcción de otra gran terminal que se erigía más al norte y que tardó un plazo mínimo. Este gran proyecto se completó gracias al dinero privado, que estaba interesado en el turismo y el comercio abierto de la zona.

Sin embargo, este sitio no dejaba de crecer, siempre venían inmigrantes que confiaban conseguir un trabajito, y terminaban resolviendo informalmente las necesidades cotidianas, probando una vez más que quienes llegaban acá no tenían otro lugar adonde ir.
Era una localidad dedicada al comercio, que terciaba con los vaivenes de su propio mercado interno, el cual era mínimo por épocas. Las calles del centro, las calles del comercio, estaban asfaltadas por completo y poseían un alumbrado inmejorable. Ahora mismo, estaban llenas de personas que adquirían con su salario de quincena todo lo que precisaban, y de otras, que buscaban en los negocios nocturnos un poco de distracción. Allí, es esas pocas manzanas, esa artificialidad bien dispuesta hacía ver aquel lugar como si fuera un trozo de una gran metrópoli.




Amadeo Velásquez caminaba por una oscura calle, lejos de aquel céntrico bullicio, y ya estaba llegando a su casa. El costal de víveres que llevaba en su hombro no era muy pesado, si se lo comparaba con los pesos que debía mover, arrastrar y levantar en su labor cotidiana. Sus manos secas, agrietadas, podían describir con pormenores su forma de ganarse la vida. Bajo la escasa luz, era solamente un hombre corpulento y reventado, que trataba de llegar a su casa con un bulto de víveres encima de su espalda, la estampa de un padre laborioso que al final del día lleva la comida al hogar.

Amadeo Velásquez es cantero. Llegó aquí con un grupo cinco años atrás, a terminar una carretera, y al decidir quedarse recibió la oferta de trabajar extrayendo materiales, canteriando. Su sueldo fue triplicado hace un año, a raíz de la violenta muerte del administrador, cuyas labores le fueron encomendadas: Enganches, despidos, contabilidad, para él eran cosas sencillas que no le impidieron continuar el trabajo físico. En realidad le gustaba partir piedras, le emocionaba esperar el estallido ensordecedor de la dinamita al hacer explosión. Sentir las esquirlas surcando el aire, hasta dar casi suavemente contra su rostro, lo hacía merecer los recuerdos buenos de vidas pasadas, esas vidas entreveradas en las que fue un infeliz he hizo infelices a los otros.

Sin embargo, había dejado bien atrás sus recuerdos. El presente era como un bálsamo en su cabeza, un licor de perfecto añejamiento bajando por su garganta, embriagándolo suavemente todos los días, y rara vez lo aquejaba la necesidad de revivir evocaciones en las cuales lucía completamente disímil e irreconocible. La sensación que lo embargaba después de algún episodio de patéticas remembranzas era de absoluta extrañeza: Aquel otro había vivido apoderado de su cuerpo y de su alma, malgastando la energía creadora de sus pensamientos en tareas sin propósito. De tales trajines no obtuvo nada de valor, todo parecía salido de una historia desolada de peste y muerte.

Al llegar, Amadeo abrió suavemente la puerta de su humilde vivienda, sin bajar el bulto de víveres para no hacer ruido. No quería despertar a su esposa, ni a sus hijos, así que se desplazó como un gato hasta la cocina, evitando el escaso mobiliario, y sobre la mesa contigua al lavaplatos depositó el abasto comprado hacía unas horas. Se quitó las botas y la ropa y entró en la habitación con las prendas en la mano. Sintió con placer el ronroneo del ventilador, que movía el aire fresco hacia su piel y casi deseó despertar a Lucero para decirle lo bueno que su cuerpo olía, como se le calentaban todas las fibras con solo llegarle cerca.



La mujer volteó al sentir el cuerpo entrando en las sábanas, y abrió los ojos, sorprendiéndolo.

- Me lees los pensamientos hasta cuando estás dormida.

Se inclinó sobre ella, buscándole los labios, y al hallarlos, le ofreció a la mujer una caricia íntima y extendida, llena de saliva que conservaba algo de polvo del camino.

- Te quiero mucho, cantero.

Él volvió a besarla, mientras que con su mano derecha tomaba uno de sus grandes pechos morenos, que lo dejaran mudo aquel día que los viera por primera vez a la luz.

- Amadeo... Te llegó una carta.

Ella dedujo que algo grave pasaba cuando sintió que súbitamente él dejaba de respirar sobre sus senos. Pero no tuvo duda al respecto, al ver la silueta de él erguirse a medias, aplazando aquel ritual de entrega mutua. Era mejor averiguar quien lo buscaba de la capital, que cosa desconocida de su pasado, inoportunamente, trataba de darle alcance. Le entregó el sobre sin remitente, que Amadeo rasgó sin prisa, como si supiera quien lo enviaba. El semblante de él, que ella no podía apreciar bien por la escasa luz del cuarto, correspondía con el de quien debe cumplir una pena previamente convenida, que había pedido al cielo nunca tener que pagar.

Cuando él estrujó el papel con su mano derecha y lo dejó caer después a un lado, en su vientre algo se rasgó, como si rompiera fuentes de él, porque era cierto que lo llevaba siempre dentro de ella. Él fue al servicio y se mojó la cabeza durante más de un minuto y ella se agachó hasta encontrar a tientas el papel. Con la penumbra como aliada, leyó: “Enviaron a alguien por ti...” Nadie firmaba la corta frase, seña suficiente de que Amadeo no ignoraba el remitente. Una inquietud contraria a su diáfana naturaleza, hasta ese instante desconocida en la relación con el hombre que era el padre de sus hijos, la hizo comprender que un pasado sombrío había cruzado el umbral de la puerta, dándole alcance. Quería oírlo, ayudarlo, decirle que lo importante era el aquí y el ahora, pero de repente no supo quien escucharía sus palabras, si Amadeo, que había llegado cansado de trabajar con los víveres de la semana, o el hombre antiguo, sin nombre, que ahora se libraba del calor bajo el agua fría del lavamanos.

Amadeo volvió al cuarto con una toalla húmeda alrededor del cuello. De espaldas a ella, comenzó a hablar en un tono de letanía, que no llegó a discrepar del que usaba cuando le decía a solas lo mucho que la amaba.

- No siempre fui cantero. He hecho muchas cosas para vivir, y entre ellas buena parte fueron equivocadas; de todas esas me arrepentí y lo sigo haciendo, porque dañé a mucha gente. Pero yo también me hice daño, pagué por las cosas mal hechas y ya no estoy dispuesto a darles nada más... Estuve en prisión, largo tiempo, pero me fugué porque alguien iba a silenciarme... Tuve que esconderme en otra identidad, huir, cambiarlo todo...

- Amadeo...

- Me llamo Jesús María Ballesteros.

Lucero cerró los labios y se dispuso a seguir escuchando. Supo que era el momento de enfrentar la verdad, la suya, la de él. Estuvo segura que eso era lo único que les permitiría seguir viviendo.

- Dejé todo atrás. Nada quedó que pudiera comprometerme o poner en peligro a quienes empezaran conmigo este nuevo camino. Tampoco a quienes dejé, para que pudieran olvidarme. Cuando llegué aquí no tenía nada, y desde entonces solo he acariciado los sueños que pueda conseguir con mis manos y con tu ayuda. Todo lo que anhelo es estar a tu lado.

El se había vuelto ya. Ella pudo ver brillando las gruesas lágrimas, que descendían con lentitud por sus mejillas, confundidas con las gotas de agua que se quedaron sin secar del rostro.

- Vienen por mí, y ya no quiero más huir... Voy a esperarlos.

Lucero Manrique se abrazó al torso de aquel hombre. El forzado ritual de bautizo, la breve confesión de tiempos sepultados en el olvido, más por dolor que por  vergüenza, entreabrían un espacio de luz cuya intensidad desconocía, pero en el cual quería situarse para que él la viera. De sus vísceras unas palabras brotaron, autoritarias, determinantes:

- Esperaremos juntos, mi amor.                                                                             ( continuará )

domingo, 29 de agosto de 2010

ZONA AUTORES IBEROAMERICANOS / UNA VISITA DE JUAN CARLOS ONETTI


EL PERRO TENDRÁ SU DÍA
por juan carlos onetti



Para mi Maestro, Enrico Cicogna

El capataz, descubierto por respeto, le fue pasando mano a mano los pedazos de carne sangrienta al hombre de la galera y la levita. Al fin de la tarde y en silencio. El hombre de la levita hizo un círculo con los brazos encima de la perrera y se alzó en seguida la ráfaga oscura de los cuatro doberman, casi flacos, huesos y tendones, y la ciega ansiedad de los hocicos, los dientes innumerables.

El hombre de la levita estuvo un rato viéndolos comer, tragar,  mirándolos después pedir más carne.

—Bueno —le dijo al capataz—, lo que le ordené. Toda el agua que quieran pero nada de comida. Hoy es jueves. Los suelta el sábado a esta hora más o menos, cuando caiga el sol. Y que todo el mundo se vaya a dormir. El sábado, sordos aunque oigan desde los galpones.

—Patrón —asintió el capataz.

Ahora el hombre de la levita le pasó al otro billetes color carne sin escucharle las palabras agradecidas. Bajó hacia la frente la galera gris y dijo mirando a los perros. Los cuatro doberman estaban separados por tejidos de alambre; los cuatro doberman eran machos.

—Subo a la casa dentro de media hora. Que tengan listo el coche. Voy a la capital. Asuntos. No sé cuántos días estaré allá. Y no olvides. Hay que cambiarle toda la ropa, después. Quema los documentos. La plata es tuya y todo lo que te guste, anillos, gemelos, reloj. Pero no uses nada hasta que hayan pasado meses. Yo te diré cuándo. El dinero es tuyo —reiteró—. A los cajetillas nunca les faltan. Y las manos; no te olvides de las manos.

Entonces era bajo y fuerte, vestido con bordados grises, cinturón ancho pesado de esterlinas, poncho oscuro y una corbata negra cuyo color le fue impuesto a los trece años y ya había olvidado por qué y por quién. El facón de plata, a veces, por alarde o adorno y el sombrero con el ala hacia atrás. Sus ojos, como los bigotes, tenían el color del alambre nuevo y la  misma rigidez.

Miraba sin verdadero odio ni dolor, invariable para los demás como si estuviera seguro de que la vida, la suya, acumularía rutinas plácidas hasta el final. Pero estaba mintiendo. Apoyado en la chimenea veía mintiendo la habitación, las butacas de seda y dorado donde nunca aceptó sentarse, los muebles de patas retorcidas, con puertas de vidrio, llenos de servicios para té, café y chocolate que tal vez nunca hubieran sido usados. La enorme pajarera con su temeroso estruendo, las curvas del sillón confidente, las bajas mesitas frágiles sin destino conocido. Las gruesas cortinas vinosas suprimían el tranquilo  atardecer; sólo existía el bricabrac asfixiante.

—Me voy para Buenos Aires —repitió el hombre, como todos los viernes con su voz lenta y grave—. El buque sale a las diez. Negocios, la estafa que me quieren hacer con tus campos del norte.

Miraba los dulces, las láminas de jamón, los pequeños quesos triangulares, la mujer manejando la tetera: joven, rubia, siempre pálida, equivocada ahora sobre su futuro inmediato. Miraba al niño de seis años nervioso y enmudecido, más blanco que su madre, siempre vestido por ella con ropas femeninas, excesivas en terciopelos y encajes. No dijo nada porque todo había sido dicho mucho tiempo atrás. La repugnancia de la mujer, el odio creciente del hombre,
nacidos en la misma extravagante noche de bodas en que fue engendrado el niño-niña que.se apoyaba ahora boquiabierto en el muslo de su madre mientras enroscaba con dedos inquietos los gruesos bucles amarillos que caían hasta el cuello, hasta el collar de pequeñas medallas benditas.

El milord era negro y lustroso y brillaba siempre corno recién barnizado; tenía dos enormes faroles que muchos años después se disputaría la gente rica de Santa María para adornar portales con una bombita eléctrica en lugar de velas. Lo arrastraba un tordillo hecho de plata o estaño. Y el coche no lo había hecho Daglio; fue traído desde Inglaterra.

A veces medía con envidia y casi con odio el ímpetu, la juventud ciega de la bestia; otras, imaginaba contagiarse de su salud, de su ignorancia del futuro.Pero tampoco aquel viernes —y menos que nunca aquel viernes— fue a Buenos Aires. Ni siquiera, en realidad, estuvo en Santa María; porque al llegar al principio de Enduro hizo que el tordillo joven que tiraba del birlocho torciera hacia la izquierda y lo arrastrara, haciendo volar terrones por el camino de barro seco que llevaba, atravesando paisajes de pasto quemado y algunos árboles solitarios y siempre distantes, hacia la playa sucia que muchos años después, convertida en balneario, poblada de chalets y comercios, llevaría su nombre, ayudaría en parte ínfima a cumplir su ambición.

Más adelante, en una extensión exagerada, el caballo trotó flanqueado por la mansedumbre de los trigales, de las granjas que parecían desiertas, blanqueando tímidas, hundidas en el calor creciente de la tarde.

Dejó el coche frente al rancho más grande del rancherío y, sin contestar saludos, alargó diez billetes al hombre oscuro que había salido a recibirlo. Pagaba el pienso de la bestia, el alojamiento en el corral, el secreto, el silencio que ambos sabían mentira.

Después caminó hasta la casita nueva y encalada, rodeada de yuyos, casi apoyada en un pino recto y gigantesco, plantado por nadie medio siglo atrás.

Por costumbre, imperioso y displicente, golpeó tres veces la puerta frágil con el mango del rebenque. Tal vez también esto formara parte implícita del rito: la mujer silenciosa, acaso ausente, demorándose. El hombre no volvió a llamar. Esperaba inmóvil, bebiendo en el jadeo esta primera cuota del sufrimiento semanal que ella, Josephine, le servía obediente y generosa.

Sumisa, la muchacha abrió la puerta, escondiendo el hastío y el asco, que había sido lástima, se desprendió la bata, la dejó caer al suelo y volvió desnuda a la cama. Un viernes lejano, inquieta porque temía a otro hombre, había consultado el relojito: supo así que la operación completa duraba dos horas. El se quitó el saco, lo unió al rebenque y al sombrero y fue colocando todo, ya tembloroso, sobre una silla. Luego se acercó y, como siempre, empezó por los pies de la muchacha, sollozando con su voz ronca, pidiendo perdón con bramidos incomprensibles por una culpa viejísima y sin remisión, mientras la baba caía mojando las uñas pintadas de rojo.

Casi en la totalidad de tres días la muchacha lo tuvo de espaldas, enrollando cigarrillos, silencioso, vaciando sin prisa ni borrachera los porrones de ginebra, levantándose para ir al baño o para acercarse rabioso y dócil al suplicio de la cama.

Traída por las semillas envueltas en blancos cabellos de seda, volando apoyada sobre el capricho del aire, la noticia llegó a Santa María, a Enduro, a la casita blanca próxima a la costa. Cuando el hombre la recibió —el cuidador del tordillo se animó a rascar la puerta y dio las nuevas desviando los ojos, la boina estrangulada en las grandes manos oscuras —comprendió que, increíblemente, la mujer desnuda y prisionera en la cama ya lo sabía.

De pie, afuera, inclinado sobre el murmullo servil y en decadencia, el dueño de los bigotes acerados, del milord, del caballito de plata, de más de la mitad de las tierras del pueblo, habló lentamente y habló demasiado:

—Ladrones de fruta. Para ellos tengo los mejores perros, los más asesinos de los perros. No atacan. Defienden. —Miró un instante el cielo impasible, sin sonrisa ni tristeza; sacó más billetes del cinto—. Pero yo no sé nada, no lo olvide. Yo estoy en Buenos Aires.

Era mediodía del domingo; pero el hombre no dejó la casita hasta la mañana del lunes. Ahora el caballito se sujetaba al trote, sin necesidad de ser dirigido, rítmico, volviendo a la querencia con un algo de animal mecánico, de juguete de feria.

—Un milico —pensó despreocupado el hombre cuando vio, apoyado en la pared, cerca del gran portón negro de hierro, con el ostentoso entrevero doble de una jota con una pe, a un policía joven y aburrido, con un uniforme que había sido azul y de un desaparecido más corpulento y alto.

—El primer milico —pensó el hombre casi sonriendo y llenándose, lentamente de un entusiasmo, de un principio de diversión.

—Perdone señor —dijo el uniforme, cada vez más joven y tímido a medida que se acercaba, casi un niño al final—. Me dijo el comisario Medina que le pidiera de darse una vuelta por el Destacamento. A voluntad de usted.

—Otro milico —murmuró el hombre, enredado en el vaho y el olor del  caballo—. Pero usted no tiene la culpa. Dígale a Medina que estoy en mi casa. Todo el día. Si quiere verme.




Sacudió apenas las riendas y el animal lo arrastró jubiloso, más allá del 
jardín y la arboleda, hasta la media luna de tierra seca donde estaban las cocheras.

Cabizbajos y diestros, ninguno de los hombres que se acercaron para recibirlo y desensillar habló de la noche del sábado ni de la madrugada del domingo.

Petrus no sonreía porque había descargado la burla desde años atrás, y tal vez para siempre, a los bigotes de viruta de acero. Recordaba impreciso su aproximación a la cincuentena; sabía todo lo que le faltaba hacer o intentar en aquel extraño lugar del mundo que aún no figuraba en los mapas; consideraba que no enfrentaría nunca un obstáculo más terco y viscoso que la estupidez y la incomprensión de los demás, de todas las otras con que estaría obligado a tropezar.

Y así, por la tarde, cuando el bochorno comenzaba a ceder bajo los árboles, llegó Medina, el comisario, intemporal, pesado e indolente, manejando el primer coche modelo T que logró vender Henry Ford en 1907.

El capataz lo saludó haciendo una venia demasiado lenta y exagerada. Medina lo midió con una sonrisa burlona y le dijo suavemente:

—Te espero a las siete en el Destacamento, Petrus o no Petrus. Te conviene ir. Te juro que no te va a convenir si me obligas a mandarte buscar.

El hombre dejó caer el brazo y aceptó moviendo la cabeza. No estaba  intimidado.

—El patrón dijo que si usted venía él estaba en la casa.

Medina taconeó sobre la tierra reseca y subió la escalera de granito, excesivamente larga y ancha. “Un palacio; el gringo cree vivir en un palacio aquí, en Santa María.”

Todas las puertas estaban cerradas al calor. Medina golpeó las manos como advertencia y se introdujo en la gran sala de las vitrinas, los abanicos y las flores. Con un traje distinto al de la mañana pero tan cuidado como si se hubiera vestido para un paseo inminente, ensombrerado, fumando en el único asiento que parecía capaz de soportar el peso de un hombre, Jeremías Petrus dejó en la alfombra el libro que estaba leyendo y alzó dos dedos como saludo y bienvenida.

—Siéntese, comisario.

—Gracias. La última vez que nos vimos yo me llamaba Medina.

—Pero hoy resolví ascenderlo. Ya sé lo que lo trajo.

Medina miró dudoso la profusión de butaquitas doradas.

—Siéntese en cualquiera —insistió Petrus—. Si la rompe me hace un favor. Y ante todo, ¿qué tomamos? Estoy pasado de ginebra.

—No vine a tomar.

—Ni tampoco a contarme que en horas de servicio nada de alcohol.

Hace meses que no me llegan botellas de Francia. Algún milico estará tomán- dose mi Moet Chandon en rueda de chinas. Pero tengo un bitter Campari que me parece justo para esta hora.

Movió una campanilla y vino el mucamo que estaba escuchando detrás de una cortina. Joven, moreno, el pelo aplastado y grasicnto. Medina lo conocía como carne de reformatorio, como mensajero de putas clandestinas —¿y qué mujer no lo es?—, como ladrón en descuidos.






Recordó, buscándole sin triunfo los ojos, la frase ya clásica y deformada: “Te conozco, Mirabelles”. Era cómico verlo con la chaqueta blanca y la corbata de smoking. “Se trajo de Europa juegos de muebles, una esposa, una puta, un cochecito y un potrillo. Pero no consiguió un sirviente exportable; tuvo que buscarlo en el basural de Santa María.”

Habían desfilado recuerdos de cosechas perdidas, de cosechas asombrosas, de subidas y caídas de precios de vacunos; habían sido barajados veranos e inviernos lejanos, gastados por el tiempo hasta ser irreales, cuando la botella anunció que sólo quedaban dos vasos del líquido rojo, suave como un agua dulce. Ninguno de los dos hombres había cambiado, ninguno revelaba la burla ni el dominio.

—La señora y el chico fueron a Santa María. Tal vez sigan más lejos. Nunca se sabe. Quiero decir que nunca se sabe con las mujeres —dijo Petrus.

—Le pido perdón, no le pregunté por la salud de la señora— dijo Medina.

—No tiene importancia. Usted no es médico, usted vino porque mis perros se comieron a un ladrón de gallinas.

—Perdón, don Jeremías. Vine a molestarlo por dos cosas. Nos llevamos al difunto disfrazado. Sus peones le embarraron la cara y las manos, lo vistieron con la ropa del capataz, le robaron lo que tenía. Anillos; bastó mirarle las marcas en los dedos. Bastó lavarlo para saber que vino limpito y bañado. Se olvidaron del perfume, tan fino y marica como el que usa su señora, Madame. Una trampa torpe hecha por la peonada.

Con esto me basta porque ya le conozco el nombre. Es muy posible que usted no sepa quién era y es posible que lo ubique cuando yo quiera decírselo o cuando vea, si quiere molestarse, el expediente en el Destacamento. Los perros le comieron la garganta, las manos, la mitad de la cara. Pero el difunto no vino a robar gallinas. Vino de Buenos Aires y usted no fue a Buenos Aires el viernes.

Una pausa mordida por los dos, un miedo compartido. Petrus olía un peligro pero ningún temor. Sus peones habían sido torpes y también él por haber confiado en ellos y en la farsa grotesca.

—Medina o comisario. Yo me fui a Buenos Aires el viernes. Casi todos los viernes voy. Pagué mucho dinero para que todos lo juren.

—Y todos juraron, don Jeremías. Nadie lo estafó, ni siquiera en un peso. Juraron por el miedo, por la Biblia y por las cenizas de sus putas madres. Aunque no todos eran huérfanos. Pero, sin adular, yo sentí que juraban comprometidos con otra cosa, con algo más que el dinero.

—Gracias —dijo Petrus sin mover la cabeza, con una línea burlona empujando los duros bigotes—. Historia terminada, sumario cerrado, yo estaba en Buenos Aires.

—Sumario cerrado porque el muerto estaba dentro de su casa, su tierra, su bendita propiedad privada. Y el asesinato no lo hizo usted. Lo hicieron los perros. Probé, don Jeremías. Pero sus perros se niegan a declarar.




—Doberman —asintió Petrus—. Raza inteligente. Muy refinados. No hablan con los perros policía.

—Gracias. Tal vez no sea por desprecio. Simple discreción. Otra vez: asunto archivado. Pero algunas cosas deben quedar claras. Usted no estaba por aquí la noche del sábado. Usted no estaba, tampoco, en Buenos Aires. Usted no estuvo, no vivió, no fue, de viernes a lunes.

Curioso. Una historia sobre un fantasma desaparecido. Eso no lo escribió nadie, nunca, y nadie me lo contó.

Entonces Jeremías Petrus abandonó el asiento y quedó de pie, inmóvil, mirando con fijeza la cara de Medina, el látigo inútil colgando de su antebrazo.

—Tuve paciencia —dijo lentamente, como si hablara a solas, como si murmurara frente al espejo ampliatorio que usaba para afeitarse por las mañanas—. Todo esto me aburre, me entorpece, me mata el tiempo. Quiero, tengo que hacer tantas cosas que tal vez no puedan caber en la vida de un hombre. Porque en esta tarea estoy solo—. Se interrumpió por minutos en la gran sala poblada de cosas, objetos, nacidos e impuestos de y por la nunca derrotada historia femenina, su voz había sonado, levemente, como plegaria y confesión. Ahora se hizo fría, regresó a la estupidez cotidiana para preguntar sin curiosidad, sin insulto: 

—¿Cuánto?

Medina rió suavemente, matizó su pobre alegría al ambiente de insoportables vitrinas, japonerías, abanicos, dorados, mariposas muertas y sujetas.

—¿Dinero? Nada para mí. Si quiere liquidar la hipoteca es cosa ajena, don Jeremías. Es del Banco o de nadie. Me queda el catre del Destacamento. —Hecho —dijo Petrus. —Como quiera. En pago quiero decirle algo que lo molestará tal vez al principio, desde esta noche o mañana, digamos...

—A usted nunca le gustó perder el tiempo. A mí tampoco. Tal vez por eso lo aguanté tantos años. Tal vez por eso lo escucho ahora. Hable.

—Usted manda. Creí que un poco de prólogo, entre dos caballeros que tienen las manos limpias... El caso es que Ma-muasel Josefina no quiso decir ni escuchar palabra. Perdón, dijo algo así, y una sola vez, como “Se petígarsón”. Un poco lloró. Después desparramó libras arriba de la cama. Están todavía en el Destacamento, junto al sumario, esperando al juez que fue a una cuadrera y tal vez se dé una vuelta por aquí, de paso.

—Es justo —dijo Petrus—. Que la hayan escuchado, no importa. Las libras, un poco menos de ciento treinta y siete, tampoco importan y no tienen relación con el asunto.

—Otra vez perdón —dijo Medina tratando de endulzar la voz—, menos de la mitad de cien.

—Entiendo, siempre hay gastos.

—Claro. Y sobre todo en los viajes. Porque Mamuasel estuvo consultando desde el teléfono del ferrocarril. Usted lo conoce al pobre Masiota y sabe cómo trata el pobre Masiota a todas las mujeres, siempre que no sea la suya, claro, como todos sabemos y basta mirarle el ojo izquierdo los lunes después de la borrachera conyugal del sábado. A todas las mujeres menos a la que soporta y a la que tuvo la suerte de encontrarlo semidespierto esta mañana de lunes en la estación, cuando usted reapareció. Le bastó una moneda, una sonrisa, un mesié le chef, para que el tipo le regalara todas las líneas telefónicas, todos los vagones de bolsas y vacas que esperaban en el desvío, todos los infinitos rieles que no sé adonde van, los de la izquierda y los de la derecha.

—¿Y? —dijo Petrus interrumpiendo y apurando con un talerazo en sus botas.

—Demoraba porque hablé de caballeros. Disculpe. Ya sé que no nos gusta perder el tiempo. Ahí va: Mamuasel debe haber agotado las pilas de nuestro jefe de estación. Pero en una o dos horas consiguió lo que quería. Tren, hotel, barco para Europa. Lo supe hace unos minutos, nunca falta un borracho o un vago en los bancos de la estación.

Petrus había estado mordiendo la plata del mango del talero, meditativo, privado de las ganas de golpear, mientras Medina, no  seguro ni en descuido, resbalaba el pulgar por el gatillo en la cintura.

Sin previo acuerdo los dientes y el pulgar, lentos, prolongaron la pausa; tanto, que no sirvió para esta historia. Al fin habló Petrus; usaba una voz despaciosa y ronca, una voz de mujer acosada por la menopausia.

Tenía el orgullo de no preguntar.

—Josephine sabía el nombre. Conocía el nombre del ladrón de gallinas y, estoy seguro, mucho más. No veo otra razón para irse.

—Puede ser, don Jeremías —silabeó Medina atento a la verticalidad del rebenque—. ¿Por qué se habría ido?

Hacía tanto tiempo que Petrus no reía que su boca abierta y negra empezó con un mugido largo y se fue apagando como un ternero perdido.

—¿Para qué explicar, comisario? Todas las mujeres son unas putas.

Peor que nosotros. Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas putas. He conocido algunas ante las cuales me parecía correcto sacarme el sombrero. Eran damas, eran señoras. Pero las de ahora no pasan de putitas, pobres putitas. 
—Cierto, don Jeremías —reculó ante el recuerdo lejano de la señora Petrus ofreciéndole té y tartas en aquella misma habitación—. Casi todas. Pobres, que no nacieron para otra cosa. Usted pelea para hacer un astillero. Contra todo el mundo. Yo peleo, los sábados para dormir borracho, a veces para enterarme de quién era el dueño de las ovejas robadas. También necesito tiempo para pintar. Pintar el río, pintarlos a ustedes.

—Le compré dos cuadros —dijo Petrus—. Dos o tres.

—Es cierto, don Jeremías; y los pagó bien. Pero no están en esta sala.

Están en el galpón de los peones. Eso no importa. Usted tenía razón en lo que estaba diciendo. Ellas no tienen ni un gramo de cerebro para ser algo más que lo que usted dijo.

El rebenque cayó entre las piernas, después al suelo, y Petrus, sentándose, invitó:

—¿Y si nos tomáramos otra, comisario?

Al salir Medina vio que una de las bestias dormía una siesta larga, protegida del sol.



viernes, 27 de agosto de 2010

EL PROYECTO DEL AUTOR / LOS BOSQUEJOS (3)

TIENE LA MUERTE
REBAÑO
Y CAMPANERO ( 3 )

Noir couple


El sonido del motor al salir del viraje, lo había despertado. Sus recuerdos, se empezaron a descolgar y una conciencia incómoda le hizo sentir que había dormido largo rato, cuando en realidad había cerrado los ojos apenas unos minutos. Mágicamente, se esculpieron dentro de él aquellos rostros de nombres olvidados, removidos de su pasado brumoso: Rosero, Sanmartín, Quiceno, Vargas, Varela, Cifuentes, Arboleda, el comandante Brito. Compañeros de formación y de trabajo cuya pista había ido perdiendo, y con el tiempo ya no había necesitado encontrar. Ignoraba cuantos de ellos seguían con vida o quienes se habían retirado. Una extendida fila de recuerdos comenzó a correr en desorden por su cabeza, mientras su boca se secaba y su lengua se ponía carrasposa, al recordar la inevitable expedición del tiempo, esa mierda era la pura verdad. Deseó ir hasta el servicio a refrescarse un poco, pero la oscuridad y una rara fatiga, quizá producida por los pensamientos, lo convencieron de quedarse sentado... Ese Quiceno, maldito recuerdo tan fresco, le puedo ver su cara de perrito asustado como si fuera ayer, cuando el comandante dijo que él se merecía el peor de los castigos, un consejo de guerra por hacer de sapo, por cacarear lo de nuestros trasteos nocturnos. Caímos con los pies, pues Arboleda ayudó a probar que nosotros dábamos comida a la gente pobre que vivía atrás de la Escuela. Bueno, nosotros éramos pobres también, siempre fuimos unos pobres diablos.
Había cerrado los ojos nuevamente y aquellas imágenes continuaron atadas por un hilo, que aunque tenue, persistía. No quería pensar en los asuntos del presente, que era como pensar en lo viejo que se sentía ya del alma, aunque su cuerpo bien cuidado le decía que él era un jayán todavía. Realmente, eran muchas las pequeñas razones para sentir aquello de que todo tiempo pasado fue mejor.


- Montes y los otros, van un mes pa’l calabozo. Quiceno, por su extraordinaria conducta al delatar a sus compañeros, se irá dos meses de vacaciones... pa’l “hueco”
Cuando escuchamos la sentencia de Salcedo, todos con la cara baja y un vago gesto de vergüenza, supimos de inmediato que aquella marca roja en nuestra hoja de vida significaba una asignación en una zona violenta, en cuanto acabáramos los meses de nuestra formación. Lo sentí por aquellos que yo sabía la iban a pasar negra, en lugares del mapa donde la calamidad era un asunto cotidiano. Solo faltaban setenta y cuatro días, setenta y cuatro dianas con izadita del trapito patrio.
- El cabo segundo Montes presentándose a mi Teniente Salcedo, para despedirse, señor.
- Descanse cabo. Siéntese.
Las notas musicales a bajo volumen surgían de algún lugar oculto, en el austero despacho del Comandante de la compañía Hermógenes Maza, aquel domingo de Junio de l.979. Las miríadas de minúsculas motas de polvo gravitaban sin concierto, descubiertas por la luz del sol matutino que se colaba por las celosías transparentes de la ventana.
- Acacías...
- ¿Señor?
- Es un lugar tranquilo, aunque esté en zona de orden público.
- Sí señor. Hay una brigada del ejército muy cerca. Será como vivir en medio de un verde océano.
- No, Montes. Se equivoca. Digo tranquilo porque no hay carros, ni ruido, pero no falta mucho tiempo para que eso sea una zona de guerra.
- Estoy preparado para todo, señor.

La gigantesca oruga de dieciocho ruedas pasó por un lado del pullman, haciendo vibrar las ventanillas con el bramido de su motor, y de paso regresándolo al presente. Aquellos recuerdos volvieron a su escondrijo. Sí, lo habían preparado para todo, para cumplir con aquello que le ordenaran, aunque muchas veces habría dado cualquier cosa por estar en el pellejo de otro, y no tener que obedecer disposiciones cuyo acatamiento disminuía los derechos de otros. Había retenido a personas inocentes, golpeado y torturado a indefensos, a seres que no tenían culpa alguna o acaso para amparar a los verdaderos responsables de dar con sus huesos a la cárcel. Había visto el fondo, en los ojos de los que por su mano murieron, y esas imágenes yacían imborrables en lo profundo de su mente. Formaban una clase de rosario, cuyas cuentas talladas volvían a recontarse una y otra vez, sin que pudiera evitarlo. Había ido vaciando sus ojos de mirada y la luz que allí hubo fue trocándose en sombra, esa sombra que tienen en la mirada aquellos que son capaces de herir espontáneamente, sin demasiada provocación, produciendo a otros seres dolores enormes. Podía ver en sus manos los actos de muerte, también las veces que debió evitar un menoscabo y no lo hizo. Lograba evocar sus piernas fuertes huyendo de los lugares que un día fueran de vida, de fe, de grata compañía, pero que a su arribo se convirtieron en sitios de muerte, de vacío y desesperanza. Logró que mucha gente no olvidara jamás su rostro, aunque muchas veces optó por la triquiñuela fatídica de los verdugos: Eligió guardar su cara de la mirada de luna de los que luego serían cadáveres, porque en las noches silenciosas antes del sueño, creía ver otra vez esas últimas miradas, tan semejantes a las de una vaca que ha dejado de pastar porque algo roba su atención. Esas miradas de condenados sin juicio le alejaban el sueño, le mostraban el infierno, donde la muerte causada por él llevaba la marca de su esfuerzo... Cubrirse la cara con un trapo de ejecutor demostró ser algo útil cuando apretaba el gatillo, en tanto miraba la víctima a los ojos. Bajo el sol del día siguiente, cuando por la calle descendía el fúnebre cortejo, sabía que su destino era ocultarse. En últimas, solamente se cubría ante los otros; al llegar la noche solamente los somníferos le ayudaban a cerrar los ojos, y cuando no llegaba el sueño y pensaba que tendría grabadas esas caras para siempre, diluía en litros de licor aquellas miradas que esperaron hasta el final a que les perdonara la vida. Esa cuenta, las de los muertos que puso para cumplir superiores propósitos, la perdió hace años; también perdió el balance de los que mató para conservar su cargo, el listado de aquellos que se volvieron más valiosos bajo tierra, porque caminando podían comprometerlo. Algo que se hizo, algo que se dijo, o que se supo. Extravió en su cerebro los nombres de esos rostros muertos, hijos de la guerra, como él.


Se hizo otra vez aquella pregunta, y debió reconocer que nada de eso había valido la pena. Lo que alguna vez deseó no lo pudo conseguir. Ninguna mujer se quedó el tiempo suficiente para confiar en él, a fuerza de mantener aquella coraza que había construido alrededor de sí mismo se había vuelto impenetrable. Sin una mujer, los propósitos eran toscos, egoístas, cualquier sueño por ganar se volvió solamente una quimera de piedra. Logró pingues dividendos y una inmensa secuencia de momentos infelices. El paso del tiempo le había hecho ver que su labor era un calvario, un sucio matadero de cuyos altos ganchos pendían vivos aun y vigilándolo, los que se habían excedido en darle órdenes malvadas, que seguían esperándolo para que terminara de encargarse, de cumplir cualquier misión o procedimiento con prontitud, en busca de un resultado claro, fácil de utilizar como prueba por una autoridad superior, cómodo de exponer por un fiscal ante un juez, irrebatible. ¡Cómo soñó que uno solo de esos seres se enfrentara a él, y ello evitara las muertes de todos los que faltaban!¡Cuántas veces deseó que durante una incursión, una matanza, al menos uno de aquellos se abogara sus derechos y lo atacara a él, lo dejara tendido en el suelo, desangrándose, para salvarlo a él de sí mismo, a los días que le restaban, del escarnio de sus actos crueles, para preservar sus propias vidas! Su adultez ha transcurrido en quehaceres contrarios a los que juró respetar y defender, y en el embate furioso por la sobrevivencia ha logrado extraviar las pocas respuestas que alguna vez tuvo acerca de sí mismo... Se preguntó, estúpidamente, cuantos de aquellos sucios trabajos le faltaban.
No había nada allá afuera que llamara su atención. Era un todo oscuro, como el que sentía dentro, pero dejó la cara contra la ventana como sí esperara por algo que aparecería de repente. Miró su reloj para calcular cuanto tiempo restaba para llegar hasta el siguiente pueblo. Este viaje, acaso era este uno de sus últimos trabajos. No habría fuerza que oponer a un destino que ya estaba dispuesto, como lo estuvo tantas veces en que no fue la víctima, sino el desatento victimario. Cuantos quehaceres oscuros, este no lo era tanto... No importa que él fuera el último en caer, sería bueno que cayera al final de su propia guerra.      ( continuará )

jueves, 26 de agosto de 2010

ZONA DEL CUENTO LATINOAMERICANO / UNA JOYA PULIDA POR EL TIEMPO

NOS HAN DADO LA TIERRA
por Juan Rulfo


Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:



-Son como las cuatro de la tarde.


Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: "Somos cuatro". Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.
Faustino dice:



-Puede que llueva.


Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos.
Nos dijeron:



-Del pueblo para acá es de ustedes.


Nosotros preguntamos:



-¿El Llano?

- Sí, el llano. Todo el Llano Grande.


Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:



-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.

-Es que el llano, señor delegado...

-Son miles y miles de yuntas.

-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.


-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.



- Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.

- Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.

- Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...


Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Melitón dice:



-Esta es la tierra que nos han dado.


Faustino dice:



-¿Qué?


Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."
Melitón vuelve a decir:



-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.

-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.


Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:



-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?

-Es la mía- dice él.

-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?

-No la merqué, es la gallina de mi corral.

-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?

-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.

-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.


Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:



-Estamos llegando al derrumbadero.


Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.



-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.


Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba.