viernes, 27 de agosto de 2010

EL PROYECTO DEL AUTOR / LOS BOSQUEJOS (3)

TIENE LA MUERTE
REBAÑO
Y CAMPANERO ( 3 )

Noir couple


El sonido del motor al salir del viraje, lo había despertado. Sus recuerdos, se empezaron a descolgar y una conciencia incómoda le hizo sentir que había dormido largo rato, cuando en realidad había cerrado los ojos apenas unos minutos. Mágicamente, se esculpieron dentro de él aquellos rostros de nombres olvidados, removidos de su pasado brumoso: Rosero, Sanmartín, Quiceno, Vargas, Varela, Cifuentes, Arboleda, el comandante Brito. Compañeros de formación y de trabajo cuya pista había ido perdiendo, y con el tiempo ya no había necesitado encontrar. Ignoraba cuantos de ellos seguían con vida o quienes se habían retirado. Una extendida fila de recuerdos comenzó a correr en desorden por su cabeza, mientras su boca se secaba y su lengua se ponía carrasposa, al recordar la inevitable expedición del tiempo, esa mierda era la pura verdad. Deseó ir hasta el servicio a refrescarse un poco, pero la oscuridad y una rara fatiga, quizá producida por los pensamientos, lo convencieron de quedarse sentado... Ese Quiceno, maldito recuerdo tan fresco, le puedo ver su cara de perrito asustado como si fuera ayer, cuando el comandante dijo que él se merecía el peor de los castigos, un consejo de guerra por hacer de sapo, por cacarear lo de nuestros trasteos nocturnos. Caímos con los pies, pues Arboleda ayudó a probar que nosotros dábamos comida a la gente pobre que vivía atrás de la Escuela. Bueno, nosotros éramos pobres también, siempre fuimos unos pobres diablos.
Había cerrado los ojos nuevamente y aquellas imágenes continuaron atadas por un hilo, que aunque tenue, persistía. No quería pensar en los asuntos del presente, que era como pensar en lo viejo que se sentía ya del alma, aunque su cuerpo bien cuidado le decía que él era un jayán todavía. Realmente, eran muchas las pequeñas razones para sentir aquello de que todo tiempo pasado fue mejor.


- Montes y los otros, van un mes pa’l calabozo. Quiceno, por su extraordinaria conducta al delatar a sus compañeros, se irá dos meses de vacaciones... pa’l “hueco”
Cuando escuchamos la sentencia de Salcedo, todos con la cara baja y un vago gesto de vergüenza, supimos de inmediato que aquella marca roja en nuestra hoja de vida significaba una asignación en una zona violenta, en cuanto acabáramos los meses de nuestra formación. Lo sentí por aquellos que yo sabía la iban a pasar negra, en lugares del mapa donde la calamidad era un asunto cotidiano. Solo faltaban setenta y cuatro días, setenta y cuatro dianas con izadita del trapito patrio.
- El cabo segundo Montes presentándose a mi Teniente Salcedo, para despedirse, señor.
- Descanse cabo. Siéntese.
Las notas musicales a bajo volumen surgían de algún lugar oculto, en el austero despacho del Comandante de la compañía Hermógenes Maza, aquel domingo de Junio de l.979. Las miríadas de minúsculas motas de polvo gravitaban sin concierto, descubiertas por la luz del sol matutino que se colaba por las celosías transparentes de la ventana.
- Acacías...
- ¿Señor?
- Es un lugar tranquilo, aunque esté en zona de orden público.
- Sí señor. Hay una brigada del ejército muy cerca. Será como vivir en medio de un verde océano.
- No, Montes. Se equivoca. Digo tranquilo porque no hay carros, ni ruido, pero no falta mucho tiempo para que eso sea una zona de guerra.
- Estoy preparado para todo, señor.

La gigantesca oruga de dieciocho ruedas pasó por un lado del pullman, haciendo vibrar las ventanillas con el bramido de su motor, y de paso regresándolo al presente. Aquellos recuerdos volvieron a su escondrijo. Sí, lo habían preparado para todo, para cumplir con aquello que le ordenaran, aunque muchas veces habría dado cualquier cosa por estar en el pellejo de otro, y no tener que obedecer disposiciones cuyo acatamiento disminuía los derechos de otros. Había retenido a personas inocentes, golpeado y torturado a indefensos, a seres que no tenían culpa alguna o acaso para amparar a los verdaderos responsables de dar con sus huesos a la cárcel. Había visto el fondo, en los ojos de los que por su mano murieron, y esas imágenes yacían imborrables en lo profundo de su mente. Formaban una clase de rosario, cuyas cuentas talladas volvían a recontarse una y otra vez, sin que pudiera evitarlo. Había ido vaciando sus ojos de mirada y la luz que allí hubo fue trocándose en sombra, esa sombra que tienen en la mirada aquellos que son capaces de herir espontáneamente, sin demasiada provocación, produciendo a otros seres dolores enormes. Podía ver en sus manos los actos de muerte, también las veces que debió evitar un menoscabo y no lo hizo. Lograba evocar sus piernas fuertes huyendo de los lugares que un día fueran de vida, de fe, de grata compañía, pero que a su arribo se convirtieron en sitios de muerte, de vacío y desesperanza. Logró que mucha gente no olvidara jamás su rostro, aunque muchas veces optó por la triquiñuela fatídica de los verdugos: Eligió guardar su cara de la mirada de luna de los que luego serían cadáveres, porque en las noches silenciosas antes del sueño, creía ver otra vez esas últimas miradas, tan semejantes a las de una vaca que ha dejado de pastar porque algo roba su atención. Esas miradas de condenados sin juicio le alejaban el sueño, le mostraban el infierno, donde la muerte causada por él llevaba la marca de su esfuerzo... Cubrirse la cara con un trapo de ejecutor demostró ser algo útil cuando apretaba el gatillo, en tanto miraba la víctima a los ojos. Bajo el sol del día siguiente, cuando por la calle descendía el fúnebre cortejo, sabía que su destino era ocultarse. En últimas, solamente se cubría ante los otros; al llegar la noche solamente los somníferos le ayudaban a cerrar los ojos, y cuando no llegaba el sueño y pensaba que tendría grabadas esas caras para siempre, diluía en litros de licor aquellas miradas que esperaron hasta el final a que les perdonara la vida. Esa cuenta, las de los muertos que puso para cumplir superiores propósitos, la perdió hace años; también perdió el balance de los que mató para conservar su cargo, el listado de aquellos que se volvieron más valiosos bajo tierra, porque caminando podían comprometerlo. Algo que se hizo, algo que se dijo, o que se supo. Extravió en su cerebro los nombres de esos rostros muertos, hijos de la guerra, como él.


Se hizo otra vez aquella pregunta, y debió reconocer que nada de eso había valido la pena. Lo que alguna vez deseó no lo pudo conseguir. Ninguna mujer se quedó el tiempo suficiente para confiar en él, a fuerza de mantener aquella coraza que había construido alrededor de sí mismo se había vuelto impenetrable. Sin una mujer, los propósitos eran toscos, egoístas, cualquier sueño por ganar se volvió solamente una quimera de piedra. Logró pingues dividendos y una inmensa secuencia de momentos infelices. El paso del tiempo le había hecho ver que su labor era un calvario, un sucio matadero de cuyos altos ganchos pendían vivos aun y vigilándolo, los que se habían excedido en darle órdenes malvadas, que seguían esperándolo para que terminara de encargarse, de cumplir cualquier misión o procedimiento con prontitud, en busca de un resultado claro, fácil de utilizar como prueba por una autoridad superior, cómodo de exponer por un fiscal ante un juez, irrebatible. ¡Cómo soñó que uno solo de esos seres se enfrentara a él, y ello evitara las muertes de todos los que faltaban!¡Cuántas veces deseó que durante una incursión, una matanza, al menos uno de aquellos se abogara sus derechos y lo atacara a él, lo dejara tendido en el suelo, desangrándose, para salvarlo a él de sí mismo, a los días que le restaban, del escarnio de sus actos crueles, para preservar sus propias vidas! Su adultez ha transcurrido en quehaceres contrarios a los que juró respetar y defender, y en el embate furioso por la sobrevivencia ha logrado extraviar las pocas respuestas que alguna vez tuvo acerca de sí mismo... Se preguntó, estúpidamente, cuantos de aquellos sucios trabajos le faltaban.
No había nada allá afuera que llamara su atención. Era un todo oscuro, como el que sentía dentro, pero dejó la cara contra la ventana como sí esperara por algo que aparecería de repente. Miró su reloj para calcular cuanto tiempo restaba para llegar hasta el siguiente pueblo. Este viaje, acaso era este uno de sus últimos trabajos. No habría fuerza que oponer a un destino que ya estaba dispuesto, como lo estuvo tantas veces en que no fue la víctima, sino el desatento victimario. Cuantos quehaceres oscuros, este no lo era tanto... No importa que él fuera el último en caer, sería bueno que cayera al final de su propia guerra.      ( continuará )

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