domingo, 22 de agosto de 2010

EL PROYECTO DEL AUTOR / LOS BOSQUEJOS (1)

TIENE 

La MUERTE REBAÑO Y CAMPANERO (1)

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   POR     JOSE   IGNACIO  RESTREPO

UNO

Y volviendo a la realidad, me levanto del húmedo piso de madera, que no deja de vibrar por la acción de las ruedas sobre el riel. Camino dos pasos y entreabro un poco aquel pesado tablón corredizo, que me separa de la realidad exterior, nodriza callada y negra que me contiene pero está ajena a mí. El aire quieto es cortado por la máquina, lo abate sin apenas resistencia, en tanto arrastra sus gigantes hijuelos ceñidos, obedientes y ciegos. Estos suelos están ahora pantanosos por la lluvia, y sus charcos extendidos alimentan a millones de bichos. Al secarse, la humedad queda en el aire, juntamente con todos los pequeños seres que vuelan desesperados, produciendo sus renovadas monotonías, lo que hace del ambiente un mal amigo a la hora de ordenar en la cabeza la idea más simple. Me siento enfermo, con la ropa pegada al cuero y un ardor de muerte en la cabeza. Después de todo lo que ha pasado, no  puedo más que odiar el estar consciente.

Aquella mezcla de viento virgen y vaho fermentado a pantano, despierta una náusea  guardada por veinte años, y entonces devuelvo la puerta sobre sus rieles. Es mejor seguir respirando el afirmado de heces y sangre de bovino, que habita en todo el vagón y que se ha levantado un poco más al introducirse el viento hace un momento.
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Vaivén de vagones, olor a bueyes que ignorantes de su destino viajaron aquí, en este furgón que pronto será podrida madera. Animales cuyo fin era el verdugo, al que solo verían una única vez. Buey, que feo que le digan así a uno. Desde chico el que se deja decir así, ya sabe que su destino es el azote, la burla, el matadero. Ese lugar. Allí también todo hiede a estos aromas esenciales, a sangre, a músculo trabado en una fuerza. Las grietas de esta madera cuarteada por jornadas inclementes, guardan conciertos de mugidos, aÍdas cantadas con ira, mientras las coces sin dirección golpeaban a otros congéneres, que como ellos inquieren con los ojos fuera de las orbitas, al asesino, a ese ser pálido, enjuto, que mediante hábil treta los puso a todos allí.

Si. Transcurrido el tiempo, incluso aquellos olores básicos pierden su distinción a nuestro olfato, aunque continúen allí, prendidos de las cosas. Este olor, no obstante, también está adherido a un monólogo viejo y de escaso sentido, que ha estado apuntalándose sobre una vaga reflexión relativa a  la muerte, que ha estado impugnando el caos de todo desde dignidades marginales, quizá irresponsables, según las cuales todos los demás tienen culpas menos el que firma y habla. Es una rutina casi circense, que sin duda sobrevive de mi lejana pubescencia. Pienso que tuvo su origen mientras me maleducaban sin esfuerzo, inculcándome que todo debía caber dentro de los límites repetidos por aquellas palabras iracundas y a la vez  puritanas,  que brotaban del cerebro alicorado de mi padre, siempre proclive a encontrar culpables para la marcha errática de su conducta. Tarde a tarde las escucho nuevamente, pronunciadas por bocas jóvenes que se agitan en rostros fuertes y atractivos, que se jactan de sus gustos naturistas e inofensivos enarbolan banderas contra la guerra. En secreto disfrutan lanzándose en ristre contra el que se les oponga, con el engreimiento tablajero, cazador y nocivo, que está exento desde siempre de la más mínima tibieza.

Es mi olor, materia corrompida por el excesivo encierro, la falta de luz, y de aire. He llegado tantas veces hasta aquí, a este vértigo, que no se guarda del sol ni de la noche, sino que va pegado de la piel como tatuaje, y se mete a mis vísceras sin lograrse salir, odiado por mi vientre y por mis huesos, por el piélago desteñido de mis ojos, que no sé como se ven ilesos todavía en los ojos de los otros.
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La soledad y este rítmico y suave bamboleo son el manantial de estos marchitos pensamientos. El traste, y el roce de las ruedas del vagón, batallan sin piedad contra los rieles. Tantas imágenes de filmes, tantas fotos, mostrando el recorrido de la guerra en largos trenes, los rostros famélicos, inocentes, etnias vencidas sin luchar, corrompidas por los dueños de la historia, que advirtieron al mundo sus motivos para acabar con ellos, para dejarlos sin sitio ni nombre y luego transportarlos en vagones iguales a éste, dejarlos sin vida, sacarlos hechos cadáveres, como flacas vaquillas cuyos mugidos en el encierro no podían oírse... Estos vagones tienen eso, este pendular siniestro, esta ahogada acústica de muerte. Recuerdo, mi boca lo hace, lo atestigua mi plexo sudoroso, que este mismo aroma es el aire que ofrecen otras partes; en la cárcel, por ejemplo, cuando es largo el invierno y la gente que te quiso debe pensar que ya estás muerto. En la calle, al ver pasar los rostros que parecen conocidos, porque tu soledad es afín a la de ellos, cuando ningún salario se te ofrece y nadie requiere un favor que tu le prestes. Has comenzado a cuestionar el orden, a dudar del sentido de las cosas, a luchar con tu mente que, sin decírtelo, devanea con la idea del suicidio. Entonces surge esa grieta en tu cabeza, primero superficial, casi invisible, luego bruscamente, con mayor hondura, te vas a medir si cabes y te caes, y es realmente un socavón sin fondo, lleno de ecos que reverberan sin que tu hables, tu voz que habla sin que puedas entenderla, que usa tu cerebro sin tu permiso expreso. Y al tanto ya es un grito levantándose en tu cuerpo, asaltándote por sorpresa. Todo tú, un grito extenso que tiene apenas una sílaba de craso dolor, de infernal desgarramiento, el alma exclamando desde la boca del estómago tras cada golpe de hambre, de terror, de frío. Ya para entonces hace rato sabes, que de eso no te puedes defender con nada.

Me pasó hace tiempo eso, hace más de diez años. Llevo desde esos días mis pensamientos tatuados al pellejo, y me siento cubierto de la badana sin curtir de un animal difunto, que fue víctima de una emboscada con la noche, coágulos cosidos de fibras, cicatrices varadas como barcos de guerra que encallaran en playas sin nombre. Estoy loco, viejo prematuramente, y muerto por dentro. Estoy exhausto de mirar la pobre vida que se me aproxima, para decirme que espere por algo, cuando de lejos se ve el vacío profundo y sin sentido que abriga, el sopor inválido que su conciencia alienta. He elegido  alejarme de todo aquello que pueda darme vida... ¿Cómo saber que hora se avecina? O ¿de qué tiempo es este oscuro cielo? Así también se ignoran tareas sencillas del destino, que hoy puede revelar la gruesa voz del aire rasgado por la máquina, como una oruga larga cuyo negro cuerpo cimbreante ignora que en su interior viaja un hijo de la guerra, en sus entrañas apestosas a heces de buey, hace siglos muertos...                      (continuará)
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1 comentario:

Alejandra Barrionuevo dijo...

Que certeza tenemos del tiempo si es algo vago e inexistente, un reloj no nos marca la vida solo el transcurrir, no nos hace sabios, nos hace viejos.Que importa que tiempos se avecinan, si de todos modos pareces muerto en vida. Te niegas a lo que te asemeja a un ser humano, mas bien pareces un animal carroñero, regodeándose en la podredumbre, las guerras , las de todos los días se asemejean a las grandes guerras, el sustento te cuesta tanto que te sientes morir de a poco.LO hediondo te cerca, parece muerte o quizás una vida necia, no vivida?

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