viernes, 21 de enero de 2011

CON SU CREDENCIAL EN LA MANO / UN CUENTO DE RAY BRADBURY


El emisario
por
Ray Bradbury



Supo que había llegado de nuevo el otoño, porque Torry entró retozando en la casa, trayendo con él un refrescante olor a otoño. En cada uno de sus perrunos rizos negros llevaba una muestra del otoño: tierra húmeda, con la humedad peculiar de aquella estación, y hojas secas, color de oro pajizo. El perro olía exactamente igual que el otoño.Martin Christie se incorporó en la cama y alargó una mano pálida y pequeña. Torry ladró y exhibió una generosa longitud de lengua, la cual pasó una y otra vez por el dorso de la mano de Martin. Torry la lamía como si fuera una golosina. "A causa de la sal", declaró Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de un salto.
-Baja -le advirtió Martin-. A mamá no le gusta que te subas a la cama. -Torry aplastó sus orejas-. Bueno...-condescendió Martin-. Pero sólo un momento, ¿eh?
Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un recién nacido. Recién salido de las entrañas del otoño.
-¿Qué has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo.
Tendido allí, Torry se lo contaría. Tendido allí, Martin sabría qué aspecto tenía el otoño; como antes, cuando la enfermedad no lo había postrado en la cama. Ahora su único contacto con el otoño era el perro, con su olor a tierra húmeda y a hojas secas, su color de oro pajizo.
-¿Dónde has estado hoy, Torry?
Pero Torry no tenía que contárselo. Martin lo sabía. Había trepado hasta lo alto de una colina, por un sendero tapizado de hojas secas, para ladrar desde allí su canino deleite. Había vagabundeado por la ciudad pisando el barro formado por las intensas lluvias. Allí había estado Torry.
Y los lugares visitados por Torry podían ser visitados después por Martin; porque Torry se los revelaba siempre por el tacto, a través de la humedad, la sequedad o el encrespamiento de su piel. Y, tendido en la cama, con la mano apoyada sobre Torry, Martin conseguía que su mente reconstruyera cada uno de los paseos de Torry a través de los campos, a lo largo de la orilla del río, por los senderos bordeados de tumbas del cementerio, por el bosque... A través de su emisario, Martin podía ahora establecer contacto con el otoño.
La voz de su madre se acercaba, furiosa.
Martin empujó al perro.
-¡Baja, Torry!
Torry desapareció debajo de la cama en el mismo instante en que se abría la puerta de la habitación y aparecía mamá, echando chispas por sus ojos azules. Llevaba una bandeja de ensalada y jugos de fruta.
-¿Está Torry aquí? -preguntó.
Al oír pronunciar su nombre, Torry golpeó alegremente el suelo con la cola.
Mamá dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con aire impaciente.
-Ese perro es una calamidad. Siempre está metiendo las narices por todas partes y cavando agujeros. Esta mañana ha estado en el jardín de la señorita Tarkins, y ha excavado uno enorme. La señorita Tarkins está furiosa.
-¡Oh! -Martin contuvo la respiración.
Debajo de la cama no se produjo el menor movimiento. Torry sabía cuándo tenía que mantenerse quieto.
-Y no es la primea vez -dijo mamá-.¡El de hoy es el tercer agujero que cava esta semana!
-Tal vez esté buscando algo.
-Lo que se está buscando es un disgusto. Es un chismoso incorregible. Siempre está metiendo las narices donde no le importa. ¡Dichosa curiosidad!
Hubo un tímido pizzicato de cola debajo de la cama. Mamá no pudo evitar una sonrisa.
-Bueno -concluyó-, si no deja de cavar agujeros en los patios, tendré que atarlo y no dejarlo salir más.
Martin abrió la boca de par en par.
-¡Oh, no, mamá! ¡No hagas eso! Si lo hicieras, yo no sabría... nada. Él me lo cuenta todo.
La voz de mamá se ablandó.
-¿De veras, hijo mío?
-Desde luego. Sale por ahí y cuando regresa me cuenta todo lo que ocurre.
-Me alegro de que te lo cuente todo. Me alegro de que tengas a Torry.
Permanecieron unos instantes en silencio, pensando en lo que hubiera sido el año que acababa de transcurrir sin Torry. Dentro de dos meses, pensó Martin, podría abandonar el lecho, según decía el médico, y salir de nuevo a la calle.
-¡Sal, Torry!
Murmurando palabras cariñosas, Martin ató la nota al collar del perro. Era un cartoncito cuadrado, con unas letras dibujadas en negro:
Me llamo Torry. ¿Quiere hacerle una visita a mi dueño, que está enfermo? ¡Sígame!
La cosa daba resultado. Torry paseaba aquel cartoncito por el mundo exterior, todos los días.
-¿Lo dejarás salir, mamá?
-Sí, si se porta bien y no cava más agujeros.
-No lo hará más. ¿Verdad, Torry?
El perro ladró.

***
El perro se alejó de la casa, en busca de visitantes. El día anterior había traído a la señora Holloway, de la Avenida Elm, con un libro de cuentos como regalo; el día antes Torry se había sentado sobre sus patas traseras delante del señor Jacob, el joyero, mirándolo fijamente. El señor Jacob, intrigado, se había inclinado a leer el mensaje y se había apresurado a hacerle una corta visita a Martin.
Ahora, Martin oyó al perro regresando a través de la humeante tarde, ladrando, corriendo, ladrando de nuevo...
Detrás del perro, unos pasos ligeros. Alguien tocó el timbre de la puerta, suavemente. Mamá respondió a la llamada. Unas voces hablaron.
Torry corrió arriba, se encaramó al lecho de un salto. Martin se inclinó hacia delante, excitado, con los ojos brillantes, para ver quién subía a visitarle esta vez. Quizás la señorita Palmborg, o el señor Ellis, o la señorita Jendriss, o...
El visitante subía la escalera hablando con mamá. Era una voz femenina, juvenil, alegre.
Se abrió la puerta.
Martin tenía compañía.
***
Transcurrieron cuatro días, durante los cuales Torry hizo su trabajo, informó de la temperatura ambiente, de la consistencia del suelo, de los colores de las hojas, de los niveles de la lluvia, y, lo más importante de todo, trajo visitantes.
A la señorita Haight, otra vez, el sábado. La señorita Haight era la joven sonriente y guapa con el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de la Calle Park. Era su tercera visita en un mes.
El domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes la señorita Clark y el señor Henricks.
Y, a cada uno de ellos, Martin les explicó su perro. Cómo en primavera olía a flores silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo tostado por el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre su pelaje, para que Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a los visitantes, tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.
Luego, una mañana, mamá le habó a Martin de la señorita Haight, la joven guapa y sonriente.
Estaba muerta.
Había fallecido en un accidente de automóvil en Glen Falls.
Martin estaba cogido a su perro, recordando a la señorita Haight, pensando en su modo de sonreír, pensando en sus brillantes ojos, en su maravilloso pelo castaño, en su delgado cuerpo, en su andar suave, en las bonitas historias que contaba acerca de las estaciones y de la gente.
Ahora está muerta. No sonreiría ni contaría historias nunca más. Porque estaba muerta.
-¿Qué hacen en la tumba, mamá, debajo del suelo?
-Nada.
-¿Quieres decir que se limitan a estar tendidos allí?
-A descansar allí -rectificó mamá.
-¿A descansar allí...?
-Sí -dijo mamá-. Eso es lo que hacen.
-No parece que tenga que ser muy divertido.
-No creo que lo sea.
-¿Por qué no se levantan y salen a dar un paseo de cuando en cuando si están cansados de estar allí?
-Bueno, ya has hablado bastante por hoy -dijo mamá.
-Sólo quería saberlo.
-Pues ahora ya lo sabes.
-A veces creo que Dios es tonto.
-¡Martin!
Pero Martin estaba lanzado.
-¿No crees que podría tratar mejor a la gente, y no obligarla a permanecer allí tendida, sin moverse? ¿No crees que podía encontrar un sistema mejor? Cuando yo le digo a Torry que se haga el muerto, lo hace durante un rato, pero cuando se cansa mueve la cola, y parpadea, y le dejo que se levante y salte a mi cama... Apuesto lo que quieras a que a esas personas que están en la tumba les gustaría poder hacer lo mismo, ¿verdad Torry?
Torry ladró.
-¡Basta! -dijo mamá, en tono firme-. ¡No me gusta que hables de esas cosas!
***
El otoño continuó. Torry corrió a través de los bosques, a lo largo de la orilla del río, por el cementerio, como era su costumbre, y arriba y abajo de la ciudad, sin olvidar nada.
A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer, no podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin, nadie parecía prestar atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún visitante. Martin estaba profundamente desilusionado por ello.
Mamá se lo explicó.
-Todo el mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y todo eso... La gente tiene otras preocupaciones para andar leyendo los cartoncitos que un perro lleva colgados al cuello.
-Sí -dijo Martin-, debe de ser eso.
***
Pero la cosa era algo más complicada. Torry tenía un extraño brillo en los ojos. Como si en realidad no buscara a nadie, o no le importara, o... algo. Algo que Martin no conseguía imaginar. Tal vez Torry estaba enfermo. Bueno, al diablo con los visitantes. Mientras tuviera a Torry, todo iba bien.
Y entonces, un día, Torry salió de casa y no regresó.
Martin esperó tranquilamente al principio. Luego... nerviosamente. Luego... ansiosamente.
A la hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a Torry. No ocurrió nada. Fue inútil. No hubo ningún sonido de patas a lo largo del sendero que conducía a la casa. Ningún ladrido desgarró el frío aire nocturno. Nada, Torry se había marchado. Torry no iba a regresar a casa... nunca.
Unas hojas cayeron más allá de la ventana. Martin hundió el rostro en la almohada, sintiendo un agudo dolor en el pecho.
El mundo estaba muerto. Ya no había otoño, porque no había ya ninguna piel que lo trajera a la casa. No habría invierno, porque no habría unas patas humedecidas de nieve. No habría más estaciones. No habría más tiempo. El emisario se había perdido entre el tráfago de la civilización, probablemente aplastado por un automóvil, o envenenado, o robado, y no habría más tiempo.
Martin empezó a sollozar. No tendría ya más contacto con el mundo. El mundo estaba muerto.
***
Martin se enteró de que había llegado la fiesta de Todos los Santos por los tumultos callejeros. Pasó los tres primeros días de noviembre tumbado en la cama, mirando al techo, contemplando en él las alternativas de luz y de oscuridad. Los días se habían hecho más cortos, más oscuros, lo sabía por la ventana. Los árboles estaban desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y su temperatura, pero sólo era un espectáculo en la parte exterior de su ventana, nada más.
Martin leía libros acerca de las estaciones y de la gente de aquel mundo que ahora no existía. Escuchaba todos los días, pero no oía los sonidos que deseaba oír.
Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. La señorita Tarkins, la vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y luego se marcharía a su casa.
Mamá y papá entraron a darle las buenas noches y salieron al encuentro del otoño. Martin oyó el sonido de sus pasos en la calle.
La señorita Tarkins se quedó un rato, y cuando Martin dijo que estaba cansado, apagó todas las luces y se marchó a su casa.
A continuación, silencio. Martin permaneció tendido en la cama, contemplando las estrellas que se movían lentamente a través del cielo. Era una noche clara, iluminada por la luz de la luna. Una noche para vagabundear con Torry a través de la ciudad, a través del dormido camposanto, a lo largo de la orilla del río, cazando fantasmales sueños infantiles.
Sólo el viento era amistoso. Las estrellas no ladraban. Los árboles no se sentaban sobre sus patas traseras con expresión suplicante. Sólo el viento agitaba su cola contra la casa de cuando en cuando.
Eran más de las nueve.
Si Torry regresara ahora a casa, trayendo con él algo del mundo exterior... Un cardo, empapado en escarcha, o el viento en sus orejas. Si Torry regresara...
Y entonces, en alguna parte, se produjo un sonido.
Martin se incorporó en la cama, temblando. La luz de las estrellas se reflejó en sus pequeños ojos. Tendió el oído, escuchando.
El sonido se repitió.
Era tan leve como una punta de aguja moviéndose a través del aire a millas y millas de distancia.
Era el fantástico eco de un perro... ladrando.
Era el sonido de un perro acercándose a través de campos y arroyos, el sonido de un perro corriendo, lanzando su aliento al rostro de la noche. El sonido de un perro dando vueltas y corriendo. Se acercaba y se alejaba, crecía y disminuía, avanzaba y retrocedía, como si alguien lo llevara cogido de una cadena. Como si el perro estuviera corriendo y alguien le silbara desde atrás y el perro retrocediera, dando la vuelta, y echara a correr de nuevo hacia la casa.
Martin sintió que la habitación giraba a su alrededor, y la cama tembló con su cuerpo. Los muelles se quejaron con sus vocecitas metálicas.
El débil ladrido siguió avanzando, creciendo más y más.
¡Torry, ven a casa! ¡Torry, ven a casa! ¡Torry, muchacho, oh, Torry! ¿Dónde has estado? ¡Oh, Torry, Torry!
Otros cinco minutos. Cada vez más cerca, y Martin pronunciando el nombre del perro una y otra vez. Perro malo, perro malvado, marcharse de casa y dejarlo solo tantos días... Perro malo, perro bueno, ven a casa, oh, Torry, ven a casa y cuéntamelo todo... Las lágrimas cayeron y se disolvieron sobre el edredón.
Más cerca ahora. Muy cerca. En la misma calle, ladrando. ¡Torry!
Martin oyó su respiración. El sonido de las patas del perro en el montón de hojas secas, en el sendero que conducía a la casa. Y ahora... junto a la misma casa, ladrando, ladrando, ladrando. ¡Torry!
Ladrando junto a la puerta.
Martin se estremeció. ¿Bajaría a abrir al perro, o debía esperar a que papá y mamá regresaran a casa? Esperar. Sí, tenía que esperar. Pero sería insoportable si, mientras esperaba, el perro volvía a marcharse. No, bajaría a abrir, y su querido perro saltaría a sus brazos otra vez. ¡Torry!
Había empezado a escurrirse de la cama cuando oyó el otro sonido. La puerta que se abría. Alguien había sido lo bastante amable como para abrirle la puerta a Torry.
Torry había traído un visitante, desde luego. El señor Buchanan, o el señor Jacobs, o quizás la señorita Tarkins.
La puerta se abrió y se cerró y Torry corrió escaleras arriba, entró en la habitación y se encaramó al lecho de un salto.
-¡Torry! ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho toda esta semana?
Martin reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó al perro. Y entonces dejó de reír y de llorar, repentinamente. Se quedó mirando a Torry con ojos asombrados.
El olor que había traído Torry era... distinto.
Era un olor a tierra. A tierra muerta. A tierra que olía a putrefacción, a tumba. De las patas de Torry se desprendieron pegotes de tierra putrefacta. Y... algo más. Un pequeño trozo blanquecino de... ¿piel?
¿Lo era? ¡Lo era! ¡LO ERA!
¿Qué clase de mensaje le traía Torry? ¿Qué significaba aquel mensaje? La tierra era... la espantosa tierra del cementerio.
Torry era un perro malo. Siempre cavando donde no debía.
Torry era un perro bueno. Siempre haciendo amigos con la misma facilidad. Torry era un perro bueno. Todo el mundo simpatizaba con él. Y Torry traía a la gente a casa.
Y ahora, el último visitante estaba subiendo la escalera:
Lentamente. Arrastrando un pie detrás del otro, penosamente, lentamente, lentamente, lentamente.
-¡Torry, Torry! ¿Dónde has estado? -gritó Martin.
Un pegote de tierra húmeda se desprendió del pecho del perro.
La puerta de la habitación se abrió.
Martin tenía compañía.

sábado, 8 de enero de 2011

SOLILOQUIOS DE OTRO NUEVO COMIENZO / TEMA LIBRE por José Ignacio Restrepo


UNA EPÍSTOLA    
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Con todo lo perentorio que signa la lentitud en el desplazamiento submarino de los quelonios, su magnífica similitud contextual con el estático vuelo del colibrí, deja atrás la paradoja cinemática para alcanzar la significación profunda, la perfecta sincronía entre la completa quietud y la velocidad detenida del aquí y el ahora. Con todo lo drástico y lo inevitable que comprende el paso del tiempo, nuestra virtual posición de observadores en permanente comunión con el movimiento exógeno, ese compendio o sumatoria de todo aquello que no somos, que está por fuera, en el tiempo y el espacio, se debe objetar, sin embargo, que todo aquello que observamos también suele determinarnos, es algo nuestro aunque históricamente pertenezca a otros. Solemos ser nosotros aquello que funge de reflejo, nuestra obra es solo otra dimensión espacio temporal, quizás el sueño de lo que pensamos fuimos o de uno de los autores de alguna onírica delación, el sueño hecho carne de algún hombre que yace dormido, imaginado, solo…
Padre-hijo, novela-lector, ojo-lente-estrella, siempre opuestos momentums, donde la determinación del intervalo, su contenido entre los límites, el supremo mito entre el espacio y el tiempo ya está signado pero acaso también invalidado por la dual capacidad del observador, quien se refleja en todo lo que observa.

JOSÉ IGNACIO  RESTREPO Copyright ©
• Reservados todos los derechos de autor

lunes, 3 de enero de 2011

DEL ENCANTO A LA TRADICIÓN / DE LA MANO DE CESAR MOLINÉ

La Leyenda de Los Tres reyes Magos 
por 
César Moliné


Cuenta la leyenda de Los Tres reyes Magos que en la hace más de veinte siglos, en la villa de Armathajim, mejor conocida como Arimatea, vivía un comerciante hebreo llamado José Ben Josifas .  A este comerciante siempre se le conoció en Judea como José de Arimatea.  La noche previa al equinoccio de invierno, José y su hermano Nicodemo vigilaban el camino que llegaba desde el desierto desde el norte de Judea cuando divisaron a una caravana que se acercaba. 

Por lo imprevisto del asunto, el comerciante alertó a varios de sus esclavos y a algunos hombres de su tribu.  La caravana que contaba con cerca de treintaicinco camellos y dos docenas de hombres se fue acercando poco a poco a las puertas de Arimatea donde fueron recibidos por los custodios.

Sospechosos todos de que una caravana llegara por esa ruta, a esas horas, en tal época del año, nadie bajó la guardia.  Se preguntaban a donde pensaran llevar la carga estos viajeros si los vientos monzones del noreste están en todo su apogeo.  Nadie puede viajar al Reino Tamil hasta la primavera.  Las tensiones entre los dos grupos continuaba escalando cuando José se acercó al portal y ordenó que los dejaran entrar a algunos de los camelleros. 

Pareciera una movida suicida pero al joven comerciante no le inquietaba esa decisión.  Además, José alegó a su hermano que impedir a la caravana descansara y reabasteciera antes de continuar su viaje era un acto de suma crueldad ya que los exponía a eminentes peligros de la noche.  Para evitar lo que sospechosamente lucia como una emboscada de ladrones, se estableció un protocolo donde la mayoría de los camelleros permanecieran en las afueras mientras una pequeña delegación entraría en la hacienda.

Para sorpresa de los aldeanos que los recibían, la delegación mostraba un porte muy elegante y eran evidentemente educados.  Quizás eran cortesanos, pensaron algunos.  José no tardó en brindarles la mejor atención que le permitían sus recursos y los invito a su propia casa junto a Nicodemo y algunos sirvientes.  Una vez se sentaron frente al fuego y se intercambiaron saludos en distintas lenguas.  Al final llegaron a la lengua común y culta, griego.  José que era diestro en el hebreo, el arameo y en griego, agradeció que no se hablara en el lenguaje del opresor, el latín romano.

El primero en presentarse fue un robusto hombre de piel oscura como dátiles maduros y cabello muy rizado como un nido de avispas.  Su acento espesamente egipcio lo denotaban como un miembro de las tribus del Nilo.  Lo que José no esperaba de este visitante es su alegato de que él era uno de los cuatro príncipes sacerdotes de Alejandría viajando en una misión especial.  Su nombre era Baltazar Abira Aper y poseía en sus venas un cuarto de sangre de la dinastía toloméica.  Según su relato, su misión había empezado hacia casi dos años y él era el líder de la expedición. 

Continuando con lujo de detalles le narró a los anfitriones, como había viajado a Atenas, a Tebas y a Delfos.  De allí habían reclutado algunos sabios filósofos de los cuales Melchor Arista Lagos y su esposa Balsimisia Amalada.  Estos les habían seguido fielmente como líderes de la delegación helénica en la misión.  Cruzando el Peloponeso, partieron hacia la vieja Babilonia donde el afamado filosofo y mediador de las estrellas, Gaspar Sabilo Vaniense, se les había unido y este procedía como el guía astral y geográfico de la caravana.  Además Gaspar contaba con los salvoconductos necesarios para llegar al sur de Samaria y poder entrar a Jerusalén si fuese necesario.  

Baltasar, que era sumamente alto y elegante procedió a sentar la pauta.  En una voz tronada depuso por momentos entre versos y improvisadas profecías provenientes de sus propios sueños.  El noble hombre agradeció de parte de la caravana, la hospitalidad brindada por la hacienda y de allí explico brevemente sus reales credenciales.  De repente, Baltasar se puso de pie y comenzó un relato de un sueño recurrente que le seguía por toda la trayectoria hasta ese lugar de Judea.      

Me llaman el Mago Negro Bueno

El buen Rey de negra piel solo cubierto,
que dicen acaso era mago solamente,
me alzo con tanta mirra a cielo abierto
y en fe cruzo el desierto largamente

Siendo mi origen de alejadas heredades
de entregado corazón, y sin quejido,
un mago entre enredadas oquedades
ando mi paso de ensueños revestido

Puesto el árido desierto por gran freno
y librado mis recelos en buen combate,
por lograr con los pasos ante un niño 

Soy Baltasar y prosterno con mi cariño
en tríada con Gaspar que también late,
y es Melchor el tercero en pisar tu heno

Entre salterios y llantos respirando
como fieles mensajeros ya nos abren
entre siervos y animales que nos cubren

Nuestra andanza al real nacimiento
de Joshua Ben Joseph, lo digo sollozando
por Belén, cuna de David, el Rey amado    

¡Por mis sueños he hablado!  Que la hermandad del hombre sea entre vosotros.

Acto seguido, todos asintieron con la cabeza de forma casi ceremonial y Baltasar procedió a sentarse en el suelo junto a los demás comensales.  No tardó en ponerse de pie el más joven de los tres visitantes.   Melchor era un hombre corpulento de barba rubia y canosa.  Su vestimenta lo delataba definitivamente mediterráneo y portaba prendas de oro griegas.  Su voz era muy educada en su modulación y su acento era impecable. 

Mi nombre, buen hombre, es Melchor, ciudadano de Delfos y custodio de las llaves doradas de librería más antigua de la ciudad.  De profesión soy maestro en la academia de las nobles ciencias y el conocimiento.  

Los que me conocen me llaman Melchor el Culto

Vengo del mundo diverso donde todo trasciende,
vengo sedado por el avistamiento
de aquella estrella nacida mirándome, que nadie atiende
pero que le e seguido con sigilo cada movimiento.

Sin saberlo crucé montañas y valles de dunas
y en sueños se me dijo convicto,
me uniría a un clan de tres
venidos de otras cunas
escogidos entre todos los hombres

Para ver estrellarse una estrella y nacer un rey
traído desde las leguas del todo
hasta una ciudad pequeña como una reseña sin ley

De la que se habla poco,
porque poca cosa es,
pero según se me dice,
nacerá la nueva historia
Judía y mundial,
y seré testigo de ese vientre naciente.

Finalmente nos unimos en el oriente coincidente
y caminamos tomados de la mano,
como hermanos enanos
guiados por aquella luz,
comentando la congruencia de sueños alicientes
y de lo que hallaremos allí,
al sur de Jerusalén,
escotilla del olvido judaico cercano
o hasta donde lleve la flama que nos guía
que no apaga en noches consecutivas

Seguir esa seña
es con valor y sabiduría
aunque no supe que decir,
me rendí ante la grandeza de su realeza,
y entendí mis dudas,
no di disculpas,
solo me arrodille
buscando a ese niño sin historia.

En sueños febriles lo he visto  
nacido en ese convento de harapos sin delicadeza
junto a sus padres
y uno que otro animal de tiro o abrigo,
de lana,
de queso o de pan
y estoy clarividentemente seguro
en su trono de paja lo veneré
con mi oro y mi aceitado corazón

La vida me ha dado el privilegio acaudalado de oros, viñedos y miles de papiros pero nada me ha de llenar más que el ofrendar al niño divino.  No me equivoco al decir aquí entre ustedes que si por algo me han de conocer a través de los milenios es por este viaje que hoy me trae hasta aquí y que pronto tendrá una culminación muy pertinente. 

¡Que la luz y la razón alumbre entre vosotros!    

Después de sus palabras, Melchor tomó uno de sus collares de oro y se lo quitó con sus propias manos.  Con cierta parsimonia, se acercó a donde José de Arimatea permanecía sentado.  Su hermano titubeo en interponerse para proteger a su Jose, pero este le indicó que lo dejara allegarse.  De esa forma Melchor le colocó el collar de oro en el cuello de José como obsequio.  Lentamente, el judío realizó una reverencia en muestra de aprecio a lo que el noble filósofo le devolvió otra.    

Cuando le tocó hablar al tercer visitante, a este le tomó un gran esfuerzo para levantarse debido a su avanzada edad.  Algunos de los sirvientes de José le ayudaron a incorporarse a lo que el anciano les dio una sonrisa a cambio.  Sus ropajes de sedas persas y su notoria calvicie en la corona de su cabeza hacían contraste con la realidad de que este andaba descalzo. 

Al notar su falta de sandalias, los sirvientes se separaron rápidamente del anciano por entender que eso era un acto de impureza según la tradición judía.  José se percató de eso, se levantó de un tirón y se acercó a hombre que se incorporaba.  Sin tener ninguna contención al respecto de impurezas, sostuvo al viejo por el brazo y lo acompañó hasta el centro de la velada.  Allí permaneció junto a él, sosteniéndolo mientras este se manifestaba.  Sus palabras eran temblorosas pero muy sabias. 

De todas las sabidurías, el amor es la más grande.  El amor es capaz de limpiar cualquier impureza y llegará el día que hasta resuciten los muertos por el amor mismo.  Sabio hombre eres, José Ben Josifas, porque amas sin contenciones.

Mi nombre es Gaspar Sabilo Vaniense de Babilonia, médico de la Casa Real durante los inviernos, en las primaveras, estudioso de las estrellas, en verano soy mentor de los príncipes afganos y partero voluntario en los otoños.  He visitado el Reino Tamil y la ruta de la seda muchas veces.  He visto con estos ojos, las más grandes ciudades de este imperio romano.  Sé de gente, formas y lugares que jamás imaginarían.  Y sé de un hombre bueno y sabio cuando lo veo actuar. 
     
Amigos y hermanos, esta noche nos ha traído hasta aquí una señal celestial que venimos siguiendo desde el solsticio de invierno. Según la intensidad y el color de nuestros sueños, ya estamos muy cerca de nuestro destino que pudiese quedar en algún lugar humilde a las afueras de la gran Jerusalén. 

De momento y sin avisar, el viejo Gaspar comenzó a balbucear unas palabras inteligibles para todos.   

AnnnDaasOhmm, OhmmmLaaalssAnnnddd, Ohmmm,Daass,Ohmmmm… 

Pero de igual manera se regreso a versos en griego. 

Desde verdes las riveras del Sindhu
donde meditan los Kurus del Dharma
he traído el incienso del alma 
y mi espíritu eterno le brindo

Joshua Ben Joseph, el niño,
maestro del amor y esperanza
que misterios encierran las semblanzas  
de los sueños que trazan el camino

Sabiduría es de quien más ama,
quien se brinda vivo y en muerte sana,
quien en este universo ha nacido

Suyo es el incomprendido reino,
de verdades ocultas rey y dueño
alaban los ángeles al Ungido

En esta cresta de mi larga vida
endosa la cada paso una lucha
mas sabiendo que el cielo escucha
Alabado sea, es mi consigna

Un favor, José de Arimatea
como si no concedieras ninguno,
en lugar y momento oportuno
milagro serás en lo que poseas

Escucha bien hermano Nicodemo
tú también te refugiaras en su voz
en portentos de apego y amor,
por oídos del amigo sereno

Yo no sé cuanto más iré a vivir
y las estrellas nunca me han dicho
solo se de andar agradecido
por lo que nos privilegiara vivir 

¡Que el amor siempre more en los corazones de vosotros!    

Luego de estas palabras se prepararon teses y se sirvieron alimentos a los invitados.  Antes de terminar la velada, se despacharon vino y alimentos al resto de la caravana.  Los camellos fueron permitidos a entrar al oasis y se les sirvió alimento además. A tales gestos, los sabios le pagaron a José una cantidad generosa. 

Al día siguiente, antes de que la caravana, en una ceremoniosa despedida, José les dijo a los marchantes;

“Yo me iría con ustedes a buscar ese milagro que pregonan con tanto entusiasmo  pero tengo asuntos pendientes en Arimatea.  Díganme como puedo ayudar al niño, que le puedo ofrecer para que les lleven.”  

A eso el Gaspar le coloco su ancestral mano sobre el hombro de José y le dijo en muy simple arameo;

“Amigo, anoche tuve un sueño donde se mencionaba tu nombre José de Arimatea.  El mensaje para ti es que cuando este niño que recién ha nacido requiera algo de tu propiedad, le seas tan generoso como has sido con nosotros.  No como ni cuando, pero en mi sueño fue escrito que sucederá.”  

José nunca supo más de la caravana de aquella noche o de ninguno de los tres caballeros que lo habían visitado.  Pasaron entonces los años y tanto José como su hermano Nicodemo crearon una cerrada amistad con un rabí de Nazaret llamado Joshua o Jesús.  Tal fue el lazo entre ellos que cuando Jesús fue crucificado en circunstancias que todos conocemos, José de Arimatea ofreció su tumba personal a las afueras de Jerusalén para que su amigo fuese enterrado.

Y en pleno proceso de depositar los restos de Jesús en la tumba de la resurrección, Jose recordó las palabras de Gaspar en sus versos.

Un favor, José de Arimatea
como si no concedieras ninguno,
en lugar y momento oportuno
milagro serás en lo que poseas

Se dice que tanto Baltasar, como Melchor y Gaspar vivieron años después de la muerte de Jesús.  El último se alega que llego a ciento nueve años de edad.  Se dice que también los cinco hombres murieron defendiendo lo que profesaban como mártires.  Baltazar fue ejecutado en Alejandría por anteponerse a la familia real defendiendo la hermandad entre los humanos ante las pugnas internas. Melchor y su esposa fueron asesinados cuando defendían la afamada biblioteca de los saqueadores.  Por último, Gaspar fue extinguido por fanáticos religiosos que lo acusaban constantemente de hereje. Tanto José de Arimatea como su hermano Nicodemo fueron martirizados junto a muchos de los primeros cristianos. 

¿Y como esta historia a llegado a nosotros?  Ningunos de los cinco hombres llegaron a escribir este apócrifo relato.  Ni siquiera esta leyenda de navidad, los cuentos de camino de los tiempos de antaño nos las legaron.  Sin nos preguntan a nosotros, los amigos poetas que la hemos traído  para ustedes, les diremos la verdad.  Como persiguiendo una estrella, la hemos soñado, la hemos escrito con mucho amor y para todos ustedes la hemos ofrendado. Porque simplemente la navidad vive y se enriquece del amor en nuestros corazones, el sacrificio por los valores más humanos y el sueño de un mundo mejor tal como el Nazareno nos ha enseñado.  

De parte de Esteban, de Jose Ignacio y de este servidor, Feliz Navidad a todos y que pasen un Prospero Nuevo Año y un hermoso Día de los Santos Reyes Magos (6 de enero)…



sábado, 1 de enero de 2011

COMO UN GRAN SABLE HIRIENDO LAS AZULES DIMENSIONES / UN CUENTO DE KATHERINE MANSFIELD

Sopla el viento

 por Katherine Mansfield



Repentinamente... horriblemente... ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado... es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras... sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.

-¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste... Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores... Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve... el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.

-¡Por el amor de Dios, dejen cerrada la puerta del frente! ¡Entren por atrás! -grita alguien. Y después la voz de Bogey:
-Mamá, te llaman por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero.
¡Qué horrible es la vida... un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá por atrás. Pero mamá la ha visto.
-¡Matilde! ¡Matilde! ¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente?
-No puedo demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase.
-¡Regresa de inmediato!
No lo hará. No lo hará. Odia a su madre.
-¡Vete al infierno! -grita, y corre calle abajo.
En olas, en nubes, en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la calle donde vive el señor Bullen, llega el lamento del mar: “¡Ah... ah... !”
Pero la sala del señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están cerradas; entrecerrados los postigos, y ella no ha llegado tarde. La chica-que-está-antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDoweIl. El señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa.
-Siéntate -le dice. Siéntate en un rincón del sofá, damita.
Qué divertido es. No es que se ríe de uno, exactamente... pero hay algo... ¡Oh, qué tranquilo está todo aquí!
Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos... hay un gran jarrón lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a la desteñida fotografía de Rubinstein... a mon ami Robert Bullen... Sobre el negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa a una mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en las manos.
-¡No, no! -dice el señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano, pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida... se sonroja! ¡Qué ridícula!
Ahora la chica-que-está-antes se ha ido, la puerta del frente se cierra de un portazo. El señor Bullen regresa y camina de arriba abajo muy suavemente, esperándola. ¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de su carpeta de música. Es el viento... Y su corazón late con tanta violencia que le parece que le levanta y le baja la blusa con cada latido. El señor Bullen no dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El señor Bullen se sienta junto a ella.
-¿Empiezo con las escalas? -pregunta ella, retorciéndose las manos-. También tenía unos arpegios.
Pero él no responde. Ella cree que ni siquiera la ha oído... y entonces, de repente, su fresca mano, la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven.
-Vamos a hacer algo del viejo maestro -dice.
Pero por qué le habla con tanta amabilidad... con tantísima amabilidad... y como si se conocieran desde muchísimo tiempo atrás, y lo supieran todo uno de otro.
Lentamente, él vuelve la página. Ella observa su mano... es una mano hermosa y siempre parece recién lavada.
-Estamos aquí -dice el señor Bullen.
Oh, esa voz amable. Oh, ese movimiento: en tono menor. Aquí vienen los pequeños tambores...
-¿Hago la repetición?
-Sí, pequeña.
Su voz es demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba abajo en el pentagrama como negritos sobre una cerca. Por qué es tan... Ella no llorará... no tiene por qué llorar...
-¿Qué te pasa, pequeña?
El señor Bullen le toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza. Se apoya un poquitito en él, pone su mejilla contra la áspera tela.
-La vida es tan horrible -murmura, pero no siente en absoluto que sea horrible. Él dice algo acerca de “esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es una mujer”, pero ella no lo escucha. Es tan cómodo esto... para siempre...
De repente la puerta se abre y aparece Marie Swanson que ha llegado horas antes de su clase.
-Toca el alegretto un poco más rápido -dice el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar de arriba abajo una vez más.
-Siéntate en el rincón del sofá, damita -le dice a Marie.

*

El viento, el viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro y la jofaina blancos relucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí está, profundamente dormida... ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella zurcirá todos esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No lo hará. No, mamá. No veo por qué debo hacerlo... ¡El viento... el viento! Hay un raro olor a hollín que se cuela por la chimenea ¿Alguien le ha escrito poemas al viento...? “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”... ¡Qué tontería!

-¿Eres tú, Bogey?

-Vamos a caminar por la explanada, Matilde. No aguanto más.
-Ahora mismo. Me pondré el impermeable. ¡Qué día espantoso!
El impermeable de Bogey es igual al de ella. Abrochándose el cuello, se mira en el espejo. Tiene el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios calientes. ¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo! Hasta luego, querido, regresaremos pronto.
-Esto es mejor, ¿no es cierto?
-Agárrate de mi brazo -dice Bogey.
No pueden caminar tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciudad, por el asfalto que zigzaguea y junto al que crece salvaje el hinojo, hasta llegar a la explanada. Oscurece... empieza a oscurecer. El viento es tan fuerte que tienen que esforzarse por avanzar, tambaleándose como dos borrachos. Todas las pobres plantitas de pohutukawa de la explanada se doblan hasta el suelo.
-¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más!
El mar está muy alto por encima de la escollera. Se quitan los sombreros y el pelo se les vuela hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto que las olas no rompen sino que golpean contra el áspero muro de piedra, absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua de mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca siente un sabor frío y húmedo.
A Bogey le está cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es divertido... hace reír... y de algún modo está de acuerdo con el día. El viento se lleva sus voces... lejos vuelan sus frases como delgadas saetas.
-¡Más rápido! ¡Más rápido!
Ya está muy oscuro. En el puerto, las barcazas carboneras tienen dos luces: una en el mástil y otra en la popa.
-Mira, Bogey. Mira allí.
Un gran vapor negro que deja escapar una larga columna de humo, con las escotillas iluminadas, con luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino a... Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso... Ellos están a bordo, con los brazos entrelazados y apoyados en la barandilla.
-... ¿Quiénes son?
-... Son hermanos.
-Mira, Bogey, allí está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está el reloj del correo dando la hora por última vez. Allí está la explanada por la que caminamos aquel día ventoso. ¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música... ¡Cuántos años atrás! Adiós, islita, adiós...
Ahora la oscuridad extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!... Pero, ahora el barco se ha ido.
El viento... el viento.