miércoles, 23 de junio de 2010

ZONA RELATO CORTO

EL IMPERIO
por Hermann Hesse(1918)

Erase un país grande, hermoso, no precisamente rico, en el que habitaba un pueblo honrado, modesto, pero vigoroso, y estaba contento con su suerte. No abundaba mucho la riqueza y la buena vida, la elegancia y el lujo, y países ricos miraban a veces con cierta sorna y una compasión zumbona al modesto pueblo del dilatado país.

En el oscuro pueblo prosperaban, sin embargo, algunas cosas que no se pueden comprar con dinero y son, no obstante, apreciadas de los hombres. Florecían cosas como la música, la poesía y la sabiduría, y de igual manera que a un gran sabio, predicador o poeta no se le exige que además sea rico, elegante y muy sociable, y sin embargo se le tiene en estima dentro de su género, así se comportaban otros pueblos más poderosos con este pueblo extraño y pobre. Dejaban de lado su pobreza y su forma de desenvolverse en el mundo, un tanto torpe e inhábil, pero hablaban con elogio y sin envidia de sus pensadores, poetas y músicos.
Y con el correr del tiempo ocurrió que el país del florecimiento intelectual siguió siendo pobre y con frecuencia fue oprimido por sus vecinos, más sobre estos y sobre todo el mundo se fue derramando una corriente constante, callada, fecunda de calor y de vida espiritual.

Había, sin embargo, un extremo, una circunstancia inmemorial y sorprendente, por la que el pueblo no sólo era mofado por los extranjeros, sino que también tuvo que sufrir y pasar penalidades: las muchas y diferentes razas de este país se llevaban muy mal, ya desde antiguo. Había luchas y celos constantes. Y aun cuando siempre se alzaba la voz de la inteligencia y los mejores hombres del pueblo declaraban que era preciso y colaborar en una labor amistosa y conjunta, sin embargo, la idea de que alguna de aquellas razas - o su príncipe - se impondrían sobre las otras y asumirían el mando, les resultaba a los más tan molesta, que nunca se llegó a la unión.
Con todo, la victoria sobre un príncipe conquistador extranjero que había tenido duramente sojuzgado el país, parecía iba a traer esta unión. Pero pronto se enzarzaron otra vez en las peleas; los pequeños príncipes se resistían, y los súbditos de estos pequeños príncipes habían recibido de ellos tantos favores en forma de cargos, título y condecoraciones, que todo el mundo estaba contento y no querían saber de novedades.
Entretanto tuvo lugar en todo el mundo aquella revolución, aquella extraña transformación de los hombres y de las cosas, que como un fantasma o una enfermedad irrumpió con el humo de las primeras máquinas a vapor y trastocó la vida en todas partes. El mundo se pobló de trabajo y estudio, fue regido por las máquinas e impelido a empresas siempre nuevas. Nacieron grandes Imperios, y el continente que había inventado las máquinas acaparó aún más poderío que antes, repartió el resto de los continentes entre los poderosos, quien no era poderoso se quedó con las manos vacías.

También al país de nuestra referencia llegó la ola de prosperidad, pero su lote fue exiguo, tal como competía a su rango. Parecía que los bienes del mundo se habían repartido una vez más, y una vez más parecía que el pobre país quedaba postergado.

Pero de pronto todo tomó un rumbo diferente. Las viejas voces que clamaban por una unión de las tribus nunca habían sido acalladas. Apareció un poderoso hombre de Estado, y a la afortunada y brillante victoria sobre una potencia vecina fortaleció y aunó al país, cuyas tribus todas se fundieron y constituyeron un gran Imperio. El país pobre de los soñadores, pensadores y músicos despertó, se hizo rico, se hizo grande, se hizo uno e inició su carrera como potencia recién nacida junto a sus hermanas mayores. Allá fuera, en el ancho del mundo, no quedaba gran cosa que expoliar y conquistar, la joven potencia se encontró con que en los lejanos continentes los lotes ya estaban repartidos. Pero el espíritu maquinista, que en este país se había ido imponiendo muy gradualmente, floreció de pronto en forma espectacular. En breve plazo se transformó todo el país. Se hizo grande, se hizo rico, se hizo poderoso y fue respetado. Acumuló riqueza y se rodeó de un triple baluarte de soldados, cañones y fortificaciones. Pronto surgieron entre los pueblos vecinos, inquietos ante el nuevo país, los recelos y temores, y también éstos comenzaron a construir trincheras y a fabricar cañones y buques de guerra.

Pero no era esto lo peor. Había dinero suficiente para costear aquellas ingentes defensas, y nadie pensaba en una guerra; el país se rearmaba para toda eventualidad, porque a los ricos les gusta ver rodeado su dinero de muros de hierro.

Mucho peor era lo que acontecía dentro del nuevo Imperio. Este pueblo, que durante tanto tiempo fue ora mofado, ora ensalzado en el mundo, que poseyó tanto espíritu y tan poco dinero... este pueblo reconocía ahora las ventajas del dinero y del poder. Se edificaba y se ahorraba, se comerciaba y se financiaba, a todos faltaba tiempo para hacerse ricos, y el que poseía un molino o una fragua había de tener cuanto antes una fábrica, y el que había tenido tres oficiales debía contar ahora con diez o veinte, y muchos llegaron a tener cientos y miles. Y cuanto más rápido trabajaban las manos y las fábricas, más aceleradamente se acumulaba el dinero... entre aquellos que tenían habilidad para acumularlo. Pero la masa de trabajadores ya no se componía de oficiales y colaboradores de un maestro artesano, y se hundieron en la servidumbre y la esclavitud.

En otros países ocurrío algo similar, también en ellos los talleres se hicieron fábricas; el maestro, amo; los trabajadores, esclavos. Ningún país del mundo pudo sustraerse a este destino. Pero el nuevo Imperio tuvo la fatalidad de que este nuevo espíritu y movimiento mundial coincidiera con su propio nacimiento. No contaba con un largo pasado ni con una vieja riqueza, había ingresado en estos frenéticos nuevos tiempos como un niño impaciente; sus manos rezumaban trabajo y rezumaban oro.

Cierto que los profetas y agoreros le decían al pueblo que caminaba por sendas extraviadas. Le recordaban los tiempos pasados, la gloria humilde y discreta del país, la misión de tipo intelectual que antaño realizara, el torrente espiritual, noble e incesante, de pensamiento, de música y poesía que en el pasado vertiera sobre el mundo. Pero estas advertencias eran objeto de risa en la euforia del joven Imperio. El planeta era redondo y seguía girando, y si los abuelos habían compuesto poemas y escrito libros filosóficos, todo eso sería muy bonito, pero los nietos querían demostrar que en aquel país eran capaces de hacer otras cosas. Y así construían en sus miles de fábricas nuevas máquinas, nuevas vías férreas, nuevas mercancías, y por si acaso nuevos fusiles y cañones. Los ricos se distanciaron del pueblo, los pobres trabajadores se vieron abandonados a sí mismos, y tampoco pensaban ya en el pueblo, del que formaban parte, sino que sólo se preocupaban de sí mismos y se afanaban por sí mismos. Y los ricos y poderosos, que habían fabricado los cañones y fusiles contra los enemigos exteriores, se alegraban ahora de su previsión, pues en el interior había enemigos tal vez más peligrosos.

A todo esto puso fin la gran guerra que durante años asoló al mundo tan terriblemente y entre cuyos escombros seguimos aún nosotros, aturdidos con su ruido, amargados con su locura y enfermos con su torrente de sangre que fluye a trvés de nuestros ensueños.

Y la guerra acabó cuando se derrumbó aquel joven y prospero Imperio, cuyos hijos habían marchado al frente de batalla con entusiasmo, con euforia. El Imperio fue derrotado, ignominiosamente derrotado. Los vencedores exigieron, antes de entrar en negociaciones de paz, un fuerte tributo del pueblo vencido. Y ocurrió, que durante días y días, mientras el ejército derrotado se retiraba, se cruzó en el camino con largos trenes que transportaban desde la patria los símbolos del antiguo poder, para entregarlos al enemigo victorioso. Máquinas y dinero que fluían a torrentes desde el país vecino,
para ir a parar a manos del enemigo.

Pero entretanto, en la hora de la extrema miseria, el pueblo vencido había despertado. Expulsó a sus jefes y príncipes y se declaró mayor de edad. Constituyó consejos por su cuenta y proclamó su voluntad de encontrarse a sí mismo, en medio de su desgracia, por sus propias fuerzas y desde su
propio espíritu.

Este pueblo, llegado a mayor de edad bajo tan dura prueba, aún no sabe hoy adónde conduce su camino y quién será su guía y su servidor. Pero los dioses sí lo saben, y también saben porqué enviaron sobre este pueblo y sobre todo el mundo el flagelo de la guerra.

Y desde la oscuridad de estos días se perfila un camino, el camino que el pueblo derrotado tiene que recorrer.

Este pueblo no puede volver a la infancia. Ningún pueblo es capaz de hacerlo. No puede renunciar sin más a sus cañones, a sus máquinas y a su dinero, para dedicarse otra vez en sus pequeñas y apacibles ciudades a hacer poemas y tocar sonatas. Pero puede correr el mismo camino que toda persona que tiene que recorrer, cuando su vida se ha llevado a extravíos y sufrimientos. Ha de hacer memoria de su ruta anterior, de sus orígenes de su niñez, de su desarrollo, de su esplendor y de su decadencia, y sobre la base de este recuerdo podrá encontrar las fuerzas que le pertenecen radical y inalienablemente.
Tiene que entrar dentro de si mismo, como dicen los místicos. Y dentro de sí, en la intimidad, hallará el propio ser indestructible, y este ser no intentará sustraerse al auténtico destino, sino que responderá a éste afirmativamente, y a partir del reencuentro consigo mismo emprenderá nuevamente el camino. Si así sucede, y si el pueblo aplastado recorre dócilmente y con sinceridad el camino del destino, recuperará algo de lo que fue en otros tiempos. De nuevo brotará en él un río, incesante y sosegado, que fluirá hacia el mundo, y los que hoy son aún sus enemigos, en el futuro volverán a poner oído atento al rumor de este manso río.

Tomado de
http://usuarios.multimania.es/jhbadbad/hesse/elimperio.htm

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