lunes, 6 de septiembre de 2010

EL PROYECTO DEL AUTOR / LOS BOSQUEJOS (y 6)



TIENE LA MUERTE 
REBAÑO Y CAMPANERO
por
José Ignacio Restrepo


CINCO 



Era un hervidero de calor. De la superficie de las charcas, cientos de mosquitos levantaban un vuelo esperanzado. Clima malsano el de este lugar, quienes vivían aquí tenían la obligación de acostumbrarse. No les quedaba más remedio.

El pequeño zancudo le picó la frente y al estrellar la mano sobre la piel inflamada por el viaje, el insecto ya volaba como a un metro de él, con el minúsculo vientre más oscuro y pesado. El mal humor había aflorado aun antes de bajarse del autobús, pues el retraso por su lentitud y el calor insoportable habían terminado por producirle fastidio. Ahora apenas tenía el tiempo para instalarse en el hotel y comer algo decente en un restaurante común y corriente. Empezaría a buscar mañana. Como otras veces, una cosa se planea y otra distinta sucede.

El hombre había quedado con un verdugón en su frente. Llevaba su bolso colgando del hombro y caminaba calle abajo, sin prisa ya, buscando con los ojos el primer hotel que tuviera el aviso escrito con H, como si eso garantizara que también conocieran la palabra higiene. 

                                                                     ** ** ** 
Abrazado de aquella mujer, que en el decir vulgar simplemente se había venido detrás de él, no había podido organizar por algún sendero conocido sus vagos pensamientos, que a esta hora ya iban formando una serie de entreactos, recuerdos, imaginaciones apelmazados en su muerte frente a falsas visiones de triunfo. En mitad del amor con la atractiva mujer que conoció en el autobús, no pudo desprenderse del dominio que ejercían sobre él esas imágenes de muerte, cuyo propósito, él lo sabía bien, era seguir evitando una despedida definitiva de este trabajo. Este poco de vitalidad lo ha eximido nuevamente de la confrontación, otra vez se ha escapado de llegar al centro mismo de su alma, donde no queda realmente mucho que sea digno de salvarse. Busca a un hombre para salvaguardar su vida, pasa la noche junto a una mujer desconocida, en la que ha revivido a alguna otra que él mismo extravió, vaya a saber cuando y donde. Si, talvez vino a dejar por aquí el resto de ganas, y este poco de placer, este sentido en los pasos, este encuentro de bocas y de sexos que en sus vacías soledades se aferran a lo que sea, es apenas otra circunstancia sin valor que se va a perder de cualquier modo.

- Fue hermoso, Evaristo.
- Sí, fue... Clarena, debo irme. Debo averiguar sí Ballesteros vive aquí, para eso vine a este sitio.

La mujer comprendió que aquel era un hombre profundamente solitario, y lo sintió.

- Hay alguien en la Estación que recuerda todos los rostros.
- Debe saber hablar muy bien del dolor...

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Tres viejos con sendos sombreros panameños, sentados en quietas mecedoras, separados de la mesa de dominó sobre la cual las fichas aguardan dispuestas, para dar inicio al evento central de la tarde, describen bien el ocioso escenario que a las dos de la tarde ni el más mísero vientecillo se digna refrigerar. Los sietecueros estáticos adornan ambos lados de la calle, y podrían muy bien pasar por piezas de utilería, al igual que las casas y los pocos transeúntes que han desafiado al sol, para cumplir con algún encargo de mala hora.

Al ganar la calle, piensa por un instante en regresar al interior de la Estación, tal es la inconcebible canícula. Evaristo coloca su mano derecha sobre los ojos, para orientarse mejor. Piensa comprar un refresco o un sombrero, pero termina reconociendo que debe ir, directamente, a cumplir la cita con un hombre que no lo está esperando, pero que él necesita. Una gran nube, parda y alargada, se coloca entre el sol y el paisaje, y una fresca opacidad se adueña del ambiente, empujándole de una sola vez a cumplir con su destino.

Con el fuerte sol de hace unos instantes sobre sus ojos, Evaristo no observó que a unos veinte metros en diagonal a su línea de recorrido, alguien seguía todos sus movimientos. Bajo la sombrilla de una fuente de soda, un hombre de franela clara y bluejean, muy semejante a él, observa como se desenvuelve. Lo ha venido haciendo desde que salieran de la capital con un mismo propósito, pero para fines absolutamente opuestos. Así, lo que para Evaristo Montes constituye un golpe de buena fortuna, haberse encontrado un policía “recuerda-todos-los-rostros” que unos días atrás le había comprado unos materiales al dependiente de un depósito, un tal Amadeo Velásquez, para ese parroquiano en particular, que se llama realmente Jesús María Ballesteros, constituye un grave, un gravísimo problema. El que lo observa, el parecido, aquel que se protege del sol con unos lentes oscuros de mala calidad y que está fuera del campo visual de Evaristo, seguramente conocía ya el serial y la ficha ganadora, y estaba en fila, solo esperando el paso de un poco de buen viento, para cumplir con el pronóstico y cobrar su premio por ventanilla.

Un poco antes que de costumbre, Lucero había dado por concluidas las labores de la casa. Diez arepas bien asadas se estaban enfriando sobre un plato de plástico. Desde más temprano había planchado y guardado la ropa en el armario, donde la protegía del excesivo polvo en el verano, y de la humedad cuando había llovido durante la noche.

Hoy no había cantado. Las faenas se sucedieron una tras otra sin interrupción y en silencio, debido sobre todo a la presencia de su compañero, que por arte de magia, mejor, por obra de una confesión, había amanecido con distinto nombre. La confianza de la noche anterior, un poco desvanecida, se corrompía ahora de una extraña melancolía, como la que había sentido diez años atrás cuando muriera su madre después de una larga enfermedad. Quizás hacía dos horas que lo había llamado por su nombre, y él, desde la entrada de la huerta, le había correspondido con una mirada triste y larga. Ella sintió que él la estaba interrogando a gritos sobre el sentido de la existencia, esa que tan solo ayer se veía clara como agua de manantial de montaña. O como los ojos de él, cuya claridad en ese momento, lucía aumentada por esas lágrimas contenidas en sus párpados, que mostraban su desconsuelo.

No podía cantar en presencia de extraños. Hoy había descubierto que Amadeo, o Jesús, después de años de acompañarla, de darle dos hijos, y seguir enamorado, durmiendo con ella en la misma cama, hacía parte de esa categoría, en la que también a veces nos incluimos a nosotros mismos. Acaso no quería enfrentarse a la andanada de malos pensamientos, que como una fila oscura de soldados malolientes, parecía esconderse tras el más sencillo de sus quehaceres cotidianos... Esperaban a la muerte, eso era.

Cuando aquel hombre entró fantasmalmente, y ella lo vio ya en la pequeña sala, sudando copiosamente como solo lo hacen quienes no son de estas tierras, supo que la espera había acabado.

- Señora...
- ¿Sí? – ella volteó la cara hacia la huerta, mientras los ojos del desconocido la seguían.
- Me llamo Evaristo Montes. Soy investigador del DAS. 

Mientras decía esto, el policía sintió que algo andaba muy mal. La vio avanzar dos pasos y entonces la alcanzó de un salto. No había nadie en la huerta. Nadie. Volvió sobre sus movimientos hasta donde había entrado, y solo entonces tuvo conciencia, de que todos sus esfuerzos por hacer esto bien hecho habían sido inútiles.

Al oír la voz masculina, Ballesteros corrió lleno de pavor y rodeó en segundos la casa que había levantado con sus manos. Supo que no podría despedirse de Lucero, ni de los niños, que había comenzado otra vez aquella vieja carrera en la que solo importa salvar la vida. Al ganar el polvo de la calle, a unos sesenta metros de la casa, intuyó que aquello que no se practica con frecuencia y disciplina, termina por aprender a olvidarse.

El asesino disparó una sola vez. Jesús María había comenzado a detenerse, cuando recibió con total extrañeza el disparo en mitad del pecho. Se devolvió dos pasos al recibir el impacto, y luego, ya sin vida, se dejó caer. Quedó encogido en el suelo, los brazos entre el vientre y la cabeza encajada, con la barbilla tocando la clavícula izquierda, allí donde se pega al esternón, como si solo quisiera dormirse hasta que pasara el dolor, o volverse nuevamente un niño, entrando en la matriz de una mama grande. O talvez, solamente esconderse de tantas despedidas.

Lucero se tiró al suelo, mientras el ruido se diluía. Puso su cara contra la fría baldosa, las lágrimas saltando, temiendo por sus hijos, prohibiendo a sus ojos atraer al asesino. No pudo verlo, no quería verlo aunque entrara a la humilde casa, aunque le disparara a ella en la frente, no quería mirarle los malditos ojos. 

Evaristo llegó hasta la entrada de la vía y contempló el rostro del que sostenía la pistola humeante. A veinte pasos, miró al hijueputa, al mal nacido de Quiceno, aquel que una noche en la Escuela de Policía se había ido de la lengua, acusándolos con el oficial superior de sustraer víveres de la despensa, solo con el propósito de ser perdonado por la misma falta. Quiceno, maldita porquería, no salió nunca del “hueco”

El policía caminó hacia el asesino, que lo observaba impávido, sonriendo. Como en una suerte de mago, extrajo su pistola y disparó sin cubrirse tras de nada. 

Un grupo de guacamayas, que había huido tras la primera detonación y comenzaba a descender sobre el árbol, en cuya sombra había estado erguido el idiota de Quiceno, emprendió de nuevo el vuelo alejándose de su lugar de costumbre.

De su mano derecha pendía la pistola, todavía humeante, después de haber brotado espectralmente de su cinturón, justo como en la época de la Escuela, cuando se burlaba de todos los demás gracias a su destreza y puntería. Desde donde estaba, los dos cuerpos parecían ser uno solo. 

Ballesteros no dedujo a que había venido, y era evidente que el idiota de Quiceno nunca había entendido nada de nada. Hace años, había tenido deseos de matarlo... Siempre se consiguen las cosas, uno tiene que fijarse en lo que apetece.

Mientras guardaba mi arma, vi como la guapa morena se había erguido y alrededor de sus piernas de concurso, dos pequeños salidos de quien sabe donde se le abrazaban, mojándola con las lágrimas de llanto sordo, llamando papá, papá. Aquella mujer parecía viuda hacía años, en sus ojos un sentimiento de profundo abandono contrastaba con aquella desconfianza visceral, con la que me había recibido hacia solo unos minutos, la que ahora me decía que me marchara antes de que ella me devolviera lo que yo le había traído, porque para ella yo había traído la muerte, y solo cuando me fuera la muerte se iría conmigo.

No hay honor en la vida, ni pacto válido. Quiceno había venido tras mis huellas, sabiendo que hallaría a Ballesteros. Pensaba que el mejor pasado es el que no tiene testigo alguno... Talvez le ordenaron que no regresara, si no hacía todo bien hecho. Hombre cumplidor, ese maldito Quiceno. 

EPÍLOGO

De arrastrar la muerte por donde fueran sus pasos, de llevarla tatuada a la piel como el escapulario de su albur, sentía ya una gran fatiga, que ni tres años de descanso le quitarían de encima.

 Caso cerrado. Había escrito tantas veces esas dos palabras, que ya lucían como su firma en el papel. Sentía, de todas maneras, una especie de poder, al determinar la caída del telón. Sobre esa disposición, solamente la orden o el requerimiento de un alto tribunal podían reabrir un asunto. Quizá era eso lo que todavía le prodigaba 


algún placer, esa evidente manipulación de la realidad de la que no salía nunca dañado, apenas con la premura de hasta donde llegaría, hasta cuando arrastraría sus huesos, dando cumplimiento a ese destino que emprendiera aquella noche en que decidió irse de casa, para huir de los golpes repetidos de un padre mezquino y egoísta.

Que libro era su vida. Llegó a creerse dueño de un don que le permitía actuar sin pensar, lo que muchos años después ha podido comprobar, solo era una forma de evadir sus responsabilidades sobre los sucesos en que participaba. Su trabajo, que era el lugar de los compromisos, allí donde todos de alguna forma esperaban de él una determinada conducta, ha sido el escenario de la evasión, de la fuga, del escondite. Nada distinto de los días de su infancia, cuando sus hermanos menores cargaban con los castigos por sus faltas y era la mentira la que ocupaba el lugar de la confianza y del cariño. Cada capítulo ha estado signado por ese afán de salvarse, de conservar la vida a toda costa, así ello signifique poner en peligro a otras personas, como si los demás realmente no le importaran. De esa forma, de la misma manera actuaba su padre. Nosotros fuimos la culminación de su malestar, la culpa de que actuara mal, el capricho del destino que lo convirtiera en un pobre infeliz. ¿Cómo podían tres pequeños niños defenderse, luchar contra esas certidumbres, sin una madre que les convenciera que pese a toda esa angustia seguían siendo realmente sus angelitos?

El ronroneo incesante del vagón se había hecho casi imperceptible y un sueño superficial había logrado rendirlo, un sueño cuyas imágenes gélidas entrechocaban entre sí en su subconsciente, alimentando allí desgarros, dudas sobre el presente, deseos de olvidar el pasado, conmociones sin propósito, inútiles.

Repentinamente, la máquina que arrastraba aquel vagón con olor a sudor, a mierda y a sangre de bovinos, detuvo su marcha, y el policía se espabiló de su ligero ensueño. La puerta corrediza se abrió y dos rostros lampiños, con boinas oscuras, los rostros de dos jóvenes soldados de la República, se asomaron con sus fusiles por delante, iluminándolo con sus linternas.

- ¡A ver, peregrino, párese de ahí!

Se puso lentamente de pie. El que subió al vagón lo requiso y tomó su pistola de dotación, pronunciando algo ininteligible Extrajo el billetero, y descubrió el viejo pasaporte con el que había cobrado su sueldo durante los últimos quince años.

- ...Tranquilos muchachos, soy agente del DAS...

FIN

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