jueves, 4 de noviembre de 2010

UN REMANSO PARA LAS ALMAS, ANTES DEL FIN / ALGO QUE SOLO ALGUNOS LEYERON

OBITUARIO DE SUEÑOS
 por josé ignacio restrepo


1
Habíamos pensado siendo todavía niños, que la muerte era un castigo que debía recibirse como una dádiva, con toda deferencia y sin reparo, pero que ésta condición no liberaba a ninguno de los que aquí se quedaban de sentir culpa por continuar viviendo, mientras el muerto se marchaba para siempre a los lugares descritos en esos viejos cuentos, que ni siquiera los adultos, sabíamos, tenían por ciertos. Hablo de pensamientos, pero eran realmente sentimientos hechos de profusas emociones que han sido urdidas, mejor, trenzadas, en todo lo ya para entonces reconocido como inolvidable. Nos hemos sepultado unos a otros, algunos sin aun yacer vamos por ahí muertos en vida... Acaso eso, con respecto a mí, es menos una opinión y más un fundamento.

 Inevitablemente, a veces, hemos de reaparecer...

En un pasillo algo alejado de la nave central del mausoleo, a más de diez metros del concurrido grupo, observo como suben hasta una cripta nueva los despojos mortales de mi última tía, Beatriz, la hermana preferida de mi madre y lo más semejante a una que pude haber tenido. Hace mucho tiempo me convertí en un solitario, pero en este momento siento sobre mí la tortura intempestiva, el vacío de quien lo ha perdido todo. Mientras la guardan en su nicho, tengo tiempo para contemplar en los rostros conocidos los gestos de aquellos a los que estoy unido por lazos de sangre: Algunos primos, que si algo me dijeran no tendría el contenido más que “juiciosos sentidos”, nada de intercambios creativos que nacieran de alguna diatriba, algo que hiciera fruncir el entrecejo u oscurecer sin advertencia algún caminito poco recorrido del alma... Las palabras como el dinero, han sufrido tal desgaste que no puede intentarse remediar con ellas lo que se nos quedó irredento por los actos, y menos aspirar con su presencia a descubrir la verdad, ese misterioso objeto que entre dormido ronda el aire circundante de las cosas y acaso también reposa en la hondura ya fría de nuestras huellas.

¿Estarás pensando lector, que preparo un secreto testimonio? ¿Piensas que lentamente, entre palabra y palabra, te voy a inducir a un hallazgo del que tú y yo luego obtengamos un indulto, aunque sea injusto pago por una deuda jamás legítimamente contraída? ¿O acaso tragas saliva porque presientes la vecindad de algo íntimo, una confidencia que no pudo revelarse, en la cual los que inflingieron el daño no se parezcan a ti, y los que aun están manchados puedan redimirte en su baldada virtud, de tus triunfos malogrados, de tu esencia marchita por otros, de tu profunda aunque invisible llaga?

Es lamentable.  Unidos tú y yo por semejante hilo tan delgado y ahora, merced a esto, envueltos en este mudo celofán de tan contrahecha transparencia...


 2
En los angostos peldaños que llevaban a la alta azotea, cientos de veces golpeó en un eco entrecortado y disímil, el sonido corto, inconfundible, de su nombre. Lo inquirían cinco veces más que a mí, acaso por su maniática erudición pueril jamás inculcada, para satisfacer el llamado de ternura de los otros hacia él, condición que además de ajena me pareció muchas veces sospechosa. Iván también tenía ese don inexplicable de poder esconderse de los otros. Hallar refugio, incluso en sitios insospechados, se convirtió para él en ejercicio grato, como lo era para mí refugiarme a solas en la buhardilla, jugando a detener el tiempo, en tanto tendía puentes con deshecho de fique o cáñamo sobre carreteras de viruta, extendida a la fuerza, o en ocasiones, fabricar aurigas con inservibles carreteles de colores, obras que cobraban vida mágicamente en la descubierta azotea del cuarto piso. Nuestros rostros gemelos, que constituyeron para nosotros una inquietante experiencia de observación, no parecían ocasionar en los adultos mas que la certeza sobre la evidencia de un error en duplicado, especialmente para nuestros padres. Realmente ni Iván, ni yo, sentimos la presencia calurosa de aquellos que nos trajeron al mundo. Las distancias eran imponderables y absolutamente asombrosas, si estábamos por ejemplo, en presencia de otros niños y de sus papás... Un cariño frío, frente al que estaba fuera de lugar nuestra casi siempre tácita competencia, en el que la comunicación más excelsa lo era, precisamente, por verse enmarcada en los largos silencios que expresaban con pena nuestros ojos, fue la respuesta entre nosotros al sentimiento de escaso valor y a la avara atención recibidos de ellos en nuestra infancia.
Es costumbre en la mayoría de las familias que el triunfo de los hijos, se torne misteriosamente en valor producido por los padres. Parece poder reconvertir fríos y frustraciones, cicatrizados en el carácter volcándolos nuevamente a su actitud de humildes progenitores, reyes y vasallos de los sentimientos y las búsquedas infantiles, mejor dicho, cuidanderos y garantes de la felicidad de sus pequeños.

Recuerdo que cuando pasó todo, sentí que yo era el mismísimo demonio. En las noches de culpa autoinflingida reñía a gritos bajo las cobijas con el ángel de la guarda, curiosa evidencia sobreviviente y esforzada de la catequesis elemental recibida de adultos diferentes de nuestros padres. Lo instaba a explicarme personalmente la ausencia de Iván, lo maldecía por no llegar a tiempo con su tan pregonado afán volátil, que hubiera sido la única posibilidad de evitar que mi hermano perdiera la vida. Mi hermano había nacido doce minutos después de mí, y ahora se había ido con muchísima ventaja. Ni su ángel, ni el mío, tontos personajes míticos de sospechoso perfil asexuado, y que no demostraron antes o luego algún detalle que permitiera al menos, dudar de su inexistencia, iban a acudir al borde de la escalera aquella mañana en que Iván, al bajar en frenética carrera a avisarme que mamá se marcharía a escondidas nuestras, antes de lo convenido, perdió pie en el veintidosavo escalón y cayó, sin lanzar un solo grito en el vuelo hasta el suelo del patio, llevándose al final del descenso las sábanas limpias y un mantel de flores. Quedó allí con su cuello partido, sin haber protestado con el más fugaz reclamo, caprichosamente envuelto en una tela ornada, como en el lecho de un gran vergel en el cual le habían movido de un sitio para otro, sin atinar a donde ponerlo. Siete años gemelos, nunca más mi espejo rostro confiando averiguar porqué siendo iguales, parecíamos dos charcas contiguas y breves, de aceite y agua.

Yo no estaba en la azotea, ni en la buhardilla. Andaba desinflando un viejo neumático, olvidado de todos como me gustaba, dueño por un rato del frío misterioso del desordenado garaje. No pude advertir las carreras de todos, ni pude vislumbrar sobre el piso del patio el pacífico rostro de la muerte, posado casi distraídamente encima de la faz de mí hermano, la mía propia...

Fue mi primer sepelio, mi primera involución, mi única gran pérdida. Todos pensaron que mi silencio administraba el embargo de una enorme culpa y lo creían un pobre pago por su muerte, pero dentro de mi no ignoraba que los verdaderos responsables, no de su muerte solamente sino de todos los dolores vividos y por vivir, eran nuestros padres. Iván y yo no tuvimos conciencia de ser valiosos, no nos habían obsequiado el vigor que todos los niños reciben, esa fuerza que brilla y que se forja entre besos y palabras animosas, repetidas fervorosamente, una y otra vez.

Me enviaron a vivir con la abuela y luego a los doce años, ingresé a un internado. Ya era un adulto para entonces, y mi silencio y seriedad me apartaban mecánicamente de aquellos que tenían mi edad. Desde entonces, mi presencia fue para mis padres un evento tan extraordinario como para mí, y compartimos la naturaleza forzada demostrando conductas diferentes: Mis padres nunca volvieron a hablarme, se valían de la servidumbre casi siempre para comunicarme lo que querían. Ni en el día de la muerte de la abuela, ni en el de mi graduación – a la que ni siquiera asistieron -, ni esa otra vez, que fue a la postre la última oportunidad para disminuir la distancia abrumadora, alimentada durante tanto tiempo.

No hay nadie aquí, lector, realmente, que pueda alivianar tus culpas. La tragedia referida es pasada, absolutamente privada, y los protagonistas ya han fallecido...Nada puede ofrecerte tan corto espejismo, en lo encumbrado y cuidadoso que tenga, que le pueda devolver algún perdido trozo a tu frágil humanidad lastrada, agraviada por una ofensa lamentable que yo ignoro pero en la que tú seguro has de haber sido tanto verdugo como víctima. Tampoco yo, al escribir, experimento alguna reparación: el tiempo enigmático ha cortado todo con un mismo tajo, y un matiz de gris otoñal rocía escarcha ahora sobre los recuerdos, las ilusiones frustradas, la usura innegable de las búsquedas inútiles.


3
Aquella oportunidad...

Quizá toda una vida puede uno ir vagando por ahí a la captura de un solo instante, sin conceder que el trámite de todos los momentos se ciñe en un tenso recorrido, de cuya dirección y verdadero sentido nos percatamos como intérpretes y angustiados cartomantes, medio ebrios, en la inesperada y nunca planeada lectura de los azares sufridos, la cual suele estar inscrita en ocasiones ufanas y sencillas. Y no solo eso: de repente comprendemos que toda una vida puede ser redimida en un abyecto, corto, y a la postre, torpe segundo, como aquel, que de seguro muchos han conservado en su propio álbum de recuerdos. Entonces, en este punto y hora, todos abríamos de comprender que somos nada más briznas de paja reseca, pelillos de diente de león en un largo y desventajoso éxodo que en virtud del viento y de la topografía vamos de un asombro para otro por viajar tan alto. E ignorando con pavoneos los errores ante el rumbo dispuesto, cuando por suerte vemos que adelantamos una pulgada más hacia un incierto destino.

En ese labrado yeso de anticuados bajorrelieves que decoraba el dintel de la puerta del comedor casi monástico, se pasearon mucha miradas al llegar, sin verlo realmente. Solo eran conductas estimadas. En ese día estábamos todos reunidos esperándolo, a él, al dueño del apellido, y esa aguardada señal que sus siempre impertérritos rostros tuvieran que admitir como válida y ecuánime, simplemente no apareció. Después de los años, estoy seguro que todos en aquel recibimiento para mi padre, quien lucía rejuvenecido luego de recibir una condecoración en Flandes, orgullo sólo ostentado por él a todo lo largo y ancho de catorce generaciones de nuestra familia, sabíamos que era aquel el momento culminante, el punto decisivo, el último paso del río desde el cual podría ver para atrás antes de despeñarse en el abismo de no poder ser sino el que era. No habría otro instante de tan definitiva reciprocidad y con tan noble origen para intentar dirimir los arduamente cuestionados ardides del tiempo, que tan efectivamente nos habían separado. No habría como contestar con presteza un nuevo examen que al final anunciara el sobreseimiento de las antiguas penas, convertidas ya por el uso excesivo en preciadas posesiones.
El abrazo de la madre, la palabra recia y amorosa del padre escuchándose casi ellas mismas dentro del alma, ofrendando un ahogo largamente aguantado, gestos que tuvieron vida muchos años en el subsuelo del rostro, voces que no fueron moduladas y yacen en un esquizofrénico montón, encajado entre las falsas y las ciertas costillas, pugnando por romperse y desaparecer contra los tejidos del corazón ya partido en mil pedazos, otras mil veces, sin poder repararse a fuerza de autocompasión. Ni ella, y él mucho menos, que era agasajado por sus tibios admiradores de siempre, pudieron esconder que sabían de aquel momento, el último paso posible sobre el peligroso río. Cuando me acercaba para congraciarlo, mi padre se interrumpió abruptamente olvidando cubrir el micrófono con sus manos para no enterar a todo el auditorio de un asunto familiar. Pronunció en un tono bajo pero absolutamente audible “ni siquiera lo intentes”, sorprendiéndose de escuchar sus palabras simultáneamente con los asistentes. Todos escuchamos. Hubo tristeza en sus rostros. Debo reconocer ese tácito apoyo.

No puedo más que nutrir esta desazón ¿Porqué no forcé aquel episodio? ¿Por qué no le hice sentir más que frío, miedo de ser responsable, angustia de no tener que decir después de siglos de avaro silencio?

¿Por qué no me lancé sobre mamá y le pedí perdón a gritos, perdón, aunque solo fuera para salvarlos?

4
Viví, estos últimos tres años. Recibí el aliento cálido de un suave y misterioso ángel de la guarda al que hoy dimos sepultura. Estos mágicos seres, que realmente no pueden volar, están distribuidos por el mundo, lo sé, perviví a la sombra de uno cuando quedé sin ventaja suficiente, cuando comprendí que yo era el egoísta, el ciego repartidor de culpas nunca diestramente otorgadas, acaso siniestras. Ella, la finada, permaneció junto a mí desde aquella ocasión en que mi padre musitó su advertencia ante el micrófono, que estaba allí dispuesto para amplificar sus palabras de agradecimiento por el agasajo.

Mis padres no concluyeron un vuelo. Murieron, estoy seguro, tomados de las manos... Imagino esto y me tranquilizo mucho. Mi tía Beatriz descorrió el visillo entre el elocuente pasado y los otros instantes que lograron emerger hasta mis manos, tan análogos a nobles mandarines de un viejo ejército que desconoce que hace allí en el centro de cualquier sitio, en medio de una época extraviada, igual que soldados que ignoran que causa defienden, en nombre de la querella de cual rey aguardan a un enemigo entre la estepa y la nada.

Ahora me toca a mí, lentamente abrir esta puerta. No sé dónde esté esperando mi siguiente punto de encuentro, o si lo habrá. A nado, en esta zona oscura del brillante océano de mis recuerdos transeúntes, me dejo mirar a babor, luego a estribor, y creo entreverte lector desconocido, comenzando a librarte del juego de nudos de este corto enlace. Mientras dirimo con un adiós la última cláusula, un abrazo nuevamente tardío, inexpresivo e incompartido permanece amarrado de mis brazos, y solo atino en la oscuridad a romper aquella última fotografía de mi infancia, a modo de simbólica despedida para todos los que se quedan.

4 comentarios:

Sandra Marisa dijo...

..."angustia de no tener que decir después de siglos de avaro silencio"...

JOSÉ IGNACIO RESTREPO dijo...

tengo pena, honda pena contigo....´´al rescate fui de mi tiempo y solo supe tomar el que te había dado...Pero,este silencio no es de olvido ni de juerga llana, ni es avaro, es por puro trabajo, mi sirena...

JOSÉ IGNACIO RESTREPO dijo...

SOLO DIOS SABE, QUE OBRA DE HOMBRE RESISTE EL INCANSABLE E IRREBATIBLE REFLUJO DEL MAR...

Europa Prima dijo...

Sólo la pérdida concientiza la necesidad, mala costumbre la de no decir a tiempo, dar a la obviedad lo que debiera surgir de expóntaneos labios y brazos... amor que será fantasma tras desparecer la oportunidad desaprovechada.

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