viernes, 12 de agosto de 2011

CON SABOR A BOGARD: EL CUENTO DEL AUTOR (UN REMAKE)

LAS MALAS PELÍCULAS
SIEMPRE TIENEN UN BUEN FINAL
por
José Ignacio Restrepo

 

I

Me miró atentamente desde la mesa que ocupaba, a unos diez metros en diagonal a la mía. El espejo a mi lado derecho, devolvía su imagen casi completa: largas piernas, pálidas y sin vello, talle y cadera muy torneados y un rostro enigmático, entre oriental y latino. Sin duda era una mujer pretendida.

Augusto frecuentemente mencionaba que el destino me deparaba una mujer como esa, a la que mi tozuda apatía le tendría sin cuidado, pues bajo su mágico influjo yo iba a caer preso, convirtiéndose mi vida en un delicioso infierno. Yo nunca hice pronósticos sobre la vida de Augusto, ni tampoco sobre su muerte, que lo sorprendió en una sencilla excursión en bote por las tranquilas aguas de Miami, un tonto día que andábamos de juerga. Que fuera tan descabezado nunca me hizo pensar, que se iba a quebrar el cráneo contra el borde de la quilla de aquel barco, aunque unos días atrás me hubiera confesado que se quería morir en el Caribe. Semejante deseo, para su infortunio no se cumplió como él quería, pero sí demasiado pronto. Desde su penosa muerte había pasado ya un año largo.

Devaneando en aquellos recuerdos, no observé quien se acercaba, y me vi sorprendido por la voz grave y seca de una mujer. Era ella, la joven de rostro misterioso que unos minutos antes observara tan detalladamente en el espejo.

-          Usted es León Barrera...

Levanté mí cabeza y observé frente a mí los pechos perfectos de la mujer que hablaba...

-     ... famoso jugador de polo, escritor de una novela mejor vendida, soltero de treinta y tres años, nacido en Puerto Rico, y residente en cualquier parte del mundo gracias a su incalculable fortuna...

-         ¡Vaya! Qué interesante lo que dicen de uno las revistas de farándula barata...

-      León Barrera, se equivoca si piensa que trato de intimar con usted. Me llamo Alicia Noguera. Recuerde mi nombre y mi rostro, porque yo voy a matarlo.

La mujer me miró por un momento más. Sentí la frialdad del peligro en mi rostro, y lo supuse pálido, casi lívido. Estuve seguro de que interpretó erradamente mi silencio, acaso como muestra de bestial arrogancia. Ella no podía saber que al escuchar su apellido, en mi interior una avalancha de ingratos recuerdos se había desprendido desde la oscuridad de mi memoria, y en aquel momento me estaba sepultando en un reconocido abismo de dolor y tragedia, ahora como antes irreparable.

La inmensa avalancha comenzó a formarse durante el verano del 94 en un bello sitio de Baja California. Había muchísimos turistas, entre ellos mi viejo amigo Augusto Carvalho y yo, León Barrera. Disfrutábamos de unas largas vacaciones en el Pacífico soleado, tras haber tenido un golpe de suerte en el mercado de Valores de Los Ángeles. Una tarde Augusto regresó al hotel con una chica hermosísima, que dijo llamarse Belén Noguera. Era muy simpática y agradable, y se convirtió en amiga de ambos casi de inmediato; al cabo de unos ocho días, cuando el mar se puso algo recio para nuestro gusto, ella nos invitó a su casa, que quedaba en la bellísima Cartagena de Indias. Bastó una tarde para llegar y en menos de quince horas nosotros tres hacíamos sombra en las playas de otro océano.

Su familia estaba de viaje en Barquisimeto, con unos parientes. Toda la casa estaba a disposición de nosotros, sus invitados. Belén, a pesar de ser muy joven, era una magnífica anfitriona. Además, había nacido un afecto especial entre ella y yo, y como estas cosas eran corrientes para Augusto, por ser mi amigo, supe que aunque la chica también le gustaba, él lo entendería sin problema.  Como pensé, él no se preocupó.

El verano en la costa Atlántica colombiana era más extendido y cálido que el de California, por esos días. Sin embargo el mar estaba picado y la leva era considerable. Las autoridades habían advertido sobre los riesgos de navegar o inclusive surfear en semejantes condiciones. A pesar de esto, la chica y yo salimos aquel día temprano, pues habíamos planeado un picnic marino, con sesión de buceo e interludio romántico. Habíamos sido muy cuidadosos y privados en nuestros asuntos desde que llegamos. Augusto solamente había visitado Cartagena una vez, estando muchacho, así que decidió pasear por la ciudad amurallada y tomar algunas fotografías, en lo cual se la pasó casi todo el día. Al regresar él, nosotros no habíamos vuelto, lo que lo estimuló, según su narración posterior, a preparar algo de comer como una sorpresa para cuando regresáramos.

Pero no regresamos. Aquella noche, la leva se convirtió en vendaval y luego, con el paso de las horas, un tremendo huracán azotó las playas de la Guajira hasta Morrosquillo, que persistió por casi dos días. Mi bote, nunca apareció. Fui recogido por un pequeño pesquero, que me avistó tres días después del naufragio, pero a Belén infortunadamente, nunca la encontramos, pereció. Su cadáver no fue hallado, y el que yo corriera con los gastos de sus servicios fúnebres, realmente no me ayudó en nada. Mis sentimientos de culpabilidad, que estaban por demás justificados, hicieron mella en mi naturaleza normalmente jovial y abierta.
Esperamos a los parientes de Belén, que al parecer solo eran una hermana y su madre, pero no llegaron, y a los veinte días retornamos a Norteamérica. Más de seis meses estuve buscando a aquellas personas, primero por teléfono y luego personalmente, pero cuando volví a la casa de Cartagena, la habían colocado en venta y no hubo quien me diera razón de los dueños. Fui investigado por la muerte de la chica, pero como la decisión de navegar fue compartida por ambos, la responsabilidad de lo ocurrido no podía cobijarme solo a mí. Me exoneraron, pero ya nada sería igual de ahí en adelante.

Augusto Carvalho me asistió durante la aguda depresión en que caí, a raíz de ese acontecimiento. Cuando la prensa ya me había olvidado por completo, todavía solía deambular por cualquier playa de la costa oeste emborrachándome, impedido emocionalmente para continuar viviendo, preso del infortunado recuerdo de aquel día, víctima de una circunstancia en la que fui el desgraciado protagonista. Cinco años después, el malhadado hecho constituía el motivo de mi soledad, y un insano convencimiento me hacía pensar que era dañino para la gente, lo que determinaba que yo alejara de mí a todas las mujeres que me demostraban algún interés. Un siquiatra amigo me aseguró que mis temores desaparecerían en presencia de una emoción realmente intensa, que alterara mí presente dando al pasado su justa dimensión.

Sin saberlo, la avalancha de recuerdos no solo me causaba dolor. Podía sin duda acarrearme la muerte.
******

Tres días después del incidente en el café, la vida de León Barrera había recuperado buena parte de las tumultuosas características que tuviera cinco años atrás, cuando involuntariamente se viera envuelto en la muerte de una chica que él poco conocía. Había llamado a todos los hoteles de la ciudad intentando localizar a Alicia Noguera, sin conseguirlo. Varias veces contestó el teléfono, sin que nadie hablara en la línea, y al transitar por la calle se sentía constantemente vigilado. Estos detalles, más el resurgimiento del dolor y la culpa, lo tenían al borde de un colapso. Su médico le formuló unos calmantes que él no tomó, prefiriendo alternar su nerviosa lucidez con noches enteras de embriaguez profunda. Su aspecto era desastroso, ni la sombra del hombre que siete de cada diez mujeres interrogadas por un magazín de distribución continental, unos tres meses atrás, eligieran como el soltero más codiciado.
******

Me desperté de un pesado sueño con la boca pastosa y el aliento ahíto a licor, creyendo haber sentido que golpeaban la puerta. No soñaba. Abrí tan rápido como me lo permitieron mis piernas. Era ella. Miró mi rostro sin afeitar, y el pantalón ajado tras una noche de inquieto sueño. Su gesto adusto no hizo más que acentuarse.  Sin embargo, su imagen a la luz del día superaba el breve recuerdo que tenía de ella: Vestía un traje de noche, absolutamente irreal para esa hora, abierto por el lado izquierdo desde el tobillo hasta su espléndido muslo, y el profundo escote dejaba visible buena parte de sus atractivos. Su cabello suelto, unos ojos que lo traspasaban todo y sobre los labios algo de carmín, completaban una indumentaria que sería la ideal para coprotagonizar cualquier película con Bogart. Como la última vez, ella habló primero.

-          Las malas películas siempre terminan bien...

Me distancié de la puerta, asombrado por la coincidencia de su saludo con mi pensamiento. Ella la cerró con un preciso empujón de su pie derecho.

-          Señorita Noguera... Déjeme decirle...

-       Usted señor Barrera, no tiene nada que decir. Ni tampoco nada que hacer, pues ya hizo más que suficiente. ¿O es que perdió la memoria?

Con un movimiento estudiado, extrajo de su bolso una pequeña pistola con silenciador, y la apuntó hacia mi pecho.

-         ¡Por favor, déjeme explicarle! Usted solamente conoce una parte de toda la historia...

-      No señor, yo conozco toda la historia, y le voy a escribir el final en    este instante...

Había estado retrocediendo desde que le abriera la puerta y ahora la pared enfriaba absurdamente mi espalda desnuda. No comprendía como el asombro podía causar un dolor tan intenso, y porqué escuchaba el eco sordo de una detonación, que parecía provenir de la otra habitación.

Mientras caía, sin lograr apoyar las manos para protegerme el rostro del impacto contra el suelo, pensé que nada de esto me podía estar ocurriendo realmente.


Como si aquella voz casi inaudible fuese más una variedad de invocación para un genio mágico, que una línea angustiosa en el guión de un personaje en medio de un pesado sueño, Gonzalo Cepeda, contador bancario de cincuenta y dos años, nacido en Miami pero de padres cubanos, con cuatro hijos, de los cuales el menor ya era un adolescente, con muchas cuentas por pagar y un salario por fortuna, se despertó. Comenzó a abrir lentamente los ojos para iniciar un involuntario reconocimiento del lado izquierdo de su cama, donde aun dormía su mujer, y luego hacia arriba, con el objeto de observar del mismo modo que el día que lo instaló, es decir, sin absoluta satisfacción, el techo de pino de su alcoba, del que pendía, encendido permanentemente, un ventilador marca Golden Stallion.

******

II
Dos de la tarde... En la vía rápida el verano de Miami esta hecho de la tensión imperiosa de las pistas de fórmula uno, pero también de calor inclemente y de un ruido ensordecedor, los cuales se sienten a pesar de llevar las ventanillas cerradas. La angustia por la alta temperatura, que no logra mitigar el aire acondicionado de los vehículos, dibuja áridos relieves sobre los rostros de quienes conducen y viajan, lo cual los hace ver incongruentes con el geométrico paisaje de colores vivos, asfalto perfecto y edificios de concreto bellamente construidos, en medio de los cuales a esta hora se deslizan los autos.

No tener que regresar al banco es, sin embargo, un gran motivo de alegría, y aunque sea un gozo pequeño, es tangible como la cabrilla de su coche, un Peugeot Cabriollet de hace ya trece años. El insidioso climaterio en la vida de Gonzalo Cepeda es, por momentos, mucho más difícil de asumir de lo que él pensaba, pero en lo que respecta a esta tarde no habrá decisiones perentorias sobre los dineros o los bienes de otras personas, ni habrá reuniones de cuya intrascendencia solo él parezca percatarse, ni tampoco batallas estúpidas en forma de torpes discusiones por la posesión de la verdad, o por probar el criterio acertado en el sacrosanto tema de las finanzas y la economía. La Economía, la única maldita cosa importante en la existencia cotidiana del   maldito banco.

  ******

El coche deja el denso tráfico y toma una vía alterna, para salir del centro. Un kilómetro más adelante, al observar un mall recién inaugurado, el maduro contador decide comprar algunas cosas, vagar un poco por el lugar y quizás, si el calor no disminuye, tomarse un par de cervezas.

Había elegido la última parte de su plan para llevar a cabo de primera. El amargo sabor de la cerveza fría lo distrae un poco de la observación de aquel lugar, cuyo ambiente era moderno y completamente artificial. La combinación entre la luz y algunos espejos bien dispuestos, daban al bar una amplitud superior a la que realmente tenía.

De improviso, en el espejo situado a su derecha una forma femenina que estaba envuelta en la penumbra, se despereza y luego se inclina: La hermosa mujer queda expuesta a la luz, mientras se inclina solo un momento para recoger algo del suelo, un encendedor plateado con el que luego, al sentarse nuevamente a la sombra, enciende un largo cigarrillo. Su rostro es iluminado por la llama, y mientras la observo con inusual atención, casi puedo sentir la alta temperatura de la flama sobre el mío, pero sé que es el calor, la tarde de asueto, el sitio que no conozco. Todo esto tiene el mal sabor de los sueños pesados.

-         ¿Puedo sentarme con usted?

Su voz ronca y segura concordaba por completo con su imagen. No había advertido en que momento ella vino hacia él. No más de treinta y cinco años, ni menos de veinticinco, sin duda latina, y aventurera. Casi tres décadas entendiéndose con personas y dinero, lo habían obligado a estudiar bien a la gente, categorizándola en pocos segundos por su aspecto y ademanes, para descubrir las verdades que ocultaban. Se convirtió en un hábil interpretador del lenguaje corporal, un juez nato, intuitivo, cuyos discernimientos rara vez fallaban.

-         Claro, porqué no. Esta tarde es una de esas en que podrías romper con más de una costumbre...

Hizo una seña y el mesero llegó casi de inmediato.

-   Tráeme otra cerveza y también unos cigarrillos... – y volviéndose   hacia ella apenas un poco, - ¿Quieres otro trago?

Ella simplemente asintió. Tenía en su rostro algo soterrado, encubierto por las líneas angulosas más hermosas que había visto, y eso era un motivo para observarla como no lo había hecho con nadie en mucho tiempo. Quizás era la necesidad imperiosa de decir algo, ese afán ingobernable de revelar tu intimidad o una parte de ella a alguien que es desconocido íntegramente, y cuya reacción ante nuestra conducta no podemos suponer.

El mesero veloz llegó con los tragos. Extraje un cigarrillo y le ofrecí otro a ella, el cual encendió con su propia candela. La bella mujer inhaló de inmediato y con vehemencia, la primera bocanada...

-         Estoy rompiendo el hábito de no fumar, que he sostenido por más de once años... Parece una tarde adecuada para dejar prácticas infelices. Oiga, jovencita, ¿rompió algo hoy o apenas está tomando impulso?

La mujer me miró, apreciando el bufo tono de mi charla, acaso convencida de que yo no pretendía lo que cualquier otro buscaría en ella...

-         Hace menos de una hora asesiné a un hombre...

Recibí la frase como un fuerte bastonazo en medio de la frente, y espontáneamente evoqué el sueño del amanecer, que en dos segundos emergió ya completamente nítido desde mi subconsciente.

-         ... y una sencilla muestra de parafina ahora mismo demostraría que le estoy diciendo la verdad. ¿O es que no tengo cara de poder hacerlo?

Sin saber que decir, el contador con una tarde libre soltó lo primero que se le vino a la boca:

-         Quizás él aun está vivo...

La expresión en el rostro de ella empezó poco a poco a congelarse, y se sostuvo así durante un largo instante, mientras el humo del tabaco rebeldemente huía en diversas direcciones. La observé ceremonialmente, igual que hago cada rato con el director de transacciones internacionales, invadido además de un dulzor extraño que tenía mucho que ver con la coincidencia del momento con la aventura que soñé en la madrugada.

-     No puede estar con vida. Le disparé dos veces, al pecho... Se lo merecía, era mil veces más malo que yo.

Vertí un poco de mi cerveza sobre la colilla de su cigarrillo, que humeaba tercamente dentro del cenicero. Cuando ella levantó la vista, supe que era conciente de estar a muchas millas del camino adecuado, y comprendí que estaba a punto de comprometerme de algún modo.

-       Mi nombre es Carmen Quintero, y aunque lo parezca, no estoy mal de la cabeza... Hoy es un día difícil, solamente, y no sé si termine bien.

Escuché entonces la historia por completo, comenzando en el principio y obviando, al final, la información que ya conocía: Un compromiso con el padre, pactado tres años antes, estableció que Carmen iría a Miami a trabajar como vendedora. El mal salario y otras difíciles circunstancias la obligaron a tomar una plaza como camarera, en un bar nocturno. De mal en peor, Carmen pierde ambos empleos, pero el hombre que se comprometió con su padre le consigue un rol de top-less dancer en un night club de mala reputación. Después vinieron las calles. Su padre sufre un síncope y muere unos días más tarde, cuando abruptamente se entera de la verdadera vida de su hija en Miami. A los seis meses, Carmen se entera, y con rabia y tristeza inaguantables descarga toda su ira sobre Damián Cortés, aquel hombre que le sembrara grandes ilusiones y del que había recibido oscuridad y desesperanza. En este instante, me pregunté cuantas Carmen Quintero como ésta, andaban por las calles, preparándose poco a poco para descargar sus emociones sobre alguien, a quien han hecho responsable de todo lo bueno o lo malo que les ha pasado, corrientemente hombres, que en nada se parecen a lo que imaginaron durante tanto tiempo en sus enamoradas ilusiones.


Había transcurrido la mitad de mi tarde libre conversando amigablemente, con una joven y bella asesina mejicana, que impávidamente me había narrado las razones que la obligaron a verse envuelta en semejantes circunstancias, es decir, disparar y matar a un fulano con la más absoluta determinación. A las cinco y treinta me hallaba algo aturdido por las tres cervezas y dos gins, que ya me había guardado entre el buche, en tanto la chica seguía más o menos fresca, eso sí, los dos estábamos consternados y emotivos por lo transparente del encuentro. Carmen atendía cada palabra que salía por mi boca, pues comprendía que por grave que fuera su situación yo me encontraba dispuesto a ayudarla. En un soporífero paréntesis, durante el cual dejamos de hablar y nos miramos más de la cuenta, la bella chica, que hacía media hora o más se había sentado a mi lado derecho, demostró que realmente se hallaba algo aturdida, al acercarse a mi cara y buscar mi boca con desespero, como si la vida fuera a terminársele. Yo la besé, estaba bien mareado, y me pareció un momento inmejorable para romper el hábito de besar solamente a mi esposa, cuando ella se dejaba.

Lo que siguió, fue tan mecánico e impensado como los movimientos de los que han bailado juntos mucho tiempo. Al retirarme un poco terminé poniéndome de pie, mientras tomaba mi saco y le decía que deberíamos comprobar si Damián seguía con vida.
 
En menos de lo que se dice “entonces”, nos hallábamos en el lugar del siniestro y sin más dilación que la obvia de observar quien había en las inmediaciones, subimos hasta el quinto piso. El cadáver de Damián Cortés no estaba allí. De la alegría al asombro, Carmen buscaba alguna explicación para todo lo que había ocurrido, y la encontró en una nota pequeña, que estaba bajo el teléfono del recibidor. Decía: “De no haberte dado una pistola con salvas, que no llegaste nunca a utilizar, en este instante sería un cadáver... Perdóname, darling.” La firma de Damián parecía más el garabato de un párvulo, quizás porque volaba más que corría al dejar la misiva. Es posible que sospechara que Carmen iba a regresar a ayudarlo, y bajo ninguna condición quería arriesgarse a un nuevo encuentro.

Sentí más que pensé, que aquella hermosa chica habría terminado suicidándose, acaso esa misma noche, de no haber mediado el destino en mi tarde libre con el suyo y su gran berrinche. En todo caso, los dos habíamos llevado todo hasta el límite, ese punto de la siguiente realidad que no podemos conocer de antemano.

******
III
Con un profundo suspiro, que ante la luz pretendía alejar del todo aquel último embrujo del sueño, Juliana Meli comenzó a olvidar trozos completos de su aventura onírica, y por fin abrió los ojos. Al otro lado de su cama contempló a su esposo, su héroe desde hacía tanto tiempo, durmiendo aun plácidamente pues el banco ya no abría los sábados. Pensó que estaba algo más delgado que seis meses atrás, y que ya se acercaba el momento de su jubilación, cuando ambos decidirían muchas cosas de las que dependía su futuro.

Era muy probable que Gonzalo estuviera soñando con la estratagema financiera que finalmente los hiciera ricos...




2 comentarios:

Anónimo dijo...

al leer tu interesante novela, mis ojos y mi alma han quedados presos de tus letras , enhorabuena por ti Poeta, Escrito , Amigo . Gracias por compartir <3

JOSÉ IGNACIO RESTREPO dijo...

Por seres como vos, estrella, Mafer querida, nuestra vigilia creando tiene fundado sentido y nunca el mayor sacrificio por dejar escritos puros será perdido tributo al valor inestimado de ser leídos después...Gracias mil..

Publicar un comentario