viernes, 7 de octubre de 2011

SORPRESAS TIENE LA VIDA / EL CUENTO DEL AUTOR




FUE DESPUÉS DEL ALMUERZO
por José Ignacio Restrepo


Volteé la cabeza y vi un moscardón entrando por la ventana abierta. Era realmente grande, de un color entre verdoso y siena, color mierda, como decíamos cuando éramos sólo cagones soñando con no ir a clases para poder jugar al futbol todo el día. El timbre del mensajero no dejaba de sonar, pero yo apenas atendía el llamado cuando en la pantalla del ordenador aparecía “YOU HAVE A MESSAGE”…Porque estas máquinas también tienen derecho a comunicarse con débiles auditivos, como yo…
Si. Exactamente hace seis años perdí casi por completo el sentido del oído, y aunque aún no me he pensionado ya luzco como un viejo, me comporto como tal, y llevo suficientes signos del paso del tiempo como para que quien me observa, piense que tengo setenta o más años en esta tierras de Dios, cuando son apenas cincuenta y seis años de vida. Y ¿por qué ocurrió todo así? Por la misma razón que a todos nos pasa. La necesidad. Pasé veintiséis años trabajando para una empresa entre grandes máquinas, aguantando ruidos infernales, y eso dañó mis oídos; lo que soporto tenía que suceder de cualquier modo. Simplemente los cambié por una vida de mediana comodidad, con las cosas que se necesitan para vivir bien, dentro de una casa bonita…En absoluto silencio…
Me siento ante mi laptop y abro el mensajero. Es Diana. Me cuenta que Raúl llega de España mañana por la tarde, y que ella va a ir a recibirlo sola, pues no tiene tiempo de venir por mí. Debe corregir pruebas de sus alumnos y luego asistir a una reunión de planeación en la Universidad. Así que saldrá directamente por el muchacho, y luego comprará algo de comida para que cenemos los tres aquí en mi apartamento. Me parece muy buena idea. Tanto aprenden a conocernos quienes han compartido la vida con nosotros, que al final hasta se dan el lujo, bien ganado, de tomar decisiones por nosotros.
Diana fue mi mujer durante casi veinte años. Fue una relación gris, sin ninguna perspectiva, acunada en los mismos términos donde había yo anidado filosóficamente los principios de mi trabajo, que eran la rutina, la necesidad, y la falta de imaginación, tres monstruos que escasamente muestran sus huellas, y que solamente revelan sus caras cuando están a punto de acabarnos, de comernos, de volvernos colada de carne con pulpa de papa, esa comida que se da a los bebes. Rutina y carencia de imaginación son condiciones capaces por sí solas de acabar con la solvencia de un país; no van a terminar con la vida formal de un par de seres comunes y corrientes, que apenas se juntaron para ir tirando y no sentir mucho frío por las noches. Si, no me avergüenzo. Y creo que ella tampoco lo hace. Nuestro matrimonio fue viejo desde el principio. Vimos poco a poco como se acababa tranquilamente, insufriblemente, como otra parte esperada del programa. Ella y yo, lo fuimos viendo, cada uno mirando a destiempo desde su propio lugar, y cuando se murió lo amortajamos lo mejor que pudimos, pues para nosotros era nuevo eso de terminar una relación tan larga, ya casi insensibilizada por el paso exhaustivo de días y de noches, acompañados pero solos. Fue regresar al lugar de donde no nos fuimos nunca, es decir la soledad, y apenas si tuvo de raro, de distinto, el hecho de organizar bien un trasteo. Nada más, ni nada menos.
Para Raúl, nuestro hijo, la relación de sus padres fue una aventura sin exquisiteces, que le brindó una infancia sin emociones, pues éramos dominantes y corrientes, formales como una caja de cartón. Y tan anticuados y predecibles que él nos descubrió a los diez años, y a los diez y siete, determinó que quería irse para otro país a estudiar, y no hubo fuerza que evitara que el muchacho se librara de nosotros. Porque eso era en el fondo lo que el muchacho quería, alejarse de dos viejos que no lo eran, cuyas perspectivas eran tan drásticamente pingües que él sospechaba quedaría apresado allí, en la escasez de la cotidianidad que Diana y yo podíamos, en últimas ofrecerle. Habría quedado preso, igual que lo estaba el gigantesco moscardón, que se había enredado finalmente en la cortina, y ahora era vapuleado insistentemente por el viento.
Me erguí con alguna dificultad. Tomé una malla cazamariposas con la que a veces gastaba minutos de mi inservible tiempo, rescatando los insectos que entraban al apartamento para salvarles la vida. Fui hasta la cortina y destrabé al feo abejorro de su recién descubierta celdilla de tela transparentosa, sin oír su violento ejercicio de defensa, que ahora tenía al frente dos enemigos de desconocido origen, pero sumamente peligrosos. Acaso hizo de su forcejeo una remembranza de algún pasado acto de sobrevivencia pura, y de pronto escapó, tanto de la cortina como de la reja ojalada que casi lo atrapaba, adherida a ese monstruo que tenía aspas como alas y vigorosos pilares que lo aprisionaban contra el suelo, o sea yo.
Salió despavorido por la misma ventana, que lo había dejado entrar al misterio de mi casa. Me senté, y me sumí luego en pensamientos no del todo agradables, en los que se mezclaban conceptos básicos como la libertad, el tiempo, la soledad…la muerte. Ese estado no se alargó demasiado, pues me sobrevino luego un apetito enorme, producido por la sensación de vacío casi completo del estómago, pues el desayuno había sido solamente un café con tres galletas de soda. Fui hasta la cocina. En completo silencio, preparé algo que estaba en la nevera, una carne molida compuesta en bolitas, que era deliciosa, unas papás al carbón que quedaron de una salida a comer hace unos días y el infaltable arroz que había quedado del día anterior. Serví un vaso de jugo, y me senté en la mesa, pues ya no tenía televisor,  ni tampoco radio. Esas son cosas que apenas soportan quienes tienen completos sus sentidos. Continué con las disquisiciones que había comenzado a construir unos minutos antes. Cuando completé una suerte de curva epistemológica llegué pleno al tema de la muerte, de la extinción, la inobjetable desaparición. Con el café en la mano, descorrí sistemáticamente los pasillos de ese temario, que a muchos les luce como algo desagradable, de inquietante dimensión y limitado trato. Pero, no para mí, que estaba sumido en ese silencio denostado, seco, pero nunca impropio o desagradable. Mi sordera había terminado siendo su amiga, me acompañaba, me dejaba pensar, se hacía noblemente a mi lado, cuando todo y todos se iban, o me abandonaban como quien se libra de algún bicho raro.
Ya había lavado los platos y me disponía a calentar un agua para prepararme un café, cuando sorpresivamente se iluminó la luz que anunciaba que alguien había llegado por el ascensor hasta su piso, que era el noveno del edificio. La luz se prendía antes de que alguien llegara propiamente a la puerta, con el fin de que él se pudiera estar sobre aviso y asomarse por el ojo mágico para mirar quien era. Se asomó por el pequeño adminículo, y vio que se acercaba Diana. Le sorprendió muchísimo, pues el correo había sido poco menos que enfático, avisándole que no antes de mañana vendría junto con su hijo.
Me quedé frente a la puerta, para verla cuando entrara, pues ella aún conservaba la llave. La vi ingresar, cubierta su cabeza con gorra de crochet y un abrigo sobretodo que no le conocía. Al cerrar la puerta y voltearse, vi cuando introdujo las llaves en su bolso y extrajo de el sin motivo alguno una pistola pequeña, que comenzó a levantar para apuntarme, todo ello como si fuera una broma insidiosa, a cambio del normal saludo. Diana, me hablaba, pero yo no podía escucharla. Su rostro estaba contraído por el esfuerzo, la pistola mantenía su posición, y yo no tenía idea de lo que ocurría. Pero, la amenaza era evidente y se hizo impositiva cuando vi el fogonazo rojo y sentí el proyectil rasgando la piel de mi pómulo derecho, quemándome la cara. 
El sordo se abalanzó sobre ella, mientras tomaba conciencia plena de lo que ocurría. Recordó que había suscrito hacia casi un año un seguro de vida, que la hacía completa beneficiaria en caso de que él muriera. Mientras forcejeaba reconoció que en ese momento había pensado más noblemente que de forma razonable, pues ellos nunca habían sido nada. Aunque ella apretaba con fuerza el arma de fuego, él retenía su brazo entre sus manos; se sintió bruscamente como el moscardón que había intentado zafar de la cortina unas horas atrás. En medio de la brega, que acontecía para él en el más profundo de los silencios, terminaron empujando violentamente la puerta del apartamento, y salieron expulsados al hall, que era más amplio y estaba absolutamente vacío.
La lucha de los ex esposos se prolongó por dos o tres minutos más. El hall vacío los miraba, tan silenciosamente como lo había hecho el apartamento unos minutos atrás. Un aviso de baldosa, de esos que normalmente colocan para avisar sobre reparaciones, pasó inadvertido para ellos, que simplemente se lo llevaron con el empellón que sobrevino a la pérdida de la pistola. La mujer no pudo frenar y fue engullida por la puerta abierta del ascensor, que justo hacía dos minutos se hallaba en mantenimiento. Simplemente desapareció por el hueco oscuro que había en vez de la puerta.
El sordo se quedó mirando el ascensor abierto, y el aviso pequeño al lado, “CUIDADO, EN MANTENIMIENTO”. Miró la esquina del hall, donde se hallaba la cámara de seguridad, y luego entró temblando a su apartamento. Desesperadamente, marcó el 911…

-  Señorita, ha habido un accidente…Envíen una ambulancia…


2 comentarios:

esteban armando dijo...

un pedazo de historia, de vida, enredada con la tuya, quien sabe......me entretuve y creo debiera ya tener la próxima escuela......bien todo lo que emprendes, te sigo amigo......

Claudia dijo...

Maravilloso relato en el que nos sumerges casi a modo de ficción...bastante entretenido, de empezar y querer acabar... gracias, espero continuar.

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