sábado, 23 de abril de 2011

EL CUENTO DEL AUTOR / EL RECUPERADOR DE TARJETAS (2) por José Ignacio Restrepo

EL RECUPERADOR DE TARJETAS (2)
(Cuento)
por José Ignacio Restrepo



Y al llegar con mis pasos, al lugar deletreado en el pequeño pedazo de blanca cartulina, puedo ver que sí hago del hallazgo un buen encuentro podría bien mi almuerzo convertirse en un poco más, acaso también halle del postre bien asida, alguna otra sencillez atada, un buen helado de dos copas o mi clásica cena de otros tiempos, ya parcamente olvidada, que constaba de la entrada, o sea sopa de arvejas y arracacha con pancito migado, el seco clásico con carnita a la plancha, dos o tres luengas tajadas de dominico, el alimento de seba de turpiales y otras aves raras, y unas papas caladas en juguito de mango o tomate de árbol, junto al infaltable arroz pintado con el feliz azafrán, que parece en este punto y hora de la historia no ofrecer otra labor sino esa sola.
Ya me estaban sonando las morrongas tripitas y el estómago se contrajo, mostrando sin culpa alguna que interpretaba bien el hambre en mi cerebro, cuando caí en cuenta de que era por mi culpa pues la marcha de las horas en mi caso, tenía su dilema: casi siempre iba atrasado en dos o tres pedazos de hora, nunca adelantado, pues había decidido que si no estaba ocupado en mi quehacer reciclador, buscando los denarios subsistentes, debía ahorrar energías, todas las que más pudiera, durmiendo en donde me cogiera el breve sueño, la siesta o el profundo que allega la noche. Y por ello, ahora que pensaba era el mediodía realmente el reloj decía la dos, por tanto mi vientre tenía razones para llorar, recogerse, arrinconarse, y todas las otras acciones que pudieran demostrarle que era hora de almorzar en esta parte del hemisferio, y no había un motivo somero que pudiera disculpar olvido tal.
- Tranquilo, tranquilo, ya pronto nos vamos a sentar…
Por dos veces como mago o demiurgo que ha encontrado a quien hablar, y que nadie más ve, me dirigí en voz alta a su dilema, esperando que con verbal sutil placebo sin hacerlo en voz alta ni tampoco notorio, el recato de mi vientre retornara y no más me mandara esos sordos berridos, para obligarme a darle de comer, sin antes disponer de las viandas necesarias, el cuchillo, tenedor y la cuchara, el jugo, la comida, postre y leche, sobre mesa y mantel, como Dios manda…
- Perdón, señor… ¿Espera usted a alguien?
El de tono cortés venía enfundado en disfraz de general, con dorada charretera y medallas de mentiras, me sonreía desde el portón de aquel buró, donde a que piso de incontadas oficinas, debía hallarse el gerente y sus secuaces, esperando por mi para recibir de vuelta su tarjeta y con ella valiosa información, disonantes cuestiones aplazadas, en peligro diez vidas o hasta más, porque alguien optó por descuidarse, dejar de estar atento a sus asuntos y festejar en contra que un detalle por perdido que se halle, puede hacer un hoyuelo en la bolsa de viaje, y por ahí sale el aire, y después sale todo…
- Sí, señor…No, no, no. Realmente un alguien - alguien que sepa que yo llego y me aguarde para zanjar algún asunto, no, no es este el caso. Pero, tengo algo que hacer en el interior del edificio. ¿Usted podría indicarme si estos caballeros aún se dicen ocupantes de esta oficina, ésta que luce acá en esta insignificante cartulina?
El portero tomó la tarjeta que mi mano mansamente le extendía y la ojeó, por acaso un vil minuto, para dejarse caer sonrisa en rostro con el siguiente informe, sonriéndome a saber…
- Si joven. Los señores Valcárcel son miembros de la rueda citadina de abogados, y tienen su despacho en este inmueble, piso ocho, placa 814. Sí se trata de un negocio que ellos lleven, debe hacer una cita…
Me di cuenta que entrar allí no sería posible si antes bien no fraguaba un cierto encuentro, pactando un necesario trabajito con alguno que me hiciera merecedor de una asamblea con él en piso octavo…
El placebo que había promulgado en voz alta y con todo mi carácter, para por un tiempo convencer a mi pancita, de que su almuerzo no se demoraba, llegaba al final de su certero efecto y mis tripas empezaron a llorar, pues la imagen de comida se alejaba, unos metros al sur de aquella calle, corriendo como gnomo, y le perdí de vista cuando vinieron estrellitas a mis ojos. Por magia negra, el resto de mi cuerpo con estómago a bordo, sin atender la orden perentoria impuesta por mi oscuro cerebro, en virtud del hambre insostenible simplemente y sin dudarlo, allí frente al portero tomó la decisión de desmayarse….             (continuará)
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