lunes, 14 de mayo de 2012

ALGO NOIR, PARA EMPEZAR SEMANA.../ EL CUENTO DEL AUTOR


EL  SABOR  DE  VIZCAYA

por
José Ignacio Restrepo


El furioso latigazo del viento trazó algún deseo medieval, encadenado en el bosque cercano desde entonces, y halló puerto sobre mi superciliar derecho, un segundo antes – de hecho, casi simultáneamente –que éste chocara contra el gastado pavimento, que a esta hora ardía.

La bellísima Raleigh americana de color amarillo, liviana como una ninfa en días de asueto, quedó tirada en una posición innombrable, con uno de sus manillares rotos y el aro delantero torcido por el golpe fuerte e inesperado contra el borde del andén. Empecé a recuperar el conocimiento con los pitos de los coches que pedían el reinicio del tráfico, el cual estaba interrumpido por aquellos vehículos cuyos conductores me miraban sin decir nada, con la pretensión de auxiliarme o ver por fin un muerto en acción fuera de la  televisión.

El pequeño de gorra ladeada de los gigantes, que estaba de cuclillas a mi lado rompió el hielo certeramente.

-    Fue aquella rama,- dijo señalando la saliente de una especie de arbusto alto.
-   Ah, muchas gracias por tu ayuda...repliqué con la boca seca y bastante mareado, mientras volteaba el cuello para ver el árbol, que por su follaje parecía estar celebrando el retorno del verano, como el resto de seres vivos de toda la península.

Al oírme contestar, las siete u ocho personas que se habían aglomerado, entre las que seguramente estaba el dueño de la Station Wagon Mitsubishi color ámbar, que me había obstruido llevándome hacia el árbol, parecieron entender que este joven ciclista que lucía como uno de ésos que lleva encargos a domicilio y que realmente lo era, se encontraba lo suficientemente bien para no dar el espectáculo que aguardaban, más bien estaba listo para recuperar el sentido. Y, como seguro pensaron que de todos modos yo no lucía capaz de levantarme queriendo matar a alguien, entonces se esfumaron conversando, pues esta no era hora para andar por ahí buscando un show gratuito.

La línea del tráfico se recompuso y yo me quedé con el chico de la gorra que miraba con auténtico respeto el abultado y descarnado chichón, que comenzaba a crecer en mi ya cicatrizada rodilla derecha. Sin percatarnos, uno de los paquetes que se había salido de mi bolso en la caída, quedó olvidado sobre el asfalto del lugar y uno de los curiosos lo recogió, ocultándolo, y luego se retiró de allí. Habrían de pasar diez días y un mil sucesos para que el paquete común y corriente se pusiera de nuevo en camino hacia su destinatario, quien ansiaba con urgencia tenerlo en sus manos.


En el boliche, las sonoras exclamaciones cuando uno de los contendores derriba toda la apuesta, suenan igual si el sitio tiene nombre en París o en la zona rosa de ciudad de Méjico. O en este sitio de Bangkok, para extremar el concepto. Miguel había enviado el libro, el directorio del comendador por correo certificado, así luciera menos seguro. Cualquiera de la  organización habría criticado el hecho pero él, que siempre confiaba en los canales comunes, sabía que existían ojos y oídos por todas partes, y más para seguir las lides de su trabajo, entonces era mejor hacer uso de las maneras formales, que nadie sospechaba fueran competentes para nuestras necesidades, Al llenar la ficha con 18 chuzas, y un 87% de efectividad, decidió pasar por el bar y buscar a Elisa, para echarse un polvillo corto y luego ir a dormir, las ocho horas completas, rutina que aprendió de su tía, quien hizo de mamá, cuando la mafia venida de Cantón, le robó a sus padres y al restorán que sería su herencia cuando era solamente un chico. A los dieciocho años, Miguel, ya había acumulado suficiente dinero para jubilarse temprano, pero ese no era su sueño, el quería poder, poder del bueno. Al llegar al bar, le dijeron que Elisa ya no trabajaba allí, el sueño le invadió y se fue a dormir. Mientras hacia la cama, hizo una síntesis de lo que llevaba y de lo que esperaba. Hasta aquí, los trabajos lo habían apurado y logro acercarse lo suficiente para obtener los detalles contables de la cuarta cuenta de Balbuena, con la que cubría todo el robo de autos y la prostitución en Bangkok. Esperaba que el libro llegara a Madrid, después de hacer una escala en Viscaya, en donde el dueño del carguero que entraría por Gijón, lo entregaría a un correo seguro, para que él lo llevara personalmente a la tasca de Franco, en Madrid, y se cumpliera el ciclo, el ciclo que terminaría con Gabriel Balbuena, quien en mala hora había sido encargado de los negocios de Franco en este lugar de Oriente. Cuando terminara todo esto, emergería en toda su dimensión la capacidad de conducir una organización del tamaño y la importancia que esta tenia. Franco Vallesi habría de reconocer que el filio del restorán, había nacido para ser grande, inmenso. Tras enfocar en su mente las siete letras de esta palabra, cerro lo ojos y concilio el sueño.


Un día después, el contador aun no sospechaba que el sostén de su existencia en esta tierra, la secreta relación de cuentas falsas duplicadas del trabajo ilegal de Gabriel Balbuena, había sido copiada y viajaba rumbo a Madrid, y estaría en manos de Franco Vallesi, el Don, en cuestión de horas solamente. Y como no lo sospechaba, la remisión de números indignos seguía su construcción contable normal, así como sus conversaciones en la oficina de Gabriel, y en la suya propia, acerca de esos y otros temas, que previamente intervenidas con micrófonos, se estaban grabando en una cajilla, la cual solo respondía a una clave. Llegaría el momento de las revelaciones, y el contador no iba a saber explicar los motivos de su lealtad escindida, de su doble moral yendo en contravía de los intereses del Jefe, en beneficio de un lugarteniente. En ningún lugar del mapa, en tiempo alguno, ha tenido valor esa genuflexa pérdida de la identidad en un empleado de confianza superior, con dos generaciones en la familia, mucho menos en esta época de dificultades para conservar lo obtenido, sin mencionar la virtud escatológica de la estructura criminal, la cual él había mancillado por un poco de dinero extra y el reconocimiento de quien pronto, seguramente al igual que él, tocaría el fondo de algún canal con los pies bien calzados por unos bellos baldes de cemento.

Miguel se había despertado a tiempo para su carrera matinal, ocho kilómetros a lo largo del canal principal hasta llegar a la bahía. Se enorgullecía de respetar estas rutinas, con las cuales jugaba a  multiplicar distancias, por recorrido, por tiempo empleado, por año. Era una manera de limpiarse, lo sabía, una íntima plática de enriquecimiento moral que mantenía por su afición al trabajo, el que pensaba era el resultado de un sistema corrupto por naturaleza en el cual la familia había encontrado un nicho natural, como lo tenía el gobierno, la iglesia o los sindicatos de trabajadores. El crimen organizado, a su modo de ver era tan necesario como las escuelas o el departamento sanitario, o para decirlo en un lenguaje conocido, ¿qué haría la policía de un país en ausencia de su razón de ser, la delincuencia? ¿y los políticos? Miguel había fortalecido esta filosofía en ausencia de alguna otra. Las personas cercanas a él desde la infancia, tuvieron lazos cercanos con organizaciones criminales, su formación inicial se pagó con dineros mal habidos, su primer trabajo, su primera novia, su instrucción como joven, todos fueron momentos enmarcados en la delincuencia, en el respeto por los más fuertes, en la compra de seguridad ficticia, en el dominio de su paso por las calles, siempre, desde la escuela sus compañeros le respetaban porque conocían de sus lazos de sangre con los padrinos de Napoli. No tuvo motivo para dudar de este camino, ningún interrogante moral que le exigiera un compromiso distinto que el de continuar perseverando para ser mejor que los ejemplos a la mano, que eran bastantes y de muy diversa clase.

Miguel tomo el teléfono y marcó al encargado de las cajillas, que era de absoluta confianza, por haber llegado de Europa y estar a su cargo solamente. Le pidió que marcara la clave para comprobar que funcionaban las grabaciones. Minutos despues recibió respuesta afirmativa. Satisfecho, tomó  su celular para buscar el número de Elisa, su dirección, pues no acostumbraba dejar en libertad a quien aún no se la había ganado. Además, ella sabía cosas comprometedoras y debía mantenerla cerca y sebada, ese fue siempre un consejo de sus tía, las mujeres somos felices siendo sometidas, castigo y regalos, eso nos hace sentir queridas aunque estemos presas, siempre y cuando no veamos señales en las muñecas. Bueno, ese detalle depende de a dónde lleven los pasos, como siempre, y con quién caminen, y cuánto.


El hombre tomó la decisión de abrir la pequeña caja, que no parecía poder contener algo diferente a un cuaderno argollado, o quizá un libro de colección. Entró al callejón y rasgó la cubierta de manila rústica que cubría el cartón, y en ese instante una de sus uñas se astilló hasta la duramadre produciéndole un dolor que le hizo tirar la caja al suelo. El instintivo acto estuvo acompañado de una exclamación silenciosa, que seguía la indicación impuesta con el clásico gesto hospitalario del dedo en los labios, impartida por un hombre mucho más alto que él, cuyo atuendo rematado por un gris sobretodo le hacía parecer un gánster clásico. Era un mafioso de pelo engominado y zapatos brillantes. Había recogido la medio desenvuelta caja, y mostraba a la altura del pecho una funda de cuero que hablaba de la existencia de una herramienta completa, y él realmente no quería ver algo más que lo que ya había visto.

-       Puede quedárselo, realmente no lo quiero…
-       ¿No quieres algo de dinero por la caja?
-       No…Bueno…Si, necesito el dinero,
-       Entonces, ¿quieres algo por esto o no?

El sujeto le acercó un billete de 50 dólares, que él distinguía por haberlo visto en una revista, y sin pensarlo dos veces extendió la mano derecha, a pesar del leve sangrado que brotaba por su índice herido. Tomó el pago y se lo metió al bolsillo, dándole una última mirada a la caja, pensando que lo que sea que hubiera en ella debía interesarle a otras personas, antes de que él se la robara, y por esa justa causa era bueno cederla. Sin mirar más al hombre dio media vuelta, mientras trataba de recordar donde estaba y donde quedaba la farmacia más próxima.

El sonido fuerte pero apagado interrumpió abruptamente su cuestionamiento. Sintió un dolor inaudito arriba de su riñón izquierdo, y supo que no iba a alcanzar a llegar a la bendita farmacia. En un postrero pensamiento voluntario, maldijo al mensajero que se había caído cuando él franqueaba la acera hacia la calle, sin un solo duro en el bolsillo, lleno de inquietudes y de cuentas, tan solo hacía un cuarto de hora, y con ese último esforzado sentimiento se murió.

El calor de aquella ciudad española en esta época del año era francamente insoportable. Al apearse del Peugeot 360, un poco pasado para su gusto, nadie dejó de observar su sobretodo gris, pero todos sin excepción, voltearon la cara hacia otro sitio a los dos segundos, con lo cual advirtió, que pese a la prenda impropia para la época él no llamaba la atención. Entró al restorán y cruzó sin saludar a ninguno de los seis o siete clientes, que departían en dos mesas, en medio del humero y el contraluz artificial que el encerramiento producía. Solamente un guiño casi imperceptible al somelier, avisaba que el recién llegado era reconocido en aquel lugar y acaso por ello nadie salvo el empleado, repararon en el pequeño paquete que llevaba en la mano. Al cruzar por la puerta que derivaba a la cocina, su paso y semblante disminuyeron en el carácter autoritario que le era natural, cambiando de forma notable, bajando inclusive su estatura. Tocó una puerta de Madera falsa y tras cinco segundos recibió un adelante, cuyo acento italiano no dejaba duda sobre el gentilicio de quien lo había pronunciado.



-       ¿Lo trajiste?
-       Sí, señor. Aquí está.

La estruendosa carcajada del italiano, evidenciaba un mejoramiento de su estado de ánimo. Tomó la agenda que había en la caja, y empezó el rito para encender un habano gigante.

-       Lo hicimos, Guido…

Lentamente, el espeso humo comenzó su ascenso hacia el techo de esa especie de oficina. La ausencia de una ventana hacía prever, que los gratinosos componentes del cigarro, se elevarían y habitarían para siempre dentro de estas cuatro paredes, igual que los secretos o las imprecaciones, durmiendo como muertas que en un nicho público de cementerio pobre se conocen…

Con gran cuidado, el contador revisa la bocina del teléfono de su apartamento, desde el cual puede apreciarse la intensa vida nocturna de Bangkok, a esta hora de la noche. Un chirrido repetido al contestar las llamadas ha despertado antiguas inquietudes, vivas aun por trabajos con jefes sanguinarios que remediaban cualquier duda con la muerte, recuerdos de acciones pasadas de escasa ortodoxia criminal, de las que salió con vida seguramente  porque su madre rezaba mucho por él, pero con su madre ahora difunta le tocaba poner más cuidado pues su trabajo se cruzaba con intereses mezquinos y peligrosos. Además, hay una burla sobre alguien cada que él completa un cálculo y de ser sorprendido su vida no vale ni un céntimo.

Ahí estaba. El pequeñísimo adminículo contrastaba con el resto de los instalados al lado de la bocina, por no tener ningún cable que saliera de él y por su brillo nobel, que denotaba su cercana fecha de fabricación. Nuevamente, enroscó cuidadosamente la tapa y se sentó en la sala para pensar de donde provendría el golpe y de que fuerza sería: Balbuena operaba para Vallesi, y él trabajaba para ambos, Pero, claro, el Jefe ignoraba el movimiento de encubrimiento del diez por ciento de las ganancias en Bangkok y esta precaución solo podía provenir de Madrid, su sitio favorito durante el verano. El timaba al jefe y él lo vigilaba, era una relación pecaminosa y como tal debía concretarse.

Ahora, esto significaba que las falsas cuentas habían sido obtenidas por alguien y viajaban rumbo a Madrid. No había tiempo para perder, debía estar allí para interceder por su trabajo que no era otro que la obtención de pruebas reales contra Balbuena, de este minuto en adelante su interés retornaba hacia Vallesi y debía averiguar si su vida valía la información que él tenía sobre la operación, construida hace meses para derrumbar su operación criminal en Oriente. Descolgó el teléfono para ordenar un pasaje aéreo, pero nuevamente puso el teléfono en su sitio. Decidió reordenar el rumbo de su vida, para salvarla, desde la cafetería frente al hotel, donde esperaba que Vallesi no lo estuviera espiando también.


Entre tanto, Miguel recorría sitios nocturnos de la zona oeste de Bangkok buscando las huellas del paso ligero y huidizo de su compañera de juerga, la bellísima rubia oxigenada que se hacía llamar Elisa, aunque él sabía que se llamaba Betsabé. Ese nombre realmente no iba bien con su naturaleza. Lo embargaba una vaga aprensión, parecida a la que siente un padre cuando pasada cierta hora de la noche, su hija adolecente no llega a casa. Todo progenitor en estas circunstancias imagina lo peor, aunque una zona de su cerebro contradiga ese suave pavor. Era eso, Miguel experimentaba un suave en crescendo pavor pues Elisa/Betsabé poseía algunas de sus llaves, esas que abrían y cerraban los secretos de su trabajo, entre ella y su asistente había repartido los códigos de manejo de sus pingues negocios, que eran realmente sustracciones de los negocios algo agrietados ya de Gabriel Balbuena. Esa aparente desaparición podía significar que aquel peligroso delincuente había advertido su estratagema y tomaba cartas en el  asunto.

Después de entrar y salir de muchos sitios, preguntando por la joven asociada, Miguel retornó a su apartamento abatido, lleno de imágenes descompuestas, antagónicas con el humor que le ataviaba por estos días. Tan solo entrar, sin encender las luces siquiera, sintió que algo no estaba en su lugar, un olor, una esencia que no le pertenecía, tomó la pistola…

-       Jefe…soy yo, Bernardo…
-       Casi te mato, ¿por qué no me llamaste? No es bueno  meterse…
-       No, don Miguel, me están buscando, nos están buscando, pa…

Miguel comprendió entonces que sus preocupaciones no eran infundadas. Entendió que sus planes de desenmascarar a Balbuena ante los ojos de Vallesi se habían venido abajo, tuvo la certeza que Elisa había muerto, que las claves de su misión estaban expuestas y que el misionero y el libro del contador corrían el riesgo de no arribar a su destino.

-       Vamos Berna, debemos hacer unas llamadas. Aquí ya no valemos nada de nada.

El restorán tenía dos horas pico durante los días hábiles, un horario extendido de diez a diez, el sábado y el domingo permanecía cerrado al público pero abierto a la familia, la de Mauro Leggino primo hermano de Franco Vallesi. Ambos habían construido imperios criminales de similar tamaño y valor y por esta razón su parentesco tenía poca importancia frente al antagonismo natural, que era casi exclusivamente de índole profesional.

Era domingo, y el lugar lucía solo, sin un auto afuera, los restos del día anterior en la acera y algunas servilletas sucias batiéndose en un juego pueril en medio de la calle. Solamente el Peugeot, parqueado un poco sobre la acera, hablaba de la presencia de alguien en el sitio. El hombre tocó varias veces el timbre y nadie abrió. Se aproximó a la ventana, que tenía un espacio por el que quizá se viera si existía allí algún movimiento. Nada, no quedaba sino la puerta del servicio; dio la vuelta  y recibió una mala señal pues ésta se encontraba abierta, de par en par. Total silencio, una penumbra sostenida y un olor a sobras grasosas, era el resumen del lugar en su interior. Al trasponer la puerta de la oficina sus temores se hicieron reales.

El contador miró los dos cadáveres y dedujo que habían sido asesinados la noche anterior, por alguien que conocía  a quienes en vida recibían los nombres de Mauro Leggino y Guido Stromboli, el uno Jefe y el otro empleado. Lo aseveraría ante cualquier forense puesto que las pistolas de ambos seguían en sus fundas y en el escritorio, tres vasos aun tenían el whisky a medio consumir. Los dos certeros tiros en mitad de los ojos convencerían a cualquiera de que los difuntos pasaban la velada con otro delincuente, tan peligroso como ellos pero que estaba allí con la idea previa de matarlos.

El contador sintió un frío singular que no era producto de la escena que se presentaba ante sus ojos, sino de comprobar que el objetivo de alcanzar el libro antes de que este llegue a manos de Vallesi, se estaba complicando de manera evidente. La cubierta de manila medio rasgada, que dormía en la papelera color hueso, le estaba repitiendo a gritos que las cuentas mal hechas rápidamente se dirimían en sumas y restas elocuentes. Estos dos pretendían ayudarle,  y a Balbuena, su socio en el crimen, eran tres menos. El cuarto, según él no podía ser otro que el dueño de los números, el hijo de su madre, él…

Pensaba con rapidez, la muerte rondaba allí y el corría gran peligro. Alguien debía interceder por su vida y ese alguien era Miguel, el chico de Bangkok, cuya amistad con Vallesi podría servir de puente a la explicación que faltaba y por la cual, tres personas ya habían dado sus vidas: la chica rubia y estos dos hijos de su madre. Empezó a marcar el indicativo, pero sus dedos no atinaban en las pequeñas teclas del personal. El temblor  tenía nombre y apoderado, Rafaello Peruggi Certi,  ya olía la muerte.


Durante el vuelo Miguel no dejaba de pensar en las opciones que tenía para obtener alguna ganancia de esta inesperada y peligrosa situación.  Realmente todo se había cerrado y ahora no parecía ser el libro contable, la herramienta para aclarar los detalles, y hacer creíble el todo como la suma de sus partes. De seguro el contador iba rumbo a Madrid o acaso ya habría llegado. Sin un tono adecuado y el don de la oportunidad, los datos del libro perderían completamente su importancia y a su gestor. Sería mejor, es más, sería lo único válido y respetuoso, cortar  el cuento en pequeñísimos pedazos y comenzar a olvidar, las derrotas del honor como las penas de amor solo pueden curarse con el olvido…

La estrecha calle hervía de curiosos igual que en época de carnaval decembrino. Pero era otra cosa, Miguel bien lo sabía. Los policías entraban al restorán por decenas, mientras contra la línea amarilla, mucha gente se agolpaba preguntando por personas asociadas al negocio, el de comidas y el otro, en el que él sabía estaba el motivo de toda esta debacle. Le cabía averiguar, pues el porqué de su visita que seguramente se hallaba directamente uncido a las muertes, fueran quienes fueren los difuntos que estaban allí dentro.

Lo presumía. Mauro y Guido, llevaban años peleando los negocios del crimen, que ya pertenecían a Franco Vallesi y el mercado de oriente fue el principal escenario de esas querellas. Con la contratación de buena parte de su equipo con dinero de Vallesi, la rotura fue evidente, y era esperada la venganza por parte del capo, que seguía el decálogo de la Mafia de Berrocha, el cual consistía en la eliminación de todos los que apreciaran el mismo título, y que no llevaran la sangre del divo.

¿Dónde y con quién se encontraba el libro? Todo se volvía contra quienes menos prestigio y poder detentaren, pues lucirían como directos responsables de cualquier ataque, real o imaginario; y entre esos estaba él, quien de algún modo entendía lo que a sus ojos se presentaba. Los dos cadáveres hace unas horas solamente querían quedarse con lo que Franco Vallesi había construido, aquello que él, un mozo de cuadra como solían llamarlo los señores, había intentado cuidar, descubriendo el doble juego contable que durante más de dos años se habían llevado a cabo a sus espaldas.

Lo siguiente era encontrar a Rafaello, cuya vida estaba en peligro. Debía convencerlo de acudir con él a donde el jefe. Así luciera riesgoso, era la única salida viable, ahora que las aguas parecían querer llevarse todo a su paso: con el libro desaparecido, solo su palabra sumada a la de él, compondría el trozo suficiente del broquel, que los guardara de una muerte sin honor, la peor que delincuentes como ellos pueden tener.

Dos días después, ya en la capital, no tenía idea aun de donde se escondía el contador. Decidió, esperar dentro de su hotel, para evitar que cualquiera se enterara de su presencia en Madrid, mientras daba paso a los otros actores de la horrible comedia a que hicieran algún movimiento legible, y así continuar para cerrarlo  todo.

Al llegar la noche, ese mismo afán inmóvil inscrito en un martirio forzado, lo estaba viviendo en la sencilla alcoba de otro hotel, un hombre educado que creció y vivía entre intelectuales, y que nunca pensó realmente hallarse en esta situación precaria por obra de su propia necedad. Ansiaba que ocurriera un cambio de tercio, un viraje definitivo en favor suyo, la presencia de la diosa fortuna, única invitada que todos, silenciosamente, todos los implicados demandaban…


El sabor salino del aire era una circunstancia dijéramos permanente en esta zona de España, que recibía los altos vientos del Atlántico, que a esta hora del año se revuelve, como párvulo deseoso de que se acabe la clase. Al mediodía moroso, el habitante  común demanda un descanso para la pesadez normal de la  ingesta, que es abundante y gratinosa por naturaleza.

Miguel sentía las vísceras chocando mientras digería el abundante plato de fetuchini y las dos copas de oporto, que había almorzado, y se había tendido a pensar, o mejor, a dejarse llevar por los pensamientos, actividad no bien desarrollada en un individuo más formado en la acción que en el ensimismamiento. Sufrió un tremendo sobresalto cuando el zumbido del celular y su vibración simultánea rompieron el curso de sus preocupaciones. Era una apuesta al todo o nada, quien lo buscara a él en estas circunstancias, forzosamente tenía intereses que hacer valer, y el número que mostraba la pantalla no le era conocido. Corto el forro, como decía su padre en la cocina, sin pensarlo tres veces.

-       Si…A quién busca…
-       A usted, lo busco a usted…

Era el jefe. Era una suerte que esto acabara, fuera de la manera que fuera…

-       Señor, excúseme, no identifiqué su voz, ¿me necesita?
-       Aquí mismo en 25 minutos, ni uno más, ni uno menos…
-        
El intento por hacer de un viaje una aventura de ingreso a las grandes ligas, parecía haber terminado para él. El tono de la voz de Vallesi hacía prever lo peor, aunque en el fondo era la esperanza en este instante la que regía su destino. Esa esperanza que lo había guiado siempre, que tenía espiritualmente marcada con el rostro y la voz de su madre difunta, que lo envió siempre a la vida lleno de la fe que reemplaza el no saber antes, lo que se cruza por nuestra vida.

                                                        ******************************

El contador estaba sentado, atado de los pies y de las manos con la misma soga. Lo habían golpeado un poco en el rostro, pues lucía algunos rasguños, pero nada que no pudiera empeorar mucho más. Los ojos de niño de Rafaello se posaron en los suyos como antecediendo las cosas que vendrían, casi pidiéndole siguiera la secuencia de un guion que Miguel realmente no sabía cuál era. Pensó que ambos estaban llevados del carajo, y la diferencia de sus posiciones era la distancia entre los tiempos de llegada a la casa del don.

Como una regla que siempre se cumplía Vallesi apareció a espaldas de los invitados, silenciosamente, como había aprendido tras años de aplicarse en la única asignatura de aprender y practicar mañas siniestras, y con las manos tomadas atrás, conducta que obliga a cualquier contrario a sospechar de un ataque por sorpresa.

-       Ustedes dos huelen muy mal, como a pasillito de huecos de muro, como a narcisos que ya no son…

El silencio dejaba  ver que todos sabíamos que continuaría hablando, así el tema o las maneras a nadie gustaran.

-       Vos que llegaste tan rápido y no te tuvimos que buscar, debes tener como pagar toda esta cuenta, me imagino. Y si me imagino bien, entonces esta noche estaremos comiendo y bebiendo un poco, como los asociados que somos. Nos reiremos de esta situación apurada, que nunca queremos se vuelva un hecho cotidiano, y entenderemos que para luchar por el progreso es preciso en ocasiones hacer de cascanueces. Dale Miguel, convénceme…

Mi santa madre, que también conoció lo sórdido y magnífico que encierra el hecho de pertenecer a esta gran familia, me dijo una vez, que la posición del rey no debe inspirar ninguna pasión distinta de la confianza absoluta. Solo hoy, como protagonista eximio de la acción de esta sala, advertí completamente el sentido manifiesto de sus palabras, pronunciadas para que las llevara en mi corazón y en mi memoria, y las pusiera en acción en un evento como este.

Demoré cuatro horas y diez y ocho minutos en recomponer la marcha de los acontecimientos. Mientras explicaba con total acierto y veracidad todos los eventos acaecidos desde mi llegada a Bangkok, en el orden tributario en que su importancia los situaba, ante mi objetivo de obtener a como diera lugar las pruebas necesarias para comprobar las acciones ominosas de Gabriel Balbuena y Mauro Leggino. Al pasar el tiempo, sentí otra vez que ese era mi destino llegar a la cúspide el único lugar que me podía contener, el lugar que había elegido. En el rostro del don podía advertir que mi sencilla elocuencia le agradaba, que era quizá oportuno empezar a revisar el decálogo de Berrocha, las leyes de servidumbre y de adscripción, que yo era un heredero posible para una sucesión imprevista, pues sus gestos faciales mostraban aquello a lo que mi madre aducía con sus palabras, que el don primero es un padre, después todo lo que la gente dice que es…


El arco superciliar de todos modos me ha quedado levantado. Si, y las coronas, que desacierto había sido esa maldita caída. Dos semanas sin hacer su trabajo, le tenían las pantorrillas como dos globos de fiesta, pero ya medio desinflados. Estaba harto, pero rejodidamente harto de ver el cable de la mañana a la noche, ningún canal pasa nada nuevo, todos repiten lo ya visto…

Que le va a hacer, debe cumplir con el dictamen médico y con la incapacidad. No ha podido averiguar de dónde diablos habrá salido esa belleza, esa diosa con ruedas, la última RALEIGH del mercado, que ni en Vizcaya habrá otra como ésa. Está impaciente por rodarla frente a sus compañeros de trabajo…Debe haber sido quien manejaba la Mitsubishi color ámbar, no ha debido querer llevarme como cargo de conciencia…

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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