martes, 31 de agosto de 2010

EL PROYECTO DEL AUTOR / LOS BOSQUEJOS (4)

TIENE LA MUERTE
REBAÑO
Y CAMPANERO ( 4 )


TRES



La tarde había caído ya sobre la pequeña ciudad y en el horizonte algunas nubes rosadas y bermejas intentaban soltarse unas de otras, para mezclarse como el resto del alto firmamento en el negro azuloso de la noche.

Las luces del atardecer recortaban las siluetas de los edificios más altos, que no pasaban de siete pisos, y que dominaban al común de las construcciones, levantadas en ladrillo y madera. Una ciudad de inmigrantes, como todas las que surgieron en esta región. Hombres y mujeres venidos de capitales, pero también de pueblos pequeños, buscando el progreso que no habían conseguido en años de esfuerzo; algunos tratando de recobrar lo que una mala racha les quitara de las manos tras largo tiempo de trabajo y sacrificio.

La ciudad había crecido del lado del puerto, entre las bocas de un gran río y el litoral. Bueno, no había puerto realmente, sino una construcción inacabada, que tardó dos años, una inversión estatal gigantesca que se administró mal, distanciando a los inversionistas que prefirieron participar en la construcción de otra gran terminal que se erigía más al norte y que tardó un plazo mínimo. Este gran proyecto se completó gracias al dinero privado, que estaba interesado en el turismo y el comercio abierto de la zona.

Sin embargo, este sitio no dejaba de crecer, siempre venían inmigrantes que confiaban conseguir un trabajito, y terminaban resolviendo informalmente las necesidades cotidianas, probando una vez más que quienes llegaban acá no tenían otro lugar adonde ir.
Era una localidad dedicada al comercio, que terciaba con los vaivenes de su propio mercado interno, el cual era mínimo por épocas. Las calles del centro, las calles del comercio, estaban asfaltadas por completo y poseían un alumbrado inmejorable. Ahora mismo, estaban llenas de personas que adquirían con su salario de quincena todo lo que precisaban, y de otras, que buscaban en los negocios nocturnos un poco de distracción. Allí, es esas pocas manzanas, esa artificialidad bien dispuesta hacía ver aquel lugar como si fuera un trozo de una gran metrópoli.




Amadeo Velásquez caminaba por una oscura calle, lejos de aquel céntrico bullicio, y ya estaba llegando a su casa. El costal de víveres que llevaba en su hombro no era muy pesado, si se lo comparaba con los pesos que debía mover, arrastrar y levantar en su labor cotidiana. Sus manos secas, agrietadas, podían describir con pormenores su forma de ganarse la vida. Bajo la escasa luz, era solamente un hombre corpulento y reventado, que trataba de llegar a su casa con un bulto de víveres encima de su espalda, la estampa de un padre laborioso que al final del día lleva la comida al hogar.

Amadeo Velásquez es cantero. Llegó aquí con un grupo cinco años atrás, a terminar una carretera, y al decidir quedarse recibió la oferta de trabajar extrayendo materiales, canteriando. Su sueldo fue triplicado hace un año, a raíz de la violenta muerte del administrador, cuyas labores le fueron encomendadas: Enganches, despidos, contabilidad, para él eran cosas sencillas que no le impidieron continuar el trabajo físico. En realidad le gustaba partir piedras, le emocionaba esperar el estallido ensordecedor de la dinamita al hacer explosión. Sentir las esquirlas surcando el aire, hasta dar casi suavemente contra su rostro, lo hacía merecer los recuerdos buenos de vidas pasadas, esas vidas entreveradas en las que fue un infeliz he hizo infelices a los otros.

Sin embargo, había dejado bien atrás sus recuerdos. El presente era como un bálsamo en su cabeza, un licor de perfecto añejamiento bajando por su garganta, embriagándolo suavemente todos los días, y rara vez lo aquejaba la necesidad de revivir evocaciones en las cuales lucía completamente disímil e irreconocible. La sensación que lo embargaba después de algún episodio de patéticas remembranzas era de absoluta extrañeza: Aquel otro había vivido apoderado de su cuerpo y de su alma, malgastando la energía creadora de sus pensamientos en tareas sin propósito. De tales trajines no obtuvo nada de valor, todo parecía salido de una historia desolada de peste y muerte.

Al llegar, Amadeo abrió suavemente la puerta de su humilde vivienda, sin bajar el bulto de víveres para no hacer ruido. No quería despertar a su esposa, ni a sus hijos, así que se desplazó como un gato hasta la cocina, evitando el escaso mobiliario, y sobre la mesa contigua al lavaplatos depositó el abasto comprado hacía unas horas. Se quitó las botas y la ropa y entró en la habitación con las prendas en la mano. Sintió con placer el ronroneo del ventilador, que movía el aire fresco hacia su piel y casi deseó despertar a Lucero para decirle lo bueno que su cuerpo olía, como se le calentaban todas las fibras con solo llegarle cerca.



La mujer volteó al sentir el cuerpo entrando en las sábanas, y abrió los ojos, sorprendiéndolo.

- Me lees los pensamientos hasta cuando estás dormida.

Se inclinó sobre ella, buscándole los labios, y al hallarlos, le ofreció a la mujer una caricia íntima y extendida, llena de saliva que conservaba algo de polvo del camino.

- Te quiero mucho, cantero.

Él volvió a besarla, mientras que con su mano derecha tomaba uno de sus grandes pechos morenos, que lo dejaran mudo aquel día que los viera por primera vez a la luz.

- Amadeo... Te llegó una carta.

Ella dedujo que algo grave pasaba cuando sintió que súbitamente él dejaba de respirar sobre sus senos. Pero no tuvo duda al respecto, al ver la silueta de él erguirse a medias, aplazando aquel ritual de entrega mutua. Era mejor averiguar quien lo buscaba de la capital, que cosa desconocida de su pasado, inoportunamente, trataba de darle alcance. Le entregó el sobre sin remitente, que Amadeo rasgó sin prisa, como si supiera quien lo enviaba. El semblante de él, que ella no podía apreciar bien por la escasa luz del cuarto, correspondía con el de quien debe cumplir una pena previamente convenida, que había pedido al cielo nunca tener que pagar.

Cuando él estrujó el papel con su mano derecha y lo dejó caer después a un lado, en su vientre algo se rasgó, como si rompiera fuentes de él, porque era cierto que lo llevaba siempre dentro de ella. Él fue al servicio y se mojó la cabeza durante más de un minuto y ella se agachó hasta encontrar a tientas el papel. Con la penumbra como aliada, leyó: “Enviaron a alguien por ti...” Nadie firmaba la corta frase, seña suficiente de que Amadeo no ignoraba el remitente. Una inquietud contraria a su diáfana naturaleza, hasta ese instante desconocida en la relación con el hombre que era el padre de sus hijos, la hizo comprender que un pasado sombrío había cruzado el umbral de la puerta, dándole alcance. Quería oírlo, ayudarlo, decirle que lo importante era el aquí y el ahora, pero de repente no supo quien escucharía sus palabras, si Amadeo, que había llegado cansado de trabajar con los víveres de la semana, o el hombre antiguo, sin nombre, que ahora se libraba del calor bajo el agua fría del lavamanos.

Amadeo volvió al cuarto con una toalla húmeda alrededor del cuello. De espaldas a ella, comenzó a hablar en un tono de letanía, que no llegó a discrepar del que usaba cuando le decía a solas lo mucho que la amaba.

- No siempre fui cantero. He hecho muchas cosas para vivir, y entre ellas buena parte fueron equivocadas; de todas esas me arrepentí y lo sigo haciendo, porque dañé a mucha gente. Pero yo también me hice daño, pagué por las cosas mal hechas y ya no estoy dispuesto a darles nada más... Estuve en prisión, largo tiempo, pero me fugué porque alguien iba a silenciarme... Tuve que esconderme en otra identidad, huir, cambiarlo todo...

- Amadeo...

- Me llamo Jesús María Ballesteros.

Lucero cerró los labios y se dispuso a seguir escuchando. Supo que era el momento de enfrentar la verdad, la suya, la de él. Estuvo segura que eso era lo único que les permitiría seguir viviendo.

- Dejé todo atrás. Nada quedó que pudiera comprometerme o poner en peligro a quienes empezaran conmigo este nuevo camino. Tampoco a quienes dejé, para que pudieran olvidarme. Cuando llegué aquí no tenía nada, y desde entonces solo he acariciado los sueños que pueda conseguir con mis manos y con tu ayuda. Todo lo que anhelo es estar a tu lado.

El se había vuelto ya. Ella pudo ver brillando las gruesas lágrimas, que descendían con lentitud por sus mejillas, confundidas con las gotas de agua que se quedaron sin secar del rostro.

- Vienen por mí, y ya no quiero más huir... Voy a esperarlos.

Lucero Manrique se abrazó al torso de aquel hombre. El forzado ritual de bautizo, la breve confesión de tiempos sepultados en el olvido, más por dolor que por  vergüenza, entreabrían un espacio de luz cuya intensidad desconocía, pero en el cual quería situarse para que él la viera. De sus vísceras unas palabras brotaron, autoritarias, determinantes:

- Esperaremos juntos, mi amor.                                                                             ( continuará )

2 comentarios:

Monica dijo...

Bellísimo, voy a esperar la segunda entrega.
Me atrapó la historia con un manejo verbal perfecto.Conjunto nutrido de buenos conocimientos, lo que demuestra que hay oficio y se lo entrega con significación.
Realmente un placer.
Un abrazo.

JOSÉ IGNACIO RESTREPO dijo...

monica, te tomo tu palabra, y para seguir primero debes ir un poco atrás y buscar el cap. UNO...Allí comienza el relato, que es el bosquejo de una novela que actualmente preparo, un abrazo para ti...gracias por pertenecer a esta pieza hecha de puro corazón...

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