viernes, 30 de julio de 2010

DEL CUENTO DEL AUTOR / UN AUTOBIOGRAFICO (cuatro)


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CON ALGO DE POLVO EN LOS ZAPATOS(4)
por José Ignacio Restrepo
capítulo tres
Las tres horas y media en el gimnasio, perdón, de auto castigo infligido voluntariamente por motivos no sacros, en nada pudieron reparar el sentido de culpa por mi conducta con Sandra, que se debió ante todo al Síndrome del Portero ante el Penalti, teoría de la que soy fervoroso creyente, ideada por Julio Cortázar en uno de sus bellísimos textos, en la cual describe la panorámica mental o espiritual, si se quiere, del hombre que se congela ante la posibilidad real de conseguir un sueño largamente columbrado. Este pinche dolor en los músculos, no puede más que ahondar la insatisfacción por mi conducta, marginada dentro del más estúpido de los cánones del deber de un docente, al que se le ha exigido desde siempre se inhiba de las relaciones personales con sus educandos, aún más si estas pueden llevar al intercambio de fluidos corporales internos. ¡Como si al dar una clase de filosofía, uno mismo no pudiese repasar los mecanismos que el individuo debe alimentar, para sobrevivir en este caos hipocondríaco de control, impuesto por las estructuras de poder, cuyo objetivo es eliminar todo lo diferente de nuestras mentes, todo lo libre, lo humano, lo sagrado que ha morado en nuestros corazones, desde antes de la entronización del lenguaje y por ende, del Imperio de la Norma y de la Ley, en nuestros cerebros!
Maldita la suerte de firmar el premio gordo con la pluma de tinta invisible a los ocho minutos, firmar mi cartón de Doctorado, mi pasaporte de salida de la discoteca más famosa del mundo donde llevo, contando hoy, seiscientos veinticuatro días con sus noches, tinta invisible para el documento del divorcio, bla, bla, bla... Esta doncella se acercó a la superficie del estanque, donde hace tanto y sin que nadie lo advierta, mantengo la respiración bajo la superficie, y yo pensé que me estaba mirando a los ojos, justo en mis iris ambarinos, pero sólo buscaba algún trozo de su propia imagen, uno pequeño, que proviene de su ya lejana infancia, cuando creía que ese señor que la acompañaba a todas partes era un príncipe del cual estaba enamorada sin remedio. Me sentía perdonado por no comprender en primera instancia todo el problemita de la queridura esta, pero era evidente que no había acudido ante el más indicado, dada la conflagración en que se encontraba mi interior a causa de su presencia permanente, perturbación que ella ignoraba por completo. Si los cuarenta y ocho minutos que me aguardaban, metido entre el tráfico absurdo de la tarde ya noche, no eran espacio más que suficiente para elucidar un poco mejor este tirante montaje de nuestros destinos, entonces... Qué le vamos a hacer. Prepararemos un termo de café, para trabajar en este asunto con bríos durante toda la noche.
Como a las nueve treinta y cuatro. Si el mal ya estaba hecho, allí mismo debía estar el remedio. Desde Aristóteles hasta Freud, todos han hablado de lo mismo. El problema tiene en sí mismo la posibilidad de su supresión, la contigüidad de la liberación. La evidencia más fuerte que tengo de querer intervenir en la vida de Sandra, es el deseo de pensar en ella, al cual doy cumplimiento en este preciso instante... Sin embargo, existe para todo un derrotero y mi reciedumbre a no inmiscuirme directamente en los asuntos de su casa, poseía un oculto sentido que al final podía determinar una pronta solución a este dilema de roles enfrentados, el del padre viudo con su única hija, unidos por un cariño entrañable como era lógico pensar. ¿Cómo iba a meterse un simple profesor de filosofía en el hogar sagrado de don Leopoldo Pulecio Triscafforte, uno de los empresarios más reconocidos de este país, para explicarle como resolver el problemita con su hija? Los dos estarían mal parados, el uno frente al otro, ellos dos frente a la muchacha, todos, si se presentaba algún testigo. No, no, no, preste a ver. Debía existir la manera de hacerlo, y ésta vez hablaría la Ley del Deber y no la del Deseo.
Pero todo eso sucedería, de hacerlo, en la mañana del 24 de octubre, o sea exactamente, al día siguiente. Hoy, definitivamente no podía con más.
capitulo cuatro
Mientras observaba su rostro con un detenimiento intermitente, les anunciaba a todos que tenían ante sí, cada uno, la hojilla que les permitiría valorar mi desempeño durante el semestre, en la cual aparecían doce nuevos ítem, que a mi juicio constituían un triunfo más del colectivo de estudiantes, pues allí se podían calificar actitudes de los docentes que incidían en el proceso educativo, las cuales no aparecían en las anteriores hojas evaluativas. Inesperadamente, una gran mayoría de los jóvenes me obsequiaron con un aplauso, que algunos más apoyaron, lo que lo hizo un reconocimiento general. Me sentí estimulado para hacer una ampliación del marco político de mi reflexión, la cual derivó caprichosamente hacia el asunto del enfrentamiento de roles que se constituyen unos a otros, o más bien, unos sobre otros. Mis ojos se posaron directamente ya, sobre los hermosos fanales de Sandra Pulecio, casi diciéndole mis motivos para obrar como lo hice y solicitando su absolución. Intempestivamente, se vio expulsada de su asiento y luego corrió por el pasillo hacia el corredor exterior del piso, que es ante todo un mirador que domina esa zona de la universidad. Quizá pronuncié otras tres palabras del epitelial discursito, antes de verme despedido del atril del Minotauro, como llamaba yo a esa pieza de museo de la docencia, que es idéntico al viejo púlpito que encuentra uno aun en esas pequeñas iglesias de pueblo. Casi me voy de bruces, mis piernas todavía sentían el dolor de la tarde anterior en el gimnasio, y en el primer envión no respondieron a mi impulso. Cuando salí al pasillo, pensé en lo que dejaba atrás, y volviendo cuatro pasos les dije desde la puerta, no muy duro:
- Deben evaluarme hasta hace cinco minutos. Lo que pase el resto de este día lo mencionarán en la hojita del próximo semestre.
Corrí hacia la derecha, hacia el laboratorio, donde en ocasiones he llegado a pensar se podría llorar sin que nadie lo moleste a uno. Como si un ángel guiara mis propósitos, hallé a Sandra sollozando, con la cabeza entre sus rodillas y en voz baja le prometí que iba a ayudarla, aunque eso significara que me viera como yo no deseaba. Sus sollozos cesaron, al musitarme en el oído que ella también se estaba arriesgando a que yo la viera como una niña malcriada.
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Se estarán preguntando si no habrían leído esta patraña en una Vanidades del siglo pasado, y acaso duden en continuar, pensando que al final todo se arreglará y el mundo será mucho mejor, y toda esa pachanguita. Pero no es así. Les daré tres posibilidades, es decir, voy a contarles las tres conclusiones más probables para esta universitaria historia de principios de siglo, y luego, si es que para entonces no lo han averiguado ya, les revelaré cual fue la verdadera ¿Vale?                                                (Continuará)
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