lunes, 5 de julio de 2010

EL CUENTO DEL AUTOR / letras por capítulos 5

 EL SABOR DE VIZCAYA (5)
por José Ignacio Restrepo




El restorán tenía dos horas pico durante los días hábiles, un horario extendido de diez a diez, el sábado y el domingo permanecía cerrado al público pero abierto a la familia, la de Mauro Leggino primo hermano de Franco Vallesi. Ambos habían construido imperios criminales de similar tamaño y valor y por esta razón su parentesco tenía poca importancia frente al antagonismo natural, que era casi exclusivamente de índole profesional.

Era domingo, y el lugar lucía solo, sin un auto afuera, los restos del día anterior en la acera y algunas servilletas sucias batiéndose en un juego pueril en medio de la calle. Solamente el Peugeot, parqueado un poco sobre la acera, hablaba de la presencia de alguien en el sitio. El hombre tocó varias veces el timbre y nadie abrió. Se aproximó a la ventana, que tenía un espacio por el que quizá se viera si existía allí algún movimiento. Nada, no quedaba sino la puerta del servicio; dio la vuelta  y recibió una mala señal pues ésta se encontraba abierta, de par en par. Total silencio, una penumbra sostenida y un olor a sobras grasosas, era el resumen del lugar en su interior. Al trasponer la puerta de la oficina sus temores se hicieron reales.

El contador miró los dos cadáveres y dedujo que habían sido asesinados la noche anterior, por alguien que conocía  a quienes en vida recibían los nombres de Mauro Leggino y Guido Stromboli, el uno Jefe y el otro empleado. Lo aseveraría ante cualquier forense puesto que las pistolas de ambos seguían en sus fundas y en el escritorio, tres vasos aun tenían el whisky a medio consumir. Los dos certeros tiros en mitad de los ojos convencerían a cualquiera de que los difuntos pasaban la velada con otro delincuente, tan peligroso como ellos pero que estaba allí con la idea previa de matarlos.
El contador sintió un frío singular que no era producto de la escena que se presentaba ante sus ojos, sino de comprobar que el objetivo de alcanzar el libro antes de que este llegue a manos de Vallesi, se estaba complicando de manera evidente. La cubierta de manila medio rasgada, que dormía en la papelera color hueso, le estaba repitiendo a gritos que las cuentas mal hechas rápidamente se dirimían en sumas y restas elocuentes. Estos dos pretendían ayudarle,  y a Balbuena, su socio en el crimen, eran tres menos. El cuarto, según él no podía ser otro que el dueño de los números, el hijo de su madre, él…
Pensaba con rapidez, la muerte rondaba allí y el corría gran peligro. Alguien debía interceder por su vida y ese alguien era Miguel, el chico de Bangkok, cuya amistad con Vallesi podría servir de puente a la explicación que faltaba y por la cual, tres personas ya habían dado sus vidas: la chica rubia y estos dos hijos de su madre. Empezó a marcar el indicativo, pero sus dedos no atinaban en las pequeñas teclas del personal. El temblor  tenía nombre y apoderado, Rafaello Peruggi Certi,  ya olía la muerte.


Durante el vuelo Miguel no dejaba de pensar en las opciones que tenía para obtener alguna ganancia de esta inesperada y peligrosa situación.  Realmente todo se había cerrado y ahora no parecía ser el libro contable, la herramienta para aclarar los detalles, y hacer creíble el todo como la suma de sus partes. De seguro el contador iba rumbo a Madrid o acaso ya habría llegado. Sin un tono adecuado y el don de la oportunidad, los datos del libro perderían completamente su importancia y a su gestor. Sería mejor, es más, sería lo único válido y respetuoso, cortar  el cuento en pequeñísimos pedazos y comenzar a olvidar, las derrotas del honor como las penas de amor solo pueden curarse con el olvido…                       (Continuará)

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