viernes, 16 de julio de 2010

ZONA FEMINAS / DEL FUEGO QUE ME QUEMA

POESIA DE OLGA OROZCO

PARA HACER UN TALISMAN

Se necesita sólo tu corazón
hecho a la viva imagen de tu demonio o de tu dios.
Un corazón apenas, como un crisol de brasas para la idolatría.
Nada más que un indefenso corazón enamorado.
      Déjalo a la intemperie,
donde la hierba aúlle sus endechas de nodriza loca
      y no pueda dormir,
donde el viento y la lluvia dejen caer su látigo en un golpe
      de azul escalofrío
sin convertirlo en mármol y sin partirlo en dos,
donde la oscuridad abra sus madrigueras a todas las jaurías
      y no logre olvidar.
Arrójalo después desde lo alto de su amor al hervidero de la bruma.
Ponlo luego a secar en el sordo regazo de la piedra,
y escarba, escarba en él con una aguja fría hasta arrancar el
      último grano de esperanza.
Deja que lo sofoquen las fiebres y la ortiga,
que lo sacuda el trote ritual de la alimaña,
que lo envuelva la injuria hecha con los jirones de sus
      antiguas glorias.
Y cuando un día un año lo aprisione con la garra de un siglo,
      antes que sea tarde,
antes que se convierta en momia deslumbrante,
abre de par en par y una por una todas sus heridas:
que las exhiba al sol de la piedad, lo mismo que el mendigo,
que plaña su delirio en el desierto,
hasta que sólo el eco de un nombre crezca en él con la furia del hambre:
un incesante golpe de cuchara contra el plato vacío.
     
Si sobrevive aún, si ha llegado hasta aquí hecho a la viva imagen
      de tu demonio o de tu dios;
he ahí un talismán más inflexible que la ley, más fuerte que las armas      
      y el mal del enemigo.
Guárdalo en la vigilia de tu pecho igual que a un centinela.      
Pero vela con él.
Puede crecer en ti como la mordedura de la lepra; puede ser tu verdugo.
¡El inocente monstruo, el insaciable comensal de tu muerte!

NO HAY PUERTAS

Con arenas ardientes que labran una cifra de fuego sobre el tiempo,      
con una ley salvaje de animales que acechan el peligro desde su madriguera,     
con el vértigo de mirar hacia arriba,
con tu amor que se enciende de pronto como una lámpara en medio de la noche,     
con pequeños fragmentos de un mundo consagrado para la idolatría,
con la dulzura de dormir con toda tu piel cubriéndome el costado del miedo,      
a la sombra del ocio que abría tiernamente un abanico de praderas celestes,      
hiciste día a día la soledad que tengo.
Mi soledad está hecha de ti.      
Lleva tu nombre en su versión de piedra,
en un silencio tenso donde pueden sonar todas las melodías del infierno;      
camina junto a mí con tu paso vacío,
y tiene, como tú, esa mirada de mirar que me voy más lejos cada vez,      
hasta un fulgor de ayer que se disuelve en lágrimas, en nunca.
La dejaste a mis puertas como quien abandona la heredera      
de un reino del que nadie sale y al que jamás se vuelve.
Y creció por sí sola,      
alimentándose con esas hierbas que crecen en los bordes del recuerdo
y que en las noches de tormenta producen espejismos misteriosos,      
escenas con que las fiebres alimentan sus mejores hogueras.
La he visto así poblar las alamedas con los enmascarados que inmolan al amor     
-personajes de un mármol invencible, ciego y absorto como la distancia-,      
o desplegar en medio de una sala esa lluvia que cae junto al mar,
lejos, en otra parte,      
donde estarás llenando el cuenco de unos años con un agua de olvido.
Algunas veces sopla sobre mí con el viento del sur      
un canto huracanado que se quiebra de pronto en un gemido
en la garganta rota de la dicha,      
o trata de borrar con un trozo de esperanza raída
ese adiós que escribiste con sangre de mis sueños en todos los cristales      
para que hiera todo cuanto miro.
Mi soledad es todo cuanto tengo de ti.      
Aúlla con tu voz en todos los rincones.
Cuando la nombro con tu nombre
crece como una llaga en las tinieblas.      
Y un atardecer levantó frente a mí
esa copa del cielo que tenía un color de álamos mojados      
y en la que hemos bebido el vino de la eternidad de cada día,
y la rompió sin saber, para abrirse las venas,      
para que tú nacieras como un dios de su espléndido duelo.
Y no pudo morir      
y su mirada era la de una loca.
Entonces se abrió un muro
y entraste en este cuarto con una habitación que no tiene salidas      
y en la que estás sentado, contemplándome, en otra soledad
semejante a mi vida.    


NO ESTABAS EN EL UMBRAL

No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la nostalgia
y que presagian niños o animales hechos con la sustancia de
      la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condensándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura -el erizo de niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos, la piedra imán     
      que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de un ascua,
      en torno de un temblor-.
Y ya habías aparecido en este mundo, intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta      la cola, más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes.

 LOS REFLEJOS INFIELES

Me moldeó muchas caras esta sumisa piel,
adherida en secreto a la palpitación de lo invisible
lo mismo que una gasa que de pronto revela figuras
emboscadas en la vaga sustancia de los sueños.
Caras como resúmenes de nubes para expresar la intraducible travesía;
mapas insuficientes y confusos donde se hunden los cielos
      y emergen los abismos.
Unas fueron tan leves que se desgarraron entre los dientes
      de una sola noche.
Otras se abrieron paso a través de la escarcha, como proas de fuego.
Algunas perduraron talladas por el heroico amor en la
      memoria del espejo;
algunas se disolvieron entre rotos cristales con las primeras nieves.
Mis caras sucesivas en los escaparates veloces de una historia      
      sin paz y sin costumbres:
un muestrario de nieblas, de terror, de intemperies.
Mis caras más inmóviles surgiendo entre las aguas de un ágata      
      sin fondo que presagia la muerte,
solamente la muerte, apenas el reverso de una sombra estampada      
      en el hueco de la separación.
Ningún signo especial en estas caras que tapizan la ausencia.
Pero a través de todas, como la mancha de ácido que traspasa      
      en el álbum los ambiguos retratos,
se inscribió la señal de una misma condena:
mi vana tentativa por reflejar la cara que se sustrae y que me excede.
El obstinado error frente al modelo.


      

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