lunes, 19 de julio de 2010

LITERATURA A CUENTAGOTAS / EL CUENTO DEL AUTOR


LOS BELLOS OJOS DEL MUERTO(1 Y 2)

 por José Ignacio Restrepo

 




Era una hermosa Dubonnet de cuero rojo, fabricada en Lyón en 1.840, según una etiqueta de laminilla de cobre que se hallaba en la parte más baja del respaldar, casi invisible, No era sólo su extraña posición en aquella poltrona, la que hablaba sin proponérselo, del inmenso aburrimiento de su alma. Ni tampoco eran sus ojos, de un verde tan profundo como el del mar cuando toca la playa. Era más bien aquel casi encubierto clima del   rostro, ese espesor de variable movimiento, de breves e innombrables sentimientos que parecían aflorar sin que su voluntad mediara, causando un particular rictus que era por sí mismo un argumento fidedigno sobre alguna pérdida brutal, todavía turbia, ni siquiera dueña de su propio nombre.

Ese mar y su color de embrujo, perezosamente se ofrecían a los ojos de ambos, en el ancho y brillante ventanal del hotel, que en este momento parecía estar siendo medido, pulgada tras pulgada, por la evolución ominosa de los largos segundos de nuestra silenciosa observación, que al parecer carecía de sentido.

Contemplarlo así, tan lejano de cuanto le rodeaba, tan vacío de él mismo, me hacía  pensar en ese mal llamado depresión y que era descrito en las charlas educativas de las abuelas españolas con al poético nombre de Melancolía: No existe un motivo claro, el así llamado paciente aduce no estar enfermo, pero todo su contenido, lo que lo hace ser y le permite ser tratado, reconocido, interactuar en suma, todo eso parece haber disminuido de tamaño y, sin que exista una razón que lo explique, continúa haciéndolo. El sujeto yace como si fuera la sombra de sí mismo, pidiendo sin hacerlo no ser perturbado, incomunicándose de manera intencional, sin llevar prisa por salir. Una guerra invisible y peligrosa se ha desatado, y empieza a afectar la química de su cerebro. Ese que ahora veo, que extrañado mira sin mirar la gran ventana, sufre un gran desenamoramiento. En palabras comunes y corrientes, este amigo mío que ahora simplemente no percibo, alimenta los apetitos que acaban con la vida, y aquellos que de algún modo le dan sentido, al parecer sólo son imprecisos recuerdos del pasado. Y, además, como para adornar aún más el regalo, no solamente su mente se queja de él sin que lo advierta, sino que su cuerpo se ha rendido poco a poco, y alguna guerra siniestra, que él simplemente no quiere luchar, le está ganando la salud, y yo no he hecho otra cosa que intentar convencerle de lo amable, lo bella que es la vida para terminar mirando desde lejos la playa esperando que el viento desate al agua de las nubes y muy temprano de por terminado  este corto día de playa.

-   Estoy comenzando a habituarme. No pedirte, puede ser un hábito seguro, que ni siquiera con la mirada me observes de ese modo. Que no comprendas un hecho cualquiera no lo convierte en algo siniestro o antinatural. Tampoco te pido que no te interrogues, pero a veces pienso que quienes nos observan deben estar cavilando sobre los conflictos que mantenemos en secreto, nacidos todos de una antinatural relación amorosa, que ya pasó por sus más tórridos días y que ahora se debate entre la nostalgia y la apatía, viviendo apenas de los momentos difíciles, de la incomunicación y el desánimo... Seguramente, debe ya haber apostadores, en todas partes los hay, sopesando uno por uno nuestros gestos, el insensato ir y venir de tus manos enlazándose tras de tu espalda y luego corriendo a los bolsillos, como buscando la olvidada envoltura de una galletita de la fortuna para poder leer su mágico mensaje, y así averiguar antes que ellos quién de los dos es el causante de nuestro ya inminente rompimiento.

En silencio hube de reconocer, como en miles de oportunidades anteriores, que aquel hilado, mordaz y congruente discurso no podía ser el producto de una mente trastocada por la enfermedad, la depresión y la angustia existencial. Muy por el contrario, en breves líneas había puesto en un lugar más adecuado, y mucho más cómodo para mí debo admitir, esa paternal disposición mía a entrometerme en sus asuntos con absoluta candidez, siempre pensando que lo conocía más que a mí mismo, siempre convencido de que una opinión mía podía hacer la diferencia entre la objetividad y su miopía. Muy a menudo lo he olvidado. Sé que en mi rostro se puede ver esa solicitud de entendimiento, que él, tan orgulloso o más que yo, sabrá reconocer como genuino gesto de excusa. Y, aunque tenga callo en mi ego por el mal uso que él y otros antes han hecho de mi amistad, y deba admitir que se ha hecho daño mi espíritu por el remiendo sucesivo de las cicatrices, sé que doy lo mejor que tengo, así de ello obtenga dificultades e inconveniencias y sólo muy de vez en cuando algún reconocimiento inesperado. En nuestro caso, mi felicidad proviene precisamente de la distancia entre nuestros caracteres: sus ojos, hechos al parecer con gotas del mar que de frente nos asombra, observan la vida de muy diversa forma, la risa y el encanto son descubiertas hasta en las aguas estancadas y adquieren de inmediato una calidad excepcional, como lo  puede tener el remanso claro de un arroyo. Nuestro gran secreto consiste, y en eso somos semejantes a muchos matrimonios que conocemos, en no desconocer que en nosotros las personalidades han ido sufriendo un trastrocamiento particular: ante los demás él funge como el fuerte, ese que soporta estoico los embates de la vida; yo, mientras, suelo arrastrar tras de mi un halo de debilidad, de inercia, el que algunos se atreven a calificar a veces como semejante a la habilidad de ciertos animales para adaptarse a los ambientes. La realidad, tan conocida por él como por mí, es que somos grandes amigos: nuestro conocimiento va más allá de los laberintos que recorremos a solas y de nuestra habilidad para escondernos entre los vericuetos de nuestras rutas, las permanentes o las otras, que apenas usamos para huir de alguna horrible pesadilla. Hemos llegado a comprobar la ductilidad con la cual nos comunicamos, esa perspicaz disposición para comprender el fondo y los matices  del más inocuo de los gestos en el desconocido rostro de cualquier transeúnte, condición de la que en tantas ocasiones nos servimos y que para nuestros mutuos amigos llegó inclusive a merecer un extraño sobrenombre: llamaban la Momia a la suma de nuestros casi imperceptibles gestos faciales que nos servían en ocasiones especiales para mantener extensos diálogos, rubricados por el silencio, cuando estábamos a cierta distancia  el uno del otro. La Momia hacía su aparición en eventos sociales como matrimonios, funerales, recibimientos; su presencia solía ser motivo de alegría, ya entonces todos podían presentir una reunión posterior para escenificar nuevamente todos los detalles. Pero, esas son historias de alegrías pasadas, que se han hecho algo extensas por el peso de las circunstancias, por estas tristezas a las cuales apenas ahora les estoy descubriendo el nombre.

Un lugar mucho más cómodo que esta prístina playa sería inútil desear. Qué bueno hacerme de un mejor clima, en mí interior una ventisca fría ha comenzado a soplar inesperadamente... Casi siento la melancolía que he estado persiguiendo estos últimos días, la observé entrar y salir de mí como un fantasma que vuela con la misión de enfriar todo lo cálido e interrogar todo lo cierto. Pero, hasta la más pálida de las historias empieza en alguna parte, suelen ir tomando forma y vigor tras conducirse más o menos involuntariamente por entre estrechos y penumbrosos parajes unas veces, y otras discurriendo entre anchas y perfectas frondas, tomando de aquí y de allá aquello que le dará vida. Lo que acontece reflejándose en la vidriera, al otro lado de un magnífico océano que batalla consigo mismo desde el principio del tiempo, no es más que la cresta  de una suave ola que muere y se recrea cada vez que los sentimientos, dijéramos egoístas y acaso infantiles, afloran para expresar lo inexpresable. Así que vayamos al inicio, que como todos deben sospechar ya, se remonta un tiempo atrás; recorrer estas líneas, transitar de arriba a abajo estas cuartillas los hará a ustedes más sabedores que curiosos, y a mí, quizás, un hombre común menos agobiado….

 

CAPITULO UNO


Lo único que tenía claro de toda aquella hueca discusión, que sostuvieran cinco de los que comúnmente se llaman sus amigos durante algo más de siete horas perdidas, sobre los verdaderos vencedores de la guerra europea todavía tibia en la memoria, es que el gentilicio de los otomanos había desaparecido junto con su inmenso imperio, en una confusa, ominosa y extendida conflagración... Y costosa, como los grandes planes concebidos bajo los efluvios dudosos de ese licor dañino que es el poder. Si la toxicidad del alcohol podía parecer intrascendente para unos e inexistente para otros, en una burda reunión de jóvenes sin fortuna propia pero con padres acaudalados, que sólo discuten por pasar el tiempo y demostrar eufóricamente la superficialidad de sus conocimientos, puedo afirmar e incluso apostar que ha de ser real, venenosamente real, el enervamiento logrado por el deseo de poder cuando este se produce en corazones llenos de egoísmo y es guiado por mentes que se sienten únicas y protagonistas, por propio carácter alejadas de todo lo divino y lo humano.

Para ser honesto, también yo tomé algunos vodkas. Por ello emergen estos pensamientos algo contorsionados, no sé sí sociales o antisociales, acerca de mis amigos y estas otras temáticas que apenas manejo pero que no dejan de interesarme, ante todo si se diserta con sapiencia y pulcritud alejándose de toda pasión o prejuicio ideológico.

En fin, la fiesta que ha debido enmarcar la referida discusión no  fue tal, pues no llegaron personas que eran aguardadas con genuina impaciencia, personas estas del sexo que decimos opuesto, epíteto del que nosotros hacemos uso pero al que le otorgamos un muy diverso significado, ya desde la misma planeación del evento. Y además, estas significativas ausencias si no propiciaron sí auspiciaron la única actividad que, aparte  de intentar la conquista de una dama o ejercer la posición económica, puede interesar a un macho joven de nuestra especie cuando se halla con sus símiles en una reunión social: En diversas latitudes es común observar a hombres de buena gala y clima decente, consumiendo finos licores, conversando, tomando partido por alguna temática, discutiendo más luego, y en tanto se acaloran con el alcohol, terminar a los gritos e incluso trabados en vulgar pelea por causa del tema elegido para su reunión sin féminas, que en la ocasión a la que hago mención, determinó incluso el negro porvenir de algunas hasta ayer aparentemente finas amistades... Hablar de la última guerra para probar los conocimientos históricos, dejó a algunos peleados, a otros como yo aburridos y a los menos los envió directo a la calle de los corazones extraviados donde se busca y halla siempre algún refugio en brazos de cualquier bella advenediza, que aceptara dinero por sus favores, aventura esta que no comparto pero tampoco amonesto.

En fin, los malos tragos y los momentos amargos solo se paladean una vez, dicen siempre los malos conversadores, quienes suelen acompañar una cita propia como ésa de otra relamidamente conocida. Aquella malhadada reunión solo podía ser el introito de otra que mereciera el nombre, como aquellas que hemos hecho de la nada; la de Saúl, cuando partió con rumbo a Egipto, a buscar soledades y momias sin dientes, y así saber con certeza de que se moría la gente, sin que a duras penas se pudiera morir él tras doce días de agobio por tragar arena de una tormenta. O aquella fastuosa, que se prolongó por tres etílicos días, cuando se murió de una cansada cirrosis la bella mamá de la preciosa Masiel, dejando bien claro que su última voluntad era la celebración de un funeral muy personal: Cincuenta personas, que a la postre fueron el doble, disfrutaron  de una celebración muy exclusiva, que honraba la vida, los placeres y la belleza y que muy poco tuvo en cuenta la desaparición de nuestra protectora y mecenas, conducta la cual fue exigida por la dama en mención, como condición para  la asistencia. A quienes asistimos se nos tachó de desvergonzados y sinvergüenzas, se exigió nuestra excomunión hasta que advirtieron que hacía bastante tiempo ya nos la habían impuesto, con nuestro agradecido beneplácito, y por último fuimos olvidados poco a poco  gracias al normal transcurso de acontecimientos más llamativos e irreverentes.

Al parecer todos poseíamos la conciencia de planear y llevar a cabo una fiesta, que hiciera ver como mínimas todas las antecedentes. Todos pensamos que así alejaríamos esa sensación de agobio existencial que lograba por tiempos afincarse en nuestros destinos, haciendo de la vida una experiencia notablemente más aburrida de lo necesario. Nos dimos a la tarea, entonces, de dar forma y fondo al evento social de la década, ignorando la experiencia de que los acontecimientos suelen tener una idea propia y dramática de cómo, cuando y por quién serán o no vividos.

Esta vez, la feliz idea de planear ese evento social que recordaríamos el resto de nuestras vidas, recibió un aplazamiento sin honor cuando nos enteramos de la quiebra de la peletera de Mauricio y Gaspar, la que se había producido por sustracción indebida de capital. El padre, don Leopoldo Garrido se había aficionado horriblemente al juego, contrayendo deudas que lo llevaron a obrar en contra de su propio patrimonio, a fin de seguir con esa inútil y autodestructiva conducta.

Mauricio y Gaspar, apodados los mellizos, trataban ahora de hacer efectiva una hipoteca para salvar la empresa que había sido el símbolo de la familia por más de cuarenta años. Era improbable que llegaran a participar de  alguna reunión, por lo menos durante el próximo mes. Y en todo caso, sería impropio que lleváramos a cabo celebración alguna sin tomar en cuenta la crisis por la que estaban atravesando y el hecho tajante de que no pudieran asistir. La presencia tan aguardada de la Momia, cuya larga ausencia terminaría la noche de la fiesta, veía alterado su regreso por un nuevo obstáculo, que esta vez había tocado cercanos linderos, pasillos conocidos de las vidas de todos, hecho que justificaría nuestro silencio sobre el tema durante varios meses.

Pero, todo plazo se cumple, dice El Corán. Pasados seis meses la situación financiera de los mellizos había experimentado una notable mejoría, y por ende la salud de su empresa peletera. Era el mes de noviembre; eso quería decir que nuestra tan esperada reunión serviría de abrebocas a las celebraciones de la navidad cristiana, que se prolongaban a lo largo de un mes, como en otros lugares del mundo. Ese hecho por si solo, era motivo de más para que nadie dejara de asistir. El comité encargado de la organización, formado por los mismos casi siempre, había comenzado con los preparativos, y tenían por norma manejarlo todo como si fuera un proyecto, con sus ires y venires, su preparación y los objetivos generales y particulares. Uno de estos últimos consistía en el tema de los trajes, que debía ser histórico, cultural, de las justas deportivas, o humorístico. Este dictamen era el resultado de una votación previa, la que se llevaría a cabo esta noche, precisamente cuando mi gran amigo Roger Pavoneé, el rostro adusto de La Momia, llegara procedente de París.

Aquella tarde en la estación de trenes, mientras me empeñaba en mirar los aparadores que mostraban los últimos modelitos para las jóvenes debutantes, una sensación extraña subía y bajaba por los músculos de mi abdomen, sin preocupar el aparato digestivo, dejándome por el momento una ascendente migraña que no tenía otro propósito que privarme de la alegría completa... hasta que lo observé a él venir hacia mi por el vestíbulo principal de la Estación. Su natural continente de atleta lucía aun más pronunciado, se veía extrañamente alto, diríase desgarbado, al mirar su traje arrugado y el vello con algunas canas que hablaba de al menos dos semanas de descuido facial. Mi amigo Roger, distinguido en el mundillo de las apariencias como uno de los solteros más demandados y solícitos, de quien hasta los enemigos reconocían una rotunda y masculina belleza, lucía al contraluz  de los últimos rayos de sol como una encarnación  de algún personaje literario que carga la arena de las veredas de Tebas, y en su morral de cuero ajado por años y años de expediciones maravillosas, esconde un mapa, sin ignorar que  es ese el motivo de los múltiples episodios plenos de riesgo y peligro para su vida, mapa que se está borrando poco a poco sin que a él parezca preocuparle. Un personaje así parece mi buen amigo, que no proviene de alguna reciente expedición a tierras africanas, como las que han popularizado héroes imaginarios que tienen poco que ver con la realidad, sino de un viaje de negocios por tierras de Hungría y Rumania, el cual lamentablemente para sus  amigos se extendió más de lo previsto.

-¡Qué estúpida reflexión la de los pretendidos filósofos cuando afirman, llenos de sí, que el tiempo realmente no existe, amigo mío!

-¡Mi querida media máscara, cómo te he extrañado... Este lugar está infamemente moribundo sin ti.

Ya en su casa, uno de los más bien construidos palacetes de Les Invalides, observé con decaimiento que no era un asunto literario, que su aspecto opaco y desmejorado no solo era notorio sino preocupante y que sería algo hipócrita de mi parte no hacerle mención de mis pensamientos, a fin de indagar la causa. Sin embargo, era el trámite de bienvenida, la oportunidad de alegrías reeditadas, el momento infinito; no fui capaz de sucumbir a mi curiosidad de hermano y decaí en la circunstancia, todavía más con la llegada de los otros, cuya nota de entrada al parecer muy preparada y sin mi conocimiento, fue llegar con máscaras venecianas, tan fuera de época como precisas y elocuentes para el bello reconocimiento. Con la mención de los próximos festejos, en los que ya se preparaban actos complementarios agradables como la verbena central, el rostro de mi amigo Roger pareció concentrar toda su antigua energía, y entonces olvidé la preocupación que me embargaba desde su arribo. Pero, no había dejado de notar que algunos de los demás eran ya concientes de la postración de su bello rostro, del hundimiento lacrado de sus sienes y de su pelo, otrora brillante y fuerte, y ahora ralo por decir lo menos. Nadie optó por fracturar lo que debía ser perfecto, ninguno desató lo que, supimos mucho tiempo después, ya no tenía forma de anudarse. Con una mesura ajena a nuestras todavía jóvenes naturalezas, la reunión para bien venir a mi media máscara y entregarle otra vez sus llaves de la ciudad de París, se redujo a eso solamente, dejando todo el mundo las preguntas acerca de la salud del recién llegado para una fecha cercana. Para mí, como sé que lo suponen, eso quería decir justo la mañana siguiente...(continuará)

2 comentarios:

Rocío L´Amar Poeta de Chile dijo...

excelente...

Apolodoro Justino Canqui dijo...

ESTO PINTA BIEN. LA CRÍTICA VENDRÁ (SI TIENE QUE VENIR), CUANDO HAYA VISTO LA HOBRA COMPLETA. HASTA AHORA SÓLO PUEDO DECIR QUE ES POÉTICA, IMPACTANTE Y QUE ESTÁ VELADA CON UN FALSO VELO (O UN VELO INVISIBLE). ABRAZOS HERMANO.

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