martes, 20 de julio de 2010

ZONA DEL INTELECTO / OPACO POSMODERNISMO

ESTE MUNDO EN QUE MORIMOS

por George Bataille

No hay nada, me parece, en este mundo que se hurte a nuestro pensamiento. Nos desplazamos: cada cosa entra en nuestra mirada. Más lejos que la mirada calculamos una inmensa extensión donde se ordenan mundos que una lenta fotografía revela.
¿Inmenso? pero esta pretendida inmensidad la hemos hecho entrar en nuestras medidas, hemos incluso reducido a nuestras medidas lo que ante todo pareció excederlas.
Sólo la muerte se sustrae al esfuerzo de un espíritu que se ha propuesto abarcarlo todo.
Pero la muerte, se dirá, está fuera del mundo. La muerte está fuera de los límites. Como tal ella se sustrae necesariamente al rigor de un método de pensamiento que no considera nada sin haberlo limitado.
Si se quiere.
Tengo en la mano un álbum suntuoso cuyo texto está acompañado por numerosas ilustraciones en color.
Bajo el título de The world we live in, la revista Life (publicada en América con cuatro millones de ejemplares) ha hecho aparecer, a lo largo del año 1954, el conjunto de artículos que el álbum ha reunido en 1955.
El nacimiento de la tierra, la formación de los mares y de los continentes, el poblamiento de la extensión terrestre por los animales y por los hombres, o el cielo estrellado a través del cual se desplaza la Tierra han dado lugar a una sucesión de imágenes cautivadoras. Lo que la fotografía no pudo alcanzar lo ha representado el dibujo. Con este álbum en la mano, lo que hace que la vida aparezca, lo que la formación del espíritu humano le revela a dicho espíritu, se abre ante mis ojos en su conjunto comprensible. El mundo en que vivimos es para nosotros el mundo de donde procede el hombre, a cuya medida está hecho el hombre y que una representación clara pone a la medida del espíritu del hombre. El hombre, es verdad, no posee el mundo. Por lo menos posee de él lo que le resulta próximo y la dominación que ejerce sobre lo más próximo le da generalmente en el espacio que descubre la ciencia la sensación de estar en su casa.
Pero ahora quiero plantear la pregunta.
¿El mundo en que vivimos, the world we live in, no es al mismo tiempo the world we die in, no es «el mundo en que morimos»? The world we die in habría podido efectivamente servir como título para el editor americano.
Quizás.
Hay no obstante una dificultad.
The world we die in no es en ninguna medida lo que poseemos. La muerte está, en efecto, dentro de este «mundo en que vivimos», es eso que se sustrae a la posesión, ya sea porque, reducidos al temor, no tengamos el deseo de poseerla, ya sea porque, habiendo intentado ejercer sobre ella una dominación, hayamos finalmente admitido que ella se escabullía.
Los ritos y los ejercicios religiosos de todos los tiempos se han esforzado por hacer que la muerte entre en el dominio del espíritu humano.
Pero esos ritos y esos ejercicios nos mantienen en la fascinación de la muerte. El espíritu fascinado por ella pudo imaginar que la muerte se convertía en su dominio: un dominio donde la muerte era sobrepasada. La muerte, en este mundo en que vivimos, donde, finalmente, debido a la ciencia, nada se nos sustrae ya por completo, no ha seguido siendo menos lo que se sustrae. El mundo en que morimos no es el «mundo en que vivimos». El mundo en que morimos se opone al mundo en que vivimos como lo inaccesible a lo accesible.
Le enseño al niño The world we live in. Él capta en seguida esas imágenes, ellas son inmediatamente accesibles. Le propongo al espíritu más reflexivo la lectura de El último hombre, que podría abrirle «el mundo en que morimos», y, no sin antes haber leído dos o varias veces este librito, entreverá la razón de proseguir una lectura ardua, en la que, ante todo, él no puede entrar. Sin duda esta lectura podrá imponerle mediante una fuerza de sobrepasamiento inaudita, pero no es antes de un tiempo de paciencia cuando un aspecto de la muerte inaprensible se abrirá delante de él, escabulléndose todavía mientras se da: aún será posible que su propio pensamiento lo sustraiga de la exigencia de sus fundamentos, que lo sustraiga de todo lo que en primer lugar el pensamiento ordenaba en él.
He hablado de las dificultades que presenta la lectura de El último hombre. Las pocas frases que preceden podrían sugerir que se trata de filosofía. Sin embargo, El último hombre es exterior a la filosofía.
En primer lugar, como la página del título lo indica, es un relato.
Este relato introduce personajes, los coloca en una situación determinada y los conduce a una resolución. Más adelante describiré a esos personajes y aquello con lo que se enfrentan. Pero antes quiero alcanzar a decir la razón más profunda que hay para no conceder a El último hombre un carácter filosófico: este libro no es efectivamente un trabajo. La filosofía es un trabajo donde el autor, con vistas a un fin, renuncia a la loca libertad de su andadura. Únicamente la literatura es un juego que tira los dados para alcanzar una cifra imprevisible...
Enunciaré ahora el tema del relato. Por lo menos diré lo que me parece (que se aleja quizás del pensamiento del que procede la obra, pero que no me parece que se aleje de tal manera que haga imposible un regreso).
Tres personajes, cada uno a su manera, se aproximan a la muerte. Uno de ellos, el «último hombre», se aproxima a ella antes que los demás: su vida entera está quizás en función de la muerte que entra en él. No es que él mismo tenga por ella una preocupación definible, pero el narrador lo ve morir, él para el narrador es un reflejo de aquella muerte que está en él. En él es donde le es concedido al narrador mirar, contemplar, la muerte.
Esta contemplación no está nunca dada de buenas a primeras. Los testigos del «último hombre» no se aproximan verdaderamente a él, sólo presienten lo que él es en último término en la medida en que ellos mismos entran en «el mundo en que morimos». En esta medida, se disuelven: ese «yo» que habla en ellos escapa de ellos.
Aquel que mira morir existe en la mirada que él abre a la muerte: si es lo que es, lo es en la medida en que, ya, no es él, en que ya es «nosotros», en que la muerte lo disuelve. Pero ese «nosotros» situado en la muerte no puede estar evidentemente situado delante de esta muerte aislada, ininteligible y familiar, que es aterradora y que, al mirarla, nadie mira más que sustrayendo una presencia aterrada, que nadie mira sino desviando de antemano una mirada enferma (La Rochefoucauld ha escrito: «Ni el Sol ni la muerte pueden mirarse fijamente»); en verdad, ese «nosotros» no podría ser el resultado de una suma, de una serie de «yos»; es posible encarar ese «nosotros» en la medida en que la muerte de la que se trata no es ya aquella que conocemos huyendo, sino la «muerte universal» a la que pertenece el «último hombre». Aquel que muere, pero que, al morir, le otorga a la muerte su presencia, al menos aquel que muere desviándose del ritornello de la vida, que muere por tanto absorbido en «el mundo en que morimos» (donde la ausencia, la verdad sea dicha, sucede a la presencia que nosotros sólo otorgamos verdaderamente al «mundo en que vivimos»), aquel que muere consagrado por entero a la desaparición en que consiste su muerte no podría tener testigos si esos testigos no participaran ya, aunque fuere por una ligera turbación, de la universal desaparición en que consiste la muerte (pero ¿no sería esta desaparición universal, finalmente, la universal aparición?).
En su lenguaje sin afectación, pero desconcertante, Maurice Blanchot «precisa» las preferencias de este «último hombre», que es el primero en entrar en la «muerte universal»: «Por sus preferencias, cada uno, creo, sentía que era a otro a quien apuntaba, pero no a otro cualquiera, sino al más próximo, como si él sólo hubiera podido mirar con una mirada un poco ausente, escogiendo al que se tocaba, al que se rozaba, aquél a quien a decir verdad hasta ese momento se le había persuadido de serlo. Quizás escogía en ti siempre a otro. Quizás, por esa elección, convertía a alguien en otro. Era la mirada con la que uno por encima de todo hubiera deseado ser mirado, pero que no te miraba quizás nunca, que no miraba nada más que un poco de vacío junto a ti. Ese vacío, un día, fue una mujer joven a la que yo estaba unido» (p. 20). He subrayado las frases sobre las que he querido atraer la atención (las frases anteriores a ellas le piden al lector, si es que ellas se deben abrir a él, descender más adentro en la profundidad de ese libro —aparentemente el más profundo de todos los libros).
Ese vacío, «un poco de vacío junto a usted» —pero una fórmula, en El último hombre, nunca tiene sino un valor dudoso, provisional, por lo demás el propio esquema al que me esfuerzo por introducir no tiene a mi parecer más que un valor también dudoso—, ese vacío, pese a todo, al alterar el orden que le es propio a la vida, anuncia la entrada de los personajes del relato en «ese mundo en que morimos». Parece que, sin ese vacío, el «yo» que un día fue el narrador no sería «un ¿Quién?», por sí sólo, «una infinidad de ¿Quiénes?». El «yo» no sería sustituido por el olvido que es el principio del «nosotros», que se compone en la lejanía del «mundo en que morimos».
Una oscura aproximación une en último término a los personajes del relato. Nos están dados el aspecto particular, las reacciones y la particular movilidad del «último hombre». Nos están dados el sonido de su voz o de su tos y de sus pasos en los pasillos. Habita en el mismo edificio que el narrador y la mujer joven que estrechan los vínculos de una atracción recíproca. De ese «gran edificio central», de ese lugar del relato, poco sabemos: oímos hablar de un ascensor, de interminables pasillos blancos, semejantes a los de un hospital. La enfermedad parece ser el vínculo entre los numerosos habitantes de esta casa, que comprende cocinas, un patio —donde un día cae la nieve— una sala de juego semejante a las de los casinos. Pero, aunque aprensibles, esas realidades están ahí para desaparecer. Como si la desaparición, que es —aunque ella misma estuviere sustraída al conocimiento que precisa— el acontecimiento que el libro sugiere, necesitara para tener lugar, para «ocurrir», que aparecieran objetos que desaparecen. Sin eso, un aspecto fundamental de la desaparición nos estaría dado demasiado pronto. De este acontecimiento sabríamos demasiado pronto que es una ausencia de acontecimiento.
La mujer joven en particular está menos absorbida en su próxima desaparición. De nuevo nos encontramos cerca de ella. Podemos sufrir, sentir la angustia. «Allí donde ella se quedaba —se nos dice— todo era claro, con una claridad transparente y, con certeza, la claridad se propagaba efectivamente más allá de ella. Cuando salíamos de la habitación, todo ello era siempre tan tranquilamente claro; el pasillo no amenazaba desmoronarse bajo los pasos, las paredes permanecían blancas y firmes, los vivos no morían, los muertos no resucitaban, y más adelante era igual, todo ello era siempre tan claro, menos tranquilo quizás o al contrario, de una calma más profunda, más extensa, la diferencia era insensible. Insensible también, cuando nos adelantábamos, el velo de sombra que pasaba por la luz, pero ya había curiosas irregularidades, algunos sitios estaban replegados en la oscuridad, privados de calor humano, infrecuentables, mientras que muy cerca brillaban alegres superficies de sol» (p. 48). Pese al inaprensible vacío que ha determinado la «preferencia» del «último hombre», la «mujer joven» ha permanecido en efecto en la vida. O, por lo menos, no se ha separado de la vida mediante ese «insensible» deslizamiento, que va del espacio limitado por «paredes blancas y sólidas» hasta ese «velo de sombra», hasta ese velo de muerte, donde insensiblemente desaparece aquel mismo a quien ella llama «el profesor». Pero en la medida en que la vida es su morada, su presencia junto a aquel que muere mantiene el carácter de desaparición de la muerte: ¿quién podría desaparecer si junto a él nada continuase apareciendo?
La mujer joven es el lugar de un doble movimiento.
Ella aparece súbitamente en la luz. Esta luz es arrojada sobre una realidad huidiza, que, sin embargo, no cesa de ser real. El narrador evoca a esta mujer que él toca y que él estrecha. «Yo podía —dice— sentir lo desesperante que había sido el súbito horror que la había hecho brincar fuera de aquel instante de la noche en que la había tocado. Cada vez que yo volvía sobre él, lo que yo encontraba siempre en mí era el carácter maravilloso de aquel movimiento, la impresión de júbilo que yo había sentido al recobrarla, de luz al aplacar su desorden, al sentir sus lágrimas, y que su cuerpo de sueño no fuera una imagen, sino una intimidad trastornada de sollozos» (p. 66).
El estallido en lágrimas de esta realidad se desata sobre el vacío. Aún más, a través de la realidad de las lágrimas, el vacío, el olvido que conquistan se hacen de repente aprensibles. El vacío no es nada, el olvido no es nada: si los sollozos preceden al vacío, si preceden al olvido, el vacío, el olvido son la ausencia de sollozos. Aquel sitio donde desapareció lo que fascinaba, que fascina más todavía o más extrañamente: es la desaparición misma haciéndose y proponiéndose, creciendo hasta el punto de embrujar y de sutilizar a quienes ella embruja.
No obstante, aquel que busca extraviado dentro de esos movimientos dobles lo que se le escapa no pertenece ya a ese «mundo en que vivimos», donde nunca le faltaba la posibilidad de afirmarse, de decir «yo». Entra en el «mundo en que morimos», donde el «yo» zozobra, donde solamente mora un «nosotros» que nada nunca puede reducir. El «yo» que muere, que la muerte expulsa, acorralado, se condena a caer dentro de un silencio, dentro de un vacío que no soporta. Pero, cómplice del silencio, cómplice del vacío, está en poder de un mundo donde él no es nada que no se extravíe.
Abordando aquel mundo inaprensible, que es el mundo de la desaparición, el narrador expresa todavía un sentimiento. Una vez más todavía, lo relaciona consigo mismo, pero en vano, porque la desaparición lo absorbe, o él se absorbe en la desaparición. «Sensación de inmensa felicidad —se nos dice—, eso es lo que no puedo apartar, que es la eterna irradiación de aquellos días, que ha comenzado desde el primer instante, que lo hace durar aún y siempre. Nosotros permanecemos juntos. Vivimos, vueltos hacia nosotros mismos como hacia una montaña que vertiginosamente se eleva de universo en universo. Sin nunca parar, sin límite, una embriaguez más ebria y cada vez más sosegada. «Nosotros»: esta palabra se glorifica eternamente, asciende sin fin, pasa entre nosotros como una sombra, está debajo de los párpados como la mirada que lo ha visto siempre todo» (p. 76).
Debemos aquí detenernos en esta sorprendente significación de la muerte, que resulta de la posibilidad de separarla del sufrimiento.
La joven mujer del relato da a entender al narrador en qué consiste su movimiento frente a la muerte.
«‘Morir, creo que podría hacerlo, pero sufrir, no, no lo puedo’. — ‘¿Tiene miedo de sufrir?’ La atravesó un escalofrío: ‘No tengo miedo, no lo puedo, no lo puedo’. Respuesta en la que entonces yo sólo había visto una aprensión razonable, aunque quizás ella había querido decir otra cosa muy distinta, quizás había expresado la realidad de aquel sufrimiento que no se podía sufrir, y quizás había traicionado uno de sus pensamientos más secretos: que, ella también, estaría muerta, desde hace mucho tiempo —tanta gente había pasado a su alrededor—, si, para morir, no hubiera habido que atravesar tal espesor de sufrimientos no mortales y si ella no hubiera sentido el horror de extraviarse en un espacio de dolor tan oscuro que ella nunca le encontraría la salida» (p. 62).
Un incidente —«cuando ella murió»— enseña, al final de la primera parte, que la muerte de la joven mujer ha sucedido efectivamente hace poco.
El propio narrador no puede hablar de su muerte, pero, al hablar, en el momento en que esta parte se acaba, de ese «pasillo estrecho, chorreando día y noche la misma luz blanca, sin sombra, sin perspectiva, donde como en los pasillos de hospital, se apiñaban rumores ininterrumpidos», añade: «Yo pasaba por él con la impresión de su vida sosegada, profunda, indiferente, sabiendo que para mí ahí estaba el porvenir, y que yo no tendría ya otro paisaje que esta soledad propia y blanca, que ahí se elevarían mis árboles, ahí se extendería el inmenso susurro de los campos, el mar, el cielo cambiante con sus nubes, ahí, en ese túnel, la eternidad de mis encuentros y de mis deseos» (p. 69).
Unas líneas más y la segunda parte, la parte final, comienza, donde el relato alcanza un curso sublime. Si empleo esta palabra, no es con su valor de elogio (a mi parecer, el pequeño libro de Maurice Blanchot se sitúa más allá y por encima de cualquier elogio), sino en un sentido preciso: ese curso en su lentitud no cesa de elevar a la cima.
Me he esforzado por dar, en forma esquemática, el contenido de la primera parte, con mucho la más larga. Para la segunda, no intentaré hacerlo. Habiendo de alguna manera resumido la primera parte, temo haber dado la sensación de una fabricación. En todo caso, al resumirla, he traicionado lo que no podía ser resumido: no entramos verdaderamente en el libro sino con esta condición, que él nos extravía en sus meandros. Sólo hemos podido no perdernos en él dando falsamente la impresión de que era posible no estar perdido en él. Lo que he dicho quizás no está lejos del pensamiento del autor y podría ser una introducción hacia ese pensamiento, pero ese pensamiento no se deja aprehender: él incluso desaprehende a quien lo aborda. La apariencia de fabricación que da el resumen no responde nunca a su movimiento. De un extremo a otro, como en un cataclismo, las frases lentamente precipitadas se escapan del esquema gracias al cual en rigor sólo es posible evocar su dirección: a ellas las precipita una fuerza que las domina, que domina a quien las escribe. Él contiene esta fuerza. Sin una calma fuera del mundo, fuera por lo menos de «este mundo en que vivimos», no habría habido libro. Pero esta fuerza se impone a quien tiene la energía de leerlo con una paciencia análoga a la de quien lo escribe. Aquél a quien esta fuerza le solivianta no puede discutirla. Él entra en ese «mundo en que morimos», en ese mundo de la universal desaparición, donde nada aparece sino para desaparecer, donde todo desaparece.
De la segunda parte, citaré esta frase que quizás esclarece el sentido de aquel «nosotros» que únicamente abre una desaparición ilimitada de aquellos a los que abraza:
«Contra ti, pensamiento inmóvil, acaba de tomar forma, brillar y desaparecer todo lo que de todos se refleja en nosotros. De ese modo tenemos el mundo más grande posible, de ese modo, en cada uno de nosotros, todos se reflejan a través de un espejeo infinito que nos proyecta en una intimidad radiante desde donde cada uno regresa a sí mismo, iluminado por ser sólo el reflejo de todos. Y el pensamiento de que no somos, cada uno, sino el reflejo del universal reflejo, esta respuesta a nuestra ligereza nos embriaga con aquella ligereza, nos vuelve cada vez más ligeros, más ligeros que nosotros, en el infinito de la esfera reflectante que, de la superficie al destello único, es el eterno vaivén de nosotros mismos» (pp. 82-83).
Si tomamos esta frase en sentido filosófico, deberemos entretenernos en ella, hacer hincapié en el valor exacto de las palabras. Pero, he dicho, el pensamiento que El último hombre esclarece no tiene un carácter filosófico. No podría encontrar su sitio en un encadenamiento riguroso. Hay un rigor en este pensamiento (este rigor es el mayor), pero este rigor no se presenta bajo la forma de fundamento y de construcción. Este pensamiento no podría ser el fundamento de uno de esos endebles edificios que la triste obstinación del filósofo eleva con la condición de desviarse atentamente del destino que lo condena a hundirse más tarde. El pensamiento humano no puede comprometerse por entero con el trabajo, no puede dejarse atrapar por la tarea que tiene como fin demostrar lo que el curso incesante del pensamiento revelará que es falso. El pensamiento está a la busca de la aparición que él no ha podido prever y de la cual está de antemano apartado. El juego del pensamiento demanda una fuerza y un rigor tales que al lado de la fuerza y el rigor que la construcción demanda dan la impresión de un relajamiento. El acróbata en el vacío está sometido a reglas más precisas que el albañil que no abandona el suelo. El albañil produce, pero en el límite de lo imposible: el acróbata inmediatamente suelta lo que ha aprehendido. Él se detiene. La detención es el límite que él negaría, si tuviera la fuerza de hacerlo. La detención quiere decir que falta el aliento y que el pensamiento que respondería al esfuerzo del pensamiento sería aquel que alcanzaríamos si, al final, no nos faltara el aliento.
Todo se ordena en este «mundo en que vivimos», todo se ordena y todo se construye. Pero nosotros pertenecemos al «mundo en que morimos».
Ahí todo está suspendido, ahí todo es más verdadero, pero no accedemos a ello sino a través de la ventana de la muerte.
Hay en la muerte algo que, presentido, reduce la vida a la medida de la ilusoria estabilidad de los sólidos inmóviles, de los sólidos que encadenan relaciones estables. Pero a la muerte deberemos desembarazarla de un siniestro cortejo que abre el dolor indecible y que cierra la peste. Debemos acceder a la radiante eternidad que ella es: la muerte universal es eterna. El último hombre revela un mundo al que sólo accedemos mediante un movimiento vertiginoso. Pero este libro es el movimiento en que, perdiendo todo apoyo, tenemos, si es posible, la fuerza de verlo todo.
De El último hombre es difícil hablar, hasta tal punto escapa este libro de los límites donde la mayoría querría permanecer. Pero quien acepta leerlo percibe que estaba en poder del hombre consagrar el pensamiento, en un libro, al movimiento que lo libera de esos límites. Con la condición de arrostrar una amenaza. No es solamente al autor a quien se le solicita la fuerza de afrontarla: ¿escaparía el lector de la prueba inevitable? Leer en último extremo podría solicitar hacer frente a lo que significa este mundo —y a la existencia que llevamos en él—, hacer frente a lo que ellos significan, a su sinsentido (nosotros sólo los separamos por fatiga).



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