viernes, 23 de julio de 2010

LITERATURA A CUENTAGOTAS / EL CUENTO DEL AUTOR

LOS BELLOS OJOS DEL MUERTO (y 5)
Por José Ignacio Restrepo
EPILOGO
Las notas corales de esta tarde en la catedral, tuvieron la belleza de los jardines del Taj Majal, yo que los he disfrutado puedo decirles que ver ese lugar esplendoroso es combinar en nuestro interior todas las armonías reales y posibles, y escucharlas luego simultáneamente. El hubiera exclamado, con su toque sarcástico, que nada tan hermoso es confiable, se hubiera reído con un gesto infantil, y cubriéndose la boca, habría completado “si no se mueve, dispárele, un muerto es mejor si lo está dos veces”. Roger era un maestro en decir tonterías por fuera de lugar, en hacer ridiculeces que todos olvidábamos y que luego él nos repetía, todo absolutamente gratis como acotaría él mismo diciendo de sus fachas.
Estaba bien muerto, no una vez, ni dos, sino para siempre. Nada pudieron los médicos, todos coincidieron en lo tardío del diagnóstico, en la indiferencia mortal para someterse con orden y sentido a un tratamiento. Ni su hermosa madre habló de ese estúpido carácter de él, esa impostura para un hombre de su formación y recorrido, que lo hacia temer con desmesura a la sencilla idea de la muerte, la cual a su edad no debiera en modo alguno preocuparle, pero a la que le tenia tal respeto y pavor, que inclusive se retiraba sin ser notado del salón donde estuvieran departiendo sobre el tema. Fue ese sentimiento el que lo llevo hasta la parca.
En Canarias, apenas al cuarto día me confió en la rutina del alcohol, que se sentía espantosamente mal, que sabía que algo en su respiración no andaba bien, pero que realmente no tenía intención alguna de averiguar o preocuparse, pues ese no era programa para unas vacaciones, máxime si eran las primeras en tres años. Al otro día, frente al ventanal del hotel, tras un incómodo tire y afloje que pretendía otorgar el galardón de posesión de la verdad a uno de los dos, y así entonces el perdedor iba a obedecer los requerimientos que emanaran del buen juicio del otro, Roger propició la burla ante más de una docena de comensales por mi infantil credibilidad, simplemente apareció, como en un cáustico juego en el que todos pierden, todos se ponen penas, todos acaban tristes, sencillamente jugando como tantas veces en que hubo motivo para el beneplácito, gastando el tiempo inútil con inútiles charadas. Aquella mañana, afable, de buen talante, salió del hotel a saludar al sol, sintiendo que el ayer era una mentira, que su cuerpo débil no le estaba pidiendo a gritos que lo atendiera, que su amigo del alma no sucumbía viendo como él ignoraba su solicitad de acompañarle a Paris, para que los médicos se ocuparan de su dolencia, antes de que la amiga de ese último minuto, la emprendedora compañera del postrero viaje, se sintiera convencida de que era ya la hora, irremediablemente, del hermoso joven Roger Pavoneé. Le sobrevino un fuerte acceso de tos durante el almuerzo y manchó la servilleta de su propia sangre. En su alcoba, descubrí escondidos entre el closet las otras servilletas y los seca manos, y toallas que tan pronto manchaba con sus hemorragias, desaparecía de su vista y de la de cualquiera, como si con no ver aquellos síntomas, la dolencia que se comía vivos sus pulmones fuese por arte de magia desapareciendo. Como un loco le grité a la cara su irrespeto por la vida, le llamé irresponsable en veinte idiomas hasta que advertí que se había tirado de cualquier forma en la cama, y que no respiraba bien sino en medio de breves estertores. Qué noche triste, profundamente triste, como será la de hoy, hube de vivir cuando sorprendido por asalto me entregué al silencio, al ver que se lo llevaban de cualquier manera unos paramédicos, corriendo como locos para salvar su vida. Todas las preguntas y las respuestas modulándose al tiempo en la más azarosa de las retóricas posibles, la de la oración, en la que nuestra indignidad se expone humildemente ante el Ser del que casi no tenemos noticia, pidiendo, rogando que no sea esa su voluntad. Y entonces, un momento después, cuando todo el abatimiento de la verdad se ha aposentado ya para vivir, para vivir los restos de nuestra vida asido salvajemente a nuestros huesos, me doy cuenta que no pude decirle del grande amor que le tenía, ni darle las gracias por dejarme ver también la vida con sus ojos, esos marítimos pozos de azul verdoso, cuyos destellos que parecían verlo todo desde dentro del más grande y más viajero de los circos, a los que siempre iba armado de sus mágicos deseos, sin invitar a nadie es cierto
JOSE IGNACIO RESTREPO
25 de Diciembre de 2001 
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